Nelson Demille : другие произведения.

Isla misterio

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  Herido en acto de servicio, John Corey, detective de la brigada de homicidios de la policía de Nueva York, se recupera en un pueblecito de Long Island habitado por agricultores, pescadores y, por lo menos, un asesino. Tom y Judy Gordon, una joven y atractiva pareja de biólogos conocidos de Corey, han sido hallados en su jardín con sendas balas en la cabeza. Los primeros indicios apuntan a un robo frustrado, pero el rumor de guerra bacteriológica que salpica al centro de investigación de patologías animales de Long Island hace que circule el rumor de que los Gordon se habían apoderado de una sustancia muy peligrosa. El asesinato del matrimonio se convierte en un crimen de repercusiones mundiales y Corey acaba tomando cartas en el asunto. Sus investigaciones nos conducen por tradiciones, leyendas y secretos ancestrales del norte de Long Island, a la vez que el astuto detective se ve envuelto en una trama mucho más compleja de lo que esperaba.
  
  
  
  
  
  Nelson DeMille
  
  
  
  
  
  Isla misterio
  
  
  John Corey - 1
  
  
  
  ePub r1.0
  
  eKionh 11.06.14
  
  
  
  
  
  Título original: Plum Island
  
  Nelson DeMille, 1997
  
  Traducción: Enric Tremps Lladó
  
  Diseño de cubierta: eKionh
  
  Editor digital: eKionh
  
  ePub base r1.1
  
  
  
  
  
  Para Larry Kirshbaum,
  
  amigo, editor y compañero de juego.
  
  
  
  
  
  Agracecimientos
  
  
  Expreso mi agradecimiento a las siguientes personas, por compartir sus especiales conocimientos conmigo. Cualquier error u omisión en la narración es responsabilidad exclusivamente mía. También me he tomado algún que otro pequeño margen de licencia literaria, pero en general he procurado mantenerme fiel a su información y consejos.
  
  En primer lugar, gracias al teniente de detectives John Kennedy del Departamento de Policía del condado de Nassau, que trabajó casi tanto como yo en esta novela. John Kennedy es un voluntarioso oficial de policía, abogado honrado, experto navegante, buen marido de Carol, excelente amigo de los DeMille y severo crítico literario. Muchísimas gracias por tu tiempo y tu maestría.
  
  Desearía darle las gracias de nuevo a Dan Starer del Research for Writers, NYC, por su diligente trabajo.
  
  También quiero agradecerles a Bob y Linda Scalia su ayuda sobre tradiciones y costumbres locales.
  
  Mi agradecimiento a Martin Bowe y Laura Flanagan de la biblioteca pública Garden City, por su extraordinaria ayuda en la investigación.
  
  Muchas gracias a Howard Polskin de la CNN y a Janet Alshouse, Cindi Younker y Mike DelGiudice de News 12 Long Island, por facilitarme sus filmaciones de Plum Island.
  
  Gracias de nuevo a Bob Whiting, de Banfi Vintners, por compartir conmigo sus conocimientos y su pasión por el vino.
  
  Mi agradecimiento al doctor Alfonso Torres, director del Centro de Patología Animal de Plum Island, por su tiempo y paciencia, y mi admiración a él y a su personal por el importante y desinteresado trabajo que realizan.
  
  Mi sincera gratitud a mi ayudante, Dianne Francis, por centenares de horas de trabajo arduo y voluntarioso.
  
  Mi penúltimo agradecimiento a mi representante y amigo, Nick Ellison, y a su personal: Christina Harcar y Faye Bender. Ningún autor podría tener mejor representante ni mejores colegas.
  
  Por último y sobre todo, gracias de nuevo a Ginny DeMille. Éste es su séptimo libro y edita todavía con amor y entusiasmo.
  
  
  
  
  
  Nota del autor
  
  
  En cuanto al Centro de Patología Animal de Plum Island del Ministerio de Agricultura de Estados Unidos, me he tomado un pequeño margen de licencia literaria respecto a la isla y al trabajo que se realiza en la misma.
  
  
  
  
  
  Tres pueden guardar un secreto si dos de ellos están muertos.
  
  BENJAMIN FRANKLIN
  
  Poor Richard’s Almanac (1735)
  
  
  
  
  
  Capítulo 1
  
  
  
  
  A través de mis prismáticos contemplaba una bonita lancha de unos quince metros de eslora, anclada a unos centenares de metros de la orilla. Había dos parejas a bordo, de algo más de treinta años, que se lo pasaban de lo lindo disfrutando del sol y tomando unas cervezas o lo que fuera. Las mujeres llevaban sólo la parte inferior de un diminuto biquini y uno de los hombres que estaba a proa se quitó su bañador, permaneció ahí de pie unos instantes en cueros, se arrojó al agua y nadó alrededor del barco. Qué país tan maravilloso. Dejé los prismáticos sobre mi regazo y descorché una Budweiser.
  
  Estábamos a finales de verano y no me refiero a los últimos días de agosto, sino a los de setiembre, en vísperas del equinoccio otoñal. Había pasado la festividad del Día del Trabajo y estaba por llegar el veranillo de San Martín, si es que alguien sabe lo que es eso.
  
  Yo, John Corey, poli convaleciente de profesión, estaba sentado en la terraza trasera de la casa de mi tío, en una silla de mimbre, ocupado en pensamientos superficiales. Se me ocurrió que el problema de no hacer nada consiste en saber cuándo uno ha terminado.
  
  La terraza, antigua, rodea tres costados de la casa rural victoriana, construida en mil ochocientos noventa y pico, con sus correspondientes tejas ornamentadas, torretas y aleros a lo largo de sus nueve metros de longitud. Desde donde estaba sentado vislumbraba la gran bahía de Peconic, más allá del parterre inclinado, cubierto de césped. El sol se acercaba al horizonte de poniente, como corresponde a las siete menos cuarto de la tarde. Soy hombre de ciudad, pero empezaba a disfrutar realmente de las delicias del campo, del cielo y todo lo demás, incluso hace unas semanas encontré la Osa Mayor.
  
  Llevaba sólo una camiseta blanca y unos vaqueros cortados, que habían sido de mi talla antes de perder peso. Apoyaba los pies descalzos sobre la barandilla y los pulgares servían de marco a la lancha que antes he mencionado.
  
  A esa hora empiezan a oírse los grillos, las cigarras y quién sabe qué otros bichos, pero como no soy muy aficionado a los sonidos de la naturaleza tenía junto a mí un magnetófono portátil sobre la mesa con la música de The Big Chill, mi cerveza en la mano izquierda, los prismáticos sobre el regazo y, en el suelo, cerca de mi mano derecha, mi arma personal, un revólver Smith & Wesson del treinta y ocho con un cañón de cinco centímetros, que cabe perfectamente en mi bolso. Es una broma.
  
  En algún momento de los dos segundos de silencio entre When a Man Loves a Woman y Dancing in the Street, oí o sentí en las tablas de madera del suelo, viejas y crujientes, que alguien caminaba por la terraza. Como vivo solo y no esperaba a nadie, levanté mi treinta y ocho con la mano derecha y lo coloqué sobre el regazo. Para que no me tomen por paranoico debo aclarar que no me estaba restableciendo de unas paperas sino de tres heridas de bala, dos de nueve milímetros y una de un Magnum del calibre cuarenta y cuatro, aunque poco importa el tamaño de los agujeros; al igual que en la propiedad inmobiliaria, lo que importa de los agujeros de bala es sin ninguna duda la ubicación. Evidentemente, la ubicación de los míos era la correcta, puesto que me estaba recuperando y no descomponiendo.
  
  Miré a mi derecha, donde la terraza gira hacia el oeste de la casa. Un individuo dobló la esquina, se detuvo a unos cinco metros de donde yo me encontraba y contempló las prolongadas sombras del sol poniente. En realidad, dicho individuo proyectaba también una larga sombra que me pasaba por encima y le impedía verme. Pero, con el sol a su espalda, también era difícil para mí verle la cara o adivinar sus intenciones.
  
  —¿Qué desea? —pregunté.
  
  —Ah, hola, John —respondió después de volver la cabeza para mirarme—. No te había visto.
  
  —Siéntate, jefe —dije mientras guardaba mi revólver bajo la camiseta y bajaba el volumen de Dancing in the Street.
  
  Sylvester Maxwell, conocido como Max, representante de la ley en esa zona, se acercó hasta situarse frente a mí y apoyó el trasero en la barandilla. Llevaba una chaqueta azul, camisa blanca, pantalón de algodón de color claro y unas zapatillas deportivas sin calcetines. Fui incapaz de decidir si estaba o no de servicio.
  
  —Hay refrescos en la nevera —dije.
  
  —Gracias —respondió Max, para quien la cerveza es un refresco, antes de agacharse y coger una Budweiser.
  
  Durante unos momentos saboreó su cerveza y contempló un punto perdido en el espacio a unos tres palmos de su nariz, mientras yo me concentraba de nuevo en la bahía y escuchaba Too Many Fish in the Sea de las Marvelettes. Era lunes, gracias a Dios se habían marchado los domingueros y, como he dicho antes, había pasado ya la festividad del Día del Trabajo, cuando terminaban la mayoría de los alquileres veraniegos y se recuperaba la tranquilidad. Max es un chico de pueblo y nunca va directamente al grano, de modo que uno se limita a esperar.
  
  —¿Es tuya esta casa? —preguntó por fin.
  
  —Es de mi tío. Quiere que se la compre.
  
  —No lo hagas. Según mi filosofía, si algo vuela, flota o jode, alquílalo.
  
  —Gracias.
  
  —¿Vas a quedarte algún tiempo?
  
  —Hasta que deje de silbar el viento a través de mi pecho.
  
  Sonrió y adoptó de nuevo una actitud contemplativa. Max es un individuo corpulento, aproximadamente de mi edad, o sea de unos cuarenta y cinco años, con el cabello rubio ondulado, tez rubicunda y ojos azules. Las mujeres parecen encontrarlo atractivo, afortunadamente para él, que es soltero y heterosexual.
  
  —¿Cómo te encuentras? —preguntó.
  
  —Bien.
  
  —¿Te apetece un poco de ejercicio mental?
  
  No respondí. Conozco a Max desde hace unos diez años pero como no vivo en esta zona sólo nos vemos de vez en cuando. A estas alturas debo aclarar que soy detective de homicidios en Nueva York, destinado en Manhattan norte hasta que fui herido de bala. Eso sucedió el 12 de abril. Un detective de homicidios no había sido herido en Nueva York desde hacía unas dos décadas, así que se convirtió en una gran noticia. Los de la oficina de información pública del Departamento de Policía de Nueva York alentaron la publicidad porque era momento de renovar los contratos y, dado que soy una persona tan agradable, atractiva, etcétera, decidieron extraerle el máximo rendimiento y, con la cooperación de los medios de comunicación, seguimos con el tema. Entretanto, los dos canallas que me dispararon siguen todavía en libertad. De modo que pasé un mes en el presbiteriano de Columbia, a continuación unas semanas en un piso de Manhattan y luego mi tío Harry sugirió que esta casa veraniega era el lugar indicado para un héroe. ¿Por qué no? Llegué a finales de mayo.
  
  —Creo que conocías a Tom y Judy Gordon —dijo Max.
  
  Lo miré. Nuestros ojos se encontraron y comprendí.
  
  —¿Los dos? —pregunté.
  
  —Los dos —asintió antes de un momento de respetuoso silencio—. Me gustaría que echaras una ojeada al lugar del crimen.
  
  —¿Por qué?
  
  —¿Por qué no? Como favor personal. Antes de que todos los demás intervengan en el asunto. Ando escaso de detectives de homicidios.
  
  A decir verdad, el Departamento de Policía de Southold carece de detectives de homicidios, lo que habitualmente no importa porque aquí son muy pocos los asesinatos que se cometen. Cuando eso sucede, la policía del condado de Suffolk manda a sus investigadores y Max les cede el caso, pero no le gusta.
  
  Ahora un poco de geografía local. Éste es el pueblo de Southold, en la zona norte de Long Island, Estado de Nueva York, que según reza el letrero de la autopista fue fundado en mil seiscientos cuarenta y pico por gentes de New Haven, Connecticut, que quién sabe si huían del rey. La zona sur de Long Island, al otro lado de la bahía de Peconic, es la parte elegante, donde residen escritores, pintores, editores y otros personajes por el estilo. Aquí, en el norte, los habitantes son agricultores, pescadores y cosas parecidas. Y puede que uno de ellos, asesino.
  
  En todo caso, la casa de mi tío Harry está situada en la aldea de Mattituck, a unos ciento cincuenta kilómetros por carretera de la calle Ciento Dos Oeste, donde dos caballeros de aspecto hispano habían efectuado catorce o quince disparos contra un servidor de ustedes y alcanzado tres veces el blanco móvil desde una distancia de ocho a diez metros; no muy impresionante, aunque no critico ni me quejo.
  
  El municipio de Southold comprende casi todo el norte de la isla, con sus ocho aldeas y un pueblo llamado Greenport, así como un cuerpo de policía de unos cuarenta agentes y a Sylvester Maxwell como jefe.
  
  —Nada se pierde por mirar —dijo Max.
  
  —Claro que sí. Imagina que me obligan a declarar en un momento inoportuno. Aquí nadie me paga.
  
  —En realidad he hablado con el supervisor y ha accedido a contratarte oficialmente como asesor. Cien pavos diarios.
  
  —Caramba. Parece el tipo de trabajo para el que hay que disponer antes de unos ahorros.
  
  Max sonrió.
  
  —No te quejes, te servirá para gasolina y teléfono. De todos modos no estás haciendo nada.
  
  —Procuro que se cierre el agujero de mi pulmón derecho.
  
  —Esto no será agotador.
  
  —¿Cómo lo sabes?
  
  —Es tu oportunidad para convertirte en un buen ciudadano de Southold.
  
  —Yo soy neoyorquino. No se supone que deba ser un buen ciudadano.
  
  —Por cierto, ¿conocías bien a los Gordon? ¿Erais amigos?
  
  —Más o menos.
  
  —Bien, ahí está tu razón para hacerlo. Vamos, John. Levántate. Vámonos. Te deberé un favor. Te perdonaré una multa.
  
  Sinceramente, estaba aburrido y los Gordon eran buenas personas… Me levanté y dejé mi cerveza.
  
  —Aceptaré el trabajo a un dólar por semana, para que sea oficial.
  
  —Bien. No lo lamentarás.
  
  —Por supuesto que lo haré —respondí antes de parar Jeremiah Was a Bullfrog—. ¿Hay mucha sangre?
  
  —Un poco. Heridas en la cabeza.
  
  —¿Crees que necesito ponerme botas?
  
  —Bueno… les ha salido parte del cráneo y del cerebro por la nuca…
  
  —De acuerdo.
  
  Después de ponerme las chancletas, Max y yo rodeamos la casa por la terraza hasta la puerta principal. Luego subí a su coche oficial sin distintivos, un Jeep Cherokee de color blanco con una ruidosa radio de policía.
  
  Condujimos por el largo camino de la casa, que durante aproximadamente un siglo mi tío Harry y sus predecesores habían cubierto de conchas de ostra y lapas mezcladas con cenizas y ascuas del fogón de carbón para evitar el polvo y el barro. Ésta había sido una de las llamadas explotaciones agrícolas de la bahía y se encuentra junto a la orilla del mar, pero se ha vendido la mayor parte de la tierra cultivable. El terreno está un poco abandonado y su vegetación consiste predominantemente en plantas de escasa utilidad, como forsythias, sauces blancos y setos de ligustro. La casa es de color beige, con bordes y tejado verdes. A decir verdad es bastante encantadora y puede que la compre si los médicos de la policía me dan por inútil. Debería ejercitarme en toser sangre.
  
  A propósito de mi inutilidad, tengo bastantes posibilidades de conseguir una pensión vitalicia y libre de impuestos, aproximadamente tres cuartos de mi salario. Eso equivale en el Departamento de Policía de Nueva York a encontrarse en Atlantic City, tropezar con un pliegue de la alfombra en el Trump’s Castle y golpearse la cabeza con una máquina tragaperras ante un abogado laboralista. ¡El gordo!
  
  —¿Me estás escuchando?
  
  —¿Cómo?
  
  —Decía que un vecino descubrió los cadáveres a las cinco cuarenta y cinco…
  
  —¿Ya estoy contratado?
  
  —Por supuesto. Ambos habían recibido un solo disparo en la cabeza y los encontró en el suelo del jardín…
  
  —Max, eso ya lo veré. Háblame del vecino.
  
  —De acuerdo. Se llama Edgar Murphy, es un anciano caballero. Oyó que llegaba el barco de los Gordon a eso de las cinco y media. Al cabo de unos quince minutos se acercó a su casa y los encontró asesinados. No oyó ningún disparo.
  
  —¿Aparato auditivo?
  
  —No. Se lo he preguntado. Según él, su esposa también oye perfectamente. Puede que utilizaran un silenciador. O tal vez estén más sordos de lo que creen.
  
  —Pero oyeron el barco. ¿Está Edgar seguro de eso?
  
  —Bastante seguro. Nos llamó a las cinco cincuenta y uno, de modo que su precisión es considerable.
  
  —Desde luego.
  
  Consulté mi reloj. Ahora eran las siete y diez. Max debió de tener la brillante idea de venir a buscarme poco después de llegar al lugar del crimen. Supuse que a estas alturas habrían llegado los muchachos de homicidios del condado de Suffolk. Seguramente se habrían desplazado desde una ciudad llamada Yaphank, donde se encontraba el cuartel general de la policía del condado, que estaba aproximadamente a una hora en coche de la residencia de los Gordon.
  
  Max continuó perorando mientras yo intentaba concentrarme, pues habían transcurrido unos cinco meses desde que había tenido que pensar en asuntos de este tipo. Tuve la tentación de exclamar: «¡Sólo hechos, Max!». Pero dejé que siguiera hablando. Además, no podía quitarme de la cabeza Jeremiah Was a Bullfrog y, como todos sabemos, es muy molesto cuando uno no puede dejar de pensar en una canción. Especialmente en ésa.
  
  Miré por la ventanilla abierta del coche. Íbamos por el eje este/oeste, convenientemente denominado carretera principal, hacia un lugar llamado punta de Nassau donde viven, o vivían, los Gordon. La zona norte de Long Island es parecida a Cape Cod, azotada por el viento, rodeada de agua por tres costados y repleta de historia.
  
  La población permanente es escasa, unos veinte mil habitantes, pero hay muchos veraneantes y gente de fin de semana y las nuevas bodegas atraen visitantes que vienen a pasar el día. No hay más que abrir una bodega para que acudan millares de petimetres babosos catadores de vino del centro urbano más cercano. Nunca falla.
  
  Giramos al sur por la punta de Nassau, un cabo de tres kilómetros en forma de media luna que penetra en la gran bahía de Peconic. Desde mi embarcadero al de los Gordon hay unos seis kilómetros.
  
  La punta de Nassau ha sido lugar de veraneo desde los años veinte y sus residencias oscilan entre chalets sencillos y verdaderas mansiones. Aquí veraneaba Albert Einstein y fue aquí, en mil novecientos treinta y pico, donde escribió su famosa Carta desde la punta de Nassau al presidente Roosevelt, en la que le incitaba a que se apresurara con la bomba atómica. El resto, como suele decirse, es historia.
  
  Curiosamente, la punta de Nassau es todavía el lugar de residencia de numerosos científicos, algunos de los cuales trabajan en el laboratorio nacional de Brookhaven, unas instalaciones nucleares secretas a unos cincuenta kilómetros al oeste, y otros en Plum Island, un centro de investigación biológica sumamente secreto, tan aterrador que ha sido preciso instalarlo en una isla. Plum Island está a unos tres kilómetros del extremo de Orient Point, que es la última extensión de tierra al norte de Long Island; próxima parada, Europa.
  
  Tom y Judy Gordon no ignoraban todo eso, eran biólogos que trabajaban en Plum Island, y, con toda seguridad, tanto Sylvester Maxwell como John Corey lo tenían en cuenta.
  
  —¿Has llamado a los federales? —pregunté.
  
  Max negó con la cabeza.
  
  —¿Por qué no?
  
  —El asesinato no es un delito federal.
  
  —Sabes a lo que me refiero, Max.
  
  El jefe Maxwell no respondió.
  
  
  
  
  
  Capítulo 2
  
  
  
  
  Nos acercamos a la casa de los Gordon, protegida después de un sendero en la orilla oeste del cabo. Era una casa estilo rancho, construida en los años sesenta y modernizada en los noventa. Los Gordon, procedentes de algún lugar del Medio Oeste e inseguros respecto a su futuro profesional, habían alquilado la casa con opción a compra según me mencionaron en una ocasión. Creo que si yo trabajara con el material que ellos manipulaban, tampoco haría planes a largo plazo. Maldita sea, ni siquiera compraría plátanos verdes.
  
  Me concentré en el paisaje que se veía por la ventanilla del Jeep. En la agradable y sombreada calle había grupos de vecinos y niños con bicicletas bajo las largas sombras moradas que charlaban y contemplaban la casa de los Gordon. Frente a ésta había tres coches de la policía de Southold, además de dos coches sin distintivos. Una furgoneta del forense del condado bloqueaba la entrada. Es una buena política no acercar los coches ni aparcar en el lugar de un crimen para no destruir pruebas y me alegró comprobar que de momento la pequeña fuerza de policía rural de Max respetaba las reglas.
  
  En la calle había también dos furgonetas de televisión, una de la cadena de noticias locales de Long Island y otra de NBC News.
  
  Me percaté asimismo de la presencia de un grupo de periodistas que charlaban con los vecinos y acercaban sus micrófonos a cualquiera que abriera la boca. No se había convertido todavía en un circo informativo, pero lo haría cuando el resto de los explotadores de noticias descubriera el vínculo con Plum Island.
  
  Una cinta amarilla de la policía rodeaba la casa y el terreno de árbol en árbol. Max paró detrás de la furgoneta del forense y nos apeamos. Se dispararon algunos flashes antes de que se encendieran los potentes focos de las cámaras de vídeo y empezaran a filmarnos para las noticias de las once. Confié en que los miembros del tribunal médico no me vieran, por no mencionar a los canallas que habían intentado eliminarme y que ahora sabrían dónde encontrarme.
  
  Frente a la puerta había un policía uniformado con un cuaderno en la mano, el encargado de registrar todo lo que pasara en el lugar del crimen, y Max le facilitó mi nombre, título y demás información para que constara oficialmente, pendiente de la aprobación del fiscal del distrito y de los futuros abogados defensores. Eso era precisamente lo que no quería, pero estaba en casa cuando el destino llamó a la puerta.
  
  Avanzamos por el camino de grava y penetramos en el jardín trasero por una entrada con arco para encontrarnos en un terreno cubierto principalmente por tablas de cedro, que descendía en forma de cascada desde la casa hacia la bahía y terminaba en un largo embarcadero, donde estaba amarrado el barco de los Gordon. Era realmente una tarde agradable y deseé que Tom y Judy hubieran vivido para disfrutarla.
  
  Observé el contingente habitual de funcionarios forenses, además de tres policías de Southold uniformados y una mujer excesivamente arreglada, con falda y chaqueta marrón claro, blusa blanca y unos elegantes zapatos. Al principio supuse que se trataba de alguna pariente que había acudido para identificar los cadáveres y todo lo demás, pero luego me percaté de que llevaba un cuaderno en la mano y de que su aspecto era oficial.
  
  De espaldas sobre el suelo de cedro gris estaban Tom y Judy, con los pies hacia la casa, las cabezas hacia la bahía y las piernas y los brazos torcidos como si planearan. Un fotógrafo de la policía tomaba instantáneas de los cadáveres y, cuando se disparó el flash, los cuerpos adquirieron momentáneamente un aspecto fantasmagórico, que me hizo recordar La noche de los muertos vivientes.
  
  Contemplé los cadáveres. Tom y Judy Gordon tenían treinta y pico años, estaban en muy buena forma e incluso muertos formaban una pareja extraordinariamente atractiva, hasta tal punto que a veces los habían confundido con celebridades cuando cenaban en algún lugar de moda.
  
  Ambos llevaban vaqueros azules, zapatillas deportivas y jerséis de cuello alto. El de Tom era negro con el logotipo de algún suministrador de productos náuticos y el de Judy de un verde claro más elegante, con un pequeño velero amarillo sobre el pecho izquierdo.
  
  Supuse que, a lo largo del año, Max no veía a muchas personas asesinadas, pero probablemente sí a muchas que habían fallecido de muerte natural, suicidio, accidentes de tráfico, etcétera, así que no se sentiría indispuesto. Tenía un aspecto adusto, preocupado, pensativo y profesional y no dejaba de observar los cadáveres, como si no pudiera creer que las personas que yacían sobre aquella hermosa vegetación hubieran sido asesinadas.
  
  A mí, por otra parte, después de trabajar en una ciudad donde se cometen 1.500 asesinatos anuales, la muerte me resultaba bastante familiar, como suele decirse. No veo los 1.500 cadáveres, pero sí los suficientes para que hayan dejado de sorprenderme, indisponerme, asustarme o entristecerme. No obstante, cuando se trata de alguien a quien conocías y te gustaba es diferente.
  
  Crucé el entarimado y me acerqué a Tom Gordon. Tenía un agujero de bala en el puente de la nariz y Judy en la sien izquierda.
  
  En el supuesto de que hubiera habido un solo agresor, Tom, que era un hombre fuerte, probablemente había recibido el primer y único disparo en la cabeza, luego Judy, cuando se giró para mirar incrédula a su marido, recibió un disparo en la sien. Probablemente, las balas les habían atravesado el cráneo y habían ido a parar a la bahía; mala suerte para los de balística.
  
  Nunca había estado en el lugar de un homicidio donde no hubiera un olor increíblemente repugnante si hacía algún tiempo que habían fallecido las víctimas. Si había sangre, siempre olía, y si se había penetrado alguna cavidad corporal, solía haber un olor peculiar a entrañas. Eso era algo que no deseaba volver a percibir; la última vez que había olido a sangre había sido la mía propia. De todos modos, el hecho de que en esta ocasión el asesinato se hubiera cometido al aire libre lo hacía más llevadero.
  
  Miré a mi alrededor y no vi ningún lugar cercano donde el agresor pudiera haberse ocultado. La puerta de cristal corrediza de la casa estaba abierta; allí podía haberse escondido, pero se encontraba a casi siete metros de los cadáveres y no hay mucha gente capaz de dispararle a alguien a la cabeza con una pistola desde dicha distancia. Yo era una prueba viviente de ello. A esa distancia se dispara primero al cuerpo y luego el agresor se acerca para rematar a la víctima con un disparo en la cabeza. Así que existían dos posibilidades: que el asesino hubiera utilizado un rifle en lugar de una pistola o que se hubiese aproximado a ellos sin provocar ninguna alarma. Alguien de aspecto normal, no amenazante, tal vez incluso alguien a quien conocían. Los Gordon podían haberse apeado de su barco, haberse dirigido a la casa, haber visto en algún momento a la persona en cuestión y haberse acercado a ella. El agresor habría levantado la pistola cuando estaban a casi un metro de distancia y acabado con la vida de ambos.
  
  Miré más allá de los cadáveres y vi banderitas de colores clavadas en distintos lugares del entarimado.
  
  —¿Las rojas indican sangre?
  
  —Las blancas, cráneo; las grises… —explicó Max.
  
  —Comprendido —respondí, contento de haberme puesto las chancletas.
  
  —Los boquetes de salida son enormes —dijo Max—, prácticamente ha desaparecido la parte posterior del cráneo. Y, como puedes comprobar, los agujeros de entrada son grandes. Sospecho que se trata del calibre cuarenta y cinco. Todavía no hemos encontrado las balas, probablemente cayeron en la bahía.
  
  No respondí.
  
  Entonces Max señaló la puerta de cristal corrediza y me llamó.
  
  —Esa puerta ha sido forzada, y la casa, saqueada. Nada grande ha desaparecido; el televisor, el ordenador, el CD y todo lo demás siguen ahí. Pero puede que se hayan llevado joyas y otros artículos de tamaño reducido.
  
  Reflexioné unos instantes. Los Gordon, al igual que la mayoría de los científicos con un salario gubernamental, no poseían muchas joyas, obras de arte ni cosas por el estilo. Un drogata habría cogido los aparatos de valor y habría huido.
  
  —Eso es lo que yo pienso —dijo Max—. El ladrón o los ladrones estaban en lo suyo cuando vieron por la puerta de cristal que se acercaban los Gordon, salió o salieron al jardín, les dispararon y huyeron. ¿Qué te parece? —preguntó.
  
  —Si tú lo dices.
  
  —Lo digo.
  
  —De acuerdo.
  
  Sonaba mejor que: «Saqueada la casa de unos investigadores de un proyecto altamente secreto de guerra biológica y hallados muertos los científicos».
  
  —¿Tú qué opinas, John? —preguntó Max en voz baja después de acercarse.
  
  —¿Es éste el pan nuestro de cada día?
  
  —Vamos, muchacho, no me tomes el pelo. Puede que tengamos entre manos un doble asesinato de alcance mundial.
  
  —Pero tú acabas de decir que podría tratarse simplemente de alguien que regresa a su casa en el momento inoportuno y acaba con un disparo en la cabeza.
  
  —Sí, pero resulta que en este caso los propietarios son… lo que quiera que sean —respondió sin dejar de mirarme—. Haz una reconstrucción.
  
  —De acuerdo. Está claro que el agresor no disparó desde la puerta de cristal. Estaba junto a ellos. Entonces esa puerta estaba cerrada, de modo que los Gordon no vieron nada inusual al acercarse a la casa. Posiblemente, el asesino estaba sentado ahí, en una de esas sillas, y pudo haber llegado en barco, ya que no aparcaría su coche ahí delante, donde todo el mundo pudiera verlo. O puede que alguien lo trajera. En ambos casos, los Gordon lo conocían o no estaban innecesariamente preocupados por su presencia en el jardín de su casa o, incluso, puede que se trate de una mujer de aspecto agradable a la que los Gordon se acercaron y ella a ellos. Puede que intercambiaran unas palabras, pero la persona que los asesinó no tardó en sacar la pistola y acabar con ellos.
  
  El jefe Maxwell asintió.
  
  —Si el agresor buscaba algo en el interior, no eran joyas ni dinero, sino documentos. Ya sabes, información. No mató a los Gordon porque lo sorprendieran, los asesinó porque los quería muertos. Los estaba esperando. Tú lo sabes.
  
  Max asintió.
  
  —Por otra parte, Max, también he visto muchos robos frustrados en los que el propietario murió asesinado y el ladrón huyó con las manos vacías. Cuando se trata de drogatas, nada tiene sentido.
  
  El jefe Maxwell se frotó la barbilla mientras pensaba por una parte en la posibilidad de un lunático armado, en la de un asesino a sangre fría, por otra, y todo lo que cupiera entre ambas.
  
  Entretanto, me agaché junto a los cadáveres, cerca de Judy. Tenía los ojos abiertos, muy abiertos, y parecía sorprendida.
  
  Tom también tenía los ojos abiertos, pero parecía más sereno que su esposa. Las moscas habían encontrado la sangre en las heridas y tuve la tentación de ahuyentarlas, pero ya no importaba.
  
  Examiné detenidamente los cuerpos sin tocar nada que pudiera entorpecer la labor de los forenses. Observé el pelo, las uñas, la piel, la ropa, los zapatos… Cuando terminé, acaricié la mejilla de Judy y me levanté.
  
  —¿Cuánto hacía que los conocías? —preguntó Maxwell.
  
  —Más o menos desde junio.
  
  —¿Habías estado en esta casa antes?
  
  —Sí. Te queda una pregunta.
  
  —Bueno… Debo preguntártelo… ¿Dónde estabas a eso de las cinco y media?
  
  —Con tu novia.
  
  Sonrió, pero no le divirtió mi respuesta.
  
  —¿Los conocías bien? —pregunté entonces.
  
  —Sólo en sociedad —respondió después de titubear un instante—. Mi novia me obliga a asistir a catas de vino y cosas por el estilo.
  
  —¿Ah, sí? ¿Y cómo sabías que yo los conocía?
  
  —Mencionaron que habían conocido a un poli de Nueva York que estaba convaleciente. Yo comenté que te conocía.
  
  —El mundo es un pañuelo —dije.
  
  No respondió.
  
  Observé el jardín. Al este estaba la casa y al sur unos setos altos y espesos tras los cuales se encontraba la casa de Edgar Murphy, el vecino que había descubierto los cadáveres. Al norte había un descampado que se extendía varios centenares de metros hasta la casa siguiente, apenas visible. Al oeste, el terreno descendía en tres niveles hacia la bahía, donde había un embarcadero de unos treinta metros hasta aguas profundas. Al final del embarcadero estaba amarrado el barco de los Gordon, una elegante lancha de fibra de vidrio, Fórmula tres y algo, de unos diez metros de eslora. Se llamaba Spirochete[1] que según sabemos gracias a los manuales de biología es el perverso bicho causante de la sífilis. Los Gordon tenían sentido del humor.
  
  —Edgar Murphy ha declarado que los Gordon a veces utilizaban su propia embarcación para trasladarse a Plum Island. Usaban el transbordador gubernamental cuando hacía mal tiempo y en invierno.
  
  Asentí. Ya lo sabía.
  
  —Voy a llamar a Plum Island e intentaré averiguar a qué hora se marcharon —prosiguió—. El mar está calmado, sube la marea y sopla viento del este, de modo que pudieron llegar con mucha rapidez.
  
  —No soy navegante.
  
  —Yo sí. Pudieron tardar una hora escasa, cuando normalmente se tardaría hora y media o dos a lo sumo. Los Murphy oyeron que el barco de los Gordon llegaba a eso de las cinco y media; si logramos averiguar cuándo salieron de Plum Island, sabremos con mayor certeza si fue la embarcación de los Gordon lo que oyeron los Murphy a las cinco y media.
  
  —Bien.
  
  Miré el jardín. Había los muebles habituales: mesa, sillas, un bar al aire libre, sombrillas. Pequeñas plantas y matorrales crecían en espacios abiertos entre las tablas de cedro, pero en ningún lugar al aire libre podía haberse ocultado nadie para sorprenderlos.
  
  —¿En qué estás pensando? —preguntó Max.
  
  —Estaba pensando en el gran entarimado norteamericano. Grandes tablas de madera a varios niveles que no precisan mantenimiento alguno. No como mi vieja terraza, que necesita constantemente pintura. Si comprara la casa de mi tío, podría construir una cubierta como ésta hasta la bahía. Claro que entonces no tendría tanto césped.
  
  —¿En eso estabas pensando? —preguntó Max después de unos segundos.
  
  —Sí. ¿Y tú en qué piensas?
  
  —En el doble asesinato.
  
  —Bien. Cuéntame qué has descubierto.
  
  —De acuerdo. Toqué los motores —respondió mientras señalaba el barco con el pulgar—. Estaban todavía calientes cuando llegamos, como los cuerpos.
  
  Asentí. El sol comenzaba a sumergirse en la bahía, ya se percibía el frescor y la oscuridad, y yo empezaba a sentir frío en camiseta y pantalón corto, sin ropa interior.
  
  Setiembre es realmente un mes maravilloso en la costa atlántica, desde Outer Banks hasta Newfoundland. La temperatura diurna es suave, y las noches, agradables para dormir; es verano sin calor ni humedad y otoño sin lluvia fría. Los pájaros veraniegos todavía no se han marchado y las aves migratorias del norte descansan en su camino hacia el sur. Supongo que si abandonara Manhattan y me instalara aquí, acabaría por aficionarme a la naturaleza, navegar, pescar y todo eso.
  
  —Y hay algo más —dijo Max—. El cabo está amarrado a un pilote.
  
  —Eso parece muy significativo para el caso. ¿Qué diablos es un cabo?
  
  —La cuerda. La cuerda del barco no está sujeta a las cornamusas del embarcadero, sino amarrada temporalmente a uno de los pilotes, que son esos palos que salen del agua. Eso hace suponer que se proponían volver a salir a la mar poco tiempo después.
  
  —Buena observación.
  
  —Bien. ¿Alguna idea?
  
  —Ninguna.
  
  —¿Alguna aportación por tu parte?
  
  —Creo que me llevas ventaja, jefe.
  
  —¿Alguna teoría, presentimiento, corazonada, lo que sea?
  
  —No.
  
  El jefe Maxwell parecía querer decir algo como «quedas despedido», pero dijo:
  
  —Debo llamar por teléfono.
  
  Y entró en la casa.
  
  Volví a observar los cuerpos. La mujer con el traje chaqueta marrón claro dibujaba con tiza el contorno de Judy. Según la normativa oficial de la ciudad de Nueva York, es el encargado de la investigación quien dibuja el contorno de los cadáveres y supuse que aquí era lo mismo. La idea es que el detective que seguirá el caso hasta su conclusión y trabajará con el fiscal del distrito conozca y averigüe personalmente todos los detalles en la medida de lo posible. Así que deduje que la señora de marrón era una detective de homicidios, a quien habían asignado la investigación de aquel caso. También llegué a la conclusión de que acabaría tratando con ella si decidía colaborar con Max.
  
  El escenario de un asesinato es uno de los lugares más interesantes del mundo, si uno sabe lo que busca y lo que ve. Pensemos en personas como Tom y Judy que observan microbios a través del microscopio y conocen sus nombres, lo que esos bichitos están haciendo en aquel momento, lo que podrían hacerle a la persona que los está mirando, etcétera. Pero si yo observara microbios, lo único que vería serían cositas diminutas que se mueven; no poseo formación visual ni intelectual para los microbios.
  
  Sin embargo, cuando miro un cadáver y su entorno, veo cosas que pasan inadvertidas a la mayoría de la gente. Max tocó los motores y los cuerpos y se percató de que estaban calientes, se fijó en la manera en que estaba amarrado el barco y captó una docena de pequeños detalles que habrían pasado desapercibidos a una persona corriente. Pero Max no es un detective y funciona a lo que podríamos llamar nivel dos, mientras que para resolver un asesinato como éste hay que razonar a un nivel mucho más alto. Él lo sabía y por eso me había llamado.
  
  También se daba la coincidencia de que yo conocía a las víctimas y eso, para un detective de homicidios que trabaje en el caso, es una gran ventaja. Sabía, por ejemplo, que los Gordon solían vestir con camiseta, pantalón corto y zapatillas para ir en su barco a Plum Island y luego allí se ponían la bata, el traje de protección o lo que fuera necesario. Tampoco era habitual que Tom llevara una camiseta negra y Judy, si mal no recordaba, sentía predilección por los tonos pastel. Sospeché que se habían vestido para pasar inadvertidos y las zapatillas deportivas que llevaban puestas eran para poder correr más. Por otra parte, puede que estuviera imaginando pistas. Hay que ser cuidadoso para no hacerlo.
  
  Pero luego estaba la tierra roja en las suelas de sus zapatillas. ¿De dónde procedía? No del laboratorio, ni tampoco probablemente del camino del muelle del transbordador de Plum Island, ni de su barco, ni de su embarcadero, ni de su jardín. Al parecer, habían estado en otro lugar, para lo que se habían vestido de forma diferente e, indudablemente, el día había tenido un final distinto del que habían previsto. Allí sucedía algo más, de lo que yo no tenía la menor idea, pero que indudablemente existía.
  
  Sin embargo, no dejaba de ser posible que se hubieran limitado a sorprender a algún ladrón. Puede que lo que hubiera pasado no tuviera nada que ver con su trabajo. Pero el caso es que a Max le intrigaba y le ponía nervioso y a mí también me había contagiado. Antes de la medianoche, y a no ser que para entonces Max hubiera cogido a algún ratero, llegarían representantes del FBI, del Servicio de Inteligencia y de la CIA.
  
  —Usted perdone.
  
  Volví la cabeza hacia la voz y comprobé que era la señora del traje marrón claro.
  
  —Está usted perdonada.
  
  —Disculpe, ¿se supone que debe estar aquí?
  
  —Formo parte de la orquesta.
  
  —¿Es usted agente de policía?
  
  Evidentemente, mi camiseta y pantalón corto no proyectaban una imagen de autoridad.
  
  —Estoy con el jefe Maxwell.
  
  —Eso ya lo he visto. ¿Ha sido usted debidamente registrado?
  
  —¿Por qué no lo comprueba? —respondí antes de dar media vuelta y descender por el jardín en dirección al embarcadero, procurando evitar cuidadosamente las banderitas de colores.
  
  Ella me siguió.
  
  —Soy la detective Penrose de la brigada de homicidios del condado de Suffolk y estoy a cargo de esta investigación.
  
  —La felicito.
  
  —Y a no ser que exista alguna razón oficial para justificar su presencia…
  
  —Tendrá que hablar con el jefe.
  
  Llegué al embarcadero y me acerqué al lugar donde estaba amarrado el barco de los Gordon. Soplaba una fuerte brisa en el largo muelle y el sol ya se había ocultado. No vi ningún barco de vela en la bahía pero pasaron algunas lanchas con las luces de navegación encendidas. Una luna casi llena acababa de salir por el sureste y brillaba en el agua.
  
  La marea estaba alta y el barco de diez metros se encontraba casi a nivel del embarcadero. Salté a cubierta.
  
  —¿Qué está usted haciendo? No puede hacer eso.
  
  Era muy atractiva, por supuesto; si hubiera sido fea, habría sido mucho más amable con ella. Vestía, como he mencionado, de una forma bastante sobria, pero el cuerpo bajo su ropa hecha a medida era una sinfonía de curvas, una melodía de carne que aspiraba a liberarse. En realidad, daba la impresión de que camuflaba globos. La segunda cosa de la que me percaté fue de que no llevaba ninguna alianza matrimonial. En cuanto al resto de los detalles: edad, treinta y pocos; cabello, media melena y color cobrizo; ojos, azul verdoso; piel, clara y poco bronceada para la época, con escaso maquillaje; labios, de puchero; marcas o cicatrices visibles, ninguna; pendientes, ninguno; uñas sin pintar y expresión de enfado en la cara.
  
  —¿Me está escuchando?
  
  Tenía también una voz agradable a pesar del tono de ese momento. Sospeché que debido a su atractivo rostro, su tipo extraordinario y su voz suave, a la detective Penrose le resultaba difícil que la tomaran en serio y para compensar se vestía excesivamente masculina. Probablemente poseía un libro titulado Cómo vestir para aplastar pelotas.
  
  —¿Me está usted escuchando?
  
  —La escucho. ¿Pero me ha escuchado usted a mí? Le he dicho que hablara con el jefe.
  
  —Yo soy quien manda aquí. En asuntos de homicidio, la policía del condado…
  
  —De acuerdo, hablaremos juntos con el jefe. Espere un momento.
  
  Le eché una ojeada al barco pero ya había oscurecido y no pude ver gran cosa. Intenté encontrar una linterna antes de dirigirme a la detective Penrose.
  
  —Debería poner aquí a un agente de guardia toda la noche.
  
  —Gracias por compartir sus ideas. Le ruego que salga del barco.
  
  —¿Tiene una linterna?
  
  —Fuera del barco. Ahora.
  
  —De acuerdo.
  
  Me subí a la borda y cuál no sería mi sorpresa cuando me tendió una mano, que agarré. Su piel era fresca. Me ayudó a subir al embarcadero y, al mismo tiempo, con la rapidez de un felino, introdujo su mano derecha bajo mi camiseta y me arrebató el arma que llevaba en la cintura.
  
  Retrocedió con mi revólver en la mano.
  
  —No se mueva de donde está.
  
  —Sí señora.
  
  —¿Quién es usted?
  
  —Detective John Corey, Departamento de Policía de Nueva York, brigada de homicidios, señora.
  
  —¿Qué está haciendo aquí?
  
  —Lo mismo que usted.
  
  —No, éste es mi caso, no el suyo.
  
  —Sí señora.
  
  —¿Está usted aquí en representación oficial?
  
  —Sí señora. Me han contratado como asesor.
  
  —¿Asesor? ¿En un caso de asesinato? Nunca había oído nada parecido.
  
  —Yo tampoco.
  
  —¿Quién le ha contratado?
  
  —La ciudad.
  
  —Absurdo.
  
  —Desde luego —respondí y, como parecía indecisa, agregué—: ¿Desea que me desnude para registrarme?
  
  Me pareció advertir a la luz de la luna una sonrisa en sus labios. Mi corazón la anhelaba o puede que fuera el dolor del agujero en mi pulmón.
  
  —¿Cómo ha dicho que se llama?
  
  —John Corey.
  
  Intentó recordar.
  
  —Ah… usted es el individuo…
  
  —Efectivamente. El afortunado.
  
  Pareció tranquilizarse, giró mi treinta y ocho y me lo entregó por la culata. Dio media vuelta y se alejó.
  
  La seguí por el embarcadero y los tres niveles del jardín hasta la casa, donde las luces exteriores iluminaban la zona de la puerta de cristal y las polillas describían círculos alrededor de las lámparas.
  
  Max hablaba con uno de los ayudantes del forense. Luego volvió la cabeza para mirarnos.
  
  —¿Ya os habéis presentado?
  
  —¿Por qué está este hombre involucrado en el caso? —preguntó la detective Penrose.
  
  —Porque yo quiero que lo esté —respondió el jefe Maxwell.
  
  —Usted no puede tomar esa decisión.
  
  —Ni usted tampoco.
  
  Cansado de volver la cabeza de un lado a otro mientras se pasaban la pelota, decidí intervenir.
  
  —Ella tiene razón. Me voy. Llévame a casa —dije antes de dar media vuelta para dirigirme a la puerta de arco, desde donde me giré con estudiado dramatismo y les pregunté—: Por cierto, ¿ha recogido alguien la caja de aluminio de la popa del barco?
  
  —¿Qué caja de aluminio? —preguntó Max.
  
  —Los Gordon tenían una gran caja de aluminio que utilizaban para guardar trastos y que a veces usaban como nevera para la cerveza y el cebo.
  
  —¿Dónde está?
  
  —Eso es lo que yo he preguntado.
  
  —La buscaré.
  
  —Buena idea.
  
  Salí por la puerta, crucé el jardín delantero y me alejé de los coches de policía aparcados. La noticia se había divulgado por el pequeño vecindario y a los primeros curiosos se habían agregado los morbosos, interesados en el doble asesinato.
  
  Se dispararon algunas cámaras y luego se encendieron los focos de los vídeos, que me iluminaban a mí y la fachada de la casa. Las cámaras empezaron a rodar y los periodistas a formularme preguntas. Como en los viejos tiempos. Me cubrí la boca y tosí por si me veía alguien del tribunal médico y, sobre todo, mi exesposa.
  
  Me alcanzó un agente uniformado, subimos a un coche de la policía de Southold y nos pusimos en camino. Me dijo que su nombre era Bob Johnson y me preguntó:
  
  —¿Qué opina usted, detective?
  
  —Han sido asesinados.
  
  —Claro, muy gracioso. —Titubeó antes de preguntar—: ¿Cree usted que está relacionado con Plum Island o no?
  
  —No.
  
  —Permítame que le diga una cosa, he visto robos y esto no lo ha sido. Se supone que debe parecerlo, pero ha sido un registro. Buscaban algo.
  
  —No he mirado en el interior.
  
  —Microbios —exclamó mientras me miraba—. Microbios, microbios de la guerra bacteriológica. Eso es lo que yo pienso.
  
  No respondí.
  
  —Eso es lo que ha pasado con la nevera —prosiguió Johnson—. Le he oído.
  
  De nuevo guardé silencio.
  
  —Había tubos de ensayo o algo parecido en la caja, ¿no es cierto? Maldita sea, podría haber suficiente material para arrasar Long Island…, la ciudad de Nueva York…
  
  Y probablemente el planeta, Bob, según de qué microbio se tratara y cuánto pudiera multiplicarse a partir de las existencias.
  
  Me acerqué al agente Johnson y le agarré el brazo para que me prestara atención.
  
  —No se le ocurra mencionar una puñetera palabra de esto a nadie. ¿Comprendido?
  
  Asintió.
  
  Durante el resto del camino a mi casa guardamos silencio.
  
  
  
  
  
  Capítulo 3
  
  
  
  
  Todo el mundo necesita un rincón favorito donde pasar el tiempo, por lo menos los hombres. Cuando estoy en la ciudad suelo ir al National Arts Club a saborear un buen jerez con gente culta y refinada. A mi exmujer también le costaba creérselo.
  
  Aquí frecuento un lugar llamado Olde Towne Taverne. Suelo evitar los lugares con la terminación «e’s». Creo que el gobierno debería asignar un millar de «e’s» a Nueva Inglaterra y Long Island y que estuviera prohibido poner ni una más. En todo caso, la Olde Towne Taverne está en el centro de Mattituck, que ocupa aproximadamente una manzana, y es un lugar realmente encantador. La OTT no está mal, su decoración recuerda un barco antiguo, a pesar de encontrarse en una ciudad y a un par de kilómetros del mar. Su madera es muy oscura y el suelo es de tablas de roble. Lo que más me gusta son sus lámparas amarillas, cuya luz suaviza realmente el ambiente y altera el estado de ánimo.
  
  De modo que ahí estaba, en la OTT, casi a las diez de la noche del lunes. La clientela miraba el partido del Dallas contra el Nueva York en Meadowlands y mi mente fluctuaba entre el partido, el doble asesinato y la camarera con el trasero de esquiadora nórdica.
  
  Me había arreglado para salir de noche, me había puesto unos vaqueros Levi’s marrón claro, un polo Ralph azul, unos auténticos Sperry Top-Siders y unos calzoncillos Hanes de puro algodón. Parecía un anuncio de algo.
  
  Estaba sentado en un taburete junto a una de esas mesas que llegan a la altura del pecho, cerca de la barra, desde donde veía perfectamente el televisor, y tenía delante mi comida predilecta: hamburguesa con queso, patatas fritas, patatas rellenas, nachos, alas de pollo picantes y una Budweiser; un buen equilibrio entre comida amarilla y marrón claro.
  
  La detective Penrose del Departamento de Policía del condado se me acercó sigilosamente por la espalda y se sentó frente a mí en un taburete, con una cerveza en la mano y la cabeza tapando la pantalla. Observó mi comida y arqueó las cejas.
  
  —Max supuso que te encontraría aquí —dijo después de mirarme de nuevo.
  
  —¿Te apetecen unas patatas fritas?
  
  —No, gracias. —Titubeó—. Creo que hemos empezado mal.
  
  —Todo lo contrario. No me importa que me apunten con mi propia arma.
  
  —Escúchame, he hablado con Max y he estado pensando… que si la ciudad te quiere como asesor, no tengo ningún inconveniente, y si quieres facilitarme cualquier información que consideres que pueda serme útil, no dudes en llamarme —dijo mientras me entregaba su tarjeta, en la que leí Detective Elizabeth Penrose.
  
  Debajo decía Homicidios, seguido de la dirección de su despacho, los números de fax y de teléfono. A la izquierda estaba el escudo del condado de Suffolk con las palabras Libre e Independiente alrededor de un toro de aspecto temible.
  
  —No has salido muy favorecida —comenté.
  
  Me miró fijamente, con la mandíbula apretada y las ventanas de la nariz abiertas, mientras inspiraba prolongadamente. Supo contenerse, lo cual es admirable. Puedo ser muy fastidioso.
  
  Me incliné sobre la mesa hasta que nuestras narices estuvieron casi a un palmo de distancia. Desprendía buen olor, como a jabón y buena salud.
  
  —Escúchame, Elizabeth, olvida toda esa mierda. Sabes que yo conocía a los Gordon, que he estado en su casa, he navegado en su barco y que tal vez haya conocido a sus amigos y colegas. Puede que me contaran algo sobre su trabajo porque soy policía, quizá sepa más que tú y Max juntos, y puede que estés en lo cierto. Sabes que me has cabreado y que Max se ha enfadado contigo. Has venido aquí para disculparte y lo que estás haciendo es darme permiso para que te llame y te cuente lo que sé. ¡Menuda oportunidad me brindas! Sin embargo, si pasan un par de días sin que te llame, me citarás en tu despacho para interrogarme oficialmente. Así que dejemos de fingir que soy un asesor, tu colega, tu amigo o un informador voluntario. Limítate a decirme dónde y cuándo quieres tomarme declaración —dije antes de echarme atrás y concentrarme en mis patatas rellenas.
  
  —Mañana en mi despacho —respondió la detective Penrose después de un silencio, golpeando su tarjeta con el dedo—. A las nueve. No llegues tarde.
  
  Se puso de pie y dejó la cerveza sobre la mesa para marcharse.
  
  Nueva York tenía la pelota en sus propios treinta con tercero y seis, cuando el imbécil del jefe la arroja cincuenta metros contra el viento y la pelota se queda ahí colgada como un globo, mientras los tres receptores y los tres jugadores del Dallas agitan los brazos y saltan como si interpretaran la danza de la lluvia.
  
  —Discúlpame.
  
  —Siéntate.
  
  Se sentó, pero era demasiado tarde; acababa de perderme la intercepción de la pelota. El público del estadio y la clientela de la OTT parecían haber enloquecido.
  
  —¡Falta! —chillaban los de la barra, a pesar de que no se había levantado ninguna bandera amarilla, y el jugador del Dallas corrió hasta los cincuenta.
  
  Vi la repetición a cámara lenta. No hubo falta. A veces me gustaría repetir partes de mi vida a cámara lenta, como mi matrimonio, que consistió en una retahíla de faltas.
  
  —Voy a regresar ahora al escenario del crimen —dijo la detective Penrose—. Una persona del Departamento de Agricultura va a reunirse conmigo a eso de las once. Viene de Manhattan. ¿Te gustaría estar presente?
  
  —¿No tienes un colega al que puedas incordiar?
  
  —Está de vacaciones. Vamos, detective, empecemos de nuevo —dijo mientras me tendía la mano.
  
  —La última vez que te cogí la mano, perdí mi arma y mi honor —le recordé.
  
  —Vamos, un apretón de manos —sonrió.
  
  Le estreché la mano. Su piel estaba caliente. Mi corazón ardía. O puede que fuera la reacción de los nachos. Es difícil estar seguro después de los cuarenta.
  
  Retuve un momento su mano y contemplé su rostro perfecto. Se cruzaron nuestras miradas y los mismos malos pensamientos cruzaron nuestras mentes. Ella fue la primera en desviar la mirada; alguien tiene que hacerlo o la cosa se pone embarazosa.
  
  Se nos acercó la atractiva camarera y le pedí dos cervezas.
  
  —¿Todavía quiere su plato de judías con guindillas? —preguntó.
  
  —Más que nunca —respondí.
  
  Retiró algunos platos y fue a buscar la cerveza y las judías. Me encanta este país.
  
  —Debes de tener un estómago a prueba de bomba —comentó la detective Penrose.
  
  —En realidad, me amputaron todo el estómago después de dispararme. Mi esófago está conectado al intestino.
  
  —¿Quieres decir que te han conectado directamente la boca con el culo?
  
  Levanté las cejas.
  
  —Lo siento —dijo—, ha sido una grosería. ¿Empezamos de nuevo?
  
  —No serviría de nada. Date la vuelta y mira el partido.
  
  Se volvió, miramos la televisión y me tomé una cerveza.
  
  —Debo ir a reunirme con el individuo del Departamento de Agricultura —dijo a media parte, cuando empataban siete a siete, después de consultar su reloj.
  
  Si alguien se pregunta por el porqué del Departamento de Agricultura, la instalación de Plum Island pertenece oficialmente a dicho departamento y se dedican a trabajar sobre enfermedades animales, ántrax y cosas por el estilo. Aunque según los rumores van más allá, mucho más allá.
  
  —No hagas esperar al Departamento de Agricultura.
  
  —¿Quieres acompañarme?
  
  Pensé en la invitación. Si la aceptaba, me involucraba más en aquel asunto, fuera lo que fuese. En su aspecto positivo, me gusta resolver asesinatos y me agradaban los Gordon. En los diez años que he pasado en la brigada de homicidios, he mandado a veintiséis asesinos a la cárcel y los dos últimos tienen derecho a ampararse en el nuevo decreto de la pena capital, lo que le da ahora una dimensión completamente nueva a los casos de homicidio. Visto por la parte negativa, este caso era algo diferente y me sentía muy desplazado de mi terreno habitual. Además, un empleado del Departamento de Agricultura, como la mayoría de los funcionarios gubernamentales, no trabajaría nunca de noche, así que aquel individuo pertenecía con toda probabilidad a la CIA, el FBI, el Servicio de Inteligencia o algo por el estilo. En todo caso, llegarían otros más avanzada la noche o mañana. No, no necesitaba aquel caso a un dólar por semana, a mil pavos diarios, ni a ningún precio.
  
  —¡Detective!, ¿estás ahí?
  
  La miré. ¿Cómo puede uno negarle algo a semejante belleza?
  
  —Me reuniré contigo en la casa —respondí.
  
  —De acuerdo. ¿Qué te debo de las cervezas?
  
  —Invito yo.
  
  —Gracias. Hasta luego.
  
  Se dirigió a la puerta y, con el partido a media parte, los más o menos cincuenta clientes de la OTT se percataron por fin de la presencia de una mujer increíble en el local. Se oyeron varios silbidos de admiración e invitaciones para que se quedara.
  
  Miré parte del espectáculo de la media parte. Deseé que me hubieran extirpado el estómago de verdad porque ahora bañaba mis úlceras con ácidos. Llegaron las judías y apenas pude acabarme el plato. Me tomé dos Zantac seguidas de una Maalox, aunque el médico me había dicho que no las mezclara.
  
  En realidad, mi salud, antes robusta, había empeorado definitivamente desde el incidente del 12 de abril. Nunca había tenido buenas costumbres en cuanto a comer, beber y dormir y tanto el divorcio como mi trabajo se habían cobrado su precio. Empezaba a sentirme cuarentón y a ser consciente de mi condición mortal. A veces en sueños yacía en un charco de mi propia sangre en la alcantarilla y pensaba: «Giro en la alcantarilla que me arrastra». Entre los aspectos positivos, empezaban a llamarme la atención ciertas cosas como el trasero de esquiadora nórdica de la camarera y, cuando Elizabeth Penrose entró en el bar, mi muñequito de carne se incorporó y se desperezó. Estaba realmente camino de la recuperación e, indudablemente, en mejor forma que los Gordon.
  
  Pensé en Tom y Judy. Tom era un doctor a quien no le importaba matar sus neuronas con vino y cerveza y preparaba un excelente bistec a la parrilla. Era un individuo con los pies en el suelo, procedente de Indiana, Illinois, o algún lugar parecido donde hablan con ese acento tan curioso. Era discreto en cuanto a su trabajo y bromeaba sobre su peligro. Por ejemplo, la semana pasada, cuando se acercaba un huracán, comentó: «Si azota Plum Island podremos llamarlo huracán ántrax e irnos todos al carajo». Ja, ja, ja.
  
  Judy, como su marido, también era doctora, del Medio Oeste, modesta, bondadosa, alegre, divertida y hermosa. John Corey, como todos los hombres que la conocieron, se enamoró de ella.
  
  Judy y Tom parecían haberse adaptado muy bien a esta provincia marítima en los dos años transcurridos desde su llegada. Daban la impresión de disfrutar con su potente lancha y se habían involucrado en la Sociedad Histórica Peconic. Además, les encantaban las bodegas y se habían convertido en grandes conocedores de los vinos de Long Island. En realidad, habían hecho amistad con algunos de los vinateros locales, incluido Fredric Tobin, que celebraba exuberantes fiestas en su castillo, a una de las cuales yo había asistido como invitado de los Gordon.
  
  Como pareja, los Gordon parecían felices, cariñosos, siempre dispuestos a cuidarse el uno al otro, a compartir, lo habitual de los noventa, y nunca advertí que fallara algo entre ellos. Aunque eso no significa que fueran personas perfectas ni que formaran una perfecta pareja.
  
  Busqué en mi mente algún defecto fatal, una de esas cosas que a veces hacen que la gente muera asesinada. ¿Drogas?, improbable. ¿Infidelidad?, posible, aunque tampoco probable. ¿Dinero?, no tenían mucho que robar. De modo que el asunto quedaba reducido una vez más al trabajo.
  
  Reflexioné. Analizándolo superficialmente, parecía que los Gordon vendían «superbichos», algo había fallado y los habían eliminado. En ese sentido, recordé que en una ocasión Tom me había confesado que su mayor temor, aparte de coger una enfermedad, era que a él y a Judy los secuestraran algún día directamente en su barco, que llegara, por ejemplo, un submarino iraní o algo por el estilo, se los llevara y nunca se volviera a saber de ellos. La idea me pareció un poco extravagante, pero recuerdo que pensé que los Gordon debían de tener muchas cosas en la cabeza que ciertas personas querían. Por tanto, era posible que el asesinato hubiera empezado como un intento de secuestro y algo hubiera fallado. Consideré dicha posibilidad. Si los asesinatos estaban relacionados con su trabajo, ¿eran los Gordon víctimas inocentes o traidores que vendían la muerte a cambio de oro? ¿Habían sido asesinados por una potencia extranjera o por alguien más próximo a casa?
  
  Reflexioné lo mejor que pude en la OTT con el ruido, las bobadas de la media parte, la cerveza en mi cerebro y el ácido en mi estómago. Me tomé otra cerveza y otra Maalox. El médico nunca me explicó por qué no debía mezclarlas.
  
  Intenté pensar en lo impensable, en que el apuesto y alegre Tom y la hermosa y vivaracha Judy vendieran la peste a algún demente, en depósitos de agua potable infectados o en fumigadores sobre Nueva York o Washington que provocaran millones de enfermedades y muertes…
  
  No podía imaginar que los Gordon lo hicieran. Por otra parte, todo el mundo tiene un precio. Solía preguntarme cómo podían permitirse alquilar una casa junto al mar y comprar un barco tan caro. Puede que ahora supiera cómo y por qué necesitaban una lancha de alta velocidad y una casa con un embarcadero privado. Todo tenía sentido y, sin embargo, mi instinto me impedía creer en lo evidente.
  
  Le di una propina excesivamente generosa a la dama del trasero nórdico y regresé al escenario del crimen.
  
  
  
  
  
  Capítulo 4
  
  
  
  
  Eran más de las once cuando conducía por el camino que llevaba a la casa de los Gordon. Una luna casi llena iluminaba el firmamento y una agradable brisa con olor a mar penetraba por las ventanillas abiertas de mi Jeep Grand Cherokee Limited verde musgo, un capricho de cuarenta mil dólares del que se había considerado merecedor el casi difunto John Corey.
  
  Paré a cincuenta metros de la casa, puse la palanca del cambio automático en posición de aparcar y seguí escuchando unos minutos el partido antes de parar el motor.
  
  —Las luces están encendidas —dijo una voz.
  
  —Cállate —respondí mientras las apagaba—. Cierra el pico.
  
  Existen muchas opciones en la vida, pero una que nunca recomendaría es la Opción de Avisos y Consejos hablados. Abrí la puerta.
  
  —La llave está en el contacto. No ha puesto el freno de mano —dijo esa voz femenina, que juro por Dios que se parecía a la de mi exmujer.
  
  —Gracias, querida.
  
  Retiré las llaves, me apeé y di un portazo.
  
  Había disminuido considerablemente la cantidad de gente y vehículos en la calle y supuse que habían retirado los cadáveres, ya que es un hecho que la llegada del coche de la funeraria suele satisfacer a la mayoría de los espectadores y señala el fin del primer acto. Además, todos querían verse a sí mismos en las noticias de las once.
  
  Había aumentado la presencia policial desde mi visita anterior: una unidad móvil de la policía del condado de Suffolk estaba aparcada frente a la casa, junto al furgón del forense. Este nuevo vehículo era el centro de mando, dispuesto para acomodar a investigadores, radios, aparatos de fax, telefonía móvil, equipos de vídeo y demás artefactos de alta tecnología, que constituyen el arsenal de la interminable batalla contra la delincuencia y todo eso.
  
  Vi que un helicóptero sobrevolaba la zona y por la luz de la luna me percaté de que pertenecía a una de las cadenas de televisión. Aunque no podía oír la voz del presentador o presentadora, probablemente decía algo parecido a: «Tragedia en esta selecta comunidad de Long Island, acaecida esta tarde». Y luego algo sobre Plum Island.
  
  Me abrí paso entre los últimos mirones, procurando evitar a toda persona con aspecto de periodista de servicio. Crucé la cinta policial y se me acercó inmediatamente un policía de Southold. Le mostré mi placa y me saludó de mala gana.
  
  El policía uniformado, encargado del registro en el escenario del crimen, se me aproximó con una carpeta y un horario en la mano y le facilité una vez más mi nombre, ocupación y demás datos que me solicitó. Es una norma habitual que se aplica durante la investigación de un crimen, que empieza con el primer agente que llega al lugar de autos y prosigue hasta que el último lo abandona y se devuelve la propiedad a su legítimo usufructuario. En todo caso, ya me había anotado dos veces y estaba más hondo el anzuelo.
  
  —¿Ha sido registrado un individuo del Departamento de Agricultura? —le pregunté al policía uniformado.
  
  —No —respondió sin siquiera consultar su carpeta.
  
  —Pero aquí hay un individuo del Departamento de Agricultura, ¿no es cierto?
  
  —Tendrá que preguntárselo al jefe Maxwell.
  
  —Le pregunto a usted por qué no lo ha apuntado.
  
  —Tendrá que hablar con el jefe Maxwell.
  
  —Lo haré.
  
  En realidad, ya conocía la respuesta. Por algo llaman a esos individuos fantasmas.
  
  Me trasladé al jardín trasero. En los lugares donde habían yacido los Gordon había ahora siluetas de tiza con un aspecto bastante fantasmagórico a la luz de la luna. Un gran plástico transparente cubría los restos detrás, donde sus órganos se habían desparramado.
  
  En este sentido, como dije antes, me alegré de que los asesinatos hubieran tenido lugar al aire libre y no persistiera el olor a muerte. Es odioso regresar al escenario de un asesinato en el interior y encontrarse todavía con el hedor. ¿Por qué no puedo alejarlo de mi mente?, ¿de mi nariz?, ¿de mi garganta? ¿Por qué?
  
  Dos agentes uniformados de Southold estaban sentados junto a la mesa redonda del jardín, tenían vasos de plástico humeantes en las manos. Me percaté de que uno de ellos era el agente Johnson, a quien había compensado por su amabilidad de llevarme a casa tratándolo con cierta dureza. Vivimos en un mundo difícil y yo soy una de las personas que contribuyen a que así sea. El agente Johnson me dedicó una mirada agria.
  
  Distinguí la silueta de otro policía uniformado en el embarcadero y me alegré de que alguien hubiera aceptado mi recomendación de vigilar el barco.
  
  Como no había nadie más en el exterior, decidí entrar por la puerta corredera, que daba a la sala de estar-comedor. Evidentemente, ya había estado antes allí y recordé que Judy me había dicho que la mayoría de los muebles, que describió como escandinavos de Taiwan, estaban ya en la casa.
  
  Algunos funcionarios forenses seguían ocupados y me dirigí a una atractiva dama que buscaba huellas dactilares.
  
  —¿El jefe Maxwell?
  
  —En la cocina —respondió mientras señalaba con el pulgar por encima del hombro—. No toque nada por el camino.
  
  —Sí señora.
  
  Me deslicé sobre la alfombra berberisca y me apeé en la cocina, donde parecía celebrarse una conferencia. Estaban presentes Max, en representación de la ciudad soberana de Southold, Elizabeth Penrose, en representación del condado libre e independiente de Suffolk, un caballero de traje oscuro que no necesitaba ningún letrero que dijera FBI y otro individuo vestido de forma más informal, con chaqueta y pantalón vaquero, camisa roja y botas de montaña, que parecía la parodia de un funcionario del Departamento de Agricultura que hubiese abandonado su despacho para visitar el campo.
  
  Estaban de pie, como si pretendieran dar la impresión de que estaban reflexionando. Había una caja de cartón con vasos de plástico llenos de café y todos tenían uno en la mano. Me pareció interesante y significativo que no se hubieran reunido en la unidad móvil de mando, sino casi ocultos en la cocina.
  
  Max, por cierto, se había acicalado para los federales y tal vez para la prensa y llevaba una estúpida corbata con banderas navales. Elizabeth vestía todavía su traje marrón claro pero se había quitado la chaqueta y exhibía una treinta y ocho y dos de la noventa y cinco debidamente enfundadas.
  
  Sobre la mesa había un pequeño televisor en blanco y negro, sintonizado en uno de los canales de noticias con el volumen bajo. La noticia principal era la visita del presidente a algún lugar extraño donde todo el mundo era bajo.
  
  —Éste es el detective John Corey, homicidios —dijo Max sin mencionar que mi jurisdicción empezaba y terminaba unos ciento treinta kilómetros al oeste de donde nos encontrábamos—. John, éste es George Foster, FBI —agregó antes de mirar al individuo de vaqueros—. Y éste es Ted Nash, Departamento de Agricultura.
  
  Nos estrechamos todos la mano.
  
  —Los Giants han marcado en el primer minuto del tercer cuarto —le dije a Penrose.
  
  No respondió.
  
  —¿Café? —preguntó Max señalando la caja de cartón.
  
  Elizabeth, que estaba más cerca del televisor, oyó algo en las noticias y subió el volumen. Nos concentramos todos en la pantalla.
  
  —Las víctimas del doble asesinato —decía una presentadora frente a la casa de los Gordon— han sido identificadas como científicos que trabajaban en los laboratorios gubernamentales altamente secretos de patología animal en Plum Island, a escasos kilómetros de aquí.
  
  Una toma aérea mostraba Plum Island desde unos seiscientos metros de altura. Debía tratarse de material de archivo puesto que se veía a plena luz del día. Desde el aire, la isla tenía un parecido asombroso con una chuleta de cerdo y supongo que cabría ironizar sobre la fiebre porcina… Plum Island tiene unos cinco kilómetros de longitud y menos de uno y medio en su parte más ancha.
  
  —Éste es el aspecto que presentaba Plum Island el verano pasado, cuando esta emisora informó sobre persistentes rumores de que en la isla se llevaban a cabo investigaciones sobre la guerra bacteriológica —declaró la periodista.
  
  Aparte de las frases trasnochadas, la presentadora tenía razón en cuanto a los rumores. Recordé un chiste aparecido en The Wall Street Journal, donde un asesor educativo dice a los padres de un alumno:
  
  —Su hijo es perverso, mezquino, deshonesto y le encanta divulgar rumores. Sugiero que se dedique al periodismo.
  
  Efectivamente. Y los rumores conducen al pánico. Me percaté de que aquel caso debía resolverse con rapidez.
  
  —Nadie afirma que el asesinato de los Gordon esté relacionado con su trabajo en Plum Island —proseguía la presentadora frente a la casa—, pero la policía lo está investigando.
  
  De nuevo al estudio.
  
  Penrose bajó el volumen y se dirigió al señor Foster.
  
  —¿Desea el FBI vincularse públicamente en este caso?
  
  —En este momento no —respondió el señor Foster—. La gente creería que existe un verdadero problema.
  
  —El Departamento de Agricultura no tiene ningún interés oficial en este caso puesto que no existe ningún vínculo entre el trabajo de los Gordon y su muerte —agregó el señor Nash—. El departamento no hará ninguna declaración pública, salvo para expresar su aflicción por el asesinato de dos empleados muy agradables y voluntariosos.
  
  Amén.
  
  —Por cierto —dije dirigiéndome al señor Nash—, ha olvidado usted registrarse a su llegada.
  
  Me miró, un poco sorprendido y muy enojado, y respondió:
  
  —Lo haré… Gracias por recordármelo.
  
  —No tiene importancia. Estoy a su disposición.
  
  Después de unos minutos de charla superficial, Max se dirigió a los señores Foster y Nash.
  
  —El detective Corey conocía a los fallecidos.
  
  —¿De qué los conocía? —preguntó el señor del FBI, inmediatamente interesado.
  
  No es una buena idea empezar contestando a las preguntas, da la impresión de que uno es una persona cooperadora y yo no lo soy. No respondí.
  
  —El detective Corey conocía a los Gordon —respondió Max en mi lugar— desde hace sólo unos tres meses. John y yo nos vemos de vez en cuando desde hace unos diez años.
  
  Foster asintió. Estaba claro que deseaba formular más preguntas, pero mientras titubeaba intervino la detective Penrose.
  
  —El detective Corey está redactando un informe completo sobre todo lo que sabe acerca de los Gordon, que compartiré con todas las agencias interesadas.
  
  Primera noticia.
  
  El señor Nash me observaba, apoyado en la mesa de la cocina. Nos miramos mutuamente, los dos machos dominantes en la sala, por así decirlo, y decidimos que no nos gustábamos y que uno de nosotros debía retirarse. El aire estaba tan cargado de testosterona que el papel se despegaba de las paredes.
  
  —¿Se ha decidido que esto es más que un homicidio? —pregunté después de mirar a Max y a Penrose—. ¿Es ésa la razón de la presencia del gobierno federal?
  
  Nadie respondió.
  
  —¿O simplemente suponemos que hay algo más? —proseguí—. ¿Me he perdido alguna reunión o algo parecido?
  
  —Actuamos con cautela, detective —respondió por fin sosegadamente el señor Ted Nash—. No tenemos ninguna prueba concreta de que este homicidio esté relacionado con asuntos de… bueno, para ser francos, asuntos de seguridad nacional.
  
  —No sabía que el Departamento de Agricultura estuviera relacionado con la seguridad nacional —comenté—. ¿Disponen, por ejemplo, de vacas secretas?
  
  —Tenemos lobos con piel de cordero —respondió con una sonrisa que expresaba su deseo de verme desaparecer.
  
  —Touché.
  
  Mamón.
  
  Intervino el señor Foster antes de que la cosa se pusiera fea.
  
  —Estamos aquí como medida preventiva, detective. Sería muy negligente por nuestra parte no investigarlo. Todos esperamos que se trate de un simple asesinato, sin ninguna relación con Plum Island.
  
  Observé a George Foster. Tenía algo más de treinta años, típicamente aseado, mirada inteligente, llevaba un traje oscuro propio del FBI, camisa blanca, corbata discreta, unos sólidos zapatos negros y aureola.
  
  Me concentré entonces en Ted Nash con sus vaqueros. Su edad era más próxima a la mía, estaba moreno, cabello rizado con canas, ojos azul grisáceo, impresionantemente fuerte y, en general, lo que las mujeres llamarían un semental, que era probablemente una de las razones por las que me desagradaba; después de todo, ¿cuántos sementales puede haber en una misma sala?
  
  Quizá me hubiera mostrado más agradable con él de no haber sido porque le lanzaba miradas fugaces a Elizabeth Penrose, que ella captaba y correspondía. No me refiero a que se estuvieran tirando los tejos, sino a simples miradas fugaces y expresiones neutrales, pero había que estar ciego para no captar sus sucios pensamientos. Maldita sea, todo el planeta estaba a punto de cubrirse de ántrax y perecer o algo por el estilo, mientras esos dos se follaban con la mirada como perros en celo cuando teníamos cosas más importantes que hacer. Verdaderamente repugnante.
  
  Max interrumpió mis pensamientos.
  
  —John, todavía no hemos encontrado las balas que les perforaron la cabeza y suponemos que cayeron en la bahía. Empezaremos a bucear y dragar a primera hora de la mañana. Tampoco se han encontrado los casquillos —agregó.
  
  Asentí. Una pistola automática habría expulsado los casquillos, pero no un revólver. Si el asesino había utilizado una pistola automática, había tenido también la suficiente serenidad para agacharse y recogerlos.
  
  Hasta ahora no teníamos prácticamente nada. Dos disparos en la cabeza, ninguna bala, ningún casquillo, ningún ruido perceptible en la casa más cercana.
  
  Miré de nuevo al señor Nash. Parecía preocupado y me alegró comprobar que, además de desear acostarse con la señorita Penrose, pensara en la salvación del planeta. En realidad, todo el mundo en la cocina parecía pensar en algo, probablemente en microbios, y es posible que se preguntaran si despertarían cubiertos de manchas rojas o algo por el estilo.
  
  Ted Nash se acercó a la caja de cartón.
  
  —¿Otro café, Beth? —le preguntó a la detective Penrose.
  
  ¿Beth? ¿Qué diablos…?
  
  —No, gracias —sonrió.
  
  Puesto que mi estómago se había calmado, me dirigí al frigorífico en busca de una cerveza y comprobé que sus estantes estaban casi vacíos.
  
  —Max, ¿te has llevado algo de aquí? —pregunté.
  
  —El laboratorio se ha llevado todo lo que no estaba sellado de fábrica.
  
  —¿A alguien le apetece una cerveza? —pregunté.
  
  Como nadie respondió cogí una Coors Light, la descorché y tomé un trago.
  
  Me percaté de que todos me miraban como si esperaran que sucediera algo. La gente se comporta de una forma extraña cuando cree encontrarse en un ambiente contaminado. Tuve la tentación de agarrarme el cuello, desplomarme y empezar a retorcerme. Pero no estaba con mis compañeros de Manhattan norte, chicos y chicas a quienes divertiría mi humor negro, de modo que dejé pasar la oportunidad de inyectar un poco de alegría al lúgubre ambiente que imperaba.
  
  —Por favor, continúa —dije dirigiéndome a Max.
  
  —Hemos registrado toda la casa y no hemos encontrado nada inusual o significativo, salvo que la mitad de los cajones seguían intactos, algunos de los armarios no parecían haber sido abiertos, ni se habían retirado los libros de los estantes. Una forma muy inexperta de simular un robo.
  
  —No deja de ser posible que se tratara de un yonqui con el mono y por lo tanto que no estuviese realmente concentrado. O que alguien interrumpiera al agresor o que hubiese encontrado lo que buscaba.
  
  —Tal vez —reconoció Max.
  
  Todos parecían meditabundos, lo que es una buena forma de disimular la carencia de pistas.
  
  Lo asombroso de aquel doble homicidio, pensé, habían sido los dos disparos al aire, en el jardín, sin el menor preámbulo. El asesino no necesitaba ni quería nada de los Gordon, salvo que estuvieran muertos. De modo que el agresor había encontrado lo que deseaba en el interior de la casa o ellos lo llevaban claramente consigo, por ejemplo la nevera portátil. Volvíamos a la caja ausente.
  
  Además, estaba convencido de que el asesino conocía a los Gordon y ellos lo conocían a él. Hola Tom, hola Judy. Pum, pum. Ambos se desploman, la caja cae al suelo… No, contiene frascos de un virus letal. Hola Tom, hola Judy. Dejad la caja en el suelo. Pum, pum. Se desploman. Las balas cruzan sus cráneos y van a parar a la bahía.
  
  También había usado un silenciador. Ningún profesional haría dos ruidosos disparos al aire. Y con toda probabilidad había utilizado una pistola automática porque los silenciadores no se adaptan fácilmente a los revólveres.
  
  —¿Tienen perro los Murphy? —pregunté dirigiéndome a Max.
  
  —No.
  
  —De acuerdo… ¿Habéis encontrado dinero, carteras o cualquier otra cosa que llevasen encima las víctimas?
  
  —Sí. Ambos llevaban una cartera deportiva idéntica, documentos de identidad de Plum Island, permiso de conducir, tarjetas de crédito y cosas por el estilo. Tom tenía treinta y siete dólares en metálico y Judy, catorce. Cada uno llevaba una fotografía del otro —agregó.
  
  A veces son los pequeños detalles los que ayudan a comprender, los que lo convierten en algo personal. Aunque luego está la regla número uno: no involucrarse emocionalmente. No importa que la víctima sea un niño pequeño o una encantadora anciana o la atractiva Judy, que en una ocasión me había guiñado un ojo, o Tom, a quien le encantaba que probara los vinos que le gustaban y que preparaba un bistec excelente. Para el investigador de homicidios no importa la identidad de la víctima, lo único que importa es la identidad del asesino.
  
  —Supongo que te has percatado de que no hemos encontrado la nevera portátil —dijo Max—. ¿Estás seguro de que existe?
  
  Asentí.
  
  El señor Foster me brindó su considerada opinión.
  
  —Creemos que los Gordon llevaban la nevera y que el asesino o asesinos querían su contenido, consistente en lo que usted ya sabe. Yo diría que los Gordon vendían el material y que fracasó el trato —añadió.
  
  Observé a mi alrededor la reunión del gabinete de la cocina. Es difícil interpretar la expresión de las personas cuyo trabajo consiste en interpretar la de los demás. No obstante, tuve la impresión de que la afirmación de George Foster representaba el consenso del grupo.
  
  Así que si estaban en lo cierto, eso presuponía dos cosas: primera, que los Gordon eran realmente estúpidos al no considerar que alguien interesado en suficientes virus y bacterias para matar a miles de millones de personas podría matarlos a ellos sin el menor titubeo y, segunda, que a los Gordon no les importaban en absoluto las consecuencias de intercambiar muerte por oro. Lo que sabía con toda seguridad respecto a Tom y Judy es que no eran tontos ni desaprensivos.
  
  También cabía pensar que el asesino tampoco era estúpido y me pregunté cómo podía saber que el contenido de la nevera era lo que se suponía que debía ser. ¿Cómo podía saberlo? Hola Tom, hola Judy. ¿Tenéis el virus? Bien. Pum, pum.
  
  ¿Sí? ¿No? Imaginé diferentes versiones con y sin nevera portátil, con y sin la persona o personas que los Gordon debían de conocer, etcétera. Me pregunté también cómo habrían llegado a la casa. ¿En barco?, ¿en coche? Miré a Max.
  
  —¿Algún vehículo desconocido?
  
  —Ninguna de las personas interrogadas vio ningún vehículo desconocido —respondió Max—. Los dos coches de los Gordon están en el garaje —agregó—. El forense se los llevará mañana al laboratorio junto con el barco.
  
  La señorita Penrose me habló por primera vez directamente.
  
  —Es posible que el asesino o asesinos llegaran en barco. Ésa es mi teoría.
  
  —También es posible, Elizabeth, que el asesino o asesinos viniesen en uno de los coches de los Gordon que hubieran tomado prestado. Estoy realmente convencido de que se conocían.
  
  —Creo que llegaron en barco, detective Corey —respondió en un tono seco después de mirarme fijamente.
  
  —Puede que el agresor llegara andando, o en bicicleta, o en moto —proseguí—. Tal vez vino nadando o lo trajo alguien. Quizá llegó en una tabla de surf o en parapente. Es posible que los asesinos sean Edgar Murphy y su esposa.
  
  Me miró fijamente y comprendí que estaba de mí hasta la coronilla. Reconozco esa mirada; he estado casado.
  
  Max interrumpió nuestra discusión.
  
  —Hay algo interesante, John. Según el personal de seguridad de Plum Island, los Gordon salieron a las doce del mediodía, subieron a su barco y se hicieron a la mar.
  
  En el silencio se oía el ronroneo del refrigerador.
  
  —Una posibilidad que se me ocurre —dijo el señor Foster— es que los Gordon hubieran ocultado lo que vendían en alguna cala o ensenada de Plum Island y utilizaran su barco para recuperarlo. O que salieran del laboratorio con la nevera portátil, la subieran a bordo y se hicieran a la mar. En ambos casos se reunieron a continuación con sus clientes en algún lugar de la bahía, entregaron la caja y, por lo tanto, ya no la tenían cuando regresaron a su casa, pero sí el dinero. Aquí se encontraron con el asesino, que les disparó y se llevó el dinero.
  
  Todos consideramos dicha posibilidad. Evidentemente, uno no puede evitar cuestionarse que si el intercambio se efectuó en el mar, ¿por qué no los mataron también allí? Cuando los especialistas en homicidios hablan del asesinato perfecto se refieren a los cometidos en alta mar, donde existen pocas o ninguna prueba forense, generalmente ningún ruido, ningún testigo y, en la mayoría de los casos, ningún cadáver. Y si se hace con acierto, parece un accidente.
  
  Es lógico suponer que unos profesionales que acabaran de adquirir un microbio letal no pretendieran llamar la atención asesinando a dos científicos de Plum Island en el jardín de su propia casa. No obstante, se suponía que debía parecer que los Gordon habían sorprendido a un ladrón. Aunque quien lo hubiera planeado no había sido muy convincente. Todo aquello tenía un aspecto poco profesional o puede que los autores fueran extranjeros que no habían visto muchas películas de policías estadounidenses por televisión. O que la explicación fuera otra.
  
  ¿Y cómo se explicaban las cinco horas y media transcurridas desde la hora en que los Gordon habían abandonado Plum Island y la hora en que el señor Murphy dijo haber oído su barco, a las cinco y media? ¿Dónde habían estado?
  
  —Esto es todo lo que tenemos hasta el momento, John —añadió Max—. Mañana dispondremos de los informes del laboratorio y también quedan algunas personas con las que debemos hablar mañana. ¿Alguna sugerencia?, ¿amigos de los Gordon?
  
  —No sé con quién se relacionaban los Gordon y, que yo sepa, no tenían enemigos. Entretanto —agregué dirigiéndome al señor Nash—, quiero hablar con el personal de Plum Island.
  
  —Es posible que pueda hablar con algunas de las personas que trabajan allí —respondió el señor Nash—. Pero, por razones de seguridad nacional, debo estar presente en todas las entrevistas.
  
  —No olvide que esto es una investigación criminal —repliqué en mi tono más agresivo de policía neoyorquino—. No me venga con esa mierda.
  
  El ambiente en la cocina estaba cargado. Algunas veces he trabajado con personal del FBI o de estupefacientes y no ha habido ningún problema; después de todo, también son policías. Pero esos espías como Nash son unos auténticos gilipollas. Ni siquiera reconocía que fuese de la CIA, del Servicio de Inteligencia, de la Inteligencia Militar o de alguna organización parecida. Lo que sabía con toda seguridad era que no pertenecía al Departamento de Agricultura.
  
  —No tengo ningún inconveniente en que Ted Nash esté presente en cualquier entrevista o interrogatorio —dijo Max, que supongo que se consideraba el anfitrión de aquella reunión de egocentristas, antes de mirar a la detective Penrose.
  
  Mi amiga Beth me miró fugazmente antes de dirigirse a Nash, que se la follaba con la mirada.
  
  —Yo tampoco tengo ningún inconveniente.
  
  —El FBI también asistirá a cualquier reunión, entrevista, interrogatorio o sesión de trabajo en los que esté presente Ted —aclaró George Foster.
  
  Me estaban cantando las cuarenta realmente y me pregunté si Max iba a dejarme en la estacada.
  
  —El área que me concierne es el terrorismo nacional —prosiguió razonablemente el señor Foster—. A Ted Nash le preocupa el espionaje internacional. Ustedes investigan un homicidio según las leyes del Estado de Nueva York —añadió después de mirar detenidamente a Max, a Penrose y a mí—. Si nadie se cruza en el camino del otro, no habrá problemas. No jugaré a detective de homicidios si ustedes no juegan a defensores del mundo libre. ¿Justo?, ¿lógico?, ¿factible? Seguro que sí.
  
  Miré a Nash y le pregunté abiertamente:
  
  —¿Para quién trabaja usted?
  
  —No estoy autorizado a revelárselo en este momento —respondió—. Para el Departamento de Agricultura no —agregó.
  
  —Y yo que me lo había creído —comenté con sarcasmo—. Son listos.
  
  —Detective Corey, ¿puedo hablar contigo en privado? —sugirió Elizabeth.
  
  En lugar de prestarle atención quise seguir presionando al señor Nash. Necesitaba siete puntos en el marcador y sabía cómo conseguirlos.
  
  —Nos gustaría ir a Plum Island esta noche —dije.
  
  —¿Esta noche? —exclamó sorprendido—. Los transbordadores no funcionan…
  
  —No necesito ningún transbordador gubernamental. Utilizaremos la lancha policial de Max.
  
  —Imposible —respondió Nash.
  
  —¿Por qué?
  
  —El acceso a la isla está prohibido.
  
  —Esto es una investigación criminal —le recordé—. ¿No acabamos de reconocer que el jefe Maxwell; la detective Penrose y yo estamos investigando un asesinato?
  
  —No en Plum Island.
  
  —Claro que sí.
  
  Me lo estaba pasando realmente de lo lindo y confiaba en que Elizabeth se percatara de qué clase de gilipollas era ese tipo.
  
  —Ahora no hay nadie en Plum Island —dijo el señor Nash.
  
  —Está el personal de seguridad y quiero hablar con ellos ahora —respondí.
  
  —Por la mañana y no en la isla.
  
  —Ahora y en la isla o de lo contrario despertaré a un juez y conseguiré una orden de registro.
  
  El señor Nash me miró fijamente.
  
  —Es improbable que un juez local extienda una orden de registro para una propiedad del gobierno de Estados Unidos. Necesitará que intervengan un ayudante del fiscal general y un juez federal. Supongo que si es usted detective de homicidios ya lo sabe y puede que también sepa que ni al fiscal general ni a un juez federal les entusiasmará extender dicha orden si afecta a la seguridad nacional. De modo que no me venga con bravatas ni fanfarronadas.
  
  —¿Y si le amenazo?
  
  Por fin, Max se hartó del señor Nash, que empezaba a perder su piel de cordero.
  
  —Puede que Plum Island sea una propiedad federal pero forma parte del municipio de Southold, del condado de Suffolk y del Estado de Nueva York. Quiero que se nos autorice a visitar la isla mañana o conseguiremos una orden judicial.
  
  —En realidad no es necesario ir a la isla —respondió el señor Nash, que ahora procuraba ser amable.
  
  La detective Penrose, que en ese momento estaba evidentemente de mi parte, se dirigió a su nuevo amigo.
  
  —Debemos insistir, Ted.
  
  ¿Ted? Caramba, realmente me he perdido algo en esa mísera hora de retraso.
  
  Ted y Beth se miraron, almas torturadas, desgarradas entre la rivalidad y la lascivia.
  
  —Bien… Haré una llamada —dijo por fin el señor Ted Nash, del Departamento de Seguridad de Bichos o lo que fuera.
  
  —Mañana por la mañana —insistí—, a más tardar.
  
  El señor Foster no dejó escapar la oportunidad de dirigirse al señor Nash.
  
  —Creo que estamos todos de acuerdo, Ted, en que iremos mañana por la mañana.
  
  El señor Nash asintió. Había dejado de brindarle a Beth Penrose miradas seductoras y ahora concentraba en mí sus pasiones.
  
  —Si en algún momento determinamos que se ha cometido un delito federal, detective Corey, probablemente sus servicios dejarán de ser necesarios.
  
  Había reducido a Teddy a la mezquindad y sabía cuándo retirarme. Acababa de emerger victorioso de un combate verbal, en el que había derrotado al untuoso Ted y recuperado el amor de lady Penrose. Soy un genio. Me sentía realmente mejor, había recuperado mi desagradable personalidad habitual. Además, esos personajes necesitaban que se les atizara un poco. La rivalidad es buena. La competencia es una cualidad norteamericana. ¿Qué ocurriría si el equipo de Dallas y el de Nueva York fueran amigos?
  
  Los otros cuatro personajes tomaban ahora café y charlaban alrededor de la caja de cartón, intentando recuperar la cordialidad y el equilibrio reinantes antes de la llegada del detective Corey. Cogí otra cerveza de la nevera y me dirigí al señor Nash en tono profesional.
  
  —¿Con qué clase de microbios juegan en Plum Island? Es decir, ¿qué interés puede tener cualquier potencia extranjera por los microbios causantes de la glosopeda o de la enfermedad de las vacas locas? Dígame, señor Nash, de qué debo preocuparme para que cuando no pueda dormir sepa qué nombre darle.
  
  —Supongo que deben de conocer el estado sumamente grave de la situación —respondió después de un prolongado silencio, de aclararse la garganta y mirar detenidamente a todos los presentes—. Aparte de la autorización de seguridad, en este caso inexistente, ustedes han jurado fidelidad como agentes de policía, por lo tanto…
  
  —Nada de lo que diga saldrá de esta habitación —dije cordialmente.
  
  A no ser que me convenga mencionárselo a alguien, pensé.
  
  Nash y Foster se miraron y éste asintió.
  
  —Todos ustedes saben, puede que lo hayan leído, que Estados Unidos ha abandonado la investigación o desarrollo en el campo de la guerra biológica. Hemos firmado un tratado a tal efecto.
  
  —Ésa es la razón por la qué amo este país, señor Nash. Aquí no hay bombas bacteriológicas.
  
  —Exactamente. Sin embargo… existen ciertas enfermedades que se encuentran entre los estudios biológicos legítimos y las armas biológicas potenciales. Ántrax es una de ellas. Como ustedes saben —prosiguió después de mirar a Max, a Penrose y a mí—, siempre han existido rumores de que Plum Island no es sólo un centro de investigación de patología animal, sino algo más.
  
  Nadie respondió.
  
  —En realidad —siguió diciendo Nash—, no es un centro de investigación de guerra biológica. No existe tal cosa en Estados Unidos. Pero no sería fiel a la verdad si negara que de vez en cuando visitan la isla especialistas en la guerra biológica para informarse y leer los informes de algunos experimentos. En otras palabras, existe cierto traspaso entre las enfermedades animales y las humanas o entre la guerra biológica ofensiva y la defensiva.
  
  Conveniente traspaso, pensé.
  
  El señor Nash tomó un trago de café y reflexionó antes de proseguir.
  
  —La fiebre porcina africana, por ejemplo, se ha relacionado con el VIH. En Plum Island estudiamos la fiebre porcina africana y los medios de información inventan esa basura sobre… lo que se les antoja. Lo mismo ocurre con la fiebre del valle del Rif, el virus Hanta, así como otros retrovirus y filovirus como el Ébola Zaire y el Ébola Marburg…
  
  En la cocina, donde todo el mundo era consciente de que aquél era el tema más aterrador del universo, imperaba un silencio sepulcral. En lo concerniente a armas nucleares, la gente era fatalista o creía que nunca llegarían a utilizarse. La guerra o el terrorismo biológico eran imaginables. Y si se desencadenase la peste adecuada, habría llegado el fin y no en un abrir y cerrar de ojos, sino lentamente, conforme se extendiera de los enfermos a los sanos y los cadáveres se descompusieran donde se hubieran desplomado, como en una película de serie B, próximamente en sus pantallas.
  
  El señor Nash prosiguió, en un tono medio reticente medio orgulloso de saber lo que nosotros desconocíamos.
  
  —Puesto que dichas patologías pueden afectar y afectan a los animales, su legítimo estudio corresponde a la jurisdicción del Departamento de Agricultura… El departamento intenta encontrar una curación para dichas enfermedades a fin de proteger la ganadería norteamericana y, por extensión, al pueblo norteamericano, porque a pesar de que suele haber una barrera entre las especies, que hace que patologías animales no afecten a seres humanos, estamos descubriendo que algunas pueden cruzar esa barrera… En el caso de la enfermedad de las vacas locas en Gran Bretaña, por ejemplo, existen pruebas de que algunas personas la contrajeron…
  
  Puede que mi exmujer tuviera razón en cuanto a la carne. Intenté imaginar una vida con hamburguesas de soja, judías sin carne y perritos calientes de algas. Prefería la muerte. De pronto sentí amor y cariño por el Departamento de Agricultura.
  
  También me percaté de que lo que nos contaba el señor Nash era la basura oficial… eso de que las enfermedades animales cruzaran la barrera entre especies y todo lo demás. En realidad, si los rumores tenían fundamento, Plum Island era un lugar donde también se estudiaban enfermedades infecciosas humanas, de forma específica y deliberada, como parte de un programa de guerra biológica oficialmente inexistente. Por otra parte, podía ser sólo un rumor o que lo que hacían en Plum Island no fuera ofensivo sino defensivo.
  
  Me pareció que la línea divisoria era muy tenue. Los microbios son microbios; desconocen la diferencia entre vacas, cerdos o personas. No distinguen la investigación defensiva de la ofensiva, no diferencian las vacunas preventivas de una bomba biológica. Maldita sea, ni siquiera distinguen entre el bien y el mal. Si seguía escuchando esa basura de Nash, podía empezar a creer que en Plum Island desarrollaban unos interesantes nuevos cultivos de yogur.
  
  El señor Nash miraba fijamente su taza de café como si pensase que el agua podría haber sido infectada ya con la enfermedad de las vacas locas.
  
  —El problema, evidentemente —prosiguió—, estriba en que esos cultivos víricos y bacteriológicos pueden ser… Me refiero a que si alguien llegase a obtener esos microorganismos y poseyera el conocimiento necesario para multiplicarlos a partir de las muestras, podría producirlos en grandes cantidades, y si, de algún modo, entraran en contacto con la población… podría existir un problema potencial de sanidad pública.
  
  —¿Se refiere a una especie de plaga del fin del mundo con los muertos amontonados en las calles? —pregunté.
  
  —Sí, algo por el estilo.
  
  Silencio.
  
  —Así que —siguió diciendo el señor Nash en un tono grave—, aunque todos anhelamos descubrir la identidad del asesino o asesinos de los señores Gordon, estamos todavía más preocupados por descubrir si éstos cogieron algo de la isla y se lo entregaron a alguna persona o personas no autorizadas.
  
  —¿Puede alguien determinar si ha desaparecido algo de los laboratorios? —preguntó Beth después de un prolongado silencio.
  
  Ted Nash miró a Beth Penrose de la misma forma en que un catedrático mira a su estudiante predilecto cuando ha formulado una pregunta brillante. En realidad, la pregunta no era tan genial pero todo vale para ligártela, ¿no es cierto, Ted?
  
  El señor Estupendo se dirigió a su protegida:
  
  —Como probablemente sospeches, Beth, puede que no sea posible descubrir si falta algo. El problema estriba en que los microorganismos pueden reproducirse secretamente en algún lugar de los laboratorios de Plum Island o en otros sitios de la isla y ser trasladados luego a otro lugar sin que nadie llegue nunca a saberlo. No son como los agentes químicos o nucleares, que pueden controlarse hasta el último gramo. A las bacterias y a los virus les gusta reproducirse.
  
  Aterrador, si se piensa en ello… los microbichos son baja tecnología, comparados con la fisión nuclear o la fabricación de gases tóxicos. Se producen en un laboratorio casero, son baratos y se reproducen solos en… ¿qué era lo que utilizábamos en el laboratorio de biología?, ¿caldo de carne? Nunca volvería a comer otra hamburguesa.
  
  La señorita Penrose, orgullosa de su última pregunta, decidió formularle otra al señor Sabelotodo.
  
  —¿Podemos suponer que los organismos que se estudian en Plum Island son particularmente letales? O sea, ¿manipulan genéticamente dichos organismos para convertirlos en más mortíferos que en su estado natural?
  
  —No —respondió el señor Nash, a quien no le gustó la pregunta—. A decir verdad, el laboratorio de Plum Island está capacitado para la ingeniería genética, pero lo que hacen es alterar genéticamente los virus para que no puedan provocar ninguna enfermedad y, sin embargo, estimulen el sistema inmunitario para que genere anticuerpos en caso de que un auténtico virus infecte el organismo. En resumen, toda la ingeniería genética que se practica en Plum Island está encaminada a debilitar los virus o las bacterias, no a incrementar su capacidad patológica.
  
  —Por supuesto —dije yo—. Aunque eso también es posible con la ingeniería genética.
  
  —Sí, es posible. Pero no en Plum Island.
  
  Se me ocurrió que Nash alteraba genéticamente la información. Tomaba un germen de verdad, por así decirlo, y lo debilitaba para administrarnos una dosis suave de malas noticias. Un individuo inteligente.
  
  Harto de toda esa basura científica, dirigí mi siguiente pregunta al señor Foster.
  
  —¿Están ustedes haciendo algo para mantener esto controlado?, ¿aeropuertos, autopistas, etcétera?
  
  —Tenemos a todo el mundo buscando… lo que sea —respondió el señor Foster—. Todos los aeropuertos, puertos de mar y estaciones de ferrocarril de la zona están vigilados por nuestro personal, la policía local y el personal de aduanas. Los guardacostas paran y registran los barcos e incluso disponemos de los barcos y aviones del Departamento de Narcóticos. El problema es que los que lo hayan hecho nos llevan unas tres horas de ventaja porque, francamente, no se nos notificó a su debido tiempo…
  
  El señor Foster miró al jefe Maxwell, que tenía los brazos cruzados y hacía una mueca.
  
  Unas palabras sobre Sylvester Maxwell. Es un policía honrado, no el más brillante del mundo pero tampoco estúpido. De vez en cuando puede ser testarudo, aunque eso parece una característica de la zona norte de Long Island más que del propio jefe. Como responsable de un pequeño destacamento de policía rural, que se ve obligado a trabajar con el cuerpo, mucho más extenso, de la policía del condado y de vez en cuando con la policía estatal, ha aprendido cuándo proteger su territorio y cuándo retroceder.
  
  Otro aspecto: la realidad geográfica de una jurisdicción marítima en la era del contrabando de drogas ha acercado enormemente a Max al Departamento de Narcóticos y al cuerpo de guardacostas. Los de narcóticos siempre suponen que los policías locales pueden estar involucrados en el tráfico de drogas, y los policías locales, como Max, tienen la seguridad de que el Departamento de Narcóticos está implicado en dicho tráfico. Los guardacostas y el FBI se consideran limpios pero sospechan de los de estupefacientes y de la policía local. El Servicio de Aduanas es predominantemente honrado, aunque con algunos individuos que aceptan dinero por hacer la vista gorda. En resumen, el tráfico de drogas es lo peor que ha ocurrido para el cumplimiento de la ley en Estados Unidos desde la prohibición.
  
  Y de Max pasé a pensar en las drogas y en la lancha de diez metros de los Gordon con sus potentes motores. Puesto que los hechos no parecían coincidir con la idea de que los Gordon intercambiaran una epidemia mortal por dinero, puede que lo hicieran con la del contrabando de drogas. Tal vez iba por buen camino. Quizá compartiese la idea con los demás cuando la hubiera elaborado en mi mente. O puede que no lo hiciera.
  
  El señor Foster hizo todavía algunos comentarios relacionados con la tardanza del jefe Maxwell en contactar con el FBI y se aseguró de que quedara constancia de ello. Comentarios del tipo: «Por Dios, Max, debiste haber acudido antes a nosotros. Ahora todo está perdido y es culpa tuya».
  
  —Llamé a la brigada de homicidios del condado menos de diez minutos después de descubrir el asesinato. A partir de entonces ya no estaba en mis manos. Cumplí con mi obligación —señaló Max.
  
  La señorita Penrose sintió ocho ojos en su trasero y respondió:
  
  —No tenía la menor idea de que las víctimas formaran parte del personal de Plum Island.
  
  —Se lo comuniqué al individuo que contestó al teléfono, Beth. El sargento… No recuerdo su nombre. Comprueba la cinta —dijo Max en un tono amable pero firme.
  
  —Lo haré —respondió la detective Penrose—. Puede que tengas razón, Max, pero dejemos esto ahora. Concentrémonos en resolver el crimen —agregó dirigiéndose a Foster.
  
  —Buen consejo —dijo el señor Foster y miró a su alrededor—. Otra posibilidad es que quienes hayan recibido ese material no piensen sacarlo del país. Podrían disponer de un laboratorio local, un lugar discreto que no llamase la atención, sin necesidad de productos químicos inusuales que pudieran ser detectados. La peor posibilidad consistiría en que esos organismos, sean lo que fueren, se administraran a la población de varias formas después de cultivados. Algunos pueden introducirse fácilmente en el agua potable, otros se dispersan por el aire y en otros casos los transmiten las personas y los animales. No soy un experto, pero he hablado por teléfono con ciertas personas de Washington y tengo entendido que el potencial de infección y contagio es muy elevado. En una ocasión, en un documental televisivo se sugirió que un frasco de café lleno de ántrax, vaporizado por un solo terrorista que circulara en una lancha por Manhattan, causaría la muerte de un mínimo de doscientas mil personas —agregó.
  
  De nuevo se hizo el silencio en la sala.
  
  —Podría ser peor —prosiguió el señor Foster, que al parecer disfrutaba de la atención que recibía—. Es difícil calcularlo. El ántrax es una bacteria, los virus podrían ser peores.
  
  —¿Debo entender que no hablamos del posible robo de un solo tipo de virus o de bacteria? —pregunté.
  
  —Si alguien está dispuesto a robar ántrax —respondió George Foster—, ¿por qué no robar también Ébola o cualquier otro organismo que tenga a mano? Eso plantearía una amenaza múltiple, como no se daría nunca en la naturaleza, y sería imposible de contener o controlar.
  
  Del reloj de la sala de estar sonaron doce campanadas y el señor Ted Nash, con un gran sentido dramático y el propósito de impresionarnos con su cultura, recibida indudablemente en alguna universidad de la Ivy League, citó a Shakespeare:
  
  —«Ésta es la hora embrujada de la noche, cuando bostezan los campanarios y el propio infierno expira su contagio con este mundo».
  
  —Voy a tomar un poco de aire fresco —dije después de aquella nota de alegría.
  
  
  
  
  
  Capítulo 5
  
  
  
  
  En lugar de salir directamente a tomar el aire me dirigí al ala izquierda de la casa, donde Tom y Judy habían instalado su despacho en lo que antes era un dormitorio.
  
  Un genio de la informática estaba instalado frente al ordenador, donde yo pretendía sentarme. Me presenté al caballero, que se identificó como detective Mike Resnick, especialista en delitos informáticos del Departamento de Policía del condado.
  
  La impresora zumbaba incesantemente y la mesa estaba cubierta de papel impreso.
  
  —¿Ha encontrado ya al asesino?
  
  —Sí, ahora juego a los marcianitos.
  
  Mike podía ser de gran ayuda y le pregunté:
  
  —¿Qué ha descubierto hasta ahora?
  
  —Bueno… principalmente… Un momento. ¿Qué es eso? Ah, nada… ¿Qué ha… qué…?
  
  —Descubierto hasta ahora. Descubierto hasta ahora.
  
  Me encanta hablar con fanáticos de la informática.
  
  —Ah… sobre todo cartas… cartas personales a amigos y parientes, algunas cartas de negocios… algunas… ¿Qué es eso? Nada…
  
  —¿Alguna referencia a Plum Island?
  
  —No.
  
  —¿Algo interesante o sospechoso?
  
  —No.
  
  —Artículos científicos…
  
  —No. Dejaré lo que estoy haciendo y se lo comunicaré al departamento de homicidios en el momento en que crea haber encontrado algo.
  
  Mike parecía un poco quisquilloso, como si hubiera pasado muchas horas frente al ordenador y deseara irse a dormir.
  
  —¿Algún dato financiero? —pregunté—, ¿inversiones, talonarios, presupuesto doméstico…?
  
  —Sí —respondió después de levantar la cabeza de la pantalla—, eso ha sido lo primero que he impreso. Extendían sus cheques por ordenador. Ahí están todos los movimientos de su talonario durante los últimos veinticinco meses, desde que abrieron una cuenta —agregó mientras señalaba un montón de papel cerca de la impresora.
  
  —¿Le importa que lo examine? —pregunté después de levantar el montón indicado.
  
  —No, pero no se lo lleve lejos de aquí. Debo adjuntarlo todo a mi informe.
  
  —Sólo me lo llevaré a la sala de estar, allí hay más luz.
  
  —Bien…
  
  Se había concentrado de nuevo en el ordenador, que le resultaba más interesante que yo, y me retiré.
  
  En la sala, la dama de las huellas seguía espolvoreando y obteniendo muestras.
  
  —¿Ha tocado algo? —preguntó.
  
  —No, señora.
  
  Me acerqué a la biblioteca, a ambos lados de la chimenea. A la izquierda estaba la literatura de ficción, en su mayoría libros de encuadernación en rústica, que constituían una buena mezcla de basura y tesoros. A la derecha estaban las obras de consulta y los ensayos y, cuando examiné los títulos, comprobé que oscilaban entre tratados técnicos de biología y la habitual porquería sobre salud y ejercicio. Había también un estante completo dedicado a publicaciones locales sobre Long Island, su flora, su fauna, su historia, etcétera.
  
  En el anaquel inferior había una serie de libros de navegación, cartas y cosas por el estilo. Los Gordon, como ya he mencionado, se habían aficionado enormemente a la navegación para ser unas personas procedentes del Medio Oeste, a muchísimos kilómetros del mar. Por otra parte, había salido con ellos varias veces e incluso yo me percaté de que no eran grandes navegantes. Además, no pescaban, ni se interesaban por el marisco, ni siquiera nadaban. Sólo les gustaba apretar el acelerador de vez en cuando. Lo que me hizo pensar de nuevo que se trataba de un asunto de drogas.
  
  Con esa idea presente dejé los papeles del ordenador sobre la mesa y, con un pañuelo en la mano, saqué un enorme volumen de cartas de navegación y lo coloqué sobre la repisa de la chimenea. Lo hojeé sin tocarlo directamente con los dedos. Buscaba frecuencias de radio, números de teléfonos móviles o cualquier cosa que un contrabandista anotara en sus cartas de navegación.
  
  Cada página mostraba una zona de unos treinta y cinco kilómetros cuadrados. La tierra que aparecía en las cartas no estaba descrita, salvo algunos puntos de referencia que podían verse desde el mar. Sin embargo, en éste estaban señalados los arrecifes, las rocas, las profundidades, los faros, los barcos naufragados, las boyas y toda clase de ayudas y peligros para la navegación.
  
  Examiné las páginas, supongo que en busca de alguna cruz que indicara un lugar de encuentro, unas coordenadas determinadas o nombres como Juan o Pedro, pero todas estaban impecables a excepción de una línea amarilla fosforescente, que conectaba el embarcadero de los Gordon con el de Plum Island. Ésa era la ruta que seguían para trasladarse al trabajo, entre la orilla meridional de la zona norte de Long Island y Shelter Island, siempre por la parte más segura y de mayor profundidad del estrecho. Eso no era realmente ninguna pista.
  
  Me percaté de que sobre Plum Island, impreso en rojo, decía: «Acceso controlado. Propiedad del gobierno de Estados Unidos. Cerrado al público». Estaba a punto de cerrar aquel enorme volumen cuando vi algo casi oculto por mi propio pañuelo. Hacia la parte inferior de la página, al sur de Plum Island, aparecía el número 44106818 escrito con un lápiz y entre interrogantes, semejante al que acababa de emerger de mi cabeza como en el globo de una viñeta: ¿44106818? Convirtámoslo en dos interrogantes y una exclamación.
  
  ¿Eran los ocho dígitos habituales de unas coordenadas?, ¿una frecuencia de radio?, ¿un teléfono disimulado de chistes a la carta?, ¿drogas?, ¿microbios? ¿Qué?
  
  Se llega a un punto en las investigaciones de homicidios en que uno dispone de demasiadas pistas para saber qué hacer con ellas. Las pistas son como ingredientes de una receta culinaria sin instrucciones; mezclados de la forma adecuada uno acaba por cenar, pero si uno no sabe qué hacer con ellos, pasará mucho tiempo en la cocina, confuso y hambriento.
  
  Agarré el libro de cartas de navegación con mi pañuelo y se lo llevé a la dama de las huellas dactilares.
  
  —¿Podría examinar minuciosamente este libro? —pregunté con una radiante sonrisa.
  
  Me miró mal, después cogió el libro con la mano, cubierta por un guante de látex, y lo observó detenidamente.
  
  —Este papel de mapa es difícil de tratar… pero la cubierta tiene un buen satinado… Veré lo que puedo hacer. Nitrato de plata o ninhidrina —agregó—. Hay que hacerlo en el laboratorio.
  
  —Muchas gracias, competente señora.
  
  —¿Quién tiene más huellas dactilares? —preguntó con una sonrisa—. ¿El FBI, la CIA o el CEP?
  
  —¿Qué es el CEP? ¿Se refiere al Centro de Estudios de Protección Ambiental?
  
  —No. Al culo de Elizabeth Penrose —respondió con una carcajada—. Es un chiste que circula por la central. ¿No lo había oído?
  
  —Creo que no.
  
  —Me llamo Sally Hines —dijo ofreciéndome la mano.
  
  —Yo soy John Corey —respondí mientras le estrechaba la suya, enguantada—. Me encanta el contacto del látex en la piel desnuda. ¿Y a ti?
  
  —Sin comentarios —respondió antes de hacer una pausa—. ¿Eres el individuo del Departamento de Policía de Nueva York que trabaja en este caso con la brigada de homicidios del condado?
  
  —Efectivamente.
  
  —Olvida la broma sobre Penrose.
  
  —Por supuesto. ¿Qué hay por aquí, Sally?
  
  —La casa se había limpiado recientemente, así que las superficies están bastante intactas y nítidas. No he estudiado detenidamente las huellas pero veo predominantemente dos grupos, pertenecientes con toda probabilidad al matrimonio. Sólo he detectado alguna diferente de vez en cuando, pero si quieres mi opinión, detective, el asesino llevaba guantes. Esto no es obra de un yonqui, que deja cinco huellas perfectas en el armario de las bebidas.
  
  —Esmérate todo lo que puedas con ese libro —dije después de asentir.
  
  —Yo sólo hago trabajos perfectos. ¿Y tú? —repuso mientras sacaba una bolsa de plástico de su maletín y metía en ella el libro de cartas de navegación—. Necesito tus huellas para poder descartarlas.
  
  —Búscalas luego en el culo de Elizabeth Penrose.
  
  —Limítate a poner las manos sobre esa mesilla de cristal —dijo después de soltar una carcajada.
  
  —¿Les has tomado las huellas a esos dos individuos que acompañan al jefe Maxwell? —pregunté después de obedecer.
  
  —Me han dicho que nos ocuparíamos de ello más tarde.
  
  —Claro. Escúchame, Sally, muchas personas, como esos de la cocina, van a mostrarte impresionantes documentos de identidad. Ofrece exclusivamente tu información a la brigada de homicidios del condado, a ser posible sólo a Penrose.
  
  —Entendido —respondió y seguidamente miró a su alrededor—. Por cierto, ¿qué es eso de los microbios?
  
  —Esto no tiene nada que ver con microbios. Por casualidad, las víctimas trabajaban en Plum Island, pero es pura coincidencia.
  
  —De acuerdo.
  
  Recogí las hojas impresas del ordenador y me dirigí hacia la puerta de cristal.
  
  —No me gusta cómo se está tratando este escenario del crimen —exclamó Sally cuando ya me retiraba.
  
  No respondí.
  
  Descendí hacia la bahía, donde había un bonito banco cara al mar. Dejé los documentos sobre el banco y contemplé la bahía.
  
  Había suficiente brisa para mantener los mosquitos alejados de mí. Unas pequeñas olas se desplazaban por la superficie del océano y agitaban el barco de los Gordon. Unas nubes blancas surcaban el firmamento frente a una gran luna brillante y el aire, que cambiaba de dirección y soplaba ahora del norte, olía más a tierra que a mar.
  
  De algún modo, tal vez por ósmosis, había empezado a comprender las fuerzas elementales de la tierra y del mar a mi alrededor. Supongo que si se sumaban todas las vacaciones de dos semanas que había pasado aquí de niño, así como los fines de semana en otoño, no era de sorprender que algo hubiera penetrado en mi cerebro urbano.
  
  Hay momentos en los que me apetece abandonar la ciudad y entonces pienso en un lugar como éste. Supongo que debería venir aquí en invierno, a pasar unos meses en esa casa enorme y llena de corrientes de aire del tío Harry y comprobar si me convierto en un alcohólico o en un ermitaño. Si se siguen cometiendo asesinatos en esta zona, el concejo municipal de Southold me nombrará asesor de homicidios permanente a cien dólares diarios y todas las almejas que sea capaz de comerme.
  
  Me sentía inusualmente ambivalente respecto a mi reincorporación al servicio. Estaba dispuesto a probar algo distinto pero quería hacerlo por voluntad propia, no por prescripción facultativa. Además, si los médicos decidiesen que estaba acabado, no podría encontrar a los dos individuos que me habían disparado y eso era una importante tarea inacabada. Yo no tengo sangre italiana pero mi compañero, Dominic Fanelli, es siciliano y me ha enseñado toda la historia y el protocolo de la venganza. Me obligó a ver tres veces El Padrino. Creo haberlo comprendido. Los dos caballeros hispanos debían dejar de vivir y Dominic intentaba encontrarlos. Esperaba que me llamase el día que lo hiciera.
  
  En cuanto a mi estado de salud, empezaba a cansarme y me senté en el banco. Ya no era exactamente el mismo superhombre de antes de que me dispararan.
  
  Me acomodé y contemplé un rato la noche. En un pequeño parterre, a la izquierda del embarcadero de los Gordon, había un elevado mástil blanco con una cruceta, llamado verga, de cuyos penoles descendían dos cuerdas o cabos llamados drizas. Comprobarán que he aprendido algunos términos náuticos. El caso es que los Gordon habían encontrado un juego completo de banderas de señalización en un armario del garaje y a veces las izaban para divertirse, con mensajes como «Prepárense para el abordaje» o «El capitán está en tierra».
  
  Me había percatado anteriormente de que en la parte superior del mástil ondeaba la bandera pirata y me pareció irónico que lo último que izaran los Gordon fuera una calavera con unos huesos cruzados.
  
  También vi que en cada driza había una bandera de señalización, que apenas distinguía en la oscuridad, aunque poco importaba porque desconocía por completo su significado.
  
  Beth Penrose se sentó en el extremo izquierdo del banco. Desgraciadamente se había puesto de nuevo la chaqueta y se cruzó de brazos como si tuviera frío. Las mujeres siempre tienen frío. No dijo nada pero se quitó los zapatos, se frotó los pies contra el césped y movió los dedos. También usan zapatos incómodos.
  
  Después de unos minutos de amigable silencio, o tal vez hostil frialdad, opté por romper el hielo.
  
  —Tenías razón. Pudo ser un barco.
  
  —¿Vas armado?
  
  —No.
  
  —Bien. Voy a volarte la tapa de los sesos.
  
  —Caramba, Beth…
  
  —Tú llámame detective Penrose.
  
  —Anímate.
  
  —¿Por qué has sido tan desagradable con Ted Nash?
  
  —¿A quién te refieres?
  
  —Sabes muy bien a quién me refiero. ¿Qué problema tienes?
  
  —Cosas de hombres.
  
  —Te has puesto en ridículo. Todo el mundo cree que eres un soberbio idiota, completamente inútil e incompetente. Y has perdido mi respeto.
  
  —Entonces supongo que el sexo queda descartado.
  
  —¿Sexo? No quiero respirar ni siquiera el mismo aire que tú.
  
  —Eso duele, Beth.
  
  —No me llames Beth.
  
  —Ted te llama…
  
  —Escúchame, Corey, conseguí este caso porque se lo supliqué de rodillas al jefe de homicidios. Éste es realmente mi primer caso de asesinato. Lo único que me habían dado antes era basura: yonquis que se disparan entre sí, disputas familiares con tenedores y cuchillos y mierda por el estilo. Además con escasa frecuencia. El índice de homicidios es bajo en este condado.
  
  —Cuánto lo siento.
  
  —Claro. Tú te dedicas permanentemente a esto, estás harto y te pones cínico y sarcástico.
  
  —Bueno, yo no diría…
  
  —Si lo que pretendes es ponerme en ridículo, vete a la mierda —exclamó antes de ponerse de pie.
  
  —Espera —respondí y también me levanté—. Estoy aquí para ayudar.
  
  —Entonces ayuda.
  
  —De acuerdo. Escúchame. En primer lugar un consejo: No hables demasiado con Foster o con tu amigo Ted.
  
  —Eso ya lo sé y olvida esa mierda de «amigo Ted».
  
  —Escúchame… ¿Puedo llamarte Beth?
  
  —No.
  
  —Escúchame, detective Penrose, sé que crees que me siento atraído por ti y, probablemente, que intento seducirte… y consideras que la situación podría llegar a ser incómoda…
  
  Volvió la cabeza y contempló la bahía.
  
  —Esto no es fácil —proseguí—, pero… bueno… no tienes que preocuparte por mí… por eso…
  
  Volvió de nuevo la cabeza para mirarme.
  
  Me cubrí parcialmente la cara con la mano derecha y me froté la frente.
  
  —El caso es… que una de las balas que me dispararon… Cielos, ¿cómo te lo cuento? El caso es que me dio en un lugar curioso, ¿vale? Ahora ya lo sabes. De modo que podemos ser como… amigos, compañeros… hermano y hermana… o, mejor dicho, como hermanas…
  
  La miré y vi que contemplaba de nuevo el mar.
  
  —Creí que te habían dado en el estómago —dijo por fin.
  
  —Ahí también.
  
  —Max dijo que tenías una herida grave en los pulmones.
  
  —También es cierto.
  
  —¿Algún daño cerebral?
  
  —Es posible.
  
  —Y ahora pretendes que me crea que otra bala te ha castrado.
  
  —Un hombre no mentiría sobre algo semejante.
  
  —¿Si el horno está apagado, por qué todavía hay fuego en tu mirada?
  
  —Es sólo un recuerdo, Beth. ¿Puedo llamarte Beth? Un buen recuerdo de la época en que era capaz de saltar con pértiga por encima de mi coche.
  
  Se llevó la mano a la cara y no supe si reía o lloraba.
  
  —Te ruego que no se lo digas a nadie —dije.
  
  —Procuraré que no llegue a oídos de la prensa —respondió por fin cuando recuperó la compostura.
  
  —Gracias. ¿Vives cerca de aquí? —pregunté después de unos segundos.
  
  —No, vivo al oeste de Suffolk.
  
  —Eso está muy lejos. ¿Vas a regresar a tu casa o te quedas por aquí?
  
  —Nos alojamos todos en el Soundview Inn de Greenport.
  
  —¿Quiénes son todos?
  
  —George, Ted, yo, unos muchachos del Departamento de Narcóticos y unos individuos que han pasado antes por aquí… del Departamento de Agricultura. Se supone que debemos trabajar sin parar día y noche, los siete días de la semana. Da una buena impresión cara a la prensa y al público en caso de que estalle un escándalo. Ya sabes, si llega a generarse preocupación respecto al contagio…
  
  —Te refieres al pánico masivo de una peste.
  
  —Lo que sea.
  
  —Por cierto, yo dispongo aquí de un bonito lugar, puedes quedarte si lo deseas.
  
  —Gracias de todos modos.
  
  —Es una impresionante mansión victoriana a orillas del mar.
  
  —No importa.
  
  —Estarías más cómoda. Ya te lo he dicho, conmigo no corres ningún peligro. Maldita sea, el personal del Departamento de Policía de Nueva York me deja utilizar el lavabo de señoras.
  
  —Corta el rollo.
  
  —En serio, Beth, aquí tengo unas copias del ordenador con dos años de datos financieros, podríamos examinarlos esta noche.
  
  —¿Quién te ha autorizado a cogerlos?
  
  —Tú, ¿no es cierto?
  
  Asintió después de titubear.
  
  —Quiero que estén en mis manos mañana por la mañana —dijo.
  
  —De acuerdo. Tendré que trabajar toda la noche. Ayúdame.
  
  —Dame tu dirección y número de teléfono —respondió después de reflexionar unos instantes.
  
  Busqué un papel y un lápiz en mis bolsillos, pero ella tenía ya su pequeño cuaderno en la mano.
  
  —Adelante.
  
  Le di los datos y las indicaciones para llegar.
  
  —Te llamaré antes si decido ir.
  
  —De acuerdo.
  
  Me senté en el banco y ella en el extremo opuesto, con las hojas impresas del ordenador entre ambos. Guardamos silencio, supongo que para reorganizar mentalmente nuestras ideas.
  
  —Espero que seas mucho más listo de lo que aparentas —dijo finalmente Beth.
  
  —Permíteme que lo diga de este modo: lo más inteligente que ha hecho el jefe Max en su vida ha sido llamarme para este caso.
  
  —Y modesto.
  
  —No tengo por qué serlo; soy uno de los mejores. En realidad, la CBS está preparando una serie titulada Expediente Corey.
  
  —No me digas.
  
  —Puedo conseguirte un papel.
  
  —Gracias. Si puedo devolverte el favor, estoy segura de que me lo dirás.
  
  —Me daría por satisfecho con verte en «Expediente Corey».
  
  —Estoy segura. Por cierto… ¿Puedo llamarte John?
  
  —Te lo ruego.
  
  —John, ¿qué ocurre aquí? Me refiero a este caso. Sabes algo que te callas.
  
  —¿Cuál es tu estado actual?
  
  —¿Cómo dices?
  
  —¿Comprometida, divorciada, separada, con pareja?
  
  —Divorciada. ¿Qué sabes o sospechas de este caso que no hayas mencionado?
  
  —¿No tienes novio?
  
  —No tengo novio ni hijos. Once admiradores, cinco están casados, tres son unos controladores obsesivos, dos posibilidades y un imbécil.
  
  —¿Te hago preguntas demasiado personales?
  
  —Sí.
  
  —Si tuviera un compañero masculino y le hiciese estas preguntas, sería perfectamente normal.
  
  —Bueno… pero no somos compañeros.
  
  —Quieres llevar siempre las de ganar, típico.
  
  —Bien… cuéntame algo acerca de ti, rápido.
  
  —De acuerdo. Divorciado, sin hijos, docenas de admiradoras pero ninguna especial —agregué—. Ninguna enfermedad venérea.
  
  —Ni partes venéreas.
  
  —Exactamente.
  
  —De acuerdo, John, ¿qué me dices de este caso?
  
  —Bien, Beth —respondí después de acomodarme en el banco—, lo que ocurre con este caso es que lo evidente conduce a lo improbable y todo el mundo intenta encajar lo improbable en lo evidente. Pero no es así como funciona, compañera.
  
  —Sugieres que puede no tener nada que ver con lo que nosotros creemos —dijo ella después de asentir.
  
  —Estoy empezando a pensar que aquí ocurre otra cosa.
  
  —¿Por qué lo crees?
  
  —Bien… ciertas pruebas parecen no encajar.
  
  —Puede que lo hagan dentro de unos días, cuando hayan llegado todos los informes del laboratorio y se haya interrogado a lodo el mundo. Ni siquiera hemos hablado aún con el personal de Plum Island.
  
  —Vamos al embarcadero —dije después de levantarme.
  
  Se puso los zapatos y nos dirigimos hacia allí.
  
  —A unos centenares de metros de aquí, Albert Einstein se enfrentó a la cuestión moral de la bomba atómica y decidió seguir adelante. Los buenos no tuvieron ninguna alternativa porque los malos ya habían decidido seguir adelante, sin tener que debatir ninguna cuestión moral. Yo conocía a los Gordon —agregué.
  
  —Me estás diciendo que no crees que fueran capaces, moralmente capaces, de vender microorganismos letales —añadió después de reflexionar unos instantes.
  
  —No, no lo creo. Como los científicos atómicos, respetaban el poder del genio de la botella. No sé exactamente lo que hacían en Plum Island, y con toda probabilidad nunca lo sabremos, pero creo que los conocía lo suficiente para afirmar que ellos no venderían al genio de la botella.
  
  No dijo nada.
  
  —Recuerdo que en una ocasión Tom me contó que Judy estaba afligida porque una ternera con la que se había encariñado había sido deliberadamente infectada con algo y se estaba muriendo. No estamos hablando del tipo de personas que querrían ver a niños muriéndose de peste. Cuando hables con sus colegas de Plum Island lo descubrirás por ti misma.
  
  —A veces la gente tiene otra faceta oculta.
  
  —Nunca advertí el menor indicio en la personalidad de los Gordon que sugiriera la posibilidad de traficar con enfermedades mortales.
  
  —A veces la gente racionaliza su conducta. ¿Qué me dices de los norteamericanos que facilitaron secretos atómicos a los rusos? Dijeron que lo habían hecho por convicción, para que no todo el poder estuviera del mismo lado.
  
  Volví la cabeza y comprobé que me miraba mientras andábamos. Me encantó descubrir que Beth Penrose era capaz de pensamientos más profundos y sabía que para ella era un alivio comprobar que yo no era el imbécil que suponía.
  
  —En cuanto a los científicos atómicos —repuse—, era otra época y otros secretos. Aunque sólo fuera por eso, ¿qué podría impulsar a los Gordon a vender bacterias y virus que acabarían con su propia vida, y la de sus familias en Indiana o donde fuera, y que arrasarían todo lo demás?
  
  Beth Penrose reflexionó unos instantes y respondió.
  
  —Puede que les pagaran diez millones, que el dinero esté en Suiza, que tuviesen un castillo en una montaña abarrotado de champán y comida enlatada y que hubieran invitado a sus amigos y parientes a vivir con ellos. No lo sé, John. ¿Por qué comete locuras la gente? Racionalizan, se convencen a sí mismos, están enojados con algo o con alguien. Diez millones de dólares, veinte millones, doscientos dólares: todo el mundo tiene un precio.
  
  Llegamos al embarcadero, donde había un policía uniformado de Southold sentado en una silla de jardín.
  
  —Tómese un descanso —dijo la detective Penrose.
  
  El agente se levantó y se dirigió a la casa.
  
  Las olas acariciaban el casco del barco de los Gordon, que con su bamboleo golpeaba las defensas de goma de los pilotes. La marea estaba baja y me di cuenta de que la lancha estaba ahora amarrada a unas poleas, que permitían extender los cabos. La cubierta había descendido un metro y medio por debajo del embarcadero y me percaté de que en el casco estaba escrito Formula 303, que, según Tom, significaba que medía más de nueve metros de eslora.
  
  —Entre los libros de los Gordon he encontrado un atlas marítimo, un libro de cartas de navegación, con un número de ocho dígitos escrito a lápiz en una de sus páginas —dije—. Le he pedido a Sally Hines que lo examine meticulosamente en busca de huellas y te presente un informe. Deberías coger ese libro y guardarlo en lugar seguro. Conviene que lo veamos juntos. Puede que tenga otras marcas.
  
  —Dime, ¿de qué crees que va todo esto? —preguntó después de mirarme fijamente unos segundos.
  
  —Bueno… si rebajamos la consideración moral un cincuenta por ciento, pasamos de vender virus a vender drogas.
  
  —¿Drogas?
  
  —Sí. Moralmente ambiguas para algunas mentes, pero mucho dinero para todas. ¿Qué opinión te merece?
  
  Contempló la potente lancha y agitó la cabeza.
  
  —Puede que nos hayamos dejado llevar por el pánico respecto al vínculo con Plum Island —respondió.
  
  —Es posible.
  
  —Deberíamos comentárselo a Max y los demás.
  
  —No.
  
  —¿Por qué no?
  
  —Porque no es más que una especulación. Deja que sigan con su teoría de la plaga. Si es cierta, mejor que esté cubierta.
  
  —De acuerdo, pero ésa no es razón suficiente para no confiar en Max y los demás.
  
  —Confía en mí.
  
  —No. Convénceme.
  
  —Ni siquiera yo lo estoy. Nos encontramos ante dos buenas posibilidades: microbios por dinero o drogas por dinero. Veamos si Max, Foster y Nash llegan a alguna conclusión por su cuenta y si comparten sus ideas con nosotros.
  
  —De acuerdo… En esta ocasión te seguiré la corriente.
  
  —¿Cuánto imaginas que vale esto? —pregunté señalando el barco.
  
  Penrose se encogió de hombros.
  
  —No estoy segura… el Fórmula es un artículo caro… supongo que va a unos tres mil por pie de eslora, con lo cual éste, nuevo, valdría aproximadamente cien mil dólares.
  
  —¿Y el alquiler de esa casa?, ¿unos dos mil dólares?
  
  —Supongo, más gastos y servicios —respondió—. Lo averiguaremos.
  
  —¿Y qué sentido tiene ir y venir en barco? Son casi dos horas desde aquí y cuesta una pequeña fortuna en combustible, ¿no es cierto?
  
  —Efectivamente.
  
  —Se tarda unos treinta minutos en coche en llegar al transbordador oficial en Orient Point. ¿Y cuánto dura la travesía hasta Plum Island? Tal vez unos veinte minutos, por cuenta del Tío Sam. En total, menos de una hora de puerta a puerta, en lugar de casi dos horas con la lancha rápida. Sin embargo, los Gordon iban en su barco y sé que en algunas ocasiones no podían volver con él porque había empeorado el tiempo durante el día. Entonces regresaban en el transbordador a Orient Point y le pedían a alguien que los llevara a su casa. Eso nunca me pareció lógico, pero debo confesar que tampoco pensé mucho en ello. Debí haberlo hecho; puede que ahora tuviera sentido.
  
  Salté al barco y me di un porrazo en la cubierta. Levanté los brazos y ella los agarró cuando saltaba. Acabamos tendidos ambos, yo de espaldas y Beth Penrose sobre mí. Permanecimos en esa posición un segundo más de lo necesario y nos pusimos de pie. Entonces nos miramos con una torpe sonrisa, como suelen hacer dos desconocidos de sexo opuesto que rozan accidentalmente sus pechos o sus traseros.
  
  —¿Estás bien? —preguntó.
  
  —Sí…
  
  A decir verdad, me había quedado sin aire en el pulmón lesionado y supongo que se había dado cuenta.
  
  Cuando me recuperé me dirigí a la parte trasera del barco, la popa como la llaman, donde el Formula 303 tiene un banco.
  
  —Aquí es donde estaba siempre la caja —dije mientras señalaba un lugar cerca del banco—. Era grande, de un metro veinte de longitud por noventa centímetros de anchura, por otros noventa de altura. Tal vez un metro cúbico protegido por aluminio aislado. A veces, cuando me sentaba en ese banco, colocaba los pies sobre la caja y tomaba cerveza.
  
  —¿Y?
  
  —Y después del trabajo, en determinadas fechas, puede que los Gordon realizaran una veloz travesía a alta mar, tal vez para reunirse en pleno Atlántico con algún buque de carga sudamericano, un hidroavión o lo que fuera, subieran a bordo unos cien kilos de polvo blanco colombiano y regresaran rápidamente a tierra. Si se cruzaban con alguien del Departamento de Narcóticos o con los guardacostas, parecían una pareja impecable que había salido a dar un paseo por el mar. Incluso aunque los parasen, podrían mostrar sus documentos de identidad de Plum Island y salir perfectamente airosos del trance. En realidad, probablemente podían superar en velocidad a cualquier otra embarcación. Se necesitaría un avión para perseguir a esta lancha. Además, ¿cuántos barcos se interceptan y registran? Por aquí circulan millares de yates y embarcaciones de pesca comercial. A no ser que los guardacostas o la aduana tuvieran una pista bastante sólida, o alguien actuara de una forma rara, no abordarían un barco para registrarlo, ¿no es cierto?
  
  —No suelen hacerlo, aunque el Servicio de Aduanas está perfectamente autorizado a interceptar embarcaciones y a veces lo hace. Comprobaré si en el Departamento de Estupefacientes, los guardacostas o el Servicio de Aduanas existe algún informe relacionado con el Spirochete.
  
  Reflexioné unos instantes.
  
  —Y después de que los Gordon recogiesen esa mierda —proseguí—, se dirigirían a un lugar convenido de antemano en tierra a reunirse con una pequeña embarcación, entregarían la caja a los distribuidores locales y éstos les devolverían otra, llena de dinero. El distribuidor regresaría en coche a Manhattan y se habría completado otra importación libre de impuestos. Ocurre todos los días. La cuestión es si los Gordon participaban y si fue eso la causa de su muerte. Ojalá, porque la alternativa me aterra y no me asusto con facilidad.
  
  Penrose reflexionó mientras contemplaba la lancha.
  
  —Puede ser —dijo—. Pero también cabe la posibilidad de que no sea más que un deseo.
  
  No respondí.
  
  —Si logramos determinar que eran drogas, descansaremos más tranquilos —agregó—. Entretanto, debemos proseguir con la idea de la plaga porque si resulta ser cierta y no la controlamos, podemos morir todos.
  
  
  
  
  
  Capítulo 6
  
  
  
  
  Pasaban de las dos de la madrugada y me estaba quedando bizco con las copias impresas del ordenador de los Gordon. Había preparado una cafetera en la enorme y antigua cocina del tío Harry y estaba sentado a la mesa redonda junto al mirador que daba al este, construido para aprovechar el sol matutino.
  
  El tío Harry y la tía June tenían el buen gusto de no invitar nunca a toda la familia Corey a su casa, pero de vez en cuando mi hermano Jim o mi hermana Lynne o yo ocupábamos la habitación de los invitados, mientras el resto de la familia se hospedaba en una horrible cabaña turística de los años cincuenta.
  
  Me acuerdo de haber estado junto a esa mesa de niño con mi primo y mi prima, Harry y Barbara, tomando Cheerios o Wheaties, ansioso por salir a jugar. El verano era mágico. Creo que no tenía absolutamente ninguna preocupación.
  
  Ahora, transcurridas algunas décadas, la mesa era la misma y yo tenía un sinfín de preocupaciones.
  
  Volví a concentrarme en el registro del talonario. Los salarios de los Gordon se pagaban directamente en su cuenta y sus ingresos conjuntos, después de ser saqueados por el gobierno federal y el Estado de Nueva York, eran de unos noventa mil dólares. No está mal, pero tampoco muy bien para dos doctores que realizaban un trabajo complejo con sustancias sumamente peligrosas. Tom habría ganado más jugando al béisbol en segunda división y los ingresos de Judy podían haber sido los mismos como camarera en algún bar de mi antiguo barrio. Es un país extraño.
  
  En todo caso, no tardé en averiguar que los gastos de los Gordon superaban sus ingresos. No es barato vivir en la costa Este, como indudablemente descubrieron ellos. Pagaban dos coches, el barco, el alquiler de la casa, todos los seguros correspondientes, servicios, cinco tarjetas de crédito, cuentas astronómicas de combustible, sobre todo para la lancha, y los gastos cotidianos. Además, el penúltimo abril habían pagado la considerable suma de 10 000 dólares como depósito para el Formula 303.
  
  Los Gordon contribuían asimismo a numerosas organizaciones caritativas, lo que hacía que me sintiera culpable. Pertenecían también a una asociación de libros y música, acudían al cajero con frecuencia, mandaban cheques a sobrinos y sobrinas y eran socios de la Sociedad Histórica Peconic. Todavía no parecían tener problemas graves, pero estaban muy cerca del límite. Si conseguían unos buenos ingresos complementarios con el tráfico de drogas, eran lo suficientemente inteligentes para esconder el dinero y lanzarse al ruedo como todos los intrépidos estadounidenses que no temen a Hacienda. La cuestión era: ¿dónde estaba el dinero?
  
  No soy auditor, pero he efectuado suficientes análisis financieros para advertir elementos que conviene comprobar. Había sólo uno de éstos en los últimos veinticinco meses de contabilidad de los Gordon, un cheque de veinticinco mil dólares a nombre de Margaret Wiley. El cheque había sido certificado por una tarifa de diez dólares y el dinero transferido electrónicamente del fondo de inversión de los Gordon. En realidad, representaba casi la totalidad de sus ahorros. El cheque había sido extendido el 7 de marzo del año en curso y no había ninguna indicación de su propósito. ¿Quién era Margaret Wiley? ¿Por qué le habían entregado los Gordon un cheque garantizado de veinticinco de los grandes? Pronto lo averiguaríamos.
  
  Tomé un sorbo de café y golpeé la mesa con el lápiz al compás del reloj de la pared del fondo mientras pensaba en ello.
  
  Luego me acerqué al armario de la cocina, junto al teléfono de pared, donde había una guía local de teléfonos entre los libros de cocina. Busqué en la w y encontré una Margaret Wiley, que vivía en la carretera del faro en la aldea de Southold. En realidad sabía dónde se encontraba, puesto que como su propio nombre indicaba era el camino que conducía al faro denominado Horton Point.
  
  Quería llamar a Margaret, pero tal vez le molestara recibir una llamada a las dos de la madrugada. Podía esperar al amanecer, pero la paciencia no era una de mis virtudes; a decir verdad, que yo sepa, no tengo virtudes. Además, tenía la sensación de que no todos los del FBI y la CIA estaban durmiendo y me iban a coger ventaja en el caso. Por último, aunque no por ello menos importante, aquél no era un asesinato común; mientras dudaba sobre si despertar o no a Margaret Wiley podía estar difundiéndose por todo el país una plaga capaz de destruir la civilización. Eso es algo que detesto.
  
  Llamé. Sonó el teléfono y respondió un contestador automático. Colgué y marqué de nuevo. Por fin la señora de la casa se despertó y levantó el auricular.
  
  —Diga.
  
  —Con Margaret Wiley, por favor.
  
  —Soy yo. ¿Con quién hablo? —preguntó una voz de anciana adormecida.
  
  —Habla el detective Corey, señora. Policía.
  
  Esperé un par de segundos para que se imaginara lo peor; generalmente así se despiertan.
  
  —¿Policía? ¿Qué ha ocurrido?
  
  —Señora Wiley, ¿se ha enterado por las noticias de los asesinatos de punta de Nassau?
  
  —Sí. Terrible…
  
  —¿Conocía usted a los Gordon?
  
  —No… Bueno, hablé con ellos en una ocasión. Les vendí un terreno.
  
  —¿En marzo?
  
  —Sí.
  
  —¿Por veinticinco mil dólares?
  
  —Sí… pero qué tiene eso que ver…
  
  —¿Dónde está ese terreno, señora?
  
  —Es un hermoso cantil que da a la bahía.
  
  —Comprendo. ¿Se proponían construir una casa?
  
  —No. Allí no se puede edificar. Vendí los derechos de construcción al condado.
  
  —¿Eso qué significa?
  
  —Significa que está sujeto a un plan de conservación. Se pueden vender los derechos de construcción y seguir siendo propietario del terreno. Entonces sólo puede utilizarse para fines agrícolas.
  
  —Comprendo. ¿Entonces los Gordon no podían hacerse una casa en ese cantil?
  
  —Por supuesto que no. Si ese terreno tuviera permiso de construcción, valdría más de cien mil dólares. A mí me pagó el condado para que no construyera, es un convenio restrictivo sujeto al terreno. Un buen plan.
  
  —¿Pero usted podía vender el terreno?
  
  —Efectivamente, y lo hice. Por veinticinco mil dólares —agregó—. Los Gordon sabían que no podían edificar en él.
  
  —¿Hubieran podido adquirir los derechos de construcción del condado?
  
  —No. Los vendí a perpetuidad. Ése es el propósito del plan.
  
  —De acuerdo —contesté, pensando que los Gordon habían aprovechado la oportunidad de comprar el terreno a bajo precio porque no se podía construir y Tom podría llevar a cabo su última fantasía, la de plantar unos viñedos; así que no existía ningún vínculo entre dicha compra y su asesinato—. Lamento haberla despertado, señora Wiley. Gracias por su ayuda.
  
  —De nada. Espero que encuentren al culpable.
  
  —Estoy seguro de que lo haremos —respondí antes de colgar.
  
  Pero volví a marcar inmediatamente el mismo número.
  
  —Lo siento, una última pregunta. ¿Es ese terreno adecuado para un viñedo?
  
  —De ningún modo. Está junto al mar, demasiado expuesto y, además, es excesivamente pequeño. La parcela tiene sólo cuatro mil metros cuadrados con un desnivel de dieciséis metros hasta la playa. El lugar es hermoso, pero allí no crecen más que matorrales.
  
  —Comprendo. ¿Mencionaron para qué lo querían?
  
  —Sí. Dijeron que querían su propia colina junto al mar, un lugar donde sentarse a contemplar el océano. Eran una pareja encantadora. Es terrible lo sucedido.
  
  —Sí señora. Gracias.
  
  Colgué.
  
  De modo que querían un lugar donde sentarse para contemplar el océano. Por veinticinco mil dólares podían haber pagado la tarifa de aparcamiento en el Orient Beach State Park cinco mil veces, contemplar el océano a su antojo todos los días durante los siguientes ocho años y todavía les habría sobrado dinero para perros calientes y cerveza. No tenía sentido.
  
  Reflexioné un poco. Reflexioné y reflexioné. Puede que tuviera sentido. Eran un par de románticos. ¿Pero veinticinco mil de los grandes? Era casi todo su capital. Y si el gobierno los hubiera destinado a otro lugar, ¿qué habrían hecho con cuatro mil metros cuadrados de terreno que no servían para construir ni para cultivar?, ¿habrían encontrado a alguien lo suficientemente loco para pagar veinticinco mil dólares por una propiedad con semejantes limitaciones?
  
  De modo que tal vez tuviera algo que ver con el tráfico marítimo de drogas; entonces sería lógico. Tendría que echarle una ojeada a ese terreno. Me pregunté si alguien habría encontrado ya la escritura de propiedad entre los papeles de los Gordon. Me pregunté también si los Gordon tendrían una caja de seguridad y qué guardarían en ella. Es problemático cuando a uno se le ocurren preguntas a las dos de la madrugada, cargado de cafeína y sin que nadie quiera hablarle.
  
  Me serví otra taza de café. Las ventanas de encima del fregadero estaban abiertas y se oían los bichos de la noche que cantaban sus canciones de setiembre: las últimas cigarras y ranas de san Antonio, un búho que ululaba en la cercanía y un ave nocturna que trinaba en la bruma que se levantaba de la gran bahía de Peconic.
  
  Aquí el otoño es templado; la gran masa de agua conserva el calor veraniego hasta noviembre. Es excelente para las uvas y agradable para la navegación hasta el Día de Acción de Gracias. Llegaba ocasionalmente algún huracán en agosto, setiembre u octubre y algún fuerte viento del noreste en invierno. Pero esencialmente el clima es benigno, con brumas y nieblas frecuentes; también hay abundantes calas y ensenadas, ideales para contrabandistas, piratas, comerciantes ilegales de ron y, últimamente, traficantes de drogas.
  
  Sonó el teléfono de la pared y, durante un instante irracional, creí que podría tratarse de Margaret, luego me acordé de que Max tenía que llamar por lo del desplazamiento a Plum Island. Cogí el teléfono y dije:
  
  —Pizza Hut.
  
  —Oiga —dijo Beth Penrose después de un segundo de confusión.
  
  —Diga.
  
  —¿Te he despertado?
  
  —No tiene importancia, tenía que levantarme de todos modos para contestar el teléfono.
  
  —Ése es un chiste muy viejo. Max me ha pedido que te llamara. Vamos a salir en el transbordador de las ocho.
  
  —¿Hay otro más temprano?
  
  —Sí, pero…
  
  —¿Por qué queremos que los encubridores lleguen antes que nosotros?
  
  —Nos acompañará un tal señor Paul Stevens, jefe de seguridad de la isla —dijo, en lugar de responder a mi pregunta.
  
  —¿Quién va en el transbordador anterior?
  
  —No lo sé… Escúchame, John, si encubren algo, no hay mucho que podamos hacer al respecto. Han tenido algunos problemas en el pasado y son expertos en el arte del encubrimiento. Sólo verás y oirás lo que quieran y hablarás con quien ellos decidan. No te tomes esta visita demasiado en serio.
  
  —¿Quién va?
  
  —Max, George Foster, Ted Nash, tú y yo. ¿Sabes de dónde sale el transbordador?
  
  —Lo encontraré. ¿Qué estás haciendo ahora?
  
  —Hablando contigo.
  
  —Ven a mi casa. Estoy examinando unas muestras de papel pintado. Necesito tu opinión.
  
  —Es tarde.
  
  Me sorprendió advertir que casi había aceptado e insistí.
  
  —Puedes dormir aquí e iremos juntos al transbordador.
  
  —Daría una impresión maravillosa.
  
  —Es preferible superarlo cuanto antes.
  
  —Me lo pensaré. Por cierto, ¿has encontrado algo en los impresos del ordenador?
  
  —Ven y te mostraré el disco duro.
  
  —Olvídalo.
  
  —Iré a recogerte.
  
  —Es demasiado tarde, estoy cansada. Ya llevo puesto mi… voy vestida para acostarme.
  
  —Bien. Podemos jugar al escondite.
  
  —Suponía que habrías encontrado alguna pista en los extractos de las cuentas. Puede que no les prestes suficiente atención o tal vez no sepas lo que estás haciendo.
  
  —Probablemente.
  
  —Creí que habíamos acordado compartir la información.
  
  —Sí, entre tú y yo, no con el mundo entero.
  
  —¿Cómo…? ¡Ah… comprendo!
  
  Ambos sabíamos que cuando trabajas con los federales intervienen tu teléfono a los cinco minutos de haberte conocido. Ni siquiera se molestan en obtener una orden judicial cuando espían amistosamente. De pronto lamenté haber llamado a Margaret Wiley.
  
  —¿Dónde está Ted? —pregunté.
  
  —Yo qué sé —respondió Beth.
  
  —Echa el cerrojo de tu puerta; coincide con la descripción de un violador asesino al que ando buscando.
  
  —Cambia de disco, John —dijo antes de colgar.
  
  Bostecé. Aunque me decepcionaba que la detective Penrose no hubiese querido venir a mi casa, también me sentía ligeramente aliviado. Creo realmente que esas enfermeras mezclan bromuro o algo por el estilo en el postre de los pacientes. Tal vez debería comer más carne roja.
  
  Desconecté la cafetera, apagué la luz y abandoné la cocina. Avancé en la oscuridad por la casa enorme y solitaria, crucé el vestíbulo de roble bruñido, subí por la sinuosa y crujiente escalera y seguí por el largo pasillo hasta la habitación de techo elevado donde había dormido de niño.
  
  Mientras me desnudaba para acostarme reflexioné sobre lo sucedido durante el día e intenté decidir si realmente quería estar en el transbordador de las ocho de la mañana.
  
  Por el lado positivo, Max me gustaba y me había pedido un favor; en segundo lugar, los Gordon me habían caído bien y deseaba en cierto modo recompensarles por su buena compañía, su vino y sus bistecs cuando yo no me encontraba en el mejor momento de mi vida; en tercer lugar, no me agradaba Ted Nash y sentía un deseo infantil de fastidiarle cuanto pudiera; en cuarto lugar, me gustaba Beth Penrose y sentía un deseo adulto de… lo que fuera. Luego quedaba yo, que estaba aburrido… No, no era eso; intentaba demostrar que todavía no había perdido mis facultades. Hasta aquí todo bien. Y por último, aunque no por ello menos importante, estaba el pequeño problema de la plaga, la muerte negra, la muerte roja, la amenaza múltiple o lo que fuera, la posibilidad de que aquél fuese el último otoño en la Tierra para todos nosotros.
  
  Por todas esas razones sabía que debía estar en el transbordador de las ocho de la mañana a Plum Island y no en la cama, con la cabeza bajo la almohada como cuando era niño y no quería enfrentarme a algo…
  
  Me acerqué desnudo a la enorme ventana y observé la niebla que se levantaba de la bahía, blanca como un fantasma a la luz de la luna, que se arrastraba por el césped oscuro hacia la casa.
  
  Eso solía aterrorizarme. Sentí que se me ponía la carne de gallina.
  
  Mi mano derecha se dirigió instintivamente al pecho y toqué con los dedos el orificio de la primera bala, luego bajé la mano al abdomen, donde el segundo disparo, o tal vez el tercero, había desgarrado mis músculos, antes perfectamente tensos, perforado mis intestinos, astillado mi pelvis y salido por la región lumbar. El último disparo me cruzó la pantorrilla con escasos desperfectos. El cirujano dijo que había tenido suerte, y estaba en lo cierto. Mi compañero, Dom Fanelli, y yo habíamos tirado una moneda al aire para decidir quién iría a comprar café y buñuelos y él había perdido. Le costó cuatro dólares. Mi día de suerte.
  
  En la niebla de la bahía sonó una sirena y me pregunté quién navegaría a esa hora en esas condiciones.
  
  Me alejé de la ventana para comprobar que estaba puesto el despertador y luego me aseguré de que hubiera una bala en la recámara del cuarenta y cinco automático que guardaba en la mesilla de noche.
  
  Me acosté y, al igual que Beth Penrose, Sylvester Maxwell, Ted Nash, George Foster y muchos otros aquella noche, miré fijamente al techo y pensé en asesinato, muerte, Plum Island y la peste. Vi en mi mente la imagen de la bandera pirata que ondeaba en el firmamento nocturno, la cara de la muerte blanca y sonriente.
  
  Se me ocurrió que los únicos que descansaban en paz aquella noche eran Tom y Judy Gordon.
  
  
  
  
  
  Capítulo 7
  
  
  
  
  A las seis de la mañana estaba levantado, duchado y vestido con un pantalón corto, camiseta y zapatillas deportivas; un atuendo adecuado para cambiarlo por un traje de protección bioquímica o como quiera que lo llamen.
  
  Dudé como siempre, estilo Hamlet, respecto a mi arma: llevarla o no llevarla, ésa era la cuestión. Finalmente decidí cogerla; uno nunca sabe lo que le deparará el día. Puede que aquél fuera el adecuado para pintar de rojo a Ted Nash.
  
  A las siete menos cuarto circulaba hacia el este por la carretera principal, que cruza el centro de la región vinícola.
  
  Mientras conducía pensaba que no es fácil sacarle beneficio a la tierra o al mar, como muchos de los habitantes locales hacían. Sin embargo, los viñedos habían tenido un éxito asombroso. En ese momento, cuando cruzaba la aldea de Peconic, se encontraban a mi izquierda los fructíferos viñedos y bodegas Tobin Vineyards, propiedad de Fredric Tobin, amigo de los Gordon, a quien había conocido fugazmente en una ocasión. Tomé nota mental de que lo llamaría para ver si podía arrojar alguna luz sobre el caso.
  
  El sol se alzaba por encima de los árboles, delante de mí a la derecha, y el termómetro de mi salpicadero indicaba dieciséis grados centígrados, que no significaban absolutamente nada para mí. Había manipulado de algún modo el ordenador del coche y ahora se expresaba en medidas métricas. Dieciséis grados parecía frío, pero sabía que no lo era. En todo caso, el sol hacía desaparecer la bruma y sus rayos envolvían mi extravagante vehículo deportivo.
  
  La carretera serpenteaba suavemente y los viñedos eran más pintorescos que los campos de patatas que recordaba de hacía treinta años. De vez en cuando, un frutal o un campo de maíz rompían la monotonía de las vides. Las grandes aves planeaban y se elevaban en las corrientes térmicas matutinas, mientras los pequeños pájaros cantaban y piaban en los árboles. Todo era perfecto en el mundo, salvo que Tom y Judy estaban en el depósito de cadáveres del condado y era muy posible que una enfermedad flotara en el aire, ascendiendo y descendiendo con las corrientes, arrastrada por la brisa marina, que se extendía por los campos y viñedos, y penetraba en la sangre de los seres humanos y los animales. No obstante, todo parecía normal aquella mañana, incluso yo.
  
  Puse la radio, sintonicé uno de los canales de noticias de Nueva York y escuché su basura habitual, a la espera de que alguien mencionara que se había desencadenado alguna misteriosa infección. Pero era demasiado pronto para eso. Sintonicé la única emisora local y escuché las noticias de las siete de la mañana.
  
  —Hemos hablado con el jefe Maxwell por teléfono esta mañana —decía el presentador— y esto ha sido lo que nos ha contado:
  
  »—Respecto a la muerte de los residentes de punta Nassau, Tom y Judy Gordon —contaba Max en tono gruñón—, lo hemos calificado de doble homicidio, robo y allanamiento de morada. Lo sucedido no tiene nada que ver con el hecho de que las víctimas trabajaran en Plum Island y deseamos poner fin a dichas especulaciones. Aconsejamos a todos los habitantes que se mantengan atentos, desconfíen de cualquier desconocido y denuncien cualquier cosa sospechosa a la policía local. Debemos evitar que cunda el pánico, pero sin olvidar que circula alguien que ha cometido asesinato, robo y allanamiento de morada. Así que deben tomar ciertas precauciones. En este caso trabajamos con la policía del condado y creemos tener algunas pistas. Eso es todo de momento. Hablaré contigo más tarde, Don.
  
  »—Gracias —respondió Don.
  
  Eso es lo que me gusta de este lugar sencillo y hogareño. Lo que el jefe Maxwell había olvidado contar era que en aquel momento se dirigía a Plum Island, el lugar que no tenía nada que ver con el doble asesinato. También había olvidado mencionar al FBI y a la CIA. Admiraba a las personas que sabían cómo y cuándo embaucar al público. Imaginemos que Max hubiera dicho: «Existe un cincuenta por ciento de posibilidades de que los Gordon vendieran virus a terroristas, cuyo propósito podría ser la destrucción de toda forma de vida en Norteamérica». Eso habría provocado una pequeña tragedia en la zona a primera hora de la mañana, por no mencionar una huida hacia los aeropuertos y un repentino afán por tomarse unas vacaciones en Sudamérica.
  
  En todo caso, de momento, la mañana era hermosa. Vi un campo de calabazas a mi derecha y recordé los fines de semana de otoño, cuando corría por allí de niño en busca de la calabaza más grande, más redonda, más anaranjada y más perfecta. Recordé también ciertas discrepancias con mi hermano menor, Jimmy, que resolvíamos a puñetazos y yo siempre ganaba porque era mayor y más fuerte que él. Por lo menos, el muchacho tenía valor.
  
  La aldea siguiente a Peconic es Southold, que también es el nombre del municipio. Aquí es donde se acaban los viñedos, se estrecha la tierra entre el mar y la bahía, y todo parece más agreste y salvaje. Las vías del ferrocarril de Long Island, que parten de la estación Penn de Manhattan, corrían paralelas a la carretera, a mi izquierda, hasta cruzarse con ésta y seguir de nuevo caminos separados.
  
  No había mucho tráfico a aquella hora de la mañana, salvo algunos vehículos agrícolas. Si alguno de mis compañeros de viaje a Plum Island estaba en la carretera, pensé que probablemente lo vería en algún momento.
  
  Entré en el pueblo de Greenport, principal metrópoli de la zona norte de Long Island, con una población, según el cartel, de 2.100 habitantes. La isla de Manhattan, por otra parte, donde yo trabajaba, vivía y donde estuve a punto de morir, es más pequeña que la región norte de Long Island y en ella viven amontonados dos millones de personas. Max, como he dicho anteriormente, dispone de unos cuarenta agentes, incluidos él y yo. En realidad, el pueblo de Greenport había tenido su propia policía en otra época, con media docena de agentes, pero la población se hartó de ellos y votó por su desaparición. No creo que eso pueda ocurrir en la ciudad de Nueva York, aunque no sería mala idea.
  
  A veces pienso que Max debería contratarme, ya saben, el pistolero de la gran ciudad llega al pueblo, el sheriff local le coloca una placa y dice: «Necesitamos un hombre de tu experiencia, formación y éxito reconocido», o algo por el estilo. ¿Me convertiría en el pez gordo de un pequeño estanque?, ¿me mirarían las damas a hurtadillas y dejarían caer sus pañuelos en la acera?
  
  Vuelta a la realidad. Tenía hambre y ahí no había prácticamente ningún lugar de comida rápida, lo que formaba parte del encanto del lugar pero también era un fastidio. Había, sin embargo, unas pocas tiendas de comida preparada y me detuve en una de las afueras de Greenport, donde compré un café y un bocadillo de carne misteriosa y algo parecido al queso. Les aseguro que uno puede comerse el plástico y el envoltorio sin advertir la diferencia. Agarré un periódico semanal gratuito y desayuné al volante. En el semanario, casualmente, había un artículo sobre Plum Island. Eso no es inusual puesto que los lugareños parecen estar muy interesados en la misteriosa isla rodeada de bruma. A lo largo de los años, fuentes locales me habían facilitado casi toda la información que poseía acerca de Plum Island. De vez en cuando se mencionaba la isla en las noticias nacionales, pero se podía asegurar que nueve de cada diez estadounidenses nunca habían oído hablar de ella. Eso podía cambiar muy pronto.
  
  El artículo que leía trataba de la enfermedad de Lyme, otra obsesión de los habitantes de Long Island y del cercano Connecticut. Es una enfermedad que transmiten las garrapatas de los ciervos y que había adquirido proporciones epidémicas. Yo conocía gente que la padecía y, a pesar de que no solía ser mortal, su tratamiento y curación podían durar de uno a dos años. En todo caso, la población local estaba convencida de que procedía de Plum Island y que se trataba de un experimento de la guerra bioquímica, extendido por error o algo parecido. No exageraría si afirmara que a los lugareños les encantaría que Plum Island se hundiera en el mar. En realidad, imaginaba una situación parecida a una escena de Frankenstein, en la que labriegos y pescadores con horcas y garfios, acompañados de mujeres con antorchas, descendían sobre la isla y gritaban: «¡Al diablo con vuestros experimentos científicos antinaturales! ¡Que Dios nos proteja de las investigaciones gubernamentales!». O algo por el estilo. Dejé el periódico y arranqué el motor.
  
  Debidamente alimentado, seguí mi camino, atento por si veía a mis nuevos compañeros.
  
  La siguiente aldea era East Marion, aunque no parece haber ninguna otra Marión en la región; creo que la más cercana está en Inglaterra, como sucede con muchos otros lugares de Long Island precedidos de East. El nombre antiguo de Southold era Southwold, igual que una población de Inglaterra de donde procedían muchos de sus primeros habitantes, pero perdió la w en el Atlántico o en otro lugar o puede que la cambiaran por un montón de terminaciones en «e’s», quién sabe. Mi tía June, que pertenecía a la Sociedad Histórica Peconic, llenaba mi pequeña cabeza con esas tonterías y supongo que se me grabaron algunas curiosidades que me parecieron interesantes.
  
  La tierra se estrechó a la anchura de una calzada, con agua a ambos lados de la carretera: el estrecho de Long Island a mi izquierda y el puerto de Orient a mi derecha. El cielo y el agua estaban llenos de patos, gansos, garcetas blancas como la nieve y gaviotas, así que no abrí el techo del coche. Esos pájaros comen ciruelas pasas o algo por el estilo, luego descienden en picado y siempre saben cuándo lleva uno el coche descapotado.
  
  Se ensanchó de nuevo el terreno y crucé la antigua y pintoresca aldea de Orient, antes de acercarme por fin, después de unos diez minutos, a Orient Point.
  
  Pasé junto a la entrada del Orient Beach State Park y empecé a reducir la velocidad.
  
  Delante, a mi derecha, vi una bandera estadounidense a media asta. Supuse que era en honor de los Gordon, así que la bandera debía de estar en propiedad federal y ésta era, indudablemente, la estación del transbordador de Plum Island. Habrán podido comprobar cómo funciona la mente de un gran detective, incluso poco después de las siete de la mañana y habiendo dormido poco.
  
  Paré el coche frente a un restaurante, junto a un puerto deportivo, saqué los prismáticos de la guantera y enfoqué un cartel en blanco y negro cerca de la bandera, a unos treinta metros de la carretera. En el cartel se leía: «Centro de enfermedades animales de Plum Island». No decía «Bien venidos» ni «Transbordador», pero estaba junto al agua y deduje que era la estación del transbordador. La gente común supone, los detectives deducen. Además, para ser sinceros, había pasado por allí una docena de veces a lo largo de los años, de camino al transbordador de New London, que está un poco más allá del de Plum Island. Aunque nunca había pensado mucho en ello, supongo que sentía curiosidad por la misteriosa Plum Island. No me gustan los misterios y ésa es la razón por la que quiero resolverlos; me molesta que existan cosas que desconozco.
  
  A la derecha del cartel y del mástil de la bandera había un edifìcio de ladrillo de una sola planta que parecía un centro de administración y recepción. Detrás de éste se encontraba un gran aparcamiento con tejado negro que se extendía hasta la orilla, rodeado de una elevada verja de tela metálica, coronada de alambre espinoso.
  
  En la orilla, donde acababa el aparcamiento, había grandes almacenes junto a enormes muelles. Vi algunos camiones aparcados junto a la zona de carga y descarga. Supuse, perdón, deduje, que ahí era donde embarcaban los animales que emprendían el viaje sin retorno a Plum Island.
  
  El aparcamiento se extendía unos cien metros a lo largo de la bahía y en su extremo más lejano, a través de una ligera bruma, distinguí unos treinta coches, aparcados cerca del embarcadero del transbordador. No se veía a nadie.
  
  Dejé los prismáticos y consulté el reloj digital del salpicadero, según el cual eran las siete y veintinueve, y la temperatura era de diecisiete grados. Decididamente, debía eliminar el sistema métrico de ese coche. Ese maldito ordenador se expresaba en extraños términos franceses como kilomètres, litres y otras palabras igualmente raras. No me atrevía siquiera a conectar la calefacción.
  
  Faltaba todavía media hora para que saliera el barco a Plum Island, pero era la hora de llegada del transbordador procedente de la isla, que era a lo que yo venía. Mi tío Harry solía decir cuando me obligaba a levantarme al amanecer: «El pájaro madrugador es el que encuentra el gusano, Johnny». Y yo solía responderle: «Y el gusano madrugador es devorado». Era un personaje.
  
  Entre la niebla apareció un transbordador blanco y azul que se deslizó hacia el embarcadero. Levanté de nuevo los prismáticos. En la proa del buque había un tipo con escudo gubernamental, probablemente del Departamento de Agricultura, y el nombre del barco era The Plum Runner, lo que indicaba cierto sentido del humor por parte de alguien.
  
  Puse en marcha mi cuatro por cuatro para dirigirme hacia el cartel, el mástil y el edificio. A la derecha de éste, las puertas de la verja metálica estaban abiertas, pero al no ver a ningún guardia entré en el aparcamiento y me dirigí a los almacenes. Aparqué entre camiones y contenedores con la esperanza de que mi vehículo pasara inadvertido. Estaba a unos cincuenta metros de los muelles del transbordador y observé a través de los prismáticos cómo maniobraba el buque para atracar junto al embarcadero más próximo. The Plum Runner parecía bastante nuevo y elegante, tenía unos veinte metros de eslora y una sobrecubierta en la que vi unas sillas. La popa entró en contacto con el muelle y el capitán paró los motores mientras un ayudante saltaba a tierra para amarrar los cabos. Me percaté de que no había nadie en el muelle.
  
  A través de los prismáticos vi a un grupo de hombres que salía de la cabina de pasajeros a la cubierta de popa para desembarcar directamente en el aparcamiento. Conté diez; vestidos con una especie de uniforme azul podían ser los componentes de la banda musical del Departamento de Agricultura, que habían acudido a recibirme, o los guardias de seguridad del turno de noche, a los que habían sustituido los que se habían desplazado en el transbordador de las siete. Los diez guardias llevaban cinturón para armas pero no vi ninguna pistolera.
  
  A continuación apareció un individuo corpulento de chaqueta azul y corbata, que hablaba con los diez guardias como si los conociera, y supuse que era Paul Stevens, el jefe de seguridad.
  
  Luego aparecieron cuatro individuos elegantemente vestidos y se me ocurrió que era algo inusual. Parecía dudoso que esos cuatro personajes hubieran pasado la noche en la isla y tuve que suponer que se habían desplazado en el transbordador de las siete. Pero, en tal caso, sólo habrían dispuesto de escasos minutos en la isla, el tiempo justo para dar media vuelta. Así que debían de haber viajado antes, en un desplazamiento especial del transbordador, en otra embarcación o en helicóptero.
  
  Por último, pero no por ello menos importante, no me sorprendió del todo ver salir del buque a los señores George Foster y Ted Nash con ropa deportiva. Ahí estaban. Acostarse temprano y madrugar convierte al individuo en astuto y mentiroso. Esos hijos de puta… Sabía que me la jugarían.
  
  Vi que Nash y Foster mantenían una intensa conversación con los cuatro hombres trajeados mientras el individuo de chaqueta azul se mantenía respetuosamente apartado. Estaba claro por su lenguaje corporal que Ted Nash era el personaje importante. Los otros cuatro habían llegado probablemente de Washington y a saber quién los habría mandado. Era difícil calcularlo con el FBI, la CIA, el Departamento de Agricultura, indudablemente el ejército y el Departamento de Defensa y quién sabe qué otros departamentos involucrados. En lo que a mí concernía, todos eran federales y yo para ellos, si es que se molestaban en pensar en mí, no era más que una enojosa almorrana.
  
  En todo caso decidí recoger los prismáticos, el periódico semanal y mi taza de café vacía por si me veía obligado a esconder la cabeza. Ahí estaban esos listillos con su engaño matutino y ni siquiera se molestaban en mirar a su alrededor por si alguien los observaba. Sentían un desprecio absoluto por los humildes polis y eso me hinchaba las narices.
  
  El individuo de chaqueta azul habló con los diez guardias y les comunicó que podían marcharse. Se dirigieron a sus respectivos coches y pasaron junto a mí. Luego, el caballero de chaqueta azul se acercó de nuevo a la cubierta de popa y desapareció en el interior del transbordador.
  
  Entonces los cuatro hombres trajeados se despidieron de Nash y Foster, subieron a un Chevy Caprice color negro y vinieron hacia mí. El Caprice redujo la velocidad frente a mi coche, estuvo a punto de detenerse, pero luego siguió adelante hasta salir por la puerta de la verja.
  
  En aquel momento me percaté de que Nash y Foster habían visto mi automóvil. Arranqué el motor y me acerqué al transbordador como si acabara de llegar. Aparqué a cierta distancia del muelle, fingí tomar café en mi taza vacía y empecé a leer un artículo sobre el regreso del pescado azul sin prestar atención a los señores Nash y Foster, que estaban cerca del transbordador.
  
  A eso de las ocho menos diez llegó una vieja furgoneta que se paró junto a mí y de ella se apeó Max con téjanos, anorak y un gorro de pesca calado hasta la frente.
  
  —¿Vas disfrazado o te has vestido a oscuras? —pregunté después de bajar la ventanilla.
  
  —Nash y Foster sugirieron que no convenía que me vieran de camino a Plum Island.
  
  —Esta mañana te he oído por la radio.
  
  —¿Qué te ha parecido?
  
  —Nada convincente. Barcos, aviones y coches han estado abandonando Long Island toda la mañana. Ha cundido el pánico a lo largo de la costa Este.
  
  —Vamos.
  
  —De acuerdo —respondí antes de apagar el contacto y esperar a que el Jeep me dijera algo, pero supongo que en esta ocasión no había metido la pata.
  
  —Votre fenêtre est ouverte —dijo una voz femenina en el momento en que retiré las llaves del contacto.
  
  ¿Por qué ha de decir eso un bonito coche estadounidense? El caso es que cuando intenté apagar esa estúpida voz de algún modo la cambié para que hablara en francés. Esos coches se exportan a Quebec, lo que también explica lo del sistema métrico.
  
  —Votre fenêtre est ouverte.
  
  —Mangez merde —respondí en mi mejor francés universitario antes de apearme del coche.
  
  —¿Te acompaña alguien? —preguntó Max.
  
  —No.
  
  —He oído a alguien hablar.
  
  —Olvídalo.
  
  Iba a contarle a Max que había visto a Nash y Foster apearse del transbordador de Plum Island, pero como a él no se le había ocurrido llegar temprano, ni me había pedido que yo lo hiciera, consideré que tampoco merecía saberlo.
  
  Empezaron a llegar algunos coches y los que se desplazaban habitualmente a Plum Island pisaron el muelle en el último momento, cuando sonaba la sirena del transbordador.
  
  —¡Vamos, a bordo! —exclamó Ted Nash.
  
  Miré a mi alrededor en busca de Beth Penrose mientras hacía pequeños comentarios misóginos respecto a la tardanza de las mujeres.
  
  —Ahí está —dijo Max.
  
  Y ahí estaba, después de apearse de un Ford negro, probablemente su coche oficial sin distintivos, que ya se encontraba aparcado allí a mi llegada. ¿Podía ser que hubiera en el mundo gente tan lista como yo? Parecía improbable. Seguramente, yo le había dado la idea de llegar temprano.
  
  Max y yo avanzamos entre la bruma del aparcamiento cuando sonaba de nuevo la sirena del transbordador. La detective Penrose se reunió con el señor Nash y el señor Foster, y estaban charlando junto al barco cuando nos acercamos. Nash gesticuló con impaciencia para que nos apresuráramos. He matado por menos de eso.
  
  —¿No tiene un poco de frío, John? —preguntó Nash después de mirar mi pantalón corto, cuando Max y yo nos acercamos al muelle, sin siquiera darnos los buenos días.
  
  —Que te den por el saco, Ted.
  
  Hablaba en ese tono de voz paternalista que adoptan los superiores hacia sus subordinados y había que ponerlo en su lugar.
  
  —¿Venden esos pantalones con bragas del mismo color? —respondí, refiriéndome al estúpido pantalón de golf color rosa que llevaba puesto.
  
  George Foster se rio y Ted Nash se puso del mismo color que sus pantalones. Max fingió no haberse enterado y Beth levantó la mirada al cielo.
  
  —Buenos días —dijo el señor Foster con cierto retraso—. ¿Listos para subir a bordo?
  
  Los cinco nos dirigimos al transbordador y por la cubierta de popa se nos acercó el caballero de chaqueta azul.
  
  —Buenos días. Soy Paul Stevens, jefe de seguridad de Plum Island —dijo en una voz que parecía generada por ordenador.
  
  —Yo soy Ted Nash, del Departamento de Agricultura —respondió el señor de pantalón rosa.
  
  Menudo montón de mierda. No sólo acababan de regresar juntos de Plum Island esos tres payasos, sino que Nash insistía en la farsa de la agricultura.
  
  Stevens, carpeta en mano, parecía uno de esos entrenadores con silbato incluido: cabello rubio y corto, ojos azul claro, forma física impecable, listo para organizar un partido de cualquier cosa, mandar a los pilotos a la línea de salida o lo que fuera necesario.
  
  Beth, por cierto, llevaba la misma ropa que el día anterior y deduje que no sabía que debería quedarse a dormir fuera, lo cual fue una cerdada para ella, expresión bastante idónea en este caso… Centro de patología animal, fiebre porcina, isla en forma de chuleta…
  
  —¿Y usted debe de ser el señor Foster? —dijo el señor Stevens después de consultar su carpeta.
  
  —No, yo soy el jefe Maxwell.
  
  —Bien —respondió el señor Stevens—. Bienvenido.
  
  —Yo soy Beth Penrose —dije.
  
  —No —respondió Stevens—, usted es John Corey.
  
  —Muy bien. ¿Podemos subir a bordo ahora?
  
  —No señor. No hasta que estemos todos registrados —respondió antes de mirar a Beth—. Buenos días, detective Penrose. Y usted debe ser el señor Foster del FBI, ¿correcto? —agregó.
  
  —Correcto.
  
  —Bienvenidos a bordo. Por favor, síganme.
  
  Subimos a bordo de The Plum Runner, que en menos de un minuto había soltado amarras y zarpado rumbo a Plum Island o como la prensa sensacionalista a veces la llama, Isla Misterio, o de forma más irresponsable, Isla de la Peste.
  
  Seguimos al señor Stevens al interior de una cómoda y gran cabina forrada de madera, donde una treintena de hombres y mujeres sentados en sillas acolchadas como en los aviones charlaban, leían o dormitaban. Parecía tener capacidad para unos cien pasajeros y supuse que en el viaje siguiente se desplazarían la mayoría de las personas que trabajaban en Plum Island.
  
  En lugar de sentarnos con los demás pasajeros, seguimos al señor Stevens por una escalera que conducía a una pequeña sala, utilizada aparentemente como sala de mapas, sala de oficiales o lo que fuera. En el centro de la sala había una mesa redonda con una cafetera. El señor Stevens nos ofreció asiento y café pero nadie aceptó ni lo uno ni lo otro. El aire estaba viciado bajo cubierta y el ruido de los motores llenaba la habitación.
  
  Stevens sacó unos papeles de su carpeta y nos entregó una hoja impresa a todos, cada una con su copia correspondiente.
  
  —Esto es una declaración que deben firmar antes de desembarcar en Plum Island —dijo—. Sé que todos ustedes son representantes de la ley, pero las normas son las normas. Les ruego que lo lean y lo firmen —agregó.
  
  Examiné el impreso, titulado «Declaración jurada del visitante». Era uno de esos documentos gubernamentales, escrito, cosa extraña, en inglés corriente. Me comprometía básicamente a permanecer con el grupo, no soltarme de la mano e ir acompañado en todo momento de un empleado de Plum Island.
  
  También accedía a obedecer todas las normas de seguridad, a evitar el contacto con animales después de abandonar la isla durante un mínimo de siete días y a no tener contacto con ganado vacuno, ovejas, cabras, cerdos, caballos, etcétera, no visitar ninguna granja, parque zoológico, circo ni parque público y a mantenerme alejado de las subastas de ganado, corrales, almacenes de ganado, laboratorios y centros de distribución de animales, ferias y concursos. ¡Caramba! Eso iba a limitar realmente mi vida social durante una semana.
  
  El último párrafo era interesante, decía así:
  
  
  En caso de emergencia, el director del centro o el oficial de seguridad podrán retener al visitante en Plum Island hasta que se hayan tomado las medidas de precaución necesarias de seguridad biológica. La ropa y otros artículos personales podrán ser retenidos temporalmente en Plum Island para su descontaminación y se facilitará una muda al visitante para que pueda abandonar la isla después de una ducha de descontaminación. Su propia ropa se le devolverá cuanto antes.
  
  
  
  Además, para añadir alegría a mi visita, consentí someterme a cualquier cuarentena o detención necesarias.
  
  —Supongo que éste no es el transbordador a Connecticut —le dije al señor Stevens.
  
  —No señor, no lo es.
  
  El eficiente señor Stevens nos ofreció unas plumas gubernamentales para que firmáramos. Colocamos los impresos sobre la mesa y, todavía de pie, nos rascamos, movimos los pies y estampamos nuestros nombres. Stevens recogió los documentos y nos entregó las copias como recuerdo.
  
  A continuación nos dio unas tarjetas azules que prendimos debidamente en nuestra ropa.
  
  —¿Alguno de ustedes va armado? —preguntó.
  
  —Creo que todos nosotros, pero le aconsejo que no intente retirarnos las armas.
  
  —Eso es exactamente lo que pretendo —respondió Stevens después de mirarme—. Las armas de fuego están absolutamente prohibidas en la isla. Aquí dispongo de una caja fuerte donde sus revólveres permanecerán seguros —agregó.
  
  —Mi pistola se encuentra segura donde está ahora —dije.
  
  —Plum Island está bajo la jurisdicción del municipio de Southold —agregó Max—. Yo soy el representante de la ley en Plum Island.
  
  —Supongo que la prohibición no afecta a los representantes de la ley —dijo Stevens después de un largo momento de reflexión.
  
  —Puede estar seguro de ello —afirmó Beth.
  
  Frustrada su pequeña estrategia de poder, Stevens aceptó la derrota con elegancia y una sonrisa. Pero era esa clase de sonrisa que el perverso malvado brinda en una película antes de decir Ha ganado usted esta batalla, señor, pero le aseguro que volveremos a vernos, luego da un taconazo, media vuelta y se retira.
  
  Sin embargo, el señor Stevens permanecería con nosotros durante el resto de la visita.
  
  —¿Por qué no vamos a la cubierta superior? —preguntó.
  
  Seguimos a nuestro anfitrión por la escalera, cruzamos la cabina y subimos por otra escalera a la cubierta encima de ésta, donde éramos los únicos pasajeros.
  
  El señor Stevens nos condujo hasta un grupo de butacas. El barco se desplazaba a unas quince millas por hora, que creo que son unos doscientos nudos, tal vez un poco menos. Había brisa en cubierta pero era el lugar más silencioso por estar alejado de los motores. La bruma se disipaba y de pronto empezó a brillar el sol.
  
  Vi el puente de mando, todo acristalado, donde el capitán iba al timón y charlaba con su ayudante. En la popa ondeaba al viento una bandera estadounidense.
  
  Estaba sentado cara a proa con Beth a mi derecha y Max a mi izquierda, y Stevens delante de mí, entre Nash y Foster.
  
  —Los científicos que trabajan en biocontención siempre viajan aquí a no ser que el tiempo sea realmente malo —comentó Stevens—. Luego pasan de ocho a diez horas sin ver el sol —agregó—. Esta mañana les he rogado que nos dejaran solos.
  
  A mi izquierda vi el faro de Orient Point, que no es una antigua torre construida sobre un peñasco, sino una moderna estructura metálica sobre las rocas. Se lo conoce como La Cafetera porque se supone que tiene ese aspecto, aunque a mí no me lo parece. Los marinos toman a las focas por sirenas, a las marsopas por grandes serpientes y a las nubes por barcos fantasma. Si uno pasa suficiente tiempo en el mar, creo que acaba por volverse un poco chiflado.
  
  Volví la cabeza hacia Stevens y se cruzaron nuestras miradas. Aquel hombre tenía una de esas caras de cera que uno nunca olvida. Sus facciones permanecían siempre inmóviles, salvo la boca y los ojos, que te taladraban con la mirada.
  
  —Permítanme que empiece por decirles que conocía a Tom y Judy Gordon —declaró Paul Stevens, dirigiéndose al grupo en general—. En Plum Island estaban bien considerados por todos: funcionarios, científicos, cuidadores de animales, técnicos de laboratorio, personal de mantenimiento, agentes de seguridad; todos. Trataban a todo el mundo con cortesía y respeto. Indudablemente, les echaremos de menos. —Agregó con una especie de sonrisa torcida.
  
  De pronto se me ocurrió que aquel individuo podía ser un asesino por cuenta del gobierno. Claro. ¿Y si había sido el gobierno quien había eliminado a Tom y Judy? Tal vez los Gordon sabían o habían visto algo o estaban a punto de denunciar alguna cosa… Mamma mia!, habría dicho mi compañero Dom Fanelli. Eso abría una nueva posibilidad. Miré a Stevens e intenté descifrar algo en sus ojos fríos como el hielo, pero era un buen actor, como había demostrado en la pasarela.
  
  —Anoche, en el momento en que me enteré de su muerte —seguía diciendo Stevens—, llamé a mi oficial de guardia en la isla e intenté determinar si había desaparecido algo de los laboratorios. No es que sospechara que los Gordon pudieran hacer tal cosa, pero a juzgar por la forma en que se me informó del asesinato… bueno, aquí tenemos ciertos procedimientos operativos establecidos.
  
  Volví la cabeza hacia Beth y se cruzaron nuestras miradas. Aquella mañana no había tenido oportunidad de decirle una sola palabra y le guiñé un ojo. Al parecer no podía controlar sus emociones y desvió la mirada.
  
  —Esta madrugada me he trasladado a Plum Island en una de mis lanchas de seguridad y he llevado a cabo una investigación preliminar —proseguía Stevens—. Por lo que puedo deducir hasta el momento, nada ha sido sustraído de nuestras reservas de microorganismos, ni de las muestras de tejidos, sangre, ni ningún otro material orgánico ni biológico.
  
  Aquel comentario era tan evidentemente cretino y autojustificativo que nadie se molestó siquiera en reírse, aunque Max me miró y movió la cabeza. Sin embargo, los señores Nash y Foster asentían como si se creyeran lo que Stevens intentaba hacernos tragar. Éste, alentado y con la seguridad que le aportaba encontrarse entre amigos que trabajaban también para el gobierno, prosiguió con su discursito oficial.
  
  Ya pueden imaginarse la cantidad de mierda que debo escuchar en mi vida profesional de sospechosos, testigos, informadores e incluso de personas de mi propio equipo, como fiscales, superiores, subordinados incompetentes, lacayos, etcétera. Basura y mierda. Lo primero es una distorsión burda y agresiva de la verdad mientras que lo segundo es una clase de excrementos más suave y pasiva. Y así es el trabajo policial: basura y mierda. Nadie le dice a uno la verdad, especialmente si pretendes mandarlo a la silla eléctrica o lo que utilicen hoy en día.
  
  Escuché durante un rato las explicaciones del señor Paul Stevens, según las cuales era imposible sacar de la isla un solo virus o una sola bacteria, ni siquiera un escozor en la entrepierna si es que había que dar crédito a Pinocho Stevens.
  
  Me cogí la oreja derecha y le di un ligero giro, que es mi forma de desconectar de los idiotas. Con la voz de Stevens perdida en la lejanía, contemplé la hermosa mañana azul. Regresaba el transbordador de New London y nos pasó por la izquierda, que sé que se llama babor. La milla y media de agua que separa Orient Point de Plum Island es conocida como estrecho de Plum, otra palabra marina. Aquí se utilizan muchos términos náuticos y a veces me producen dolor de cabeza. ¿Qué tiene de malo el inglés corriente?
  
  En todo caso, sé que el estrecho es un lugar donde se encuentran las aguas del canal de Long Island y las del Atlántico. Estuve aquí en una ocasión con los Gordon, en su lancha, cuando el viento, la marea y las corrientes golpeaban por todos lados la embarcación. Realmente no necesito repetir semejante experiencia en el agua.
  
  Pero hoy no había problemas, el estrecho estaba tranquilo y el barco era grande. Había cierto balanceo, pero supongo que eso es inevitable en el agua, que es esencialmente líquida y de ningún modo tan fiable como el asfalto.
  
  La vista desde aquí era bonita y, mientras el señor Stevens movía los carrillos, contemplé un pigargo blanco que volaba en círculos. Esas aves son extrañas, están completamente locas. Vi cómo describía círculos en busca del desayuno hasta que lo avistó y entonces se lanzó en picado como un piloto suicida, chillando como si le ardieran las pelotas, penetró en el agua, desapareció y emergió de nuevo como si le hubieran insertado un misil en el trasero. En las garras llevaba un pez plateado que hasta entonces había estado chapoteando tranquilamente, mascando pescadilla o algo por el estilo, cuando de pronto despegó a punto de ser deglutido por ese pájaro loco. Puede que el pez plateado tuviera esposa, hijos y todo lo demás, que hubiera salido en busca de un pequeño tentempié y ahora, en un abrir y cerrar de ojos, él se había convertido en desayuno. La supervivencia del más fuerte. Asombroso. Definitivo.
  
  Estábamos a un cuarto de milla de Plum Island cuando un ruido extraño, aunque familiar, nos llamó la atención. Entonces vimos un gran helicóptero blanco, con las insignias rojas de los guardacostas, que pasó junto a nosotros por estribor. Volaba lentamente y a baja altitud, llevaba la puerta abierta y asomado había un individuo uniformado, sujeto por unas correas, con una radio incorporada al casco y un rifle en las manos.
  
  —Es la patrulla de los ciervos —aclaró el señor Stevens—. Como simple medida de precaución buscamos ciervos que puedan ir o venir nadando de Plum Island.
  
  Nadie dijo palabra.
  
  El señor Stevens consideró que debía dar más explicaciones y prosiguió:
  
  —Los ciervos son unos nadadores increíblemente resistentes y en algunos casos han llegado a Plum Island desde Orient Point e incluso desde Gardiners Island o Shelter Island, que está a siete millas. Procuramos evitar que los ciervos se instalen en Plum Island o incluso que visiten la isla.
  
  —A no ser —señalé— que hayan firmado el impreso pertinente.
  
  El señor Stevens sonrió de nuevo. Yo le gustaba. También le gustaban los Gordon y ya sabemos lo que les ocurrió.
  
  —¿Por qué procuran evitar que los ciervos lleguen a la isla? —preguntó Beth.
  
  —Bueno… tenemos una política que denominamos de No Retorno. Es decir, todo lo que llega a la isla no puede abandonarla jamás, a no ser que sea debidamente descontaminado. Eso nos incluye a nosotros cuando queramos regresar más adelante. Los objetos de grandes dimensiones que no pueden ser descontaminados, como coches, camiones, aparatos de laboratorio, escombros, basura, etcétera, permanecen en la isla.
  
  Una vez más, todo el mundo guardó silencio.
  
  —No pretendo sugerir que la isla esté contaminada —agregó el señor Stevens, consciente de que había asustado a las visitas.
  
  —Pues a mí me había convencido —reconocí.
  
  —Permítanme que se lo explique. Tenemos cinco niveles de peligro biológico en la isla, que en realidad son cinco zonas. El primer nivel o la primera zona es el aire ambiental, todos los lugares fuera de los laboratorios de biocontención, donde no hay ningún peligro. La segunda zona es el área de las duchas, entre los vestuarios y los laboratorios, y también algunos lugares de trabajo de bajo contagio. Luego lo verán. El tercer nivel son los laboratorios de biocontención, donde trabajan con enfermedades infecciosas. El cuarto nivel corresponde a lugares más protegidos del edificio e incluye los corrales de animales contaminados, así como los incineradores y las salas de disección —dijo y nos miró uno por uno para asegurarse de que le prestábamos atención, lo que ciertamente hacíamos—. Recientemente hemos agregado unas instalaciones de quinto nivel, que son las de mayor biocontenido. No hay muchas instalaciones de quinto nivel en el mundo. Nosotros las agregamos porque algunos de los organismos que recibimos de lugares como África y el Amazonas son más virulentos de lo que sospechábamos —agregó antes de mirarnos de nuevo y bajar el tono de voz—. En otras palabras, recibíamos muestras de sangre y tejido infectadas con el virus Ébola.
  
  —Creo que ya podemos regresar —dije.
  
  Todo el mundo sonrió e intentó reírse. Ja, ja, ja. No tenía ninguna gracia.
  
  —El nuevo laboratorio consiste en unas instalaciones de contención con los últimos adelantos, pero las antiguas instalaciones de después de la segunda guerra mundial, lamentablemente, no eran tan seguras. Fue entonces cuando adoptamos la política de No Retorno como precaución para evitar el contagio en el continente. Dicha política es aún oficialmente vigente pero se aplica de forma mucho más relajada. No obstante, preferimos que las personas y los objetos no se desplacen con excesiva libertad entre la isla y el continente sin ser descontaminados. Eso, evidentemente, incluye a los ciervos.
  
  —¿Pero por qué? —insistió Beth.
  
  —¿Por qué? Porque se les puede pegar algo en la isla.
  
  —¿Como qué? —pregunté—. ¿Alguna mala costumbre?
  
  —Tal vez un resfriado —sonrió el señor Stevens.
  
  —¿Matan a los ciervos? —preguntó Beth.
  
  —Sí.
  
  —¿Qué me dice de los pájaros? —pregunté después de un prolongado silencio.
  
  —Los pájaros pueden suponer un problema —respondió el señor Stevens.
  
  —¿Y los mosquitos? —pregunté a continuación.
  
  —Los mosquitos también pueden suponer un problema. Pero no olviden que todos los animales de laboratorio están aislados del exterior y que todos los experimentos se llevan a cabo en laboratorios de biocontención con aire negativo a presión. Nada puede escapar.
  
  —¿Cómo lo sabe? —preguntó Max.
  
  —Porque ustedes todavía están vivos —respondió el señor Stevens.
  
  Con ese toque de optimismo y mientras Sylvester Maxwell pensaba en que se le comparaba con un canario en una mina de carbón, el señor Stevens agregó:
  
  —Cuando desembarquemos, les ruego que permanezcan junto a mí en todo momento.
  
  Por Dios, Paul, ni en sueños se me ocurriría lo contrario.
  
  
  
  
  
  Capítulo 8
  
  
  
  
  Cuando nos acercábamos a la isla, The Plum Runner redujo la velocidad. Yo me levanté, me dirigí a babor y me apoyé en el pasamanos. A mi izquierda divisé el viejo faro de piedra de Plum Island, que reconocí porque era uno de los temas predilectos de los malos acuarelistas de la región. A la derecha del faro, junto a la orilla, había un enorme cartel que decía: «¡Atención! ¡Cable sumergido! ¡Prohibido pescar! ¡Prohibido dragar!». De ese modo, si algún terrorista se proponía interrumpir el suministro eléctrico y las comunicaciones con la isla, las autoridades le facilitaban una pequeña pista. Por otra parte, para ser sincero, supuse que Plum Island disponía de sus propios generadores de emergencia, así como radios y teléfonos móviles.
  
  De todos modos, The Plum Runner se deslizó por aquel estrecho canal hasta penetrar en una ensenada de aspecto artificial, como si no la hubiera creado el Todopoderoso sino el cuerpo de ingenieros del ejército, que gusta de dar los toques finales a la creación.
  
  No había muchos edificios alrededor de la ensenada, sólo unas pocas estructuras de hojalata, estilo almacén, reminiscencias probablemente de la época militar.
  
  —Antes de que llegaras al transbordador vi… —dijo Beth en voz baja después de acercarse.
  
  —Estaba allí, yo también lo vi. Gracias.
  
  El transbordador viró 180 grados y se acercó de popa al embarcadero.
  
  Mis colegas estaban ahora junto a la baranda.
  
  —Esperaremos a que desembarquen los empleados —dijo el señor Stevens.
  
  —¿Es un puerto artificial? —pregunté.
  
  —Sí —respondió—, lo construyó el ejército cuando instalaron las baterías de artillería, antes de la guerra contra los españoles.
  
  —Puede que les interese eliminar ese cartel del cable sumergido —sugerí.
  
  —No podemos hacerlo —respondió—. Debemos advertir a los barcos. Además, está en las cartas de navegación.
  
  —Pero podría decir: «Conducto de agua potable». No tienen por qué revelarlo todo.
  
  —Cierto —respondió antes de mirarme como si quisiera decirme algo, pero no lo hizo.
  
  Puede que deseara ofrecerme trabajo.
  
  Después de desembarcar los últimos empleados descendimos por la escalera y abandonamos el transbordador por la popa. Habíamos llegado a la misteriosa Plum Island. Hacía fresco, viento y sol en el muelle. Unos patos se mecían junto a la orilla y me alegró comprobar que no tenían colmillos ni ojos rojos que parpadearan, ni nada por el estilo.
  
  Como dije anteriormente, la isla tiene forma de chuleta de cerdo, o tal vez de cordero, y la ensenada está en la parte gruesa de la chuleta como si alguien le hubiera dado un mordisco, para seguir con esa comparación estúpida.
  
  Había una sola embarcación amarrada en el muelle, de unos diez metros y pico de eslora, con cabina, luces de búsqueda y motor interior. Su nombre era The Prune[2]. Alguien había mostrado cierto sentido del humor al elegir los nombres del transbordador y de aquel barco y no creía que se tratara de Paul Stevens, cuya idea del humor náutico consistía probablemente en ver un barco hospital torpedeado por submarinos.
  
  Observé un cartel de madera desgastado por el tiempo, en el que se leía: «Centro de Patología Animal de Plum Island». Más allá había un mástil, donde una bandera estadounidense ondeaba también a media asta.
  
  Los empleados que habían desembarcado subieron a un autobús blanco que se puso en movimiento y el transbordador tocó la sirena, pero no vi a nadie que subiera a bordo para regresar a Orient Point.
  
  —Por favor, no se muevan de aquí —dijo el señor Stevens, que echó a andar y se detuvo luego para hablar con un individuo que vestía un mono naranja.
  
  Aquel lugar producía una extraña sensación, con individuos con mono naranja, uniformes azules, autobuses blancos y esas bobadas de «No se muevan de aquí» y «Permanezcan juntos». Aquí estaba, en una isla de acceso restringido con ese rubio que parecía miembro de las SS, un helicóptero armado que patrullaba por los alrededores, guardias armados por todas partes y con la sensación de haber aterrizado en una película de James Bond, salvo que el lugar era real.
  
  —¿Cuándo conoceremos al doctor No? —pregunté a Max.
  
  Max se rio, e incluso Beth y los señores Nash y Foster sonrieron.
  
  —Por cierto, Max —preguntó Beth—, ¿cómo es que no conocías a Paul Stevens?
  
  —Siempre que hemos celebrado una reunión de representantes de la ley —respondió Max— hemos invitado al director de seguridad de Plum Island por cortesía. Pero ninguno de ellos hizo acto de presencia. En una ocasión hablé con Stevens por teléfono pero nunca le había visto hasta esta mañana.
  
  —Por cierto, detective Corey —dijo Ted Nash—, he descubierto que usted no pertenece a la policía del condado de Suffolk.
  
  —Nunca dije que así fuera.
  
  —Vamos, amigo. Usted y el jefe Maxwell nos han hecho creer a George y a mí que formaba parte de ese cuerpo.
  
  —El detective Corey ha sido contratado por la ciudad de Southold como asesor en este caso —dijo Max.
  
  —¿En serio? —exclamó el señor Nash antes de mirarme—. Usted es un detective de la brigada de homicidios de la ciudad de Nueva York, herido en acto de servicio el 12 de abril y, actualmente, de baja por convalecencia.
  
  —¿Y a usted qué le importa?
  
  —No nos preocupa, John —interrumpió el señor Foster, siempre dispuesto a hacer las paces—. Lo único que pretendemos es establecer credenciales y jurisdicciones.
  
  —En tal caso —respondió Beth, dirigiéndose a los señores Nash y Foster—, ésta es mi jurisdicción y mi caso, y no tengo ningún inconveniente en que John Corey esté presente.
  
  —De acuerdo —dijo el señor Foster.
  
  El señor Nash no respondió, lo que me indujo a creer que no estaba de acuerdo, pero no me importaba.
  
  —Y ahora que ya sabemos para quién trabaja John Corey —dijo Beth a Ted Nash—, ¿para quién trabajas tú?
  
  —Para la CIA —respondió después de una pausa.
  
  —Gracias —dijo Beth sin dejar de mirarlos fijamente—. Si alguno de vosotros vuelve a visitar el escenario del crimen sin identificarse debidamente, se lo comunicaré al fiscal del distrito. Seguiréis todas las normas establecidas como el resto de nosotros, ¿comprendido?
  
  Asintieron; evidentemente, sin ninguna sinceridad.
  
  —El director no está disponible todavía —declaró Paul Stevens a su regreso—. Por lo que me ha dicho el jefe Maxwell, tengo entendido que desean ver un poco la isla, podemos dar una vuelta ahora. Les ruego que me sigan…
  
  —Espere un momento —dije señalando la embarcación amarrada al muelle—. ¿Es suya?
  
  —Sí. Es una patrullera.
  
  —No está patrullando.
  
  —Tenemos otra que lo está haciendo ahora.
  
  —¿Es aquí donde los Gordon amarraban su barco?
  
  —Sí. Bien, síganme…
  
  —¿Tienen coches patrulla que circulen por la isla? —pregunté.
  
  —Sí, tenemos coches que patrullan la isla —respondió a pesar de que evidentemente le molestaban mis preguntas—. ¿Algo más, detective?
  
  —Sí. ¿Es habitual que un empleado utilice su propio barco para acudir al trabajo?
  
  —Cuando se aplicaba rigurosamente la política de No Retorno, estaba prohibido —contestó tras un par de segundos—. Ahora hemos relajado un poco las normas y de vez en cuando algún empleado llega en su propia embarcación, sobre todo en verano.
  
  —¿Autorizó usted a los Gordon a que se desplazaran a la isla en su barco?
  
  —Los Gordon eran científicos concienzudos y hacía mucho tiempo que trabajaban aquí —respondió—. Siempre y cuando utilizaran unas buenas técnicas de descontaminación y acataran las normas y procedimientos de seguridad, yo no tenía ningún inconveniente en que utilizaran su propia lancha.
  
  —Comprendo. ¿En algún momento se le ocurrió que los Gordon pudieran usar su barco para sacar organismos letales de la isla?
  
  —Esto es un lugar de trabajo, no una cárcel —respondió indirectamente después de unos instantes de reflexión—. Mi responsabilidad primordial consiste en impedir la entrada a personas no autorizadas. Confiamos en nuestro personal, aunque para mayor seguridad todos nuestros empleados han sido investigados previamente por el FBI —añadió y luego consultó su reloj—. Disponemos de poco tiempo. Síganme.
  
  Seguimos al nervioso señor Stevens hasta un minibús blanco y subimos en él. El conductor vestía el mismo uniforme azul que los guardias de seguridad y, por cierto, comprobé que también llevaba pistola.
  
  Me instalé detrás del conductor y di unos golpecitos al asiento de al lado para que Beth se sentara, pero no debió de percatarse de mi gesto y ocupó un asiento doble al otro lado del pasillo. Max se sentó a mi espalda, y los señores Nash y Foster en asientos separados hacia la parte de atrás.
  
  —Antes de visitar las instalaciones principales —dijo el señor Stevens, que permaneció de pie—, daremos una vuelta por la isla para que se hagan una idea del lugar y puedan apreciar mejor las dificultades de proteger una isla de este tamaño, con unos dieciséis kilómetros de playa y sin ninguna verja. Nunca se ha quebrantado la seguridad de la isla en toda su historia —agregó.
  
  —¿Qué clase de arma llevan los guardias en sus pistoleras? —pregunté.
  
  —Son pistolas reglamentarias del ejército, Colt 45 automáticas —respondió el señor Stevens, miró a su alrededor y preguntó—: ¿He dicho algo interesante?
  
  —Creemos que el arma homicida fue un cuarenta y cinco —dijo Max.
  
  —Me gustaría hacer un inventario de sus armas y llevar a cabo pruebas balísticas con cada una de ellas —agregó Beth.
  
  Paul Stevens no parecía entusiasmado.
  
  —¿Cuántas pistolas del cuarenta y cinco tienen? —preguntó Beth.
  
  —Veinte.
  
  —¿Lleva una consigo? —preguntó Max.
  
  Stevens se tocó la chaqueta y asintió.
  
  —¿Lleva siempre la misma arma? —preguntó Beth.
  
  —No —respondió—. Cojo una de la armería cuando me incorporo al trabajo. Parece que me estén interrogando.
  
  —No —dijo Beth—, sólo le hacemos preguntas como testigo amistoso. Si le interrogáramos, lo sabría.
  
  —Tal vez deberíamos permitirle al señor Stevens proseguir con su programa —dijo a mi espalda el señor Nash—. Más adelante dispondremos de tiempo para formular preguntas.
  
  —Prosiga —ordenó Beth.
  
  —De acuerdo —respondió el señor Stevens, todavía de pie—. Antes de seguir adelante les haré el pequeño discurso que reservo para científicos invitados, dignatarios y periodistas —agregó antes de consultar su ridícula carpeta—. Plum Island tiene una superficie de trescientas cuarenta hectáreas, en su mayoría bosque, algún prado y una plaza de armas, que veremos más adelante. La isla se menciona en los diarios de a bordo de los primeros navegantes holandeses e ingleses. Los holandeses le dieron el nombre de la fruta que crece en sus orillas, Pruym Eyland en holandés antiguo, por si a alguien le interesa. La isla pertenecía a la tribu de los indios Montauk y un individuo llamado Samuel Wyllys se la compró en 1.654 al jefe Wyandanch. Wyllys y otros colonos después de él utilizaron sus pastos para ovejas y ganado vacuno, lo cual no deja de ser irónico considerando el uso que se le da ahora.
  
  Bostecé.
  
  —En todo caso —prosiguió Stevens—, nadie se instaló permanentemente en la isla. Y puede que se pregunten cómo utilizaban los colonos los pastos de una isla deshabitada. Según los documentos de la época, el estrecho entre Orient y Plum era de tan poca profundidad en los siglos XVII y XVIII que el ganado podía cruzarlo con la marea baja. Un huracán a finales del siglo XVIII aumentó la profundidad del estrecho y los prados de la isla perdieron su utilidad. Sin embargo, desde los orígenes de la presencia inglesa, una sucesión de piratas y corsarios visitaron la isla ya que su aislamiento era muy conveniente para ellos.
  
  De pronto sentí que me entraba cierto pánico. Estaba ahí atrapado en un pequeño autobús con ese imbécil monótono y aburrido, que empezaba a explicar la historia desde principios del siglo XVIII y le quedaban todavía casi tres siglos, sin que el maldito vehículo hubiera empezado siquiera a moverse y sin que pudiera marcharme a no ser que me abriera paso a tiros. ¿Qué había hecho yo para merecer eso? Mi tía June me miraba desde el cielo y se tronchaba de risa. Podía oír sus palabras: «Bien, Johnny, si me repites lo que te conté ayer sobre los indios Montauk, te compraré un helado». ¡No, no, no! ¡Basta!
  
  —Durante la revolución —proseguía Stevens—, los patriotas de Connecticut utilizaban la isla para llevar a cabo incursiones contra los núcleos de resistencia de colonos leales a la corona, en Southold. Entonces George Washington, de visita en el norte de Long Island…
  
  Me tapé las orejas, pero todavía oía el ronroneo.
  
  Finalmente levanté la mano y pregunté:
  
  —¿Es usted miembro de la Sociedad Histórica Peconic?
  
  —No, pero ellos me han ayudado a recopilar esta historia.
  
  —¿No tiene un folleto o algo por el estilo que podamos leer más tarde y reservar este discurso para algún congresista?
  
  —A mí me parece fascinante —dijo Beth Penrose.
  
  Los señores Nash y Foster emitieron un ruido de aprobación.
  
  —Has perdido la votación, John —dijo Max con una carcajada.
  
  Stevens me sonrió de nuevo. ¿Por qué tenía la sensación de que quería desenfundar su 45 y vaciar el cargador contra mí?
  
  —Paciencia, detective —dijo—; de todos modos nos sobra tiempo —añadió, aunque me percaté de que hablaba más de prisa—. Entonces, en vísperas de la guerra entre España y Estados Unidos, el gobierno adquirió cincuenta y cuatro hectáreas del territorio de la isla para defensas costeras y construyeron Fort Terry, ahora abandonado. Luego lo veremos.
  
  Observé de reojo a Beth y comprobé que miraba fijamente a Paul Stevens, al parecer absorta en su narración. En aquel instante, Beth Penrose volvió la cabeza y se cruzaron nuestros ojos. Pareció avergonzarse de que hubiera descubierto que me miraba, sonrió y volvió a concentrarse en Stevens. Me dio un vuelco el corazón; estaba enamorado de nuevo.
  
  —Debo señalar que en la isla existen vestigios de más de trescientos años de historia y, a no ser por sus limitaciones de acceso, habría aquí un buen número de arqueólogos excavando en lugares prácticamente intactos —seguía diciendo Stevens—. Actualmente negociamos con la Sociedad Histórica Peconic para llegar a un acuerdo sobre una excavación experimental. En realidad —agregó—, los Gordon eran miembros y actuaban como enlace entre ella, el Departamento de Agricultura y unos arqueólogos de la universidad estatal de Stony Brook. Los Gordon y yo habíamos identificado buenas localizaciones, que a nuestro parecer no comprometerían ni afectarían a la seguridad.
  
  De pronto me sentí interesado. A veces, una palabra, una frase o un nombre surgen en una investigación y cuando aparecen de nuevo se convierten en algo en qué pensar. Ése era el caso de la Sociedad Histórica Peconic. Mi tía pertenecía a ella. Distribuyen folletos y panfletos, organizan meriendas, festejos para recaudar fondos y conferencias, y todo es perfectamente normal. Luego los Gordon, incapaces de distinguir entre Plymouth Rock y scotch on the rocks, se afilian a la sociedad y, ahora, el Oberführer Stevens la incluye en su discurso. Interesante.
  
  —En 1.929 se desencadenó una devastadora epidemia de glosopeda en Estados Unidos —proseguía el señor Stevens— y el Departamento de Agricultura abrió su primer centro en la isla. Así empieza la historia moderna de la isla respecto a su función actual. ¿Alguna pregunta?
  
  Yo tenía unas cuantas sobre el hecho de que los Gordon se dedicaran a husmear por la isla, en lugar de trabajar como se suponía en su laboratorio. Decidí que eran personas listas. La lancha rápida, la Sociedad Histórica Peconic y luego la tapadera de las excavaciones arqueológicas para poder inspeccionar la isla. Era posible que todo eso no guardara relación alguna entre sí, que fuera pura coincidencia. Pero yo no creo en las coincidencias. No creo que unos científicos mal pagados del Medio Oeste adquieran una afición tan cara como es una lancha rápida, se dediquen a la arqueología y se involucren en una sociedad histórica local. Nada de ello se ajusta a los recursos, las personalidades, los temperamentos o los intereses anteriores de Tom y Judy Gordon. Lamentablemente, las preguntas que tenía para el señor Stevens no podían formularse sin revelar más de lo que probablemente obtendría a cambio.
  
  El señor Stevens hablaba del Departamento de Agricultura y eso me permitió desconectar tranquilamente para dedicarme a rumiar un poco. Me percaté de que antes de mencionar los intereses arqueológicos de los Gordon, Stevens había dicho algo que me había llamado la atención. Como una onda de sonar que se desplaza por el agua, choca con algo y manda una señal de vuelta a los auriculares, Stevens había dicho algo que había sonado en mi cerebro, pero estaba tan aburrido en aquel momento que me lo había perdido y ahora quería retomarlo pero no recordaba qué era lo que había mandado la señal.
  
  —Bien, ahora daremos una vuelta por la isla —declaró Stevens.
  
  El conductor despertó y puso el autobús en movimiento. Me percaté de que la carretera estaba bien asfaltada pero no había ningún otro vehículo ni persona a la vista.
  
  Rodeamos la zona del enorme edificio principal y el señor Stevens nos mostró el depósito del agua, la planta de descontaminación de aguas residuales, la central eléctrica, los talleres mecánicos y las plantas de vapor. Aquel lugar, que parecía independiente y autosuficiente, me recordó una vez más a la guarida del villano de una película de James Bond, donde un loco planea la destrucción del planeta. En general era muy impresionante y aún no habíamos visto el interior del centro principal de investigación.
  
  De vez en cuando pasábamos junto a algún edificio, que el señor Stevens no identificaba, y si alguno de nosotros se interesaba por él, respondía que se trataba de un almacén de pintura, de comida o algo por el estilo. Y puede que lo fueran, pero aquel individuo no inspiraba confianza. En realidad, tuve la clara sensación de que disfrutaba con ese rollo de la confidencialidad y le divertía jugar un poco con nosotros.
  
  Casi todos los edificios, salvo el nuevo centro de investigación, eran antiguas estructuras militares, en su mayoría de ladrillo rojo u hormigón, y prácticamente todos estaban abandonados. En otra época había sido una instalación militar de considerable importancia, que formaba parte de una cadena de fortalezas destinadas a proteger la ciudad de Nueva York de un ejército hostil, que nunca hizo acto de presencia.
  
  Llegamos a un grupo de bloques de hormigón, en cuyo suelo de cemento crecía la hierba en las grietas.
  
  —Este gran edificio se denomina 257 —dijo Stevens—, que es el nombre con que lo designó el ejército. Años atrás fue el laboratorio principal. Cuando lo abandonamos, lo descontaminamos con gas venenoso y luego lo sellamos definitivamente por si quedaba todavía algo vivo.
  
  —¿No fue aquí donde se produjo un escape bioquímico en una ocasión? —preguntó Max después de unos segundos de silencio.
  
  —Eso ocurrió antes de mi llegada —respondió Stevens y me miró con su fingida sonrisa—. Si le apetece examinar el interior, detective, puedo conseguirle la llave.
  
  —¿Puedo ir solo? —pregunté, también con una sonrisa.
  
  —Ésa es la única forma de entrar en el 257. Nadie querrá acompañarle.
  
  Nash y Foster soltaron una carcajada. No me había divertido tanto desde que resbalé en el barro y me caí sobre un cadáver que llevaba diez días muerto.
  
  —Amigo Paul, entraré si usted me acompaña.
  
  —No siento ningún deseo particular de morir —respondió Stevens.
  
  Cuando el autobús se acercó al edificio vi que alguien había pintado sobre el hormigón una enorme calavera y unos huesos cruzados de color negro y se me ocurrió que aquel símbolo tenía en realidad dos significados: por una parte, era la bandera pirata que ondeaba en el mástil de la casa de los Gordon y, por otra, la señal de advertencia de veneno o contaminación. Miré fijamente la calavera y las tibias negras sobre fondo blanco. Cuando desvié la vista, la imagen seguía impresa en mi retina y al mirar a Stevens vi la calavera superpuesta en su rostro, ambos sonrientes. Me froté los ojos hasta desvanecer la ilusión óptica. De no haberme encontrado a plena luz del día y rodeado de gente, podía haber sido una experiencia aterradora.
  
  —En 1.946 —prosiguió—, el Congreso aprobó la financiación de un nuevo centro de investigación. La ley prohíbe que se estudien ciertas enfermedades infecciosas en el territorio continental de Estados Unidos. Eso era necesario cuando la biocontención no estaba muy avanzada. Así que Plum Island, que ya era enteramente propiedad del gobierno y cuyo uso compartían el ejército y el Departamento de Agricultura, era un lugar idóneo para el estudio de enfermedades animales exóticas.
  
  —¿Nos está diciendo que aquí se estudian únicamente enfermedades animales? —pregunté.
  
  —Efectivamente.
  
  —Señor Stevens, aunque nos disgustaría que los Gordon hubieran robado el virus de la glosopeda y que se aniquilara el ganado de Estados Unidos, Canadá y México, ésta no es la razón de nuestra presencia. ¿Existe alguna enfermedad en los laboratorios de Plum Island, alguna enfermedad capaz de transmitirse de una especie a otra, que pueda infectar a los seres humanos?
  
  —Eso deberá preguntárselo al director, el doctor Zollner —respondió.
  
  —Se lo pregunto a usted.
  
  —Puedo decirle —respondió Stevens después de unos momentos de reflexión— que al darse la coincidencia de que el Departamento de Agricultura compartía el uso de la isla con el ejército se desencadenaron muchas especulaciones y rumores de que este lugar era un centro de investigación de guerra biológica. Supongo que todos están al corriente.
  
  —Existen abundantes pruebas de que el Cuerpo Químico del Ejército desarrollaba aquí enfermedades, en los momentos más críticos de la guerra fría, capaces de aniquilar toda la población animal de la Unión Soviética —declaró Max—. E incluso ahora, el ántrax y otras enfermedades animales pueden utilizarse como armas biológicas contra seres humanos. Usted también lo sabe.
  
  —No he pretendido insinuar —explicó Stevens después de aclararse la garganta— que aquí nunca se hubiera realizado ninguna investigación destinada a la guerra biológica. Ése fue el caso, ciertamente, a principios de los años cincuenta. Sin embargo, en 1.954, la misión ofensiva se transformó en defensiva; es decir, a partir de entonces el ejército se dedicó a estudiar solamente los medios para impedir una infección deliberada de nuestro ganado por parte del enemigo. No responderé más preguntas de esta naturaleza… —agregó—, pero les diré que los rusos nos mandaron un equipo de investigación de armas biológicas hace unos años y no descubrieron nada que pudiera preocuparles.
  
  Siempre había pensado que las inspecciones de acuerdos armamentistas voluntarios eran como si un sospechoso de asesinato dirigiera una inspección de su propia casa. No, detective, no hay nada de interés en ese armario. Sígame y le mostraré el jardín.
  
  El autobús entró en un estrecho camino de grava y el señor Stevens prosiguió con su discurso.
  
  —Y desde mediados de los años cincuenta, Plum Island se ha convertido indiscutiblemente en el primer centro mundial para el estudio, la curación y la prevención de enfermedades animales. —Me miró y dijo—: No ha sido tan insoportable, detective Corey, ¿no le parece?
  
  —He sobrevivido a cosas peores.
  
  —Me alegro. Ahora dejaremos la historia y nos dedicaremos a admirar el paisaje. Tenemos delante el antiguo faro, ordenado construir primero por George Washington. Éste fue construido a mediados del siglo XIX. Ahora ya no se utiliza y se ha convertido en monumento histórico.
  
  Observé por la ventana la estructura de piedra en medio del prado. El faro parecía una casa de dos plantas, con una torre adosada al tejado.
  
  —¿Lo utilizan por razones de seguridad? —pregunté.
  
  —Siempre atento a su trabajo, ¿verdad? —respondió el señor Stevens—. A veces mando unos centinelas con un telescopio o un aparato de visión nocturna, cuando el tiempo es demasiado malo para los helicópteros o los barcos. Entonces el faro se convierte en nuestro único lugar de vigilancia, con una visión de trescientos sesenta grados. ¿Desea saber algo más acerca del faro? —añadió.
  
  —No, eso es todo por ahora.
  
  El autobús entró en otro camino de grava. Nos dirigíamos ahora hacia el este por la orilla norte de Plum Island, con la costa a la izquierda y árboles nudosos a la derecha. Me percaté de que la playa era una agradable extensión de arena y rocas, prácticamente virgen, donde salvo por el autobús y la carretera, podía imaginarse fácilmente a un holandés o un inglés del siglo XVII que pisaba la orilla por primera vez, caminaba por la playa y calculaba cómo arrebatarles la isla a los indios.
  
  En ese momento sonó de nuevo la campanilla en mi cerebro, pero ¿a qué obedecía? A veces, si uno no lo fuerza, vuelve por sí solo.
  
  Mientras Stevens farfullaba sobre la ecología y sobre el hecho de conservar la isla tan pulcra y silvestre como fuera posible, pasó el helicóptero en busca de ciervos.
  
  Por lo general, la carretera seguía la línea de la costa y no había mucho que ver, pero me impresionó la soledad del lugar, la idea de que ahí no vivía una sola alma y la improbabilidad de encontrarse a alguien por la playa o las carreteras, que al parecer no conducían a ningún lugar ni tenían utilidad alguna, salvo la que unía el transbordador con el laboratorio principal.
  
  —Todas estas carreteras fueron construidas por el ejército para unir Fort Terry con las baterías de la costa —dijo entonces el señor Stevens como si acabara de leer mi pensamiento—. Sólo las utilizan las patrullas de los ciervos; si no, están vacías —agregó—. Como hemos concentrado todas las instalaciones de investigación en un edificio, la mayor parte de la isla está desierta.
  
  Se me ocurrió que las patrullas de los ciervos y las de seguridad eran evidentemente las mismas. Puede que los helicópteros y los barcos buscaran ciervos que nadaban, pero también buscaban terroristas y otros maleantes. Tuve la incómoda sensación de que aquel lugar era vulnerable. Pero eso no era de mi incumbencia, ni la razón de mi presencia.
  
  Hasta ahora la isla era menos siniestra de lo que imaginaba. No sabía realmente qué esperar, pero, al igual que otros muchos lugares precedidos de una reputación escabrosa, éste no parecía tan aterrador al verlo.
  
  Los mapas y cartas de navegación no solían mostrar ningún detalle de la isla, ni las carreteras ni mención alguna a Fort Terry, salvo las palabras «Plum Island, Investigación de Patología Animal, Gobierno de EE.UU. Acceso restringido». Además, la isla suele estar pintada de color amarillo, que indica precaución. No es un lugar realmente acogedor, ni siquiera en el mapa. Y vista desde el mar, como me ocurrió varias veces con los Gordon, parece envuelta en la bruma, aunque me pregunto hasta qué punto esa imagen es real o imaginaria.
  
  Y si uno especulase sobre el aspecto del lugar, se lo imaginaria como una especie de lúgubre paisaje desolado al estilo de Poe, cubierto de vacas y ovejas muertas, campos abandonados y buitres alimentándose de la carroña antes de morir, a su vez, por ingestión de carne infectada. Eso es lo que uno pensaría, si se molestara en pensar en ello. Pero hasta ahora el lugar parecía soleado y agradable. El peligro, el auténtico horror, estaba confinado en áreas de contención biológica, en las zonas tres y cuatro, y en el templo del fin del mundo, la zona cinco. Diminutos transportadores, tubos de ensayo y probetas con las formas de vida más peligrosas y exóticas desarrolladas en este planeta. Si yo fuera un científico que examinara esas cosas, me preguntaría probablemente por Dios; no sobre su existencia, sino sobre sus intenciones.
  
  En todo caso, hasta ahí era capaz de reflexionar antes de que empezara a dolerme la cabeza.
  
  —¿Cómo saben los navegantes que no deben desembarcar en la isla? —preguntó Beth.
  
  —Se lo advierten todos los mapas y las cartas de navegación —respondió el señor Stevens—. También hay carteles en todas las playas. Además, las patrullas pueden ocuparse de cualquier embarcación fondeada o amarrada.
  
  —¿Qué hacen con los intrusos? —preguntó Beth.
  
  —Les advertimos que no se acerquen de nuevo a la isla —respondió Stevens—. Los reincidentes son detenidos y entregados al jefe Maxwell —añadió mirando a Max—. ¿No es cierto?
  
  —Efectivamente. Se dan uno o dos casos al año.
  
  —Sólo a los ciervos les disparamos sin hacer preguntas —intentó bromear Paul Stevens, luego prosiguió con seriedad—: El hecho de que alguien desembarque en la isla no supone un riesgo para la seguridad ni para la biocontención. Como he dicho anteriormente, no pretendo dar la impresión de que la isla está contaminada. Este autobús, por ejemplo, no es un vehículo de biocontención. Pero, dada la proximidad de áreas de contención biológica, preferimos mantener la isla libre de personas no autorizadas y de animales.
  
  —Por lo que puedo ver, señor Stevens —dije sin poder evitar señalarle—, un grupo de terroristas semicompetentes podría desembarcar cualquier noche en la isla, aniquilar a su puñado de guardias y robar toda clase de sustancias aterradoras de los laboratorios o hacer estallar el lugar e impregnar el aire con microbios mortíferos. En realidad, cuando se hiela la bahía no necesitan siquiera una embarcación, pueden llegar andando.
  
  —Sólo puedo decirle que la seguridad es más compleja de lo que parece —respondió el señor Stevens.
  
  —Eso espero.
  
  —No le quepa la menor duda. ¿Por qué no lo intenta alguna noche?
  
  —Le apuesto cien pavos a que logro entrar en su despacho, robarle el diploma del instituto que cuelga de la pared y tenerlo en mi despacho por la mañana —respondí, incapaz de resistirme al reto.
  
  El señor Stevens seguía mirándome fijamente con su rostro de cera impenetrable. Espeluznante.
  
  —Permítame que le formule la pregunta cuya respuesta todos deseamos escuchar: ¿es posible que Tom y Judy Gordon hubieran sacado clandestinamente microorganismos de la isla? —pregunté.
  
  —En teoría —respondió Paul Stevens—, pudieron hacerlo.
  
  Nadie dijo palabra en el autobús pero me percaté de que el conductor volvía sobresaltado la cabeza.
  
  —¿Pero por qué harían tal cosa? —preguntó el señor Stevens.
  
  —Por dinero —respondí.
  
  —No parecían realmente ese tipo de personas —dijo el señor Stevens—. Les gustaban los animales; ¿por qué querrían eliminarlos del mundo?
  
  —Tal vez lo que pretendían eliminar del mundo era a la gente, para que los animales pudieran ser felices.
  
  —Es absurdo —dijo Stevens—. Los Gordon no se llevaron nada de aquí que pudiera dañar a ningún ser vivo. Apostaría mi cargo.
  
  —Ya lo ha hecho. Y su vida.
  
  Me percaté de que Ted Nash y George Foster permanecían la mayor parte del tiempo en silencio, pero sabía que ya habían recibido su información mucho antes y probablemente temían delatarse.
  
  —Nos acercamos a Fort Terry —dijo el señor Stevens después de volver la cabeza hacia el parabrisas—. Aquí podemos bajarnos y observar los alrededores.
  
  El autobús paró y todos nos apeamos.
  
  
  
  
  
  Capítulo 9
  
  
  
  
  Era una bonita mañana y el sol calentaba más aquí, en el centro de la isla. Paul Stevens nos condujo alrededor del fuerte.
  
  Fort Terry no estaba amurallado y parecía en realidad un pueblo abandonado. Era inesperadamente pintoresco, con su cárcel de ladrillo, un viejo comedor, un paseo, un cuartel de dos plantas con terraza, la casa del comandante, unos cuantos edificios de principios de siglo y una capilla de madera blanca sobre la colina.
  
  El señor Stevens señaló una edificación de ladrillo.
  
  —Ése es el único edificio que todavía utilizamos: el parque de bomberos.
  
  —Esto está muy lejos del laboratorio —comentó Max.
  
  —Sí —respondió Stevens—, pero el nuevo laboratorio es prácticamente incombustible y dispone de su propio sistema interno contra incendios. Estos camiones se utilizan principalmente para incendios forestales y en edificios sin contención biológica.
  
  —¿Pero no es cierto que un fuego o un huracán podría destruir los generadores eléctricos que filtran las áreas de biocontención? —preguntó Max, que había vivido siempre a barlovento o a sotavento de la isla.
  
  —Todo es posible. Hay gente que vive cerca de reactores nucleares. Así es el mundo moderno, lleno de horrores inimaginables, pesadillas químicas, biológicas y nucleares que podrían aniquilarlo todo y preparar el camino para el nacimiento de nuevas especies.
  
  Miré a Paul Stevens con un nuevo interés. Se me ocurrió que estaba loco.
  
  Frente al cuartel había un campo de césped segado que descendía casi hasta la orilla. La pradera estaba llena de gansos canadienses que cacareaban, graznaban o lo que quiera que hagan los gansos cuando no defecan.
  
  —Éste es el patio donde formaba la tropa —explicó Stevens—. Mantenemos el césped cortado para que los aviones puedan ver las letras de hormigón empotradas en el suelo: «Plum Island. Acceso restringido». No queremos que aterricen avionetas aquí. La señal mantiene alejados a los terroristas voladores —bromeó.
  
  »Antes de construir el edificio principal —prosiguió mientras andábamos—, muchas de las oficinas administrativas estaban aquí, en Fort Terry. Ahora casi todo, incluidos los laboratorios, los almacenes, la administración y los animales, se encuentra bajo el mismo techo, lo cual facilita las cosas desde el punto de vista de la seguridad. De modo que, aunque se logre burlar la seguridad del perímetro, el edificio principal es prácticamente inexpugnable —agregó después de mirarme.
  
  —Realmente me está tentando —respondí.
  
  El señor Stevens sonrió de nuevo. Me encantaba que me sonriera.
  
  —Para su información —dijo—, soy licenciado por la Universidad estatal de Michigan y el título cuelga de la pared de mi despacho, pero usted nunca lo verá.
  
  Le sonreí. Dios mío, cuánto me gusta fastidiar a la gente que me molesta. Me gustaba Max, me gustaba George Foster y amaba a Beth, pero no me caían bien Ted Nash ni Paul Stevens. Que me gustaran tres entre cinco era algo realmente positivo para mí, cuatro entre seis si me incluía a mí mismo. En todo caso, cada vez es mayor mi intolerancia hacia los mentirosos, los mentecatos, los fanfarrones y los amantes del poder. Creo que era más tolerante antes de que me dispararan. Debo preguntárselo a Dom Fanelli.
  
  El patio acababa de pronto en un despeñadero que daba a una rocosa playa y llegamos al borde, desde donde Contemplamos el mar. Era una vista sobrecogedora, pero que ponía de relieve el aislamiento del lugar, la sensación de estar en otro planeta o en el fin del mundo, propia de las islas en general y de ésta en particular. Éste debió de ser un sitio muy solitario para quienes estaban de servicio y sumamente aburrido para los centinelas, sin nada que mirar salvo el mar. Probablemente a los artilleros les habría encantado vislumbrar una armada enemiga.
  
  —Ésta es la playa donde acuden las focas todos los años, a finales de otoño —dijo Stevens.
  
  —¿También les disparan? —pregunté.
  
  —Claro que no, siempre y cuando permanezcan en la playa.
  
  Cuando regresábamos, Stevens señaló una gran piedra al otro extremo de la plaza de armas, en una de cuyas grietas había una bala de cañón oxidada.
  
  —Esa bala es de la época de la revolución, británica o norteamericana. Es uno de los objetos que desenterraron los Gordon.
  
  —¿Dónde la encontraron?
  
  —Supongo que por aquí. Hicieron muchas excavaciones alrededor de la playa de las focas y de esta plaza de armas.
  
  —¿En serio?
  
  —Parecían intuir dónde excavar. Encontraron suficientes balas de mosquetón para armar un regimiento.
  
  —No me diga.
  
  Siga hablando, señor Stevens.
  
  —Utilizaban uno de esos detectores de metales.
  
  —Buena idea.
  
  —Es una afición interesante.
  
  —Desde luego. A mi tía le encantaba excavar. No sabía que a los Gordon también les gustara. Nunca vi nada que hubieran descubierto.
  
  —Tuvieron que dejarlo todo aquí.
  
  —¿Debido a la contaminación?
  
  —No, porque es territorio federal.
  
  Eso era interesante y Nash y Foster empezaron a escuchar, que era lo que yo no quería, y decidí cambiar de tema.
  
  —Creo que el conductor intenta llamarle —le dije a Stevens.
  
  Éste miró hacia el autobús, pero el conductor se limitaba a contemplar una manada de gansos.
  
  —Bien, veamos el resto de la isla —dijo Stevens después de consultar su reloj—, luego nos entrevistaremos con el doctor Zollner.
  
  Subimos al autobús y nos encaminamos al este, hacia el sol naciente, por el brazo de tierra que formaba el hueso curvado de la chuleta de cerdo. La playa era magnífica, unos tres kilómetros de arena virgen, bañada por el agua azul del canal de Long Island. Nadie habló ante aquella majestuosa exhibición de la naturaleza. Ni siquiera yo.
  
  Stevens, todavía de pie, me miraba de vez en cuando y yo le sonreía. Él me devolvía las sonrisas. No eran realmente sonrisas de diversión.
  
  Finalmente llegamos al extremo estrecho de la isla y el autobús se detuvo.
  
  —Hasta aquí puede llegar el vehículo —dijo el señor Stevens—. Ahora iremos andando.
  
  Al apearnos, nos encontramos en medio de unas asombrosas ruinas antiguas. Estaba todo repleto de enormes fortificaciones de hormigón, cubiertas de hiedra y matorrales: torres parcialmente hundidas, bunkers, baterías, arsenales, túneles, caminos de ladrillo y hormigón, y unos gigantescos muros de un metro de anchura con puertas de hierro oxidado.
  
  —Uno de estos pasajes subterráneos conduce a un laboratorio secreto, donde científicos nazis capturados trabajan todavía en la elaboración del virus definitivo e indestructible, que acabará con la población del planeta —dijo Stevens—. En otro laboratorio subterráneo —prosiguió después de una breve pausa— se encuentran los restos de cuatro extraterrestres procedentes de un ovni que se estrelló en Roswell, Nuevo México.
  
  Una vez más imperó el silencio.
  
  —¿Podemos ver primero a los científicos nazis? —pregunté.
  
  Más o menos todos se rieron.
  
  El señor Stevens me brindó una de sus cautivadoras sonrisas.
  
  —Ésos son dos de los mitos absurdos relacionados con Plum Island —declaró—. Cierta gente asegura haber visto extrañas aeronaves que aterrizan y despegan después de la medianoche en esta plaza de armas. Dicen que aquí se originó el Sida y también la enfermedad de Lyme. Supongo que estas antiguas fortificaciones, con sus salas y pasajes subterráneos, estimulan algunas fértiles imaginaciones —agregó después de mirar a su alrededor—. Pueden examinar el entorno, ir a donde se les antoje. Si encuentran algún alienígena, díganmelo. —Sonrió de un modo realmente extraño y pensé que tal vez él era el extraterrestre—. Pero, evidentemente, debemos permanecer juntos. No tengo que perder de vista a nadie en ningún momento.
  
  Eso no cuadraba exactamente con lo de «ir a donde se les antoje», pero la aproximación era aceptable. John, Max, Beth, Ted y George retrocedieron a la adolescencia y se divirtieron encaramándose a las ruinas, las escaleras y los antiguos parapetos, sin que el señor Stevens los perdiera nunca de vista. Luego anduvimos por el largo camino de ladrillo, que descendía hasta unas puertas de acero entreabiertas y todos entramos. El interior estaba oscuro, frío, húmedo y probablemente lleno de bichos reptantes.
  
  —Esto conduce a un enorme arsenal —dijo Stevens a nuestra espalda y su voz retumbó en la oscuridad—. En la isla había un ferrocarril de vía estrecha que transportaba la munición y la pólvora desde el puerto hasta estos almacenes subterráneos. Es un sistema muy complejo e intrincado, pero, como pueden comprobar, está completamente abandonado. Aquí no se oculta ningún secreto. Si tuviera una linterna, podríamos seguir adelante y comprobarían que aquí no vive, trabaja ni juega nadie, ni hay nadie enterrado.
  
  —¿Dónde están entonces los nazis y los extraterrestres? —pregunté.
  
  —Los he trasladado al faro —respondió el señor Stevens.
  
  —Pero usted comprenderá que nos preocupe la posibilidad de que los Gordon instalaran un laboratorio clandestino en un lugar como éste —comenté.
  
  —Como ya les he dicho —respondió el señor Stevens—, yo no albergo ninguna sospecha respecto a los Gordon. Pero, ya que ha surgido esa posibilidad, he ordenado a mis hombres que registren todo el complejo. Existen además unos noventa edificios militares abandonados por toda la isla. Tenemos mucho que registrar.
  
  —Ordénele a su conductor que traiga unas cuantas linternas —dije—. Me gustaría echar una ojeada.
  
  Se hizo un silencio en la oscuridad.
  
  —Después de la entrevista con el doctor Zollner —respondió Stevens— podemos volver y explorar las salas y los pasajes subterráneos si lo desea.
  
  Salimos de nuevo a la luz del día.
  
  —Síganme —dijo Stevens.
  
  Avanzamos por un estrecho camino que conducía al punto más oriental de Plum Island, el extremo del hueso curvado.
  
  —Si miran a su alrededor, verán otros emplazamientos de baterías —explicó mientras caminábamos—. En otra época utilizábamos esos muros circulares como corrales, pero ahora todos los animales están en el interior.
  
  —Parece una crueldad —dijo Beth.
  
  —Es más seguro —respondió el señor Stevens.
  
  Por fin llegamos al extremo este de la isla, donde un peñasco se elevaba unos doce metros sobre una playa rocosa. La erosión había descompuesto el bunker de hormigón, algunos de cuyos fragmentos se encontraban en la pared del despeñadero y otros habían caído al agua.
  
  El paisaje era magnífico, con la costa de Connecticut apenas visible a la izquierda y, delante de nosotros, a unos tres kilómetros, un pedazo de tierra llamada Great Gull Island.
  
  —¿Ven ese promontorio rocoso? —dijo Stevens mientras señalaba hacia el sur—. Esa isla se utilizaba para prácticas de artillería y bombardeo. Los navegantes saben que deben mantenerse alejados debido a la gran cantidad de balas y bombas sin estallar que hay en la zona. Más allá se encuentra la costa de Gardiners Island, que, como bien sabe el jefe Maxwell, es propiedad privada de la familia Gardiner y su acceso está prohibido al público. Más allá de Great Gull está Fishers Island que, como Plum Island, era frecuentada por piratas en el siglo XVII. Así que, de norte a sur, tenemos las islas de los piratas, de las plagas, del peligro y de la propiedad privada.
  
  Sonrió ante su propio ingenio. Hablando con propiedad, fue sólo media sonrisa.
  
  De pronto vimos uno de los barcos patrulla que doblaba el cabo. La tripulación nos avistó y uno de ellos levantó unos prismáticos. Supongo que el tripulante reconoció a Paul Stevens, saludó con la mano y éste le devolvió el saludo.
  
  Al contemplar la playa desde lo alto del acantilado, me percaté de que en la arena había líneas rojas horizontales, como una tarta de frambuesas cubierta por una capa blanca.
  
  Oí una voz a nuestra espalda y vi que el conductor del autobús se acercaba por el sendero.
  
  —No se muevan de aquí —dijo Stevens antes de dirigirse hacia el conductor, que le entregó un teléfono móvil.
  
  Ésta es la parte en la que el guía desaparece, vemos que se aleja el autobús y Bond se queda solo con la chica, pero entonces salen del agua unos buceadores con ametralladoras que empiezan a disparar, cuando el helicóptero…
  
  —Detective Corey.
  
  Volví la cabeza y vi a Beth.
  
  —Dime.
  
  —¿Qué piensas de todo esto?
  
  Me percaté de que Max, Nash y Foster se encaramaban a las baterías y, como machos que eran, hablaban del alcance de la artillería, los calibres y otras cosas propias de hombres.
  
  Me había quedado solo con Beth.
  
  —Pienso que estás maravillosa —respondí.
  
  —¿Qué te parece Paul Stevens?
  
  —Está loco.
  
  —¿Qué piensas de lo que hemos visto y oído hasta ahora?
  
  —Una visita organizada. Pero de vez en cuando aprendo algo.
  
  —¿Qué es eso de la arqueología? —preguntó—. ¿Sabías algo?
  
  —No. Conocía la existencia de la Sociedad Histórica Peconic, pero no que aquí hubiera excavaciones arqueológicas. Claro que los Gordon tampoco me comentaron que hubieran comprado una parcela inútil con vistas al canal.
  
  —¿Qué parcela inútil junto al canal?
  
  —Te lo contaré luego —respondí—. Hay un montón de pequeños detalles, ya sabes, que indican la posibilidad de tráfico de drogas, pero puede que no. Aquí ocurre algo más… ¿Has oído alguna vez una campanilla en tu cabeza?
  
  —Últimamente no. ¿Y tú?
  
  —Sí, suena como el pitido de un sonar.
  
  —Suena como incapacidad casi total.
  
  —No, es una onda de sonar. La onda sale, tropieza con algo y regresa.
  
  —Cuando vuelvas a oírla levanta la mano.
  
  —De acuerdo. Se supone que debo descansar y no dejas de hostigarme desde que nos conocemos.
  
  —Lo mismo digo —respondió Beth y cambió de tema—. Me parece que aquí la seguridad no es tan buena como debería ser, considerando lo que hay en la isla. Si se tratara de una instalación nuclear, estaría mucho mejor protegida.
  
  —Sí. La seguridad del perímetro es lamentable, pero puede que la protección interna del laboratorio sea mejor. Además, según Stevens, aquí hay más de lo que parece. Pero, básicamente, tengo la sensación de que Tom y Judy pudieron sacar de aquí lo que se les antojara. Confío en que no desearan hacerlo.
  
  —Pues yo creo que tarde o temprano descubriremos que robaron algo y nos dirán de qué se trata.
  
  —¿A qué te refieres? —pregunté.
  
  —Te lo contaré luego —respondió Beth.
  
  —Cuéntamelo esta noche mientras cenamos.
  
  —Supongo que debo zanjar esto de una vez por todas.
  
  —No será tan penoso.
  
  —Tengo un sexto sentido para las malas citas.
  
  —Las citas conmigo son buenas. Nunca he amenazado con mi arma a la persona con quien salía.
  
  —Todavía quedan caballeros.
  
  Dio media vuelta, se acercó al borde del precipicio y contempló el mar. A la izquierda estaba el canal, y a la derecha, el Atlántico y, al igual que en el estrecho al otro lado de la isla, se mezclaban los vientos y las corrientes. Las gaviotas parecían inmóviles en pleno vuelo y las cabrillas agitaban la superficie del mar. Tenía buen aspecto acariciada por el viento frente al cielo azul, las nubes blancas, las gaviotas, el mar, el sol y todo lo demás. Me la imaginé desnuda en la misma posición.
  
  —Ahora podemos regresar al autobús —dijo el señor Stevens después de hablar por teléfono.
  
  Caminamos juntos por el camino que bordeaba el precipicio y, a los pocos minutos, llegamos de nuevo a las ruinas de la fortificación.
  
  Me percaté de que uno de los promontorios sobre los que se asentaba había sido recientemente erosionado y mostraba los estratos de su base. El superior, como era de suponer, lo formaba un compuesto orgánico y el siguiente, como era lógico también, estaba constituido de arena blanca. Pero, a continuación, había otro estrato rojizo, parecido al orín, seguido de otro estrato de arena y luego otro de orín, igual que en la playa.
  
  —Debo evacuar la vejiga —dije dirigiéndome a Stevens—. Ahora vuelvo.
  
  —No se pierda —dijo el señor Stevens, que en el fondo no bromeaba.
  
  Me dirigí al otro lado del promontorio, cogí un palo del suelo y empecé a hurgar en la superficie inclinada cubierta de césped. La hierba y el compuesto oscuro se desprendieron, y quedaron al descubierto los estratos blanco y rojo. Cogí un puñado de tierra rojiza y comprobé que era en realidad arena mezclada con arcilla y tal vez un poco de óxido de hierro. Tenía un aspecto muy parecido a la tierra de las suelas de las zapatillas de Tom y Judy. Interesante.
  
  Introduje un puñado de tierra en mi bolsillo y, al dar media vuelta, vi que Stevens me observaba.
  
  —Creo haber mencionado la política de No Retorno —dijo.
  
  —Eso me parece.
  
  —¿Qué se ha guardado en el bolsillo?
  
  —Mi polla.
  
  —En esta isla, detective Corey, yo soy la ley —dijo por fin después de mirarnos fijamente unos instantes—. No usted, ni la detective Penrose, ni siquiera el jefe Maxwell, ni tampoco los dos caballeros que les acompañan —agregó mirándome fijamente con sus ojos duros como el acero—. ¿Puedo ver lo que se ha guardado en el bolsillo?
  
  —Puedo mostrárselo, pero luego tendré que matarlo —sonreí.
  
  Reflexionó unos instantes, mientras analizaba sus alternativas, hasta llegar a la decisión correcta.
  
  —El autobús espera —dijo.
  
  Pasé junto a él y me siguió. Estaba parcialmente a la expectativa de que me agarrara del cuello, me golpeara la cabeza o me hundiera un codo en la espalda, pero el señor Stevens era mucho más refinado. Probablemente, más adelante me ofrecería una taza de café, con un toque de ántrax.
  
  Subimos al autobús y emprendimos la marcha.
  
  Todos volvimos a sentarnos en los mismos lugares y Stevens permaneció de pie. El autobús se dirigía al oeste, de nuevo hacia el muelle del transbordador y el laboratorio principal. Nos cruzamos con una camioneta en la que viajaban dos individuos de uniforme azul con rifles en las manos.
  
  En general, había aprendido más de lo que creía, visto más de lo que esperaba y oído lo suficiente para sentirme cada vez más intrigado. Estaba convencido de que en esa isla se encontraba la respuesta del asesinato de Tom y Judy Gordon. Y, como ya he dicho, cuando supiera por qué, acabaría por saber quién.
  
  —¿Está completamente seguro de que los Gordon salieron ayer a las doce en su propio barco? —preguntó George Foster, que hasta entonces había permanecido prácticamente callado.
  
  —Absolutamente. Según el registro, trabajaron por la mañana en el sector de biocontención, firmaron el libro de salida, se ducharon y subieron a un autobús como éste, que les llevó al muelle del transbordador. Por lo menos dos de mis hombres los vieron subir a bordo de su barco, el Spirochete, y dirigirse al estrecho de Plum.
  
  —¿Los vio el helicóptero o el barco patrulla cuando estaban en el estrecho? —preguntó Foster.
  
  —No —respondió Stevens—. Se lo he preguntado.
  
  —¿Hay algún lugar a lo largo de esta costa donde pueda ocultarse un barco? —preguntó Beth.
  
  —Imposible. En Plum Island no hay ninguna ensenada ni cala suficientemente honda. Es todo playa, salvo el puerto artificial donde atraca el transbordador.
  
  —Si el barco patrulla hubiera visto al de los Gordon fondeado cerca de la isla, ¿les habría obligado a marcharse su gente? —pregunté.
  
  —No. En realidad, los Gordon fondeaban cerca de la costa de Plum Island a veces para pescar o bañarse.
  
  No sabía que los Gordon fuesen tan aficionados a la pesca.
  
  —¿Se les vio alguna vez fondeados cerca de la playa cuando estaba oscuro, ya de noche? —pregunté.
  
  Stevens reflexionó unos instantes antes de responder.
  
  —Sólo en una ocasión que yo sepa. Dos de mis hombres del barco patrulla mencionaron haber visto el Spirochete cerca de la playa sur una noche de julio, a eso de la medianoche. Observaron que no había nadie a bordo e iluminaron la playa con sus focos. Allí estaban los Gordon… —dijo el señor Stevens y se aclaró la garganta para sugerir lo que estaban haciendo—. El barco patrulla los dejó en paz.
  
  Pensé unos momentos. Tom y Judy daban la sensación de ser una pareja dispuesta a hacer el amor en cualquier lugar y una playa desierta a medianoche no era inusual. Pero que lo hicieran en Plum Island me impulsó a levantar las cejas y a formularme algunas preguntas. Curiosamente, una vez soñé que hacía el amor con Judy en una playa bañada por las olas. Tal vez en más de una ocasión. Siempre que pensaba eso me daba un bofetón. Travieso, travieso, cerdo, cerdo.
  
  El autobús pasó frente al muelle del transbordador, giró hacia el norte y se detuvo en un camino ovalado frente al edificio principal de investigación.
  
  La fachada curva del nuevo edificio modernista de dos plantas estaba construida con algún tipo de bloques color rosa y castaño. En un gran cartel se leía «Departamento de Agricultura» y había otro mástil con la bandera a media asta.
  
  —Espero que les haya gustado la excursión por la isla —dijo Paul Stevens cuando nos apeamos del autobús— y que hayan apreciado nuestras medidas de seguridad.
  
  —¿Qué seguridad? —pregunté.
  
  El señor Stevens me miró fijamente.
  
  —Todos los que trabajamos aquí somos perfectamente conscientes del desastre potencial. Nos preocupamos todos de la seguridad, nos consagramos al trabajo y tomamos las mejores precauciones existentes en este campo. ¿Pero sabe lo que le digo? Las cagadas existen.
  
  A todos nos sorprendió la vulgaridad y ligereza de aquel caballero tan formal e impecable.
  
  —Claro. Pero ¿ocurrió ayer? —pregunté.
  
  —Pronto lo sabremos —respondió antes de consultar su reloj—. Bien, ahora podemos entrar. Síganme.
  
  
  
  
  
  Capítulo 10
  
  
  
  
  El vestíbulo semicircular del laboratorio de investigación de Plum Island tenía una altura de dos plantas, con un entresuelo alrededor de la escalera central. Era un espacio luminoso, extenso, agradable y acogedor. Los animales condenados entraban probablemente por una puerta trasera.
  
  De la pared izquierda colgaban las fotografías habituales de los altos cargos gubernamentales: el presidente, el secretario de Agricultura y el doctor Karl Zollner. Me pareció una jerarquía bastante corta para un departamento gubernamental y me hizo suponer que el doctor Zollner estaba sólo a uno o dos pasos del despacho oval.
  
  Había un mostrador de recepción, donde tuvimos que firmar y cambiar nuestras tarjetas de identidad azules por otras blancas, sujetas a una cadena de plástico que nos colgamos del cuello. Un buen procedimiento de seguridad, pensé; la isla estaba dividida entre este edificio y todo lo demás. Y dentro de éste había zonas. No debía menospreciar al señor Stevens.
  
  Una atractiva joven había descendido por la escalera antes de que tuviera la oportunidad de admirar sus muslos y se presentó como Donna Alba, ayudante del doctor Zollner.
  
  —El doctor Zollner estará con ustedes en breve. —Sonrió—. Entretanto, les mostraré las instalaciones.
  
  —Aprovecharé esta oportunidad para pasar por mi despacho y comprobar si ha habido alguna novedad —dijo Paul Stevens—, Donna cuidará maravillosamente de ustedes. Le ruego que no se separe en ningún momento de la señora Alba —agregó después de mirarme.
  
  —¿Y si tengo necesidad de ir al lavabo?
  
  —Acaba de hacerlo —dijo. Subió por la escalera y se detuvo, estoy seguro, en el despacho del doctor Zollner para informarle sobre los cinco intrusos.
  
  Miré a Donna Alba: unos veinticinco años, morena, rostro y cuerpo atractivos, falda azul, blusa blanca y zapatillas deportivas. Supongo que, considerando el desplazamiento cotidiano en barco y la posibilidad de tener que visitar algún lugar de la isla, los zapatos de tacón alto no eran muy prácticos. En realidad, pensé, si lo que uno deseaba era un desplazamiento previsible y un día tranquilo en el despacho, Plum Island no era el lugar más indicado.
  
  En todo caso, Donna era lo suficientemente atractiva para recordar haberla visto en el transbordador de las ocho de la mañana con nosotros, así que no conocía todavía a los señores Nash y Foster y, por lo tanto, era improbable que formara parte de una tapadera interna.
  
  Donna nos pidió que nos presentáramos y lo hicimos sin mencionar ningún título inquietante como detective de homicidios, FBI o CIA.
  
  Nos estrechó a todos la mano y le brindó a Nash una sonrisa especial. Las mujeres tienen un sentido pésimo para juzgar el carácter de las personas.
  
  —Bien venidos a los laboratorios de investigación del Centro de Patología Animal de Plum Island —dijo—. Estoy segura de que Paul les ha informado, les ha contado la historia de la isla y les ha ofrecido una buena excursión por ella.
  
  Intentaba mantener la sonrisa en los labios, pero era evidente que para ella suponía un esfuerzo.
  
  —Estoy muy… Es terrible lo sucedido —prosiguió—. Realmente me gustaban los Gordon. Le caían bien a todo el mundo —agregó mirando subrepticiamente a su alrededor como lo hace la gente en Estados policiales—. No estoy autorizada a hablar ni comentar nada sobre este asunto pero me ha parecido que debía expresarles lo que siento.
  
  Beth me miró fugazmente y pareció percatarse de que Donna podía constituir un punto débil en la armadura de Plum Island.
  
  —John y Max eran buenos amigos de Tom y Judy —dijo.
  
  —Apreciamos toda la ayuda y la cooperación que nos ha brindado el personal —agregué mirando a Donna Alba a los ojos.
  
  La ayuda hasta ahora consistía en una visita de cincuenta centavos a las ruinas y un descampado de la mano del señor Stevens; sin embargo, era importante que Donna creyera que podía hablarnos abiertamente, no aquí y ahora, naturalmente, sino cuando la visitáramos en su casa.
  
  —Les mostraré un poco el edificio —dijo—. Síganme.
  
  Dimos un pequeño paseo por el vestíbulo y Donna nos señaló algunos cuadros en las paredes, incluidos varios artículos ampliados e historias de horror de diversos lugares del mundo sobre la enfermedad de las vacas locas, algo denominado peste bovina, fiebre porcina y otras horrendas enfermedades. Había mapas donde se mostraban brotes de esto y lo otro, cuadros, tablas y fotografías de ganado con el hocico llagado y saliva en la boca, y cerdos con unas terribles llagas purulentas. Nadie confundiría aquel vestíbulo con el de una carnicería.
  
  Donna nos mostró entonces unas puertas en la parte posterior. Estaban pintadas de aquel curioso color amarillo de precaución, como el de Plum Island en los mapas, y contrastaban con los demás colores del vestíbulo, que consistían esencialmente en distintos tonos de gris. A la izquierda había una puerta sobre la que se leía «Vestuarios femeninos» y a la derecha otra que decía «Vestuarios masculinos». En ambas decía también «Sólo personal autorizado».
  
  —Estas puertas conducen a las áreas de biocontención —dijo Donna—. Este vestíbulo, junto con las oficinas administrativas, forma parte en realidad de un edificio independiente del de biocontención, aunque parezcan una sola estructura. Pero lo que en efecto une esta área con la de biocontención son esos dos vestuarios.
  
  —¿Hay alguna otra entrada o salida en las áreas de biocontención? —preguntó Max.
  
  —Se puede entrar por la puerta de servicio, por donde llegan los animales, la comida, los suministros y todo lo demás. Pero por allí no se puede salir. Para salir, todo y todos deben pasar por la zona de descontaminación, que incluye las duchas —respondió Donna.
  
  —¿Cómo se deshacen de los productos de disección, desperdicios y todo lo demás? —preguntó el señor Foster.
  
  —Por el incinerador o determinados desagües, que conducen a la planta de descontaminación de agua desperdicios —respondió Donna—. Es eso —agregó—, esas dos puertas, una puerta trasera de servicio, desagües e incineradores, y en el tejado unos filtros especiales de aire capaces de atrapar al virus más insignificante. Éste es un edificio muy protegido.
  
  Todos y cada uno de nosotros pensaba en los Gordon, en la posibilidad de que hubieran sacado clandestinamente algo de los laboratorios.
  
  —Los vestuarios son todavía zona uno, como este vestíbulo. Pero al pasar más allá se entra en la zona dos y hay que ir vestido con ropa blanca de laboratorio. Antes de salir de las zonas dos, tres o cuatro para regresar a la zona uno es indispensable ducharse. Las duchas están en la zona dos.
  
  —¿Son mixtas? —pregunté.
  
  —Claro que no —respondió con una carcajada—. Tengo entendido que ustedes están autorizados a entrar en las zonas dos, tres y cuatro si lo desean.
  
  —¿Nos acompañará usted? —preguntó Ted Nash con una de sus estúpidas sonrisas.
  
  —No me pagan para eso —respondió ella negando con la cabeza.
  
  Tampoco a mí, a un dólar por semana.
  
  —¿Por qué no estamos autorizados a entrar en la zona cinco? —pregunté.
  
  Donna me miró aparentemente asombrada.
  
  —¿Cinco? ¿Y por qué quieren visitarla?
  
  —No lo sé. Porque está ahí.
  
  Donna movió la cabeza.
  
  —Sólo unas diez personas están autorizadas a entrar. Hay que ponerse una especie de traje espacial…
  
  —¿Estaban los Gordon autorizados a entrar en la zona cinco?
  
  Donna asintió.
  
  —¿Qué ocurre en esa zona?
  
  —Eso deberá preguntárselo al doctor Zollner —respondió antes de consultar su reloj—. Síganme.
  
  —Manténganse unidos —agregué yo.
  
  Subimos por la escalera, yo un poco rezagado porque empezaba a molestarme mi pierna lastimada y porque quería mirar las piernas y el trasero de Donna. Ya sé que soy un cerdo, podría incluso contraer la fiebre porcina.
  
  Empezamos a visitar las dos alas alrededor del vestíbulo de doble planta. Todo estaba pintado en los mismos tonos de gris pichón y gris oscuro, que al parecer habían reemplazado al verde nauseabundo de los antiguos edificios federales. De las paredes de los pasillos colgaban retratos de antiguos directores, científicos e investigadores del laboratorio.
  
  Me percaté de que todas las puertas de los largos pasillos estaban cerradas y numeradas, pero en ninguna de ellas aparecía ningún nombre ni función, salvo en la de los lavabos. Buena seguridad, pensé, y una vez más me impresionó la mente paranoica de Paul Stevens.
  
  Entramos en la biblioteca de investigación, donde unos cuantos estudiosos consultaban papeles o leían en las mesas.
  
  —Ésta es una de las mejores bibliotecas del mundo en su género —dijo Donna.
  
  —¡Qué maravilla! —exclamé, aunque no podía imaginar que existieran muchas bibliotecas sobre patología animal en el mundo.
  
  Donna cogió un puñado de folletos, notas de prensa y otras hojas de publicidad de una larga mesa y nos los distribuyó. Los trípticos tenían títulos como Cólera porcina, Fiebre porcina africana, Enfermedad equina africana y algo denominado Enfermedad grumosa de la piel, que, a juzgar por las aterradoras fotografías del folleto, creo que la padecía una de mis antiguas novias. Me moría de impaciencia por llegar a mi casa para leer aquel material y le pregunté a Donna si podía facilitarme otros dos folletos sobre la peste bovina.
  
  —¿Otros dos…? Por supuesto…
  
  Los buscó y me los dio. Era realmente encantadora. Luego nos entregó un ejemplar a cada uno de la revista mensual Investigación agrícola, en cuya portada figuraba el titular sensacionalista Feromona sexual destruye el pulgón del arándano.
  
  —¿Tiene una bolsa para ocultar esta revista? —pregunté.
  
  —Pues… claro. Bromea, ¿no es cierto?
  
  —Procure no tomárselo demasiado en serio —dijo George Foster.
  
  Se equivoca, señor Foster, usted debería tomarme muy en serio, pero si confunde mis bromas tontas con descuido o desatención, me parece maravilloso.
  
  Proseguimos con nuestra visita de cincuenta centavos, segunda parte. Después de ver el auditorio pasamos a la cafetería, que era una bonita sala moderna, limpia y con grandes ventanas desde las que se divisaba el faro, el estrecho y Orient Point. Donna nos ofreció café y nos sentamos a una mesa redonda, en la sala casi vacía.
  
  —Los investigadores en biocontención —dijo Donna después de un minuto de charla— piden su almuerzo por fax a la cocina. No merece la pena pasar por la ducha de salida, como la llamamos. Una persona les lleva la comida a la zona dos y luego pasa por la ducha. Los científicos son personas concienzudas, que trabajan en biocontención ocho o diez horas diarias. No sé cómo lo hacen.
  
  —¿Comen hamburguesas? —pregunté.
  
  —¿Cómo dice?
  
  —Los científicos. ¿Piden ternera, jamón, cordero y cosas por el estilo?
  
  —Supongo… Yo salgo con uno de los investigadores y le encanta la carne.
  
  —¿Y se dedica a descuartizar vacas pútridas e infectadas?
  
  —Sí. Supongo que uno acaba por acostumbrarse.
  
  Asentí. Los Gordon también practicaban disecciones y les encantaban los bistecs. Asombroso. Yo no logro acostumbrarme al hedor de los cadáveres humanos. En todo caso, supongo que es diferente con los animales; distintas especies, etcétera.
  
  Sabía que aquélla podía ser mi única oportunidad para separarme del rebaño y miré fugazmente a Max.
  
  —¿El lavabo? —pregunté después de levantarme.
  
  —Por allí —respondió Donna señalando una abertura en la pared—. Le ruego que no abandone la cafetería.
  
  Coloqué la mano sobre el hombro de Beth y presioné hacia abajo para indicarle que no abandonara a los federales.
  
  —Asegúrate de que no regrese Stevens y me ponga ántrax en el café —le dije.
  
  Me dirigí al pasillo donde estaban los lavabos de señoras y de caballeros. Max se reunió conmigo y nos quedamos en el fondo del corredor sin salida. La existencia de micrófonos es mucho más probable en los lavabos que en los pasillos.
  
  —Podrán afirmar que han cooperado plenamente —dije— después de mostrarnos toda la isla y las instalaciones, salvo la zona cinco. En realidad, se necesitarían varios días para inspeccionar todo este edificio, incluido el sótano, y tardaríamos una semana en interrogar a todo el personal.
  
  Max asintió.
  
  —Debemos suponer que aquí están tan ansiosos como nosotros por descubrir si falta algo —respondió Max—. Creo que en ese sentido podemos confiar en ellos.
  
  —Aunque descubran o ya sepan lo que pudiesen haber robado los Gordon, no nos lo contarán. Se lo dirán a Foster y Nash.
  
  —¿Y eso qué importa? Estamos investigando un asesinato.
  
  —Cuando descubro el qué y el porqué me acerco al quién —respondí.
  
  —En los casos normales sí, pero cuando afecta a la seguridad nacional y todo lo demás, tienes suerte de que te digan algo. En esta isla no hay nada para nosotros. Ellos controlan la isla, el lugar de trabajo de las víctimas; nosotros controlamos el escenario del crimen, la casa de las víctimas. Tal vez podamos intercambiar alguna información con Foster y Nash. Aunque no creo que les importe quién asesinó a los Gordon, sólo quieren asegurarse de que los Gordon no hayan asesinado al resto del país.
  
  —Sí, Max, lo sé. Pero mi instinto policial me dice…
  
  —Suponte que atrapamos al asesino y que no se le puede juzgar porque no quedan doce personas vivas en el Estado de Nueva York para formar un jurado.
  
  —Déjate de melodramas —respondí antes de reflexionar unos instantes—. Puede que esto no tenga nada que ver con bichos; piensa en drogas.
  
  —Ya se me había ocurrido —asintió—. Me gusta la idea.
  
  —¿En serio? Dime, ¿qué piensas de Stevens?
  
  Max miró por encima del hombro y yo volví la cabeza para observar a un guardia de uniforme azul que se nos acercaba por el pasillo.
  
  —Caballeros, ¿puedo ayudarles? —preguntó el guardia.
  
  Max le dio las gracias y regresamos a la mesa. Cuando mandan a alguien para interrumpir una conversación privada significa que no podían escuchar lo que se decía.
  
  Después de unos minutos de café y charla, la señorita Alba consultó de nuevo su reloj.
  
  —Ahora podemos ver el resto de esta ala e ir al despacho del doctor Zollner.
  
  —Nos dijo lo mismo hace media hora, Donna —le recordé amablemente.
  
  —Esta mañana está muy ocupado —respondió—. No ha dejado de sonar el teléfono: Washington, periodistas de todo el país —dijo con aparente asombro e incredulidad—. No puedo creer lo que dicen de los Gordon, ni por un instante; es imposible.
  
  Abandonamos la cafetería y circulamos por varios pasillos grises y anodinos. Finalmente, cuando visitábamos la sala de informática, me harté y le dije a Donna:
  
  —Me gustaría ver el laboratorio donde trabajaban los Gordon.
  
  —Está en biocontención. Probablemente podrán verlo luego.
  
  —De acuerdo. ¿Dónde está el despacho de Tom y Judy aquí, en la sección administrativa?
  
  —Pueden preguntárselo al doctor Zollner —respondió después de titubear—. No me ha dicho que les mostrara el despacho de los Gordon.
  
  No quería ponerme duro con Donna y miré a Max de la forma en que lo hacemos los policías. Max, ahora te toca a ti ser el malo.
  
  —Como jefe de policía del municipio de Southold, del que esta isla forma parte, le exijo que nos lleve ahora al despacho de Tom y Judy Gordon, cuyos asesinatos estoy investigando.
  
  No está mal, Max, a pesar de la sintaxis.
  
  La pobre Donna Alba parecía que iba a desmayarse.
  
  —No se preocupe —dijo Beth—. Haga lo que le ordena el jefe Maxwell.
  
  Ahora les tocaba el turno a los señores Foster y Nash y ya sabía lo que iban a decir.
  
  —Dada la naturaleza del trabajo de los Gordon —dijo George Foster, que tomó la iniciativa en esta ocasión— y la probabilidad de que en su despacho se encuentren documentos…
  
  —Relacionados con la seguridad nacional —agregué para cooperar—, etcétera, etcétera.
  
  —El trabajo de los Gordon estaba clasificado como secreto —dijo el amigo Teddy para no quedarse al margen—, así que también lo están sus documentos.
  
  —Y una mierda.
  
  —Discúlpeme, detective Corey, estoy hablando —dijo el señor Nash lanzándome una mirada de reproche—. Sin embargo, por el bien de la armonía y para evitar disputas jurisdiccionales, haré una llamada telefónica, que confío nos facilitará el acceso al despacho de los Gordon. ¿De acuerdo? —agregó después de mirar a Max y Beth.
  
  Ambos asintieron.
  
  Evidentemente, el despacho de los Gordon había sido ya registrado a fondo e higienizado la noche anterior o de madrugada. Como Beth había dicho, sólo veríamos lo que quisieran mostrarnos. Pero reconocí el mérito de George y Ted por darle tanta importancia, como si en el despacho de los Gordon pudiéramos encontrar algo realmente interesante.
  
  —Llamaré al doctor Zollner —dijo Donna Alba, aparentemente aliviada.
  
  Levantó un teléfono y pulsó un botón. Entretanto, Ted Nash se sacó un pequeño teléfono del bolsillo, nos dio la espalda, se alejó unos pasos y habló, o fingió hacerlo, con los dioses de la seguridad nacional en la gran capital del confuso imperio.
  
  Terminada la farsa, regresó junto a nosotros, meros mortales, cuando Donna acababa de hablar con el doctor Zollner. Ambos asintieron.
  
  —Por favor, síganme —dijo Donna.
  
  La seguimos por el pasillo en dirección al ala este del edificio. Después de cruzar el rellano de la escalera por la que habíamos subido, llegamos a la puerta 265, que Donna abrió con una llave maestra.
  
  En el despacho había dos escritorios, cada uno con su correspondiente PC, módem, estantes, y una larga mesa de trabajo cubierta de libros y papeles. No había instrumentos de laboratorio ni nada por el estilo, sino sólo material de oficina, incluido un fax.
  
  Durante un rato examinamos los escritorios de los Gordon, abrimos los cajones y miramos los documentos, pero, como ya he dicho, aquel despacho había sido saneado con anterioridad. Además, las personas involucradas en una conspiración no lo anotan en su agenda, ni dejan notas incriminatorias.
  
  No obstante, uno nunca sabe lo que puede encontrar. Examiné sus tarjetas de direcciones y comprobé que conocían gente en todo el mundo, al parecer en su mayoría científicos. Busqué Gordon y encontré la tarjeta de los padres de Tom, en la que figuraban unos nombres que debían de ser los de su hermana, su hermano y otros miembros de la familia, todos en Indiana. Desconocía el nombre de soltera de Judy.
  
  Busqué Corey, John y encontré mis datos, aunque no recuerdo que me llamaran nunca desde el despacho. Busqué Maxwell, Sylvester, y encontré los números de su despacho y su casa. Busqué Wiley, Margaret, pero no estaba y no me sorprendió. Luego busqué Murphy, los vecinos de los Gordon, y encontré lógicamente los nombres de Edgar y Agnes. Encontré también la tarjeta de Tobin, Fredric y recordé la ocasión en que acudí con los Gordon a sus bodegas para una cata de vinos. Busqué y encontré el número de la Sociedad Histórica Peconic, así como el teléfono particular de su presidenta, una tal Emma Whitestone.
  
  Consulté la N, en busca de narcotraficante, Pedro, y la c de cártel colombiano, pero no hallé nada. Tampoco encontré a Stevens ni a Zollner, pero supuse que debía de existir una guía aparte para todos los empleados de la isla y me propuse conseguir una copia.
  
  Nash jugaba con el ordenador de Tom, y Foster con el de Judy. Probablemente no habían tenido tiempo de hacerlo debidamente por la mañana.
  
  Me percaté de que no había prácticamente ningún artículo personal en el despacho, ninguna fotografía, ninguna obra de arte, ni siquiera algún objeto de escritorio no suministrado por el gobierno. Se lo comenté a Donna.
  
  —No existe ninguna norma que prohíba los objetos personales en la zona uno —respondió—. Pero nadie acostumbra a traer muchas cosas al despacho, salvo cosméticos, medicinas y cosas por el estilo. No sé por qué. En realidad, podemos solicitar casi todo lo que se nos antoje, dentro de lo razonable. En ese sentido estamos bastante mimados.
  
  —Ya veo cómo se gastan mis impuestos.
  
  —Deben tenernos contentos en esta isla de locura. —Sonrió.
  
  Me acerqué a un gran tablón de anuncios, donde Beth y Max leían unos papeles pegados al corcho.
  
  —Este lugar ya ha sido esterilizado —dije sin que me oyeran los federales.
  
  —¿Por quién? —preguntó Max.
  
  —John y yo hemos visto a nuestros dos amigos que se apeaban del transbordador de Plum Island esta mañana —respondió Beth—. Ya habían estado aquí, hablado con Stevens y examinado este despacho.
  
  Max pareció sorprenderse y luego enojarse.
  
  —Maldita sea… eso va contra la ley.
  
  —Yo en tu lugar lo olvidaría —dije—. Pero comprenderás por qué no estoy de muy buen humor.
  
  —No me había percatado de la diferencia, pero ahora yo soy el que está furioso.
  
  Donna nos interrumpió en un tono sumamente amable.
  
  —Llevamos un poco de retraso en nuestro horario —declaró—, tal vez puedan regresar aquí más tarde.
  
  —Lo que quiero que haga es cerrar esta habitación con un candado —dijo Beth—. Mandaré personal de la policía del condado para que la examinen.
  
  —Supongo que al decir examinar se refiere a que retirarán objetos —comentó Nash.
  
  —Una suposición razonable.
  
  —Creo que se ha quebrantado una ley federal y me propongo tomar todas las pruebas que necesite de esta propiedad federal, Beth. Pero estará todo a disposición de la policía del condado de Suffolk —dijo el señor Foster.
  
  —No, George —replicó Beth—, yo me incautaré de todo lo que hay en este despacho y les facilitaré acceso al mismo.
  
  —Vamos a ver la oficina de guardia —interrumpió inmediatamente Donna, que intuyó el principio de una discusión—. Luego veremos al doctor Zollner.
  
  Salimos de nuevo al pasillo y seguimos a Donna hasta una puerta con el número 237. Marcó un código en un teclado, se abrió la puerta y vimos una gran habitación desprovista de ventanas.
  
  —Ésta es la oficina de guardia —dijo—, el centro de mando, de control y de comunicaciones de toda la isla.
  
  Entramos todos y miramos a nuestro alrededor. Había mostradores a lo largo de todas las paredes y un joven sentado de espaldas a nosotros hablaba por teléfono.
  
  —Éste es Kenneth Gibbs, ayudante de Paul Stevens —dijo Donna—. Kenneth es el oficial de guardia hoy.
  
  Kenneth Gibbs se volvió en su silla y nos saludó con la mano.
  
  Observé la sala. En las mesas había tres clases diferentes de transmisores y receptores de radio, una terminal informática, un receptor de televisión, dos fax, teléfonos, teléfonos móviles, un teletipo y otros artilugios electrónicos. Dos cámaras de televisión instaladas en el techo vigilaban la habitación.
  
  En las paredes había toda clase de mapas, frecuencias radiofónicas, circulares, horarios de trabajo, etcétera. Aquél era el centro de operaciones de Paul Stevens, desde donde se ejercía el mando, el control y las comunicaciones, conocido también como MCC.
  
  —Desde aquí estamos en contacto directo con Washington y con otros centros de investigación de Estados Unidos, Canadá, México y el resto del mundo. También estamos en contacto con los centros de control patológico de Atlanta —explicó Donna—. Además, disponemos de una línea directa con nuestro servicio de bomberos y otros lugares clave de la isla, así como con el servicio meteorológico nacional y muchos otros departamentos y organizaciones que contribuyen al funcionamiento de Plum Island.
  
  —¿Cómo las Fuerzas Armadas? —pregunté.
  
  —Sí. Especialmente los guardacostas.
  
  El oficial de guardia colgó el teléfono, se unió a nosotros y nos presentamos.
  
  Gibbs era un individuo alto de unos treinta y pico de años, de ojos azules y cabello rubio y corto como su jefe, pantalón y camisa impecablemente planchados y corbata azul. De una de las sillas colgaba una chaqueta azul. Estaba seguro de que Gibbs era un producto de aquel laboratorio, clonado del pene de Stevens o algo por el estilo.
  
  —Responderé a todo lo que deseen saber sobre este despacho —dijo Gibbs.
  
  —¿Le importaría dejarnos unos minutos a solas con el señor Gibbs? —le preguntó Beth a Donna.
  
  Donna miró a Gibbs, éste asintió y ella salió al pasillo.
  
  —¿Qué hacen ustedes si sopla un fuerte viento del noreste o se acerca un huracán? —preguntó Max, que, como era el único vecino de Plum Island en nuestro grupo, tenía su propio orden del día.
  
  —En horas laborales evacuamos a todos —respondió Gibbs.
  
  —¿Todos?
  
  —Alguien tiene que quedarse para cuidar de las instalaciones. Yo, por ejemplo, soy uno de ellos. También el señor Stevens, unas cuantas personas más de seguridad, algunos bomberos, una o dos personas de mantenimiento para asegurarnos de que sigan funcionando los generadores y los filtros de aire y tal vez uno o dos científicos para controlar los microbios. Supongo que el doctor Zollner decidiría hundirse con el barco —añadió con una carcajada.
  
  Puede que sólo fuera cosa mía, pero no le veía la gracia a la perspectiva de que se diseminaran enfermedades mortales.
  
  —En horario no laboral —prosiguió Gibbs—, cuando la isla está casi desierta, necesitaríamos llevar gente a la isla. Luego deberíamos trasladar nuestros transbordadores y otras embarcaciones a la base de submarinos de New London, donde estarían a salvo. Los submarinos salen a alta mar y allí se sumergen a gran profundidad, donde no corren peligro. Sabemos lo que hacemos —agregó—; estamos preparados para emergencias.
  
  —Si algún día se produjera un escape en la zona de biocontención, ¿tendrían la bondad de comunicármelo? —preguntó Max.
  
  —Usted casi sería el primero en saberlo —afirmó Gibbs.
  
  —Lo sé. Pero me gustaría enterarme por teléfono o por radio, no cuando empezara a toser sangre o algo por el estilo —dijo Max.
  
  —Mi manual de instrucciones indica a quién llamar y en qué orden —respondió Gibbs, al parecer ligeramente contrariado—. Usted está entre los primeros.
  
  —He solicitado que se instale aquí una sirena que pueda oírse desde tierra firme.
  
  —Si nosotros le llamamos, usted puede tocar una sirena si le apetece para alertar a la población civil —agregó el oficial—. No anticipo ningún escape, de modo que su necesidad es discutible.
  
  —El caso es que este lugar me aterra y no me siento mejor ahora, después de haberlo visto.
  
  —No tiene de qué preocuparse.
  
  Me alegró escuchar esas palabras.
  
  —¿Y si hubiera intrusos armados en la isla? —pregunté.
  
  —¿Se refiere a terroristas? —dijo Gibbs después de mirarme.
  
  —Sí, me refiero por ejemplo a terroristas. O algo peor, funcionarios de correos descontentos.
  
  Mi ocurrencia no le hizo gracia.
  
  —Si nuestro personal de seguridad no pudiera controlar la situación —respondió—, llamaríamos a los guardacostas. Desde aquí —añadió señalando una radio con el pulgar.
  
  —¿Y si esta sala fuera la primera en ser destruida?
  
  —Hay una segunda MCC en el edificio.
  
  —¿En el sótano?
  
  —Tal vez. ¿No investigaban ustedes un asesinato?
  
  Me encanta que los polis de alquiler se pongan insolentes.
  
  —Tiene razón. ¿Dónde estaba usted ayer a las cinco y media de la tarde?
  
  —¿Yo?
  
  —Usted.
  
  —Pues… deje que piense…
  
  —¿Dónde está su cuarenta y cinco automática?
  
  —En ese cajón.
  
  —¿Ha sido disparada últimamente?
  
  —No… bueno, a veces la utilizo para hacer prácticas de tiro…
  
  —¿Cuándo vio a los Gordon por última vez?
  
  —Déjeme pensar…
  
  —¿Era muy amigo de los Gordon?
  
  —No mucho.
  
  —¿Tomó alguna vez una copa con ellos?
  
  —No.
  
  —¿Almuerzo?, ¿cena?
  
  —No. Ya le he dicho…
  
  —¿Tuvo alguna vez la oportunidad de hablar oficialmente con ellos?
  
  —No… bueno…
  
  —¿Bueno?
  
  —Algunas veces. Sobre su barco. Les gustaba usar las playas de Plum Island. A veces, los Gordon venían a la isla los domingos y días de fiesta, fondeaban el barco junto a alguna de las playas desiertas de la costa sur y nadaban hasta la orilla, remolcando un bote de goma, en el que transportaban la merienda. Eso no suponía ningún problema. En realidad, solíamos organizar una merienda el 4 de julio para los empleados y sus familias. Era la única ocasión en la que permitíamos el acceso a la isla a personas que no trabajan aquí, pero ciertas consideraciones sobre responsabilidades nos obligaron a interrumpir esas meriendas…
  
  Intenté imaginar esas excursiones, una especie de salidas de biocontención.
  
  —Los Gordon no traían nunca a nadie, lo que prohíben nuestras normas, pero su barco presentaba un problema.
  
  —¿Qué clase de problema?
  
  —Por una parte, durante el día, atraía a otras embarcaciones de placer, que creían que estaba permitido acercarse a la costa y desembarcar en la isla. Y por la noche, suponía un peligro para la navegación de nuestros barcos patrulla. De modo que hablé con ellos de ambos problemas e intentamos resolverlos.
  
  —¿Cómo intentaron resolverlos?
  
  —La solución más fácil habría sido que atracaran en la ensenada y utilizaran una de nuestras embarcaciones para trasladarse al extremo más remoto de la isla. El señor Stevens no tenía ningún inconveniente, aunque quebrantaba las normas de uso oficial de los barcos y todo eso, pero era preferible a lo que hacían. Sin embargo, no querían venir a la ensenada ni utilizar nuestras embarcaciones; deseaban hacerlo a su manera: llegar con su lancha a una de las playas, bote de goma y nadar. Decían que era más divertido, más espontáneo y emocionante.
  
  —¿Quién dirige esta isla?, ¿Stevens, Zollner o los Gordon?
  
  —Debemos cuidar a los científicos para que no se molesten. El chiste entre los no científicos es que si uno hace enojar a un científico o discute con él sobre cualquier cosa, acaba con una enfermedad vírica de tres días de duración.
  
  Todo el mundo soltó una carcajada.
  
  —El caso es que logramos convencerlos para que dejaran encendidas las luces de navegación —prosiguió Kenneth Gibbs— y me aseguré de que los helicópteros y los barcos de los guardacostas reconocieran su lancha. También les obligamos a prometer que sólo fondearían donde hubiera uno de nuestros grandes letreros de «Acceso prohibido» en la playa. Suelen desalentar incluso a los menos temerosos.
  
  —¿Qué hacían los Gordon en la isla?
  
  —Merendar, supongo —respondió Gibbs después de encogerse de hombros—. Caminar. Disponían de casi quinientas hectáreas desiertas en los días de fiesta y horas no laborales —agregó.
  
  —Tengo entendido que eran aficionados a la arqueología.
  
  —Sí, desde luego. Iban mucho por las ruinas. Coleccionaban cosas para un museo de Plum Island.
  
  —¿Un museo?
  
  —Bueno, sólo una exposición. Creo que el propósito era instalarla en el vestíbulo. El material está guardado en el sótano.
  
  —¿Qué clase de material?
  
  —Principalmente, balas de mosquetón y puntas de flecha. Un cencerro de vaca… un botón de latón de un uniforme del ejército continental, algunos artilugios de la época de la guerra española… una botella de whisky… cualquier cosa; en general, baratijas. Está todo catalogado y guardado en el sótano. Pueden verlo si lo desean.
  
  —Tal vez más tarde —dijo Beth—. Tengo entendido que los Gordon estaban organizando una excavación oficial. ¿Sabe algo al respecto?
  
  —Sí. Lo último que deseamos es un montón de gente de Stony Brook o de la Sociedad Histórica Peconic deambulando por la isla. Pero intentaban organizarlo con los Departamentos de Agricultura y de Interior. El Departamento de Interior tiene la última palabra sobre artefactos de guerra y todo eso —agregó.
  
  —¿Se le ocurrió alguna vez que los Gordon pudieran estar tramando algo? —pregunté—. ¿Por ejemplo, sacar material clandestinamente del edificio principal, esconderlo cerca de alguna playa durante sus supuestas expediciones arqueológicas y recuperarlo luego con su barco?
  
  Kenneth Gibbs no respondió.
  
  —¿Se le ocurrió que las meriendas y esa farsa arqueológica podían ser una tapadera? —insistí.
  
  —Supongo… retrospectivamente… Pero ahora todo el mundo me acosa como si debiera haber sospechado algo. Olvidan que esos dos eran estrellas; podían hacer lo que se les antojara, salvo arrojar excrementos de vaca a la cara de Zollner. No necesito ninguna reprimenda —agregó—; cumplí con mi obligación.
  
  Probablemente lo había hecho. Y, por cierto, oí de nuevo aquel tintineo en mi cabeza.
  
  —¿Vio usted, o alguno de sus subordinados, el barco de los Gordon después de salir, ayer al mediodía, de la ensenada? —preguntó Beth.
  
  —No. Lo he preguntado.
  
  —En otras palabras, ¿tiene usted la certeza de que su barco no estuvo fondeado cerca de la isla ayer por la tarde?
  
  —No, no puedo estar seguro.
  
  —¿Con qué frecuencia rodean la isla sus barcos? —preguntó Max.
  
  —Solemos utilizar uno de los dos barcos —respondió Gibbs—. Su recorrido es de ocho o nueve millas alrededor de la isla, que, a diez o doce nudos, supone una vuelta completa cada cuarenta o sesenta minutos, a no ser que paren a alguien por alguna razón.
  
  —De modo que, desde una embarcación a media milla aproximadamente de la costa de la isla, alguien con unos prismáticos podría ver su barco patrulla, The Prune, si no me equivoco —dijo Beth.
  
  —The Prime o The Plum Pudding.
  
  —Exacto. Esa persona vería uno de sus barcos patrulla, y si estuviera familiarizada con su recorrido, sabría que dispone de cuarenta a sesenta minutos para acercarse a la costa, fondear, desembarcar con el bote de goma, hacer lo que fuera y regresar a su barco sin ser visto por nadie.
  
  —Posiblemente —respondió el señor Gibbs después de aclararse la garganta—, pero olvida la vigilancia del helicóptero y el vehículo que recorre las playas. Tanto el helicóptero como los vehículos patrullan completamente al azar.
  
  —Acabamos de hacer una visita a la isla —observó Beth después de asentir— y en casi dos horas sólo he visto una vez el helicóptero de los guardacostas, una camioneta y, en una sola ocasión, el barco patrulla.
  
  —Como acabo de decirle, patrullan al azar. ¿Se arriesgaría usted?
  
  —Tal vez —respondió Beth—. Según lo que hubiera en juego.
  
  —También patrullan de vez en cuando los guardacostas y si quieren que les hable con toda franqueza —declaró Gibbs—, disponemos de instrumentos electrónicos que realizan la mayor parte del trabajo.
  
  —¿Dónde están los monitores? —pregunté mirando a mi alrededor.
  
  —En el sótano.
  
  —¿En qué consisten?, ¿cámaras de televisión?, ¿sensores de movimiento?, ¿sensores de sonido?
  
  —No estoy autorizado a revelarlo.
  
  —De acuerdo —dijo Beth—. Escriba su nombre, dirección y número de teléfono. Le llamaremos para que venga a declarar.
  
  Gibbs parecía enojado pero también aliviado por haberse quitado de momento un peso de encima. También tenía la intensa sospecha de que Gibbs, Foster y Nash ya se habían conocido aquella mañana.
  
  Me acerqué a la pared para examinar el material junto a las radios. Había un gran mapa del este de Long Island, del canal y la costa meridional de Connecticut. En él figuraban una serie de círculos concéntricos, con el centro en New London, Connecticut. Parecía uno de esos mapas de destrucción atómica, que muestran lo calcinado que quedaría uno según la distancia en la que estuviese del punto cero. Me percaté de que Plum Island estaba en el último círculo, lo que supongo que eran buenas o malas noticias según lo que significara el mapa. Como no había ninguna explicación, decidí preguntárselo al señor Gibbs.
  
  —¿Qué es esto?
  
  —Hay un reactor nuclear en New London —respondió después de mirar lo que yo señalaba—: Esos círculos representan las diferentes zonas de peligro si se produjera una explosión o fusión del núcleo.
  
  Consideré la ironía de un reactor nuclear en New London, que suponía un peligro para Plum Island, y que a su vez suponía un peligro para la población de New London según la dirección del viento.
  
  —¿Cree que el personal de la central nuclear dispone de un mapa con el peligro que supondría para ellos una fuga bioquímica en Plum Island? —pregunté.
  
  Incluso el circunspecto señor Gibbs se vio obligado a sonreír, aunque su sonrisa fue un poco extraña. Probablemente Gibbs y Stevens estaban acostumbrados a este tipo de sonrisas.
  
  —En realidad, el personal de la central nuclear dispone de un mapa como el que usted ha descrito —respondió—. A veces me pregunto qué ocurriría si un terremoto provocara un escape bioquímico y un escape nuclear simultáneamente, ¿mataría la radiactividad todos los gérmenes? —agregó, brindándonos de nuevo su peculiar sonrisa—. El mundo moderno está lleno de horrores inimaginables —sentenció filosóficamente.
  
  Aquél parecía ser el mantra de Plum Island.
  
  —Si yo estuviera en su lugar —sugerí amablemente—, esperaría a que soplara un buen viento del sur y soltaría ántrax. Atacarlos a ellos antes de que ellos les ataquen a ustedes.
  
  —Sí. Buena idea.
  
  —¿Dónde está el despacho del señor Stevens? —pregunté.
  
  —Habitación doscientos cincuenta.
  
  —Gracias.
  
  Sonó el intercomunicador y se oyó una voz masculina:
  
  —El doctor Zollner recibirá a los invitados ahora.
  
  Agradecimos al señor Gibbs el tiempo que nos había dedicado y él nos dio las gracias por la visita, lo que nos convirtió a todos en unos mentirosos. Beth le recordó que se verían en la comisaría.
  
  Nos reunimos con Donna en el pasillo.
  
  —En las puertas no aparecen nombres ni títulos —comenté mientras andábamos.
  
  —Por razones de seguridad —respondió lacónicamente Donna.
  
  —¿Cuál es el despacho de Paul Stevens?
  
  —Puerta doscientos veinticinco —respondió.
  
  Quedó demostrado una vez más que la mejor seguridad es la mentira. Nos condujo al fondo del pasillo y abrió la habitación número doscientos.
  
  
  
  
  
  Capítulo 11
  
  
  
  
  —Por favor, siéntense —dijo Donna—. June, la secretaria del doctor Zollner, estará con nosotros dentro de un momento.
  
  Todos nos sentamos salvo Donna, que permaneció de pie a la espera de June.
  
  Transcurrido aproximadamente un minuto, una mujer madura de aspecto circunspecto apareció por una puerta lateral.
  
  —June, éstos son los invitados del doctor Zollner.
  
  Sin prestarnos apenas atención ni decir palabra, June se instaló en su escritorio.
  
  Donna nos dio los buenos días y se retiró. Me percaté de que nunca nos dejaban un momento solos. Soy un entusiasta de la seguridad rigurosa, salvo cuando me afecta directamente.
  
  Ya echaba de menos a Donna, era realmente agradable. El mundo está lleno de mujeres atractivas, pero entre mi reciente divorcio y mi aún más reciente hospitalización y convalecencia no he participado realmente en el juego.
  
  Observé a Beth Penrose. Ella me miró, estuvo a punto de sonreír y volvió la cabeza.
  
  Entonces miré a George Foster, siempre un ejemplo de compostura. Supuse que tras su vacua mirada se ocultaba un cerebro imponente. Eso esperaba.
  
  Sylvester Maxwell golpeaba impacientemente el brazo de su sillón con los dedos. Creo que en general se alegraba de haberme contratado, pero tal vez se preguntara cómo controlar a un asesor independiente, que recibía un dólar semanal y hacía enfadar a todo el mundo.
  
  Los grises claro y oscuro de las paredes y la alfombra de la sala de espera eran los mismos que en el resto del edificio. En aquel lugar, uno podía sentirse hambriento de sensaciones.
  
  En cuanto a la habitación doscientos cincuenta, estaba seguro de que allí no se encontraba Paul Stevens ni su diploma. Probablemente, en ella había veinte perros rabiosos dispuestos a devorar mis genitales. No estaba seguro respecto a la doscientos veinticinco… Nada en aquella isla era exactamente lo que parecía, ni nadie era del todo sincero.
  
  —Mi tía se llamaba June —dije, dirigiéndome a la secretaria.
  
  Ella levantó la cabeza y me miró fijamente.
  
  —Bonito nombre —proseguí—. Por alguna razón me recuerda el final de la primavera y el principio del verano; el solsticio de verano, ¿sabe a lo que me refiero?
  
  June no dejaba de mirarme fijamente con los párpados entornados. Aterrador.
  
  —Llame al doctor Zollner y dígale que dispone de diez segundos para recibirnos, de lo contrario obtendremos una orden de detención por obstrucción a la justicia —dije—. Nueve.
  
  —Doctor Zollner, le ruego que venga aquí, ahora —dijo June por el intercomunicador.
  
  —Cinco segundos.
  
  Se abrió la puerta de la derecha y apareció un individuo alto y fornido de camisa blanca y corbata azul.
  
  —Dígame, ¿cuál es el problema? —preguntó.
  
  —Él —respondió June, señalándome directamente.
  
  —¿Qué ocurre? —preguntó el cachas.
  
  Me puse de pie y también lo hicieron todos los demás. Reconocí al doctor Zollner por las fotografías del vestíbulo.
  
  —Hemos cruzado los mares y viajado muchos kilómetros, doctor, y superado muchos obstáculos para encontrarle, y usted nos recompensa con su rechazo.
  
  —¿Perdón?
  
  —¿Llamo al servicio de seguridad, doctor? —interrumpió June.
  
  —No, no —respondió él mientras nos miraba—. Adelante, adelante.
  
  Entramos, entramos.
  
  El despacho del doctor Zollner, situado en una esquina, era grande, pero su mobiliario, las paredes y la alfombra eran iguales a los del resto del edificio. De la pared detrás de su escritorio colgaba una impresionante retahíla de marcos. En las demás paredes había una serie de repugnantes cuadros abstractos, una auténtica basura, como en los mejores museos.
  
  Todavía de pie, nos presentamos todos, en esta ocasión con nuestros títulos y descripción de nuestro trabajo. Tuve la impresión, y de nuevo no podía ser más que una sensación por mi parte, de que Zollner ya conocía a Nash y a Foster.
  
  Le estrechamos todos la mano y Zollner nos brindó una radiante sonrisa.
  
  —Bienvenidos. Confío en que el señor Stevens y la señora Alba les hayan sido de ayuda.
  
  Hablaba con un ligero acento, alemán probablemente, a juzgar por su nombre. Ya he dicho que era corpulento; a decir verdad, estaba gordo, tenía la perilla y el pelo blancos, y llevaba unas gruesas gafas. Con toda sinceridad, se parecía a Burl Ivés.
  
  —Siéntense, siéntense —dijo el doctor Zollner antes de proseguir y nos sentamos, sentamos—. Todavía no me he recuperado de la tragedia. Anoche no pude dormir.
  
  —¿Quién le llamó anoche para darle la noticia, doctor? —preguntó Beth.
  
  —El señor Stevens. Dijo que le había llamado la policía —respondió—. Los Gordon eran unos científicos brillantes y gozaban de un gran respeto entre sus colegas —agregó—. Espero que resuelvan este caso cuanto antes.
  
  —También nosotros lo deseamos —dijo Beth.
  
  —Permítanme también que me disculpe por haberles hecho esperar; en toda la mañana no he dejado de hablar por teléfono —prosiguió Zollner.
  
  —Supongo, doctor, que se le ha recomendado no conceder entrevistas —dijo Nash.
  
  —Sí, sí —asintió Zollner—. Por supuesto. No he facilitado ninguna información y me he limitado a leer la declaración preparada en Washington.
  
  —¿Podría leérnosla? —solicitó Foster.
  
  —Sí, claro, claro —respondió antes de mover los papeles de su mesa, levantar un documento, ajustarse las gafas y empezar a leer—: «El secretario de Agricultura lamenta la trágica muerte del doctor Thomas Gordon y la doctora Judith Gordon, ambos empleados del Departamento de Agricultura. No vamos a especular respecto a las circunstancias de dichas muertes. Toda pregunta relacionada con la investigación de las mismas debe dirigirse a la policía local, que está en mejores condiciones de responder». El doctor Zollner acabó de leer lo que en realidad no decía nada.
  
  —Tenga la bondad de mandar ese comunicado por fax a la policía de Southold, para que podamos leérselo a la prensa, después de sustituir policía local por FBI —dijo Max.
  
  —El FBI no está involucrado en este caso, jefe —dijo el señor Foster.
  
  —Claro. Lo había olvidado. Ni tampoco la CIA. ¿Y la policía del condado? —preguntó mirando a Beth—, ¿estáis involucrados?
  
  —Involucrados y al mando de la operación —respondió Beth—. ¿Puede describirnos el trabajo de los Gordon? —agregó, dirigiéndose al doctor Zollner.
  
  —Sí… Se ocupaban primordialmente de… investigación genética. La alteración genética de los virus para que no puedan provocar ninguna enfermedad, pero sean capaces de estimular el sistema inmunitario del cuerpo.
  
  —¿Una vacuna? —preguntó Beth.
  
  —Sí, una nueva clase de vacuna, mucho menos peligrosa que con la utilización de un virus debilitado.
  
  —¿Y tenían acceso a toda clase de virus y bacterias?
  
  —Sí, por supuesto. Particularmente virus.
  
  Beth prosiguió con preguntas más tradicionales en la investigación de un homicidio, concernientes a amigos, enemigos, deudas, amenazas, relaciones con colegas de trabajo, conversaciones, su conducta durante la última semana aproximadamente, etcétera. Buenas preguntas pero, con toda probabilidad, no muy pertinentes. Sin embargo, debían ser formuladas, y lo serían una y otra vez, a casi todos los conocidos de los Gordon y luego, de nuevo, a los ya interrogados para comprobar si había alguna contradicción en sus declaraciones. Lo que necesitábamos en aquel caso, si sospechábamos el robo de microbios letales, era un golpe de suerte, un comodín que nos permitiera saltarnos toda esa basura procesal antes de que llegara el fin del mundo.
  
  Observé los cuadros abstractos de las paredes y me percaté de que no eran pinturas, sino fotografías a todo color… Me dio la sensación de que eran enfermedades: bacterias y demás microbios que infectaban la sangre, las células y los tejidos, fotografiados a través de un microscopio. Extraordinario. Aunque en realidad no estaban demasiado mal.
  
  —Incluso los organismos causantes de enfermedades pueden ser hermosos —dijo el doctor Zollner al percatarse de que los miraba.
  
  —Efectivamente —reconocí—. Tengo un traje con ese dibujo, el de las colitas verdes y rojas.
  
  —No me diga. Eso es un filovirus, Ébola para ser exactos. Evidentemente, coloreado. Esas cositas podrían causarle la muerte en cuarenta y ocho horas. Incurable.
  
  —¿Y están aquí, en este edificio?
  
  —Es posible.
  
  —A los policías no nos gusta esa respuesta, doctor. ¿Sí o no?
  
  —Sí. Pero almacenados con todas las medidas de seguridad: congelados y bajo llave. Además —agregó—, aquí sólo manipulamos el Ébola de los simios, no el humano.
  
  —¿Han hecho ustedes un inventario de sus microbios?
  
  —Sí. Pero para ser sinceros, no hay forma de llevar el control de todos los especímenes. Además, existe el peligro de que alguien propague ciertos organismos en un lugar no autorizado. Sí, sí, ya sé adónde quiere ir a parar. Usted cree que los Gordon se apoderaron de algún organismo sumamente exótico y peligroso y tal vez lo vendieron a… digamos, una potencia extranjera. Pero puedo asegurarle que nunca hubieran hecho tal cosa.
  
  —¿Por qué no?
  
  —Porque es una posibilidad demasiado horrible.
  
  —Menudo consuelo —respondí—. Ahora podemos regresar tranquilos a nuestras casas.
  
  El doctor Zollner me miró, supongo que debido a que no estaba acostumbrado a mi sentido del humor. Se parecía realmente a Burl Ivés y me proponía pedirle una fotografía y un autógrafo.
  
  —Detective Corey —dijo finalmente el doctor Zollner con su ligero acento después de inclinarse sobre su escritorio para mirarme—, ¿abriría usted las puertas del infierno si tuviera la llave? Si lo hiciera, tendría que correr muy de prisa.
  
  —Si abrir las puertas del infierno es tan impensable, ¿para qué necesitan la llave y el cerrojo? —pregunté después de reflexionar unos instantes.
  
  —Supongo que para protegernos de los locos —respondió—. Evidentemente, los Gordon no estaban locos —agregó.
  
  Nadie dijo una palabra. Todos nos lo habíamos planteado, verbal y mentalmente, una docena de veces desde la noche anterior.
  
  —Yo tengo otra teoría —declaró por fin el doctor Zollner—, que voy a compartir con ustedes, y creo que se demostrará antes de que acabe el día. Los Gordon, que eran unas personas maravillosas, pero pésimos para administrar el dinero y un tanto despilfarradores, robaron una de las nuevas vacunas en las que estaban trabajando. Creo que habían avanzado más de lo que decían en la investigación de una nueva vacuna. Lamentablemente, eso ocurre de vez en cuando en el mundo científico. Pudieron haber tomado notas aparte e incluso preparado un gel secuencial independiente, que es una placa transparente en la que las mutaciones elaboradas genéticamente, insertadas en un virus maligno, se muestran como… algo parecido a un código de barras —explicó.
  
  Nadie dijo nada.
  
  —Supongamos que los Gordon hubieran descubierto una vacuna maravillosa contra algún terrible virus animal, humano o ambos, y hubiesen guardado el secreto de su descubrimiento. Luego, a lo largo de los meses, hubieran reunido sus notas, muestras de gel y la propia vacuna en algún lugar oculto del laboratorio o en un edificio abandonado de la isla. Su objetivo, evidentemente, habría sido el de venderla, tal vez, a una empresa farmacéutica extranjera. Puede que su propósito fuera el de dimitir, pasar a trabajar para una empresa privada y fingir que habían efectuado el descubrimiento allí. En tal caso, habrían obtenido una generosa bonificación de varios millones de dólares. Además, según la clase de vacuna, habrían recibido decenas de millones de dólares por los derechos de la patente.
  
  Todo el mundo guardaba silencio. Miré a Beth. En realidad, ella ya se lo había imaginado cuando estábamos junto al acantilado.
  
  —¿No les parece lógico? —prosiguió el doctor Zollner—. La gente que trabaja con la vida y la muerte prefiere vender vida. Aunque sólo sea porque es menos peligroso y más rentable. La muerte es barata. Yo podría matarles con una pizca de ántrax. Es más difícil proteger y conservar la vida. Así que si la muerte de los Gordon está de algún modo relacionada con su trabajo aquí, el vínculo es el que acabo de relatarles. ¿Por qué pensar en bacterias o virus malignos?, ¿qué les induce a pensar de ese modo? Como solemos decir, si su única herramienta es un martillo, todos los problemas parecen clavos, ¿no les parece? Pero no se lo reprocho; siempre pensamos en lo peor y en eso consiste su trabajo.
  
  Una vez más, todo el mundo guardó silencio.
  
  —Si hicieron eso los Gordon —prosiguió el doctor Zollner después de mirarnos uno a uno—, es inmoral y también ilegal. Y su agente, su intermediario, es también inmoral, avaro y, al parecer, asesino.
  
  El doctor Zollner parecía haber analizado concienzudamente la situación.
  
  —Ésta no sería la primera vez que unos científicos, empleados del gobierno o de alguna gran empresa, hubieran conspirado para robar su propio descubrimiento y convertirse en millonarios. Supone una gran frustración para los investigadores geniales ver cómo los demás ganan millones con su trabajo. Y las apuestas son muy fuertes. Si esa vacuna, por ejemplo, pudiera utilizarse contra una enfermedad ampliamente difundida, como el Sida, estaríamos hablando de centenares de millones de dólares, incluso de miles de millones para sus descubridores.
  
  Nos miramos los unos a los otros. Miles de millones.
  
  —De modo que ahí lo tienen. Los Gordon querían ser ricos, pero creo que, sobre todo, famosos. Aspiraban al reconocimiento, querían que la vacuna llevara su nombre, como la vacuna Salk, y aquí eso no habría ocurrido. Lo que hacemos aquí no tiene mucha difusión, salvo entre la comunidad científica. Los Gordon eran un tanto extravagantes para ser científicos, eran jóvenes, querían cosas materiales, aspiraban al sueño americano y estaban seguros de habérselo ganado. Y, saben lo que les digo, realmente lo habían hecho. Eran brillantes, estaban explotados y mal pagados; de modo que intentaron remediarlo. Sólo me pregunto qué descubrieron y me preocupa no recuperarlo. Me pregunto también quién los asesinó, aunque estoy seguro de saber el porqué. ¿Qué opinan ustedes? ¿Sí? ¿No?
  
  Nash fue el primero en hablar.
  
  —Creo que es eso, doctor. Me parece que está en lo cierto.
  
  —Nuestra idea era correcta, pero con el bicho equivocado. Una vacuna, evidentemente —asintió George Foster.
  
  —Es perfectamente lógico —asintió a su vez Max—. Sí. Me siento aliviado.
  
  —Todavía debo encontrar al asesino —dijo Beth—. Pero creo que podemos dejar de pensar en terroristas y empezar a buscar otra clase de persona o personas.
  
  Miré un rato al doctor Zollner y él me devolvió la mirada. Sus gafas eran gruesas pero no ocultaban el parpadeo de sus ojos azules. Puede que no fuera Burl Ivés. Tal vez era el coronel Sanders. Eso es. Perfecto. El director del mayor laboratorio de patología animal del mundo se parece al coronel Sanders.
  
  —Detective Corey —dijo el doctor—, ¿tiene usted otra idea tal vez?
  
  —Claro que no. En esto estoy con la mayoría. Conocía a los Gordon y al parecer usted también los conocía, doctor —respondí y miré a mis colegas—. Me parece increíble que no se nos hubiera ocurrido: no la muerte, la vida; no la enfermedad, sino la curación.
  
  —Una vacuna —dijo el doctor Zollner—. Prevención, no curación. Las vacunas son más rentables. Si hablamos de una vacuna contra la gripe, por ejemplo, se suministran cien millones de dosis anuales sólo en Estados Unidos. El trabajo de los Gordon era brillante en el campo de las vacunas víricas.
  
  —Bien, una vacuna. ¿Y dice usted, doctor Zollner, que debieron de planearlo hace algún tiempo? —pregunté.
  
  —Sí, por supuesto. A partir del momento en que se hubieran dado cuenta de que habían descubierto algo, habrían empezado a tomar notas falsas, resultados falsos y, al mismo tiempo, a guardar las notas y las pruebas válidas; el equivalente científico a una doble contabilidad.
  
  —¿Y nadie se habría percatado de lo que sucedía? ¿No hay controles ni comprobaciones?
  
  —Claro que los hay. Pero los Gordon eran compañeros de investigación y con mucha experiencia. Además, su especialidad, la ingeniería genética vírica, es un tanto exótica y difícil de controlar por parte de otros. Y, por último, si existe la voluntad, combinada con una inteligencia auténticamente genial, se encuentra la forma de hacerlo.
  
  —Increíble —asentí—. ¿Y cómo se las arreglaron para sacar clandestinamente el material? ¿Qué tamaño tiene una de esas placas de gelatina?
  
  —Placa de gel.
  
  —Eso. ¿Cómo es de grande?
  
  —Puede medir unos cuarenta y cinco centímetros de anchura por unos setenta y cinco de longitud.
  
  —¿Cómo puede sacarse algo semejante del laboratorio de biocontención?
  
  —No estoy seguro.
  
  —¿Y sus notas?
  
  —Fax. Luego se lo mostraré.
  
  —¿Y la vacuna propiamente dicha?
  
  —Eso es fácil. Por vía anal y vaginal.
  
  —No pretendo ser grosero, doctor, pero no creo que lograran introducirse una placa de gel de cuarenta y cinco centímetros en el culo sin llamar un poco la atención.
  
  El doctor Zollner se aclaró la garganta antes de responder.
  
  —Las placas de gel no son estrictamente necesarias si uno logra fotocopiarlas o fotografiarlas con una de esas pequeñas cámaras que utilizan los espías.
  
  —Increíble —exclamé mientras pensaba en el fax del despacho de los Gordon.
  
  —Sí. Bien, veamos si logramos deducir qué y cómo ha sucedido —dijo el doctor antes de levantarse—. Si alguno de ustedes prefiere no entrar en la zona de biocontención, puede quedarse en el vestíbulo o en la cafetería —agregó mirando a su alrededor, pero al comprobar que nadie respondía añadió con una sonrisa más parecida a Burl Ivés que al coronel Sanders—: Bien, veo que son ustedes valientes. Por favor, síganme.
  
  —Manténganse unidos —dije yo después de ponernos todos de pie.
  
  —Cuando estemos en la zona de biocontención, amigo mío, querrá mantenerse tan cerca de mí como le sea posible —dijo el doctor Zollner y sonrió.
  
  Se me ocurrió que tendría que haber ido a recuperarme al Caribe.
  
  
  
  
  
  Capítulo 12
  
  
  
  
  Regresamos al vestíbulo y nos detuvimos frente a las dos puertas amarillas.
  
  —Donna la espera en el vestuario —le dijo el doctor Zollner a Beth—. Le ruego que siga sus instrucciones y nos reuniremos con usted a la salida. Caballeros —agregó después de que Beth cruzara el umbral—, tengan la bondad de seguirme.
  
  Seguimos al buen doctor hasta los vestuarios masculinos, pintados de un horrible color naranja, aunque, por otra parte, perfectamente normales. Un ayudante nos entregó candados abiertos sin llave y batas blancas de laboratorio recién lavadas. En una bolsa de plástico había ropa interior de papel, calcetines y zapatillas de algodón.
  
  —Les ruego que se lo quiten todo, incluida la ropa interior y las joyas —dijo el doctor Zollner al tiempo que nos mostraba unas taquillas vacías.
  
  Nos desnudamos hasta quedarnos como Dios nos trajo al mundo y me moría de impaciencia por contarle a Beth que Ted Nash llevaba un treinta y ocho con un cañón de siete centímetros y que el cañón era más largo que su miembro viril.
  
  —Cerca del corazón —comentó George Foster refiriéndose a la herida de mi pecho.
  
  —No tengo corazón.
  
  Zollner se puso su bata extragrande y ya se parecía más al coronel Sanders.
  
  Cerré el candado de mi taquilla y me ajusté la ropa interior de papel.
  
  —¿Estamos listos? —preguntó el doctor Zollner después de mirarnos—. Entonces síganme.
  
  —Un momento —dijo Max—. ¿No vamos a ponernos mascarillas, filtros de aire o algo por el estilo?
  
  —No para la zona dos, señor Maxwell. Tal vez para la zona cuatro, si está dispuesto a llegar tan lejos. Vamos. Síganme.
  
  Nos dirigimos al fondo de los vestuarios y Zollner abrió una puerta roja con un extraño símbolo de peligro bioquímico y las palabras «Zona dos». Percibí una corriente de aire.
  
  —Lo que oyen es la presión negativa del aire —explicó el doctor Zollner—. La presión aquí es de casi 0,1 kg/cm«menos que en el exterior, para evitar la fuga accidental de cualquier elemento patógeno.
  
  —Eso lo odio.
  
  —Además, unos filtros especiales en el techo limpian todo el aire que se expulsa.
  
  Max parecía obstinadamente escéptico, como si no quisiera que ninguna buena noticia estropeara su firme creencia de que el peligro de Plum Island equivalía al de Three Mile Island y Chernóbil juntos.
  
  Entramos en un pasillo de hormigón y Zollner miró a su alrededor.
  
  —¿Dónde está la señora Penrose? —preguntó.
  
  —¿Está usted casado, doctor? —respondí.
  
  —Sí. Ah… claro, puede que tarde más en cambiarse.
  
  —Sin puede, amigo mío.
  
  Por fin se abrió la puerta de las mujeres y apareció lady Penrose, con su bata blanca y zapatillas de algodón. Estaba incluso más atractiva de blanco, más al estilo cupido, pensé.
  
  Oyó la corriente de aire y Zollner le explicó lo de la presión negativa. Luego nos dio instrucciones para que procuráramos no tropezar con ningún transportador ni estante de frascos o probetas, llenos de microbios o productos químicos letales.
  
  —Bien, síganme —dijo Zollner— y les mostraré lo que hacemos aquí para que puedan contarles a sus amigos y colegas que no fabricamos bombas de ántrax. —Se rio y prosiguió con seriedad—: El acceso a la zona cinco está vedado porque para entrar se precisan vacunas especiales, así como cierta formación para ponerse los trajes y los respiradores de protección bioquímica y todo lo demás. El paso al sótano también está prohibido.
  
  —¿Por qué está vedado el sótano? —pregunté.
  
  —Porque ahí es donde están los cadáveres de los extraterrestres y los científicos nazis —respondió con una carcajada.
  
  Realmente me encanta hablar en serio con un científico cuyo acento recuerda al del doctor Strangelove. Pero lo más importante era que ahora tenía la certeza de que Stevens había hablado con Zollner. Me habría gustado ser una mosca tse-tse en la pared mientras lo hacían.
  
  —Creía que los extraterrestres y los nazis estaban en los bunkers subterráneos —intentó bromear el señor Foster.
  
  —No, los cadáveres de los extraterrestres están en el faro —respondió Zollner—. Y sacamos a los nazis de los bunkers cuando protestaron por los vampiros.
  
  Todo el mundo se rio a carcajadas. Qué gracia. Humor en biocontención. Debería escribir al Reader’s Digest.
  
  —Ésta es una zona segura —dijo el doctor Zany mientras caminábamos—. Contiene principalmente laboratorios de ingeniería genética, algunos despachos y microscopios electrónicos, y el trabajo que se realiza es de bajo riesgo y bajo contagio.
  
  Avanzamos por pasillos de hormigón y de vez en cuando el doctor Zollner abría una puerta amarilla de acero para saludar a alguien en el despacho o laboratorio e interesarse por su trabajo.
  
  Había toda clase de salas desprovistas de ventanas, incluida una que parecía una bodega, salvo que sus botellas no eran de vino, sino de cultivos de células vivas, según Zollner.
  
  El doctor nos daba explicaciones mientras caminábamos por los pasillos grises como los de un buque de guerra.
  
  —Surgen nuevos virus que afectan a los animales, a los humanos o a ambos. Los seres humanos y las especies de animales superiores carecemos de reacciones inmunológicas ante muchas de estas enfermedades mortales. Los medicamentos antivíricos actuales no son muy eficaces, así que la clave para evitar una catástrofe futura a escala mundial son las vacunas antivíricas, y la clave para las nuevas vacunas es la ingeniería genética.
  
  —¿Qué catástrofe? —preguntó Max.
  
  El doctor Zollner respondió, en mi opinión, muy a la ligera considerando la gravedad del tema y sin dejar de andar.
  
  —En lo concerniente a enfermedades animales, por ejemplo, una epidemia de glosopeda podría acabar con gran parte del ganado de todo el país y dejar en la ruina a millones de personas. Probablemente se cuadruplicaría el coste de otros alimentos. El virus de la glosopeda es quizá el más contagioso y virulento de la naturaleza, por lo que siempre ha fascinado a los especialistas en guerra biológica. Un buen día para los partidarios de la guerra biológica será aquel en que los científicos logren elaborar genéticamente un virus de la glosopeda que infecte a los seres humanos. Aunque lo peor, a mi parecer, es que algunos de esos virus mutan por cuenta propia y se vuelven peligrosos para las personas.
  
  Nadie hizo ninguna pregunta ni comentario alguno. Nos asomamos a otros laboratorios y el doctor Zollner siempre tenía unas palabras de aliento para los estudiosos de bata blanca, cuyo entorno laboral me ponía nervioso sólo de verlo.
  
  —¿Qué hemos descubierto hoy? —decía, por ejemplo—. ¿Algo nuevo?
  
  Parecía caerles bien a los científicos o por lo menos lo toleraban.
  
  Cuando pasamos por otra serie de pasillos aparentemente interminables, Zollner prosiguió con su conferencia.
  
  —En 1.983, por ejemplo, se desencadenó una terrible gripe altamente contagiosa en Lancaster, Pennsylvania. Hubo diecisiete millones de muertos. Estoy hablando de pollos. Pero ya comprenden a lo que me refiero. La última gran epidemia de gripe humana en el mundo tuvo lugar en 1.918, fallecieron unos veinte millones de personas en el mundo entero, incluidas quinientas mil en Estados Unidos. Basándonos en la población actual, el número equivalente de muertos sería aproximadamente un millón y medio. ¿Cabe imaginar algo semejante hoy en día? Además, el virus de 1.918 no era particularmente virulento y, evidentemente, los desplazamientos entonces eran mucho más lentos y menos frecuentes. En la actualidad, las autopistas y los aviones pueden difundir un virus infeccioso por todo el mundo en pocos días. La buena noticia sobre los virus más mortíferos, como el Ébola, es que matan con tanta rapidez, que apenas tienen tiempo de salir de un pueblo africano antes de que todos sus habitantes hayan fallecido.
  
  —¿Hay un transbordador a la una? —pregunté.
  
  El doctor Zollner soltó una carcajada.
  
  —Está un poco nervioso, ¿no es cierto? Aquí no tiene nada que temer; somos muy precavidos, muy temerosos de los bichitos de este edificio.
  
  —Suena como esa tontería de «Mi perro no muerde».
  
  El doctor Zollner prosiguió sin prestarme atención.
  
  —La misión del Departamento de Agricultura de Estados Unidos es evitar la llegada de enfermedades animales extranjeras a estas costas. Somos el equivalente animal de los centros para el control de enfermedades de Atlanta. Como pueden imaginar, mantenemos una estrecha relación de trabajo con Atlanta, debido a esas enfermedades que cruzan la barrera entre los animales y las personas, y viceversa. Disponemos de un complejo gigantesco en Newburgh, Nueva York, donde todos los animales que llegan al país deben permanecer cierto tiempo en cuarentena. La fauna que llega todos los días es tan diversa como la del Arca de Noé: caballos de carreras extranjeros, animales de circo, animales de parques zoológicos, ganado de cría, animales exóticos para vender como llamas y avestruces, animales de compañía exóticos como los conejos barrigudos de Vietnam y toda clase de pájaros de la jungla… Dos millones y medio de animales al año. Hay quien denomina a Newburgh la isla de Ellis del reino animal —dijo después de mirarnos—. Plum Island es el equivalente a Alcatraz. Ningún animal que llegue aquí procedente de Newburgh o de cualquier otro lugar regresa vivo. Debo decirles que esos animales importados por motivos recreativos nos han causado mucho trabajo y quebraderos de cabeza. Es sólo cuestión de tiempo… —agregó—. Ustedes mismos pueden extrapolar el reino animal a la población humana.
  
  Yo sí podía.
  
  —En otra época, los cañones de Plum Island protegían las costas de este país, ahora estas instalaciones hacen lo mismo —declaró después de unos momentos de silencio.
  
  Me pareció bastante poético para un científico, hasta que recordé haber leído esas mismas palabras en uno de los folletos que Donna me había entregado.
  
  A Zollner le gustaba hablar y mi trabajo consiste en escuchar, de modo que funcionaba de maravilla.
  
  Entramos en una sala, que Zollner describió como laboratorio cristalográfico de rayos X y no sería yo quien se lo discutiera.
  
  Había allí una mujer inclinada sobre un microscopio, que Zollner presentó como doctora Chen, colega y buena amiga de Tom y Judy. La doctora Chen tenía unos treinta años y me pareció bastante atractiva, con una frondosa cabellera negra recogida en la nuca en un moño, supongo que para facilitar su trabajo con el microscopio durante el día y quién sabe qué por la noche, cuando se lo soltaba. Tranquilo, Corey, es una científica y mucho más lista que tú.
  
  La doctora Chen nos saludó, parecía bastante seria, aunque probablemente estaba sólo triste y afligida por la muerte de sus amigos.
  
  Una vez más, Beth se aseguró de que quedara claro que yo era amigo de los Gordon y en ese aspecto, por lo menos, me ganaba mi dólar semanal. A la gente no le gusta que un montón de policías la interrogue, pero si uno de ellos es amigo de los difuntos, se dispone de una ligera ventaja. En todo caso, todos coincidimos en que la muerte de los Gordon era una tragedia y encomiamos a los difuntos.
  
  Luego la conversación se centró en el trabajo de la doctora Chen, que se expresó en términos sencillos para que pudiéramos entenderla.
  
  —Tomo radiografías de los cristales de los virus para obtener su estructura molecular. Entonces intentamos alterar el virus para que no pueda provocar ninguna enfermedad, pero si le inyectamos ese virus alterado a un animal, dicho animal podrá producir anticuerpos, que confiamos que ataquen la versión natural del virus causante de enfermedades.
  
  —¿Y es eso en lo que trabajaban los Gordon? —preguntó Beth.
  
  —Sí.
  
  —¿En qué trabajaban concretamente?, ¿qué virus?
  
  La doctora Chen miró fugazmente al doctor Zollner. No me gusta que los testigos hagan eso, es como cuando, en béisbol, el lanzador recibe una señal del entrenador para arrojar la pelota con efecto, baja o como sea. La señal del doctor Zollner debió de ser para un lanzamiento directo, porque la doctora Chen respondió sin rodeos:
  
  —Ébola.
  
  Se hizo un silencio.
  
  —El Ébola de los simios, de los monos, naturalmente —dijo entonces el doctor Zollner—. Podía habérselo dicho antes —agregó—, pero consideré que preferirían una explicación más completa por parte de una de las colegas de los Gordon —añadió después de mirar a la doctora Chen.
  
  —Los Gordon intentaban alterar genéticamente el virus Ébola de los simios para que no pudiera provocar la enfermedad —prosiguió la doctora Chen— pero produjera una reacción inmune en el animal. Hay muchas variantes del virus Ébola y no estamos siquiera seguros de cuál de ellas puede cruzar la barrera entre especies…
  
  —¿Se refiere a infectar a las personas? —preguntó Max.
  
  —Sí, infectar a los seres humanos. Éste es un primer paso importante para el desarrollo de una vacuna contra el Ébola humano.
  
  —La mayor parte de nuestro trabajo se ha llevado a cabo con lo que ustedes denominarían ganado —agregó el doctor—, animales criados para la alimentación y el cuero. Sin embargo, a lo largo de los años, ciertos departamentos gubernamentales nos han encargado otras clases de investigación.
  
  —¿Cómo los militares interesados en la guerra biológica? —pregunté.
  
  —Esta isla constituye un lugar único, aislado —dijo el doctor Zollner, en lugar de responder directamente a mi pregunta—, pero está cerca de centros principales de transporte y comunicación, así como de las mejores universidades del país y de numerosos científicos de gran capacidad intelectual. Además, estas instalaciones están técnicamente muy avanzadas. Así que además de trabajar para los militares, lo hacemos también para otros departamentos, nacionales y extranjeros, cuando se presenta algo inusual o potencialmente peligroso para los seres humanos. Como el Ébola.
  
  —En otras palabras, ¿podría decirse que aquí alquilan habitaciones? —pregunté.
  
  —Son unas instalaciones muy amplias —respondió Zollner.
  
  —¿Trabajaban los Gordon para el Departamento de Agricultura de Estados Unidos? —pregunté.
  
  —No estoy autorizado a revelarlo.
  
  —¿De dónde procedían sus salarios?
  
  —Todos los salarios proceden del Departamento de Agricultura de Estados Unidos.
  
  —Pero no todos los científicos que reciben su salario del Departamento de Agricultura de Estados Unidos trabajan para dicho departamento, ¿no es cierto?
  
  —No estoy dispuesto a mantener una discusión semántica con usted, señor Corey —respondió el doctor Zollner y miró a la doctora Chen—. Prosiga, por favor.
  
  —Hay tantas etapas y facetas en este trabajo —dijo ella— que nadie puede ver la imagen global salvo el supervisor del proyecto. Ése era Tom. Judy era su ayudante. Además, ambos eran excelentes investigadores. Retrospectivamente, ahora puedo comprender lo que hacían; consistía en encargar pruebas sobre procedimientos, que eran una especie de pista falsa, y a veces le comunicaban a alguno de los que estábamos vinculados al proyecto que habían llegado a un callejón sin salida. Controlaban minuciosamente las pruebas clínicas en los simios y los cuidadores de los animales no estaban bien informados. Tom y Judy eran los únicos que poseían toda la información.
  
  »No creo que al principio se propusieran engañar a nadie… —prosiguió después de reflexionar unos instantes—. Me parece que, cuando se percataron de lo cerca que estaban de conseguir una vacuna eficaz contra el Ébola de los simios, vislumbraron las posibilidades de transferir el descubrimiento a un laboratorio privado, donde la siguiente etapa lógica sería una vacuna humana. Tal vez creyeran que eso era lo mejor para el interés de la humanidad. O puede que consideraran que podrían desarrollar esa vacuna con mayor rapidez y eficacia fuera de este lugar, que, como la mayoría de los departamentos gubernamentales, se caracteriza por su lentitud y su papeleo.
  
  —Ciñámonos a la teoría de la rentabilidad, doctora Chen —dijo Max—. El interés de la humanidad no acaba de convencerme.
  
  La doctora se encogió de hombros.
  
  —¿Puedo echar una ojeada? —preguntó Beth después de señalar el microscopio.
  
  —Son Ébola muertos, evidentemente —respondió la doctora—. Los vivos se encuentran sólo en la zona cinco. Pero puedo mostrarles Ébola vivos sin ningún peligro, grabados en vídeo.
  
  Encendió el televisor y pulsó el botón del reproductor de vídeo. Cuando se iluminó la pantalla aparecieron cuatro cristales casi transparentes, de un tono ligeramente rosado, tridimensionales, que me recordaron un prisma. Si estaban vivos, jugaban a estatuas.
  
  —Como les decía —prosiguió la doctora—, yo elaboro un diagrama de la estructura molecular, a fin de que los ingenieros genéticos puedan seccionar y combinar sus partes, propagar el virus alterado e inyectárselo a un simio. Pueden producirse tres respuestas distintas: el simio contrae Ébola y muere, no contrae el virus pero tampoco produce anticuerpos o no contrae Ébola pero produce anticuerpos. Este último es el resultado al que aspiramos; significa que disponemos de una vacuna, pero no necesariamente una vacuna eficaz ni desprovista de peligro. Puede que el simio desarrolle Ébola más adelante o, lo más probable, que cuando le inyectemos el virus natural los anticuerpos no sean eficaces para vencer la enfermedad; una reacción inmunitaria excesivamente débil. O que ésta no proteja contra todas las variedades del virus. Es un trabajo muy frustrante. Desde un punto de vista molecular y genético, los virus son sencillos, pero constituyen un reto muy superior al de las bacterias por su facilidad de mutación, su difícil comprensión y la dificultad para matarlos. En realidad, cabe preguntarse si esos cristales están realmente vivos, de acuerdo con lo que entendemos por vivos. Mírenlos, parecen bloques de hielo.
  
  Todos contemplamos los cristales de la pantalla; tenía razón, parecían fragmentos desprendidos de una araña de cristal. Era difícil creer que esos especímenes, así como sus hermanos y primos, fueran los causantes de tanta desolación y muerte entre los seres humanos, por no mencionar los animales. Había algo aterrador en un organismo que parecía muerto pero cobraba vida al invadir un cuerpo y se reproducía con tanta rapidez que podía matar a una persona sana de noventa kilos en cuarenta y ocho horas. ¿En qué pensaba Dios?
  
  La doctora Chen apagó el televisor.
  
  Beth le preguntó por la conducta de los Gordon el día anterior por la mañana y respondió que parecían algo tensos. Judy se había quejado de que padecía jaqueca y decidieron regresar a casa. Eso no había sorprendido a nadie.
  
  —¿Cree que ayer se llevaron algo de aquí? —pregunté directamente a la doctora.
  
  —No lo sé —respondió después de reflexionar unos instantes—. ¿Cómo podría saberlo?
  
  —¿Sería difícil sacar algo de aquí a escondidas? —preguntó Beth—. ¿Cómo lo haría usted?
  
  —Pues… podría coger un tubo de ensayo de aquí, o incluso de otro laboratorio, ir al lavabo y meter el tubo en un orificio del cuerpo. Nadie echaría de menos un solo frasco, especialmente si no ha sido registrado e identificado. Luego iría a las duchas, arrojaría la ropa del laboratorio a una cesta, me ducharía y me dirigiría a mi taquilla. Entonces sacaría el frasco de donde lo hubiera insertado y lo guardaría en mi bolso. Me vestiría, saldría por el vestíbulo, cogería el autobús que conduce al transbordador y me iría a mi casa. Nadie mira cuando te duchas. No hay cámaras. Usted misma podrá comprobarlo cuando se vayan.
  
  —¿Y los objetos de mayor tamaño?, ¿los que son demasiado grandes para… bueno, ya sabe? —pregunté.
  
  —Todo lo que quepa bajo la bata puede llegar a las duchas. Allí es donde uno tiene que ser listo. Por ejemplo, si llevara una placa de gel a las duchas, podría esconderla en la toalla.
  
  —También podría ocultarla en la cesta de la ropa sucia —dijo Beth.
  
  —No, porque no podría regresar a por ella. La ropa se descontamina. En realidad, después de usar la toalla se arroja a otra cesta. Entonces alguien que vigilara podría ver si lleva algo consigo. Pero si uno se ducha a una hora inusual, lo más probable es que esté solo.
  
  Intenté imaginar a Judy o Tom sacando algo clandestinamente de ese edificio el día anterior por la tarde, cuando estaban solos en las duchas.
  
  —Si se supone que todo lo que hay aquí está en cierta medida contaminado, ¿por qué puede querer alguien introducirse un frasco en el cuerpo? —pregunté.
  
  —Antes se llevaría a cabo cierta descontaminación, por supuesto —respondió la doctora Chen—. Se lavaría las manos con un jabón especial en el lavabo y podría utilizar un preservativo para el frasco o un tubo de ensayo, unos guantes esterilizados o látex para objetos de mayores dimensiones. Hay que ser cuidadoso, pero no paranoico.
  
  »En cuanto a los datos informatizados —prosiguió la doctora Chen—, se transmiten automáticamente de la zona de biocontención a los despachos de la zona administrativa, así que no es necesario robar disquetes ni cintas. Y el procedimiento habitual con las notas escritas a mano o mecanografiadas, los diagramas y otras cosas por el estilo consiste en mandarlos por fax a tu propio despacho. Hay fax por todas partes, como pueden comprobar, y todos los despachos de la zona administrativa disponen de su propio fax. Ésa es la única forma de sacar las notas de aquí. Años atrás era preciso utilizar un papel especial, lavarlo con líquido descontaminador, dejarlo secar y recogerlo al día siguiente. Ahora, con el fax, las notas te esperan en tu despacho.
  
  Asombroso, pensé. Apuesto a que a los inventores del fax nunca se les ocurrió esa aplicación. Imaginé un anuncio por televisión: «¿Notas de laboratorio cubiertas de gérmenes? Mándelas por fax a su despacho. Usted debe ducharse, pero las notas no tienen por qué hacerlo». O algo por el estilo.
  
  —¿Cree usted que los Gordon sacaron de aquí algo peligroso para los seres vivos? —preguntó Beth sin rodeos.
  
  —Oh, no. No, no —respondió la doctora—. Si se llevaron algo, no era patógeno. Sería algo terapéutico, beneficioso, algún antídoto o como quiera llamarlo; algo provechoso. Apostaría mi vida.
  
  —Todos nos la apostamos —dijo Beth.
  
  Dejamos a la doctora Chen en la sala de rayos X y proseguimos con nuestra visita.
  
  —Como les dije anteriormente, y la doctora Chen parece estar de acuerdo —comentó el doctor Zollner mientras caminábamos—, si los Gordon robaron algo, fue una vacuna vírica genéticamente alterada. Probablemente, una vacuna contra el Ébola, puesto que en eso consistía esencialmente su trabajo.
  
  Todo el mundo parecía estar de acuerdo. Mi propia impresión era que la doctora Chen había estado excesivamente impecable y que no tenía tanta amistad con los Gordon como ella o el doctor Zollner afirmaban.
  
  —Entre las enfermedades víricas que estudiamos —explicó el doctor mientras circulábamos por aquel laberinto de pasillos— se encuentran el catarro maligno y la fiebre hemorrágica congoleña. También estudiamos distintas variedades de neumonía, raquitismo, una amplia gama de enfermedades bacterianas y parasitarias.
  
  —Doctor, yo apenas logré un suficiente en biología y eso fue porque copié en el examen. Me he perdido con esa retahíla de enfermedades. Pero permítame que le formule una pregunta: ¿No tienen ustedes que producir grandes cantidades de esos materiales para poder estudiarlos?
  
  —Sí, pero puede estar seguro de que no disponemos de la capacidad para producir cantidades suficientes de ningún organismo para la guerra biológica, si a eso se refiere.
  
  —Me refiero a actos terroristas aislados. ¿Producen suficientes gérmenes para eso?
  
  —Tal vez —respondió después de encogerse de hombros.
  
  —De nuevo con las dudas, doctor.
  
  —Bueno, sí, lo suficiente para un acto terrorista.
  
  —¿Es cierto —pregunté— que un tarro de café repleto de ántrax y dispersado por el aire en la isla de Manhattan podría causar la muerte de doscientas mil personas?
  
  —Es posible —respondió después de reflexionar unos instantes—. ¿Quién sabe? Depende del viento, si es verano, la hora del almuerzo…
  
  —Mañana por la noche en hora punta.
  
  —De acuerdo… doscientas mil. Trescientas mil. Un millón. No importa porque nadie lo sabe, ni nadie dispone de un tarro lleno de ántrax. De eso puede estar seguro. Nuestro inventario ha sido muy detallado en ese sentido.
  
  —Me alegro. Pero ¿no tanto en otros sentidos?
  
  —Como ya le he dicho, si falta algo, es una vacuna antivírica. Eso era en lo que trabajaban los Gordon. Ya lo verá. Mañana todos ustedes seguirán vivos. Y pasado mañana y al día siguiente. Pero, dentro de unos seis meses, alguna empresa farmacéutica o algún gobierno extranjero anunciarán el descubrimiento de una vacuna contra el Ébola y la Organización Mundial de la Salud comprará doscientas mil dosis para empezar. Entonces, cuando averigüen quién se está enriqueciendo con esa vacuna, descubrirán al asesino.
  
  —Queda usted contratado, doctor —dijo por fin Max después de unos segundos de silencio.
  
  Todos nos reímos. En realidad, todos queríamos creer, todos creíamos, nos sentíamos tan aliviados que estábamos en las nubes, flotando por la buena noticia, emocionados ante la perspectiva de no despertar con alguna infección terminal, y nadie se concentraba tanto en el caso como al principio, salvo yo.
  
  El doctor Zollner siguió mostrándonos distintas salas mientras hablaba de diagnósticos, de la producción reactiva, de la investigación monoclónica de anticuerpos, de la ingeniería genética, de los virus de origen parasitario, de la producción de vacunas, etcétera. Era abrumador.
  
  Se necesitaba ser un poco raro para dedicarse a esa clase de trabajo, pensé, y los Gordon, que para mí eran personas normales, debían de parecer extravagantes al lado de sus colegas, que eran como el doctor Zollner los había descrito.
  
  —Sí, mis científicos son bastante introvertidos… —respondió cuando se lo mencioné—, como la mayoría de los científicos. ¿Conoce usted la diferencia entre un biólogo introvertido y otro extrovertido?
  
  —No.
  
  —El biólogo extrovertido le mira los zapatos a usted mientras hablan.
  
  Zollner soltó una sonora carcajada e incluso yo tuve que reírme, aunque no me gusta que alguien me eclipse. Pero estábamos en su laboratorio.
  
  Visitamos los lugares donde se trabajaba en el proyecto de los Gordon y vimos también su propio laboratorio.
  
  —Como directores del proyecto —dijo el doctor Zollner en el laboratorio de los Gordon—, su función primordial consistía en supervisar, pero también realizaban algún trabajo aquí.
  
  —¿Nadie más utilizaba este laboratorio? —preguntó Beth.
  
  —Bueno, estaban los ayudantes. Pero este laboratorio era el dominio privado del doctor y la doctora Gordon. Tenga la seguridad de que he pasado una hora aquí esta mañana, en busca de algo inusual, pero evidentemente no dejaron nada que pudiera incriminarlos.
  
  Asentí. En realidad, puede que anteriormente hubiera habido pruebas incriminatorias, pero si el día anterior fue el momento en que culminó el trabajo secreto de los Gordon y se llevó a cabo el robo definitivo, era de suponer que esterilizaran el lugar por la mañana o el día anterior. Pero eso presuponía creer en esa idea de la vacuna del Ébola y yo no estaba seguro.
  
  —Se supone que no debe entrar en el lugar de trabajo de unas víctimas de homicidio para mirar, tocar o retirar algo de su interior —dijo Beth.
  
  El doctor Zollner se encogió de hombros, como era normal dadas las circunstancias.
  
  —¿Cómo se supone que debo saberlo? ¿Conoce usted mi trabajo?
  
  —Sólo quiero que lo sepa… —respondió Beth.
  
  —¿Para la próxima ocasión? De acuerdo, cuando dos de mis mejores científicos sean asesinados me guardaré de entrar en su laboratorio.
  
  Beth Penrose era bastante lista para no insistir y guardó silencio.
  
  Me pareció que la señora Según-las-normas no manejaba muy bien las circunstancias especiales de aquel caso, aunque no le reprochaba que intentara hacerlo correctamente. Si hubiera formado parte de la tripulación del Titanic, habría obligado a todo el mundo a firmar por recoger los chalecos salvavidas.
  
  Miramos por el laboratorio, pero no había ningún cuaderno de notas, ninguna probeta con una etiqueta que dijera «Eureka», ningún mensaje críptico en la pizarra, ningún cadáver en el armario ni, en realidad, nada que una persona normal pudiera entender. Si allí había habido algo interesante o incriminatorio, había desaparecido gracias a los Gordon, a Zollner o incluso a Nash y Foster, si es que habían llegado tan lejos durante su visita anterior.
  
  De modo que permanecí allí e intenté comunicarme con los espíritus, que posiblemente ocupaban todavía aquel lugar: Judy, Tom… dadme una pista, una señal.
  
  Cerré los ojos y esperé. Fanelli asegura que los muertos le hablan. Identifican a sus asesinos, pero siempre hablan en polaco o en español y a veces en griego, de modo que no logra comprenderlos. Creo que me toma el pelo. Está más loco que yo.
  
  Lamentablemente, la visita al laboratorio de los Gordon fue infructuosa y seguimos adelante.
  
  Hablamos con una docena de científicos que habían trabajado con los Gordon. Era evidente que Tom y Judy le caían bien a todo el mundo, que Tom y Judy eran brillantes, que Tom y Judy eran incapaces de matar una mosca, a no ser que con ello progresara la ciencia al servicio de la humanidad, que los Gordon, a pesar del cariño y respeto que inspiraban, eran diferentes y que los Gordon, escrupulosamente honestos en el trato personal, probablemente engañarían al gobierno y robarían una vacuna que valía su peso en oro, como alguien dijo. Me dio la impresión de que todos recitaban el mismo guión.
  
  Seguimos andando y subimos por una escalera que conducía al primer piso. Me dolía la pierna lastimada y mi pulmón herido resoplaba con tanta fuerza que creí que todo el mundo lo oiría.
  
  —Creí que esto no sería agotador —le dije a Max.
  
  Él me miró y forzó una sonrisa.
  
  —A veces siento claustrofobia —respondió en voz baja.
  
  —Yo también.
  
  En realidad, no se trataba de claustrofobia. Como a la mayoría de los hombres intrépidos y valientes, yo incluido, a Max no le gustaban los peligros a los que no podía enfrentarse pistola en mano.
  
  El doctor Zollner hablaba de los programas de formación que tenían lugar en el centro, de los científicos que lo visitaban, los estudiantes poslicenciados y los veterinarios que acudían de todo el mundo para aprender y enseñar. También habló de los programas en los que el centro cooperaba, en lugares como Israel, Kenya, México, Canadá e Inglaterra.
  
  —En realidad —dijo—, los Gordon fueron a Inglaterra hace aproximadamente un año. Al laboratorio de Pirbright, al sur de Londres. Es nuestro laboratorio gemelo.
  
  —¿Reciben alguna vez visitas del Cuerpo Químico del Ejército? —pregunté.
  
  —Diga lo que diga, usted siempre tiene algo que preguntar —contestó el doctor—. Me alegro de que escuche.
  
  —Escucho pero no oigo la respuesta a mi pregunta.
  
  —La respuesta es que a usted no le concierne, señor Corey.
  
  —Se equivoca, doctor. Si sospechamos que los Gordon robaron organismos que pudieran utilizarse en la guerra biológica y que ésa pudo haber sido la razón de su muerte, debemos saber si aquí existen dichos organismos. En otras palabras, ¿hay en este edificio especialistas en guerra biológica?, ¿trabajan aquí?, ¿hacen aquí sus experimentos?
  
  El doctor Zollner miró fugazmente a los señores Foster y Nash antes de responder.
  
  —Faltaría a la verdad si afirmara que nunca nos visita ningún miembro del Cuerpo Químico del Ejército. Están sumamente interesados en las vacunas y antídotos contra los peligros biológicos… El gobierno de Estados Unidos no estudia, promociona, ni produce agentes ofensivos para la guerra biológica, pero sería un suicidio nacional no estudiar medidas defensivas para que un día, cuando ese malvado con el tarro de ántrax circule en su barca por Manhattan, estemos en condiciones de proteger a la población. Pero le aseguro que los Gordon no tenían ninguna relación con nadie del ejército, no trabajaban en ese campo, ni tenían acceso a nada tan mortífero…
  
  —Salvo el Ébola.
  
  —Usted escucha realmente. Ojalá mi personal prestara tanta atención. ¿Pero por qué interesarse por el Ébola como arma? Tenemos ántrax. Tratar de mejorar el ántrax es como intentar superar la pólvora. El ántrax es fácil de propagar, fácil de manejar, se dispersa sin dificultad por el aire, mata con la lentitud suficiente para que la población lo extienda y causa tantos heridos como muertos, lo que origina el derrumbamiento del sistema sanitario del enemigo. Sin embargo, oficialmente, no disponemos de bombas ni misiles cargados con ántrax. La cuestión es que si los Gordon hubieran intentado desarrollar un arma biológica para venderla a una potencia extranjera, no se habrían molestado con el Ébola. Eran demasiado listos para eso. Así que abandone esa sospecha.
  
  —Me siento mucho mejor. Por cierto, ¿cuándo fueron los Gordon a Inglaterra?
  
  —Veamos… en mayo del año pasado. Recuerdo que sentí envidia de que visitaran Inglaterra en mayo. ¿Por qué me lo pregunta?
  
  —Doctor, ¿saben siempre los científicos por qué formulan ciertas preguntas?
  
  —No siempre.
  
  —Supongo que el gobierno pagó todos los gastos del viaje de los Gordon a Inglaterra.
  
  —Por supuesto, era un viaje de trabajo. Por cierto —añadió después de una breve pausa—, se tomaron una semana de vacaciones en Londres por cuenta propia. Sí, ahora lo recuerdo.
  
  Asentí. Lo que no recordaba era ningún gasto excesivo en las cuentas de sus tarjetas de crédito en mayo o junio del año anterior. Me pregunté dónde habrían pasado aquella semana. No en un hotel londinense, a no ser que se hubieran marchado sin pagar. Tampoco recordaba ninguna retirada importante de fondos. Algo en qué pensar.
  
  El problema de formular preguntas realmente inteligentes en presencia de Foster y Nash era que oían las respuestas. Y, aunque inicialmente no comprendieran el porqué de las preguntas, eran lo suficientemente inteligentes para saber que, al contrario de lo que le había dicho a Zollner, la mayoría de las preguntas tenían su razón de ser.
  
  Caminamos por un largo pasillo sin que nadie dijera palabra, hasta que el doctor Zollner rompió el silencio.
  
  —¿Oyen eso? —preguntó después de detenerse y llevarse la mano a la oreja—. ¿No lo oyen?
  
  Permanecimos todos inmóviles, a la escucha.
  
  —¿El qué? —preguntó finalmente Foster.
  
  —Un retumbo. Algo retumba. Es…
  
  Nash se agachó y colocó las palmas de las manos en el suelo.
  
  —¿Un terremoto?
  
  —No —respondió Zollner—, mi estómago. Tengo hambre —agregó con una carcajada, golpeando su abultada barriga—. Anímense —añadió con su acento alemán, que lo hizo parecer todavía más gracioso.
  
  Todo el mundo sonrió, a excepción de Nash, que se irguió torpemente y se sacudió las manos.
  
  Zollner se acercó a una puerta roja, sobre la que había seis letreros de aspecto oficial: «Peligro biológico», «Radiactividad», «Residuos químicos», «Alto voltaje», «Peligro de envenenamiento» y, por último, «Residuos humanos sin procesar». Abrió la puerta y declaró:
  
  —El comedor.
  
  Dentro de aquella sala de hormigón blanco había una docena de mesas vacías, un fregadero, un frigorífico, un horno de microondas, tablones de anuncios cubiertos de mensajes y comunicados, un refrigerador de agua y una cafetera, pero ninguna máquina dispensadora de comida, ya que nadie estaba dispuesto a entrar allí para atenderlas. Sobre una mesa había un fax junto al menú del día, papel y lápiz.
  
  —Invito yo —dijo el doctor Zollner y escribió todo lo que deseaba comer, incluida la sopa del día, que era de carne.
  
  No quise preguntarme de dónde procedía el animal.
  
  Por primera vez desde que había abandonado el hospital pedí gelatina y, por primera vez en mi vida, no pedí carne.
  
  Los demás tampoco parecían particularmente hambrientos y todos pidieron ensaladas.
  
  —Aquí, la hora de comer no empieza hasta la una —dijo el doctor Zollner después de mandar la orden por fax—, pero nos servirán de prisa porque yo se lo he pedido.
  
  El doctor sugirió que nos laváramos las manos y todos lo hicimos en el fregadero, con un jabón líquido color castaño que olía a yodo.
  
  Nos servimos todos café y nos sentamos. Aparecieron otras personas que también se sirvieron café, cogieron algo del frigorífico o mandaron su pedido por fax. Consulté mi reloj y vi mi muñeca.
  
  —Si hubiera entrado con el reloj —dijo Zollner—, habría tenido que descontaminarlo y guardarlo diez días en cuarentena.
  
  —Mi reloj no sobreviviría a una descontaminación.
  
  Eché una ojeada al reloj de pared. Era la una menos cinco.
  
  Charlamos unos minutos. Se abrió la puerta y entró un individuo de bata blanca que empujaba un carro de acero inoxidable parecido a cualquier otro carro de comedor, salvo que estaba cubierto por una hoja de plástico.
  
  El doctor Zollner retiró el plástico, lo arrojó a una papelera, como buen anfitrión nos entregó a cada uno lo que habíamos pedido y le indicó al individuo del carro que podía retirarse.
  
  —¿Ahora ese individuo tendrá que ducharse? —preguntó Max.
  
  —Sí, por supuesto. El carro pasará a una sala de descontaminación y lo recogerán más tarde.
  
  —¿Es posible utilizar ese carro para sacar clandestinamente algo voluminoso? —pregunté.
  
  El doctor estaba organizando su cuantiosa comida sobre la mesa, con la pericia de un experto comensal.
  
  —Ahora que lo menciona —respondió después de levantar la cabeza—, sí. Ese carro es lo único que se desplaza regularmente entre la zona administrativa y la de biocontención. Pero si lo utilizara para sacar algo clandestinamente, necesitaría la colaboración de otras dos personas. La persona que lo trae y lo retira, y luego la persona que lo lava y lo devuelve a la cocina. Es usted muy listo, señor Corey.
  
  —Pienso como un delincuente.
  
  Soltó una carcajada y hundió la cuchara en su sopa de carne. ¡Qué asco!
  
  Observé al doctor Zollner mientras saboreaba mi gelatina de lima. Me gustaba ese tipo; era divertido, amable, acogedor y listo. Evidentemente, mentía como un condenado, pero otros le habían obligado a hacerlo. Para empezar, probablemente esos dos payasos sentados al otro lado de la mesa y Dios sabe quién más le había dado órdenes desde Washington por teléfono durante toda la mañana, mientras nosotros deambulábamos por las ruinas y recibíamos folletos sobre la peste porcina, los testículos azules o lo que fuera. Entretanto, el doctor había dado instrucciones a la doctora Chen, cuya perfección era ligeramente excesiva. Entre todas las personas a las que podíamos haber interrogado, Zollner nos llevó a la doctora Chen, cuyo trabajo parecía sólo superficialmente relacionado con el de los Gordon. Además, nos la había presentado como buena amiga de los Gordon, lo que no era cierto; nunca había oído su nombre hasta el día de hoy. Y luego estaban los demás científicos con los que habíamos hablado brevemente, antes de que Zollner nos obligara a proseguir con nuestro recorrido, que seguían la misma línea que Chen.
  
  Había gato encerrado en aquel lugar y estaba seguro de que eso había sido siempre así.
  
  —No creo su versión sobre la vacuna del Ébola —dije—. Sé lo que oculta y por qué lo hace.
  
  El doctor dejó de masticar, lo que suponía un esfuerzo para él, y me miró fijamente.
  
  —Son los extraterrestres de Roswell, ¿no es cierto, doctor? Los Gordon estaban a punto de destruir la tapadera de los extraterrestres.
  
  La sala estaba realmente silenciosa e incluso algunos de los demás científicos nos miraban. Finalmente sonreí y dije:
  
  —Ya sé qué es esta gelatina verde: cerebro de extraterrestre. Me estoy comiendo las pruebas.
  
  Todo el mundo se rio y soltó alguna carcajada. Zollner se rio tan a gusto que estuvo a punto de atragantarse. Hay que reconocer que soy gracioso. Zollner y yo podríamos formar un gran dúo: Corey y Zollner. Tal vez sería mejor que Expediente Corey.
  
  Volvimos a concentrarnos en la comida y la charla. Observé a mis compañeros. George Foster se había puesto un poco nervioso cuando mencioné que no creía en lo de la vacuna del Ébola, pero ahora estaba tranquilo y degustaba su alfalfa germinada. Ted Nash parecía haberse puesto menos nervioso y más asesino. Independientemente de lo que sucediera allí, aquél no era el momento ni el lugar de proclamar a voces que mentían. Beth y yo nos miramos a los ojos y, como de costumbre, no pude dilucidar si la divertía o estaba enojada conmigo. El camino al corazón de una mujer pasa por la risa. A las mujeres les gustan los hombres que las divierten. Creo.
  
  Miré a Max, que parecía menos angustiado en aquella sala casi normal. Daba la impresión de disfrutar de su ensalada de tres alubias, que no debería figurar en la carta de un lugar cerrado.
  
  Seguimos comiendo y la conversación se centró de nuevo en la posible vacuna robada.
  
  —Antes, alguien ha mencionado que esa vacuna podría valer su peso en oro —dijo el doctor Z— y eso me ha recordado que varias de las vacunas que probaban los Gordon tenían un halo dorado. Recuerdo que en una ocasión los Gordon se refirieron a las vacunas como oro líquido. El comentario me pareció curioso, tal vez porque aquí nunca hablamos en términos de dinero o rentabilidad…
  
  —Claro que no —respondí—. Esto es una institución gubernamental. No es su dinero, ni tienen que obtener beneficio alguno.
  
  —Igual que en su trabajo, caballero —sonrió el doctor Zollner.
  
  —Exactamente lo mismo. En todo caso, ahora creemos que los Gordon recuperaron el sentido común, dejaron de sentirse satisfechos trabajando por amor a la ciencia con un salario gubernamental, descubrieron el capitalismo y fueron a por oro.
  
  —Correcto —respondió el doctor Zollner—. Ha hablado usted con sus colegas, ha visto lo que hacían aquí y ahora sólo puede sacar una conclusión. ¿Por qué sigue siendo escéptico?
  
  —No lo soy —mentí. Era tan escéptico como debe serlo un policía neoyorquino, pero sin querer ofender al doctor Zollner ni a los señores Foster o Nash—. Sólo pretendo asegurarme de que todo encaja. Tal como yo lo veo, puede que el asesinato de los Gordon no tuviera nada que ver con su trabajo aquí, en cuyo caso seguimos todos una pista falsa, o si su asesinato estaba relacionado con su trabajo, lo más probable es que estuviera vinculado al robo de una vacuna vírica que vale millones de dólares. Oro líquido. Y parecería que los Gordon fueron víctimas de un engaño, o tal vez intentaran engañar a su socio y fueron asesinados…
  
  Tilín. Caramba, ahí estaba de nuevo. ¿Pero el qué? Estaba ahí, no podía verlo, pero oía su eco y sentía su presencia. ¿Qué era?
  
  —¿Señor Corey?
  
  —¿Cómo?
  
  Los ojos azules y parpadeantes del doctor Zollner me observaban a través de sus pequeñas gafas de montura metálica.
  
  —¿Se le ha ocurrido algo?
  
  —No. Es decir, sí. Si yo he tenido que quitarme el reloj, ¿por qué conserva usted sus gafas?
  
  —Es la única excepción. Hay un baño para gafas a la salida. ¿Le ha provocado eso otra idea o teoría razonable?
  
  —Placas de gel disimuladas como gafas.
  
  —Absurdo —respondió moviendo la cabeza—. Creo que las placas salieron de aquí en el carro de la comida.
  
  —Claro.
  
  —¿Seguimos? —dijo el doctor Zollner después de consultar el reloj de la pared.
  
  Todos nos levantamos y depositamos nuestros utensilios de plástico y de papel en un cubo rojo, con una bolsa de plástico también roja.
  
  —Ahora entraremos en la zona tres —dijo el doctor Zollner cuando llegamos al pasillo—. Existe un mayor riesgo de contagio en esta zona, evidentemente, de modo que si alguno de ustedes prefiere no entrar, mandaré a alguien que le acompañe a las duchas.
  
  Todo el mundo parecía ansioso por penetrar en las entrañas del infierno. Bueno, puede que eso sea una exageración. Cruzamos una puerta roja con las palabras «Zona tres». Ahí, según nos contó Zollner, sus investigadores trabajaban con patógenos vivos: parásitos, virus, bacterias, hongos y demás porquerías. Nos mostró un laboratorio donde había una mujer sentada en un taburete, frente a una especie de hueco en la pared. Llevaba puesta una máscara y tenía las manos protegidas con guantes de látex. Frente a su cara había una pantalla de plástico, semejante a la que protege las ensaladas en los restaurantes, pero no manipulaba hojas de lechuga.
  
  —Hay un respiradero en la abertura donde se encuentran los elementos patógenos —dijo Zollner—, de modo que el riesgo de que algo flote en la sala es reducido.
  
  —¿Por qué lleva ella una máscara y nosotros no? —preguntó Max.
  
  —Buena pregunta —comenté.
  
  —Ella está mucho más cerca de los agentes patógenos —respondió Zollner—. Si desean acercarse, les conseguiré unas máscaras.
  
  —Paso —dije.
  
  Los demás tampoco quisieron aproximarse.
  
  El doctor Zollner se acercó a la mujer e intercambió con ella unas palabras inaudibles.
  
  —Trabaja con el virus que causa la enfermedad de la lengua azul —dijo cuando se reunió de nuevo con nosotros—. Puede que me haya acercado demasiado —agregó al cabo de unos instantes, sacó la lengua, que estaba completamente azul, y bajó la mirada para examinarla—. ¡Dios mío…! ¿O será la tarta de arándanos que he comido de postre?
  
  Soltó una carcajada y todos nos reímos. A decir verdad, aquel humor negro empezaba a perder la gracia, incluso para mí, a pesar de mi gran tolerancia para los chistes malos.
  
  Abandonamos la sala.
  
  Esa parte del edificio parecía menos frecuentada que la zona dos y las personas que vi tenían un aspecto menos alegre.
  
  —Aquí no hay mucho que ver —dijo Zollner—, pero basta que yo lo diga para que el señor Corey insista en mirar todos los recovecos del lugar.
  
  —Caramba, doctor Zollner, ¿le he dado pie para que diga esas cosas sobre mí?
  
  —Sí.
  
  —Bien, entonces veamos todos los recovecos del lugar.
  
  Oí algunas quejas, pero el doctor Z dijo:
  
  —Muy bien, síganme.
  
  Pasamos la media hora siguiente examinando recovecos y la verdad es que en la zona tres todo parecía igual: sala tras sala, hombres y mujeres que examinaban preparaciones de limo, sangre y tejido de animales vivos y muertos a través de microscopios. Algunas de esas personas comían su almuerzo mientras manipulaban esas sustancias asquerosas.
  
  Hablamos con otra docena de personas, aproximadamente, que conocían a Tom y Judy o habían trabajado con ellos y, si bien nos formábamos una idea cada vez más completa de su trabajo, no aprendíamos gran cosa respecto a su forma de pensar.
  
  No obstante, me parecía un ejercicio útil. Me gusta grabar en mi cabeza el entorno del fallecido y luego, generalmente, se me ocurre algo brillante con lo que seguir. A veces, basta charlar tranquilamente con amigos, parientes y colegas para que surja alguna palabra que conduzca a la solución. Ocurre de vez en cuando.
  
  —La mayoría de estos virus y bacterias no pueden cruzar la barrera entre especies —explicó Zollner—. Podrían beberse una probeta llena del virus de la glosopeda y lo único que haría sería revolverles el estómago, pero basta la cantidad que cabe en la punta de un alfiler para matar una vaca.
  
  —¿Por qué?
  
  —¿Por qué? Porque la estructura genética del virus debe ser capaz de… bueno, de mezclarse con una célula para infectarla. Las células humanas no se mezclan con el virus de la glosopeda.
  
  —Pero hay pruebas de que la enfermedad de las vacas locas ha infectado a algunos seres humanos —dijo Beth.
  
  —Todo es posible. Ésa es la razón por la que tomamos muchas precauciones. Los bichos muerden.
  
  En realidad, los bichos chupan.
  
  —Aquí trabajamos con parásitos —dijo Zollner cuando entramos en otra sala muy bien iluminada—. El peor son las larvas de Lucilia macellaria. Hemos encontrado una forma astuta de controlar esa enfermedad. Hemos descubierto que el macho y la hembra de Lucilia macellaria se aparean una sola vez en la vida, de modo que hemos esterilizado a millones de machos con rayos gamma y los hemos arrojado desde un avión sobre Centroamérica. Cuando el macho se aparea con la hembra no producen descendientes. Inteligente, ¿no les parece?
  
  —¿Pero queda la hembra satisfecha? —tuve que preguntar.
  
  —Eso parece —respondió Zollner—; nunca vuelve a intentarlo.
  
  —Hay otra forma de verlo —comentó Beth.
  
  —Por supuesto —dijo él con una carcajada—. El punto de vista femenino.
  
  Concluida la broma, observamos las larvas de Lucilia macellaria bajo el microscopio. Asquerosas.
  
  Visitamos otros laboratorios y salas donde criaban y almacenaban horribles microbios y parásitos, así como toda clase de lugares extraños cuyo propósito y función apenas comprendía.
  
  Recordé que mis amigos, Tom y Judy, cruzaban esas puertas y entraban en muchas de esas salas y laboratorios todos los días. Pero no por ello parecían deprimidos ni angustiados. Por lo menos a mi parecer.
  
  —Esto es todo en la zona tres —dijo por fin el doctor Z—. Ahora debo preguntarles una vez más si desean proseguir. La zona cuatro es la más contaminada de todas las zonas, más incluso que la zona cinco. En la zona cinco se usa permanentemente un traje de protección bioquímica y un respirador, y se descontamina todo con frecuencia. En realidad, hay una ducha especial para dicha zona. Pero en la zona cuatro es donde verán a los animales en sus corrales, animales enfermos y moribundos, así como el incinerador y las salas de autopsia si lo desean. Por consiguiente, aunque clínicamente tratamos sólo patologías animales, aquí puede haber elementos patógenos flotando en el ambiente. Eso significa gérmenes en el aire —agregó.
  
  —¿Utilizaremos mascarillas? —preguntó Max.
  
  —Si lo desean —respondió Zollner y miró a su alrededor—. Muy bien. Síganme.
  
  Nos acercamos a otra puerta roja, sobre la que figuraban las palabras «Zona cuatro» y el símbolo de peligro biológico. Algún gracioso había pegado a la puerta una grotesca ilustración de una calavera y unos huesos cruzados, con una serpiente que salía de una de las ranuras del cráneo y penetraba en una de las cuencas oculares. Salía también una araña por su boca sonriente.
  
  —Creo que Tom fue el responsable de esa cosa horripilante —dijo el doctor Zollner—. Los Gordon alegraban un poco este lugar.
  
  —Eso parece.
  
  Hasta que murieron.
  
  Nuestro anfitrión abrió la puerta roja y entramos en una especie de antesala. En la pequeña sala había un carro metálico con una caja de guantes de látex y otra de mascarillas de papel.
  
  —Para quien lo desee —dijo el doctor Z.
  
  Eso era como decir que los paracaídas o los chalecos salvavidas eran optativos. La cuestión es: o son necesarios, o no lo son.
  
  —No es obligatorio —aclaró Zollner—. En todo caso, luego nos ducharemos. Personalmente no me molesto en usar guantes o mascarilla. Demasiado engorroso. Pero puede que ustedes se sientan más cómodos.
  
  Tuve la sensación de que nos retaba, como si dijera «Yo siempre tomo el atajo por el cementerio, pero si prefieres dar un rodeo, allá tú, debilucho».
  
  —Esto no puede estar más sucio que mi cuarto de baño —dije.
  
  —Probablemente está mucho más limpio —dijo el doctor Zollner y sonrió.
  
  Al parecer nadie quiso que le tomaran por cobarde y practicar una buena profilaxis, que es como los pequeños microbios nos atrapan a fin de cuentas, de modo que cruzamos la segunda puerta roja y nos encontramos en una especie de pasillo gris, como en las demás zonas de biocontención. Sin embargo, aquí las puertas eran más anchas y tenían una barra metálica.
  
  —Son puertas herméticas —explicó Zollner.
  
  También me percaté de que en todas las puertas había una pequeña ventana y de la pared junto a las mismas colgaba una tablilla.
  
  El doctor Zollner nos condujo a la puerta más cercana.
  
  —Esto son todo corrales y todas sus puertas están provistas de ventanas —dijo—. Puede que lo que vean les inquiete o les revuelva el estómago. Por tanto no tienen por qué mirar —agregó antes de examinar la tablilla de la pared y mirar luego por la ventana—. Fiebre equina africana. Este ejemplar no está muy mal. Sólo un poco lánguido. Mírenlo.
  
  Todos nos turnamos para ver un hermoso caballo negro, encerrado en una celda como la de una cárcel. En efecto, el caballo parecía estar perfectamente, salvo que de vez en cuando se tambaleaba ligeramente como si respirara con dificultad.
  
  —Todos los animales que están aquí han sido sometidos al reto de un virus o una bacteria —explicó Zollner.
  
  —¿Reto? —pregunté—. ¿Significa eso infección?
  
  —Sí, aquí lo llamamos reto.
  
  —¿Qué ocurre luego? ¿Empeoran y entran en un modo involuntario de ausencia de respiración?
  
  —Exacto. Enferman y mueren. Sin embargo, a veces los sacrificamos. Eso significa que los matamos antes de que la enfermedad haya recorrido su curso completo. Creo que a todos los que trabajan aquí les gustan los animales y ésa es la razón por la que hacen este trabajo. Nadie quiere verlos sufrir, pero si alguna vez vieran millones de vacas infectadas de glosopeda, comprenderían por qué es necesario aquí el sacrificio de unas docenas de ejemplares. Vamos —agregó después de colgar de nuevo la tablilla de la pared.
  
  Había una gran madriguera de tristes salas y fuimos de corral en corral, donde diversos animales estaban más o menos cerca de la muerte. En uno de los corrales, la vaca se percató de nuestra presencia y se tambaleó hacia la puerta para ver cómo la observábamos.
  
  —Este ejemplar está en malas condiciones. Un caso avanzado de glosopeda; ¿han visto cómo anda? —dijo el doctor Zollner—. Y fíjense en esas llagas que tiene en el hocico. En este estado el dolor le impide incluso comer. La saliva es tan espesa que parece una cuerda. Ésta es una enfermedad terrible y un viejo enemigo. Existen descripciones de la misma en narraciones antiguas. Como ya les he dicho, es una enfermedad sumamente contagiosa. En cierta ocasión, una erupción en Francia se extendió a Inglaterra por el aire a través del canal. Es uno de los virus más pequeños descubiertos hasta ahora y parece capaz de permanecer aletargado durante largos períodos de tiempo. Puede que algún día algo semejante experimente alguna mutación y empiece a infectar a los seres humanos… —añadió después de unos momentos de silencio.
  
  Creo que a estas alturas todos habíamos sido sometidos a un reto mental y físico, como diría el doctor Z. En otras palabras, nuestras mentes estaban aturdidas y nuestros cuerpos adormecidos. Pero lo peor era que nuestros espíritus estaban abatidos y si yo tuviera alma estaría turbada.
  
  —No puedo hablar por los demás —dije por fin—, pero yo he visto suficiente.
  
  Los demás estuvieron de acuerdo.
  
  Sin embargo, cometí la estupidez de expresar una última idea.
  
  —¿Podemos ver en lo que trabajaban los Gordon? Me refiero al Ébola de los simios.
  
  El doctor Zollner movió la cabeza.
  
  —Eso está en la zona cinco. Pero puedo mostrarles un cerdo africano con fiebre porcina —respondió después de reflexionar unos instantes—, que, al igual que el Ébola, es una fiebre hemorrágica. Muy parecida.
  
  Nos condujo por otro pasillo y se detuvo frente a una puerta con el número 1.130.
  
  —Este ejemplar está en las últimas… —dijo después de examinar la tablilla de la pared—, la etapa hemorrágica… habrá fallecido por la mañana… si muere antes de entonces, pasará a una cámara refrigerada, será disecado a primera hora de la mañana y luego incinerado. Ésta es una enfermedad aterradora, que ha aniquilado la población porcina de algunas partes de África. No existe ninguna vacuna ni tratamiento conocidos. Como ya les he dicho, es un pariente cercano del Ébola… Eche una ojeada —dijo después de mirarme, gesticulando hacia la ventana.
  
  Me acerqué y miré. El suelo de la sala estaba pintado de color rojo, lo que al principio me sorprendió, aunque luego comprendí por qué. Cerca del centro había un cerdo enorme, tumbado en el suelo, casi inmóvil y vi la sangre alrededor de sus fauces, hocico e incluso orejas. A pesar del rojo del suelo, vi un charco de sangre en la parte posterior de su cuerpo.
  
  —¿Ve cómo sangra? —dijo el doctor Zollner a mi espalda—. La fiebre hemorrágica es terrible. Los órganos se desintegran… Ahora comprenderán por qué el Ébola es tan temible.
  
  Vi un gran desagüe metálico en el centro del suelo con la sangre que fluía hacia él y no pude evitar sentirme en la alcantarilla de la calle Ciento Dos Oeste, cuando mi vida se escurría hacia las malditas cloacas y veía y sabía Cómo se sentía el cerdo al ver que se desangraba, oír el burbujeo de su propia sangre, los latidos en su pecho conforme disminuía la presión y al acelerar la respiración para intentar compensarlo, a sabiendas de que iba a cesar.
  
  Oí la voz de Zollner en la lejanía.
  
  —¿Señor Corey? ¿Señor Corey? Puede retirarse de la ventana. Deje que los demás echen una ojeada. ¿Señor Corey?
  
  
  
  
  
  Capítulo 13
  
  
  
  
  —No queremos que ningún virus ni ninguna bacteria se traslade a tierra firme —declaró redundantemente el doctor Zollner.
  
  Nos desnudamos, dejamos las batas y las zapatillas en una cesta y arrojamos la ropa interior de papel a un cubo de basura.
  
  Yo no estaba plenamente concentrado y me limitaba a hacer lo mismo que los demás.
  
  Max, Nash, Foster y yo seguimos al doctor Z a las duchas, donde nos lavamos el pelo con un champú especial y nos limpiamos las uñas con un cepillo y desinfectante. Nos enjuagamos la boca con un líquido horrible y lo escupimos. Yo no dejé de enjabonarme y frotarme hasta que finalmente Zollner me llamó la atención.
  
  —Ya basta. Cogerá una neumonía y se morirá —dijo con una carcajada.
  
  Después de secarme arrojé la toalla a una cesta y me dirigí a mi taquilla desnudo, libre de gérmenes e impecablemente limpio, por lo menos exteriormente.
  
  Salvo los individuos con los que había entrado, no había nadie a la vista. Ni siquiera el celador. Comprendí que alguien podía sacar clandestinamente algo con suma facilidad y llevárselo al vestuario. Pero no creía que eso hubiera sucedido, de modo que no importaba que fuera posible o dejara de serlo.
  
  Zollner había desaparecido y regresó con las llaves de las taquillas, que distribuyó. Abrí la mía y empecé a vestirme. Alguien sumamente considerado, con toda probabilidad el señor Stevens, había tenido la amabilidad de lavar mi pantalón corto y retirar distraídamente la arcilla roja de mi bolsillo. Qué le vamos a hacer. Otra vez será, Corey.
  
  Examiné mi treinta y ocho y parecía que estaba bien, pero uno nunca sabe cuándo algún gracioso le limará el percutor, obturará el cañón o vaciará la pólvora de las balas. Decidí que en casa examinaría detenidamente el arma y la munición.
  
  —Toda una experiencia —dijo Max, cuya taquilla estaba junto a la mía.
  
  Asentí y le pregunté:
  
  —¿Te sientes ahora mejor, viviendo a sotavento de Plum Island?
  
  —¡Joder! Me siento de maravilla.
  
  —Me ha impresionado la sección de biocontención —dije—. Lo último en tecnología.
  
  —Sí, pero pienso en la posibilidad de un huracán o de un ataque terrorista.
  
  —El señor Stevens protegerá Plum Island de un ataque terrorista.
  
  —Sí. ¿Y qué me dices de un huracán?
  
  —El mismo procedimiento que en un ataque nuclear: te agachas, colocas la cabeza entre las piernas y te despides del culo con un beso.
  
  —Claro —respondió y me miró—. Por cierto, ¿te sientes bien?
  
  —Por supuesto.
  
  —Ahí dentro parecía que estabas en las nubes.
  
  —Cansado. Me cuesta respirar.
  
  —Me siento responsable por haberte metido en esto.
  
  —Me pregunto por qué.
  
  —Si logras ligarte a esa estrecha, me deberás una. —Sonrió.
  
  —No sé de qué hablas —respondí, me puse las zapatillas y me levanté—. Debes de ser alérgico al jabón —agregué—. Tienes la cara cubierta de manchas.
  
  —¿Cómo? —exclamó llevándose las manos a las mejillas y buscando el espejo más próximo, donde se examinó minuciosamente—. ¿De qué diablos estás hablando? Mi piel está perfecta.
  
  —Debe de ser efecto de la luz.
  
  —Déjate de tonterías, Corey. No tiene ninguna gracia.
  
  —Tienes razón —respondí y me acerqué a la puerta del vestuario, donde esperaba el doctor Z—. A pesar de mis malos modales, me ha impresionado mucho cómo trabaja y le doy las gracias por el tiempo que nos ha dedicado.
  
  —He disfrutado de su compañía, señor Corey. Lamento haberle conocido en estas tristes circunstancias.
  
  Se acercó George Foster y se dirigió al doctor Zollner.
  
  —Le aseguro que escribiré un informe favorable respecto a sus procedimientos de biocontención.
  
  —Gracias.
  
  —Pero creo que la seguridad del perímetro podría mejorar y propondré que se haga un estudio.
  
  Zollner asintió.
  
  —Afortunadamente, parece que los Gordon no robaron ninguna sustancia peligrosa y si sustrajeron algo, fue una vacuna experimental —agregó Foster.
  
  El doctor Zollner asintió de nuevo.
  
  —Recomendaré que se instale permanentemente un destacamento de marines en Fort Terry —concluyó Foster.
  
  Yo estaba ansioso por salir del vestuario anaranjado y ver el sol. Me acerqué a la puerta y los demás me siguieron.
  
  Al llegar al amplio y resplandeciente vestíbulo, el doctor Z miró a su alrededor en busca de Beth, sin haber comprendido todavía.
  
  Luego nos dirigimos al mostrador de recepción, donde cambiamos nuestras tarjetas de identificación de plástico blanco por las azules originales.
  
  —¿Hay alguna tienda donde podamos comprar recuerdos y camisetas? —le pregunté a Zollner.
  
  —No —rio el doctor—, pero lo propondré en Washington. Entretanto, dé gracias a Dios por no haber atrapado otro recuerdo.
  
  —Gracias, doctor.
  
  —Pueden coger el transbordador de las cuatro menos cuarto si lo desean o regresar a mi despacho si hay algo más que hablar —dijo el doctor Zollner después de consultar su reloj.
  
  Me apetecía volver a las baterías y explorar los pasajes subterráneos, pero consideré que si lo sugería, tendría ante mí un motín. Además, para ser sincero, no estaba en condiciones de hacer otra excursión por la isla.
  
  —Esperaremos a la jefa —respondí—. Sin ella no tomamos ninguna decisión importante.
  
  El doctor Z asintió y sonrió.
  
  Tuve la impresión de que Zollner no estaba particularmente preocupado por nada de lo que sucedía, que se cuestionara su seguridad o sus procedimientos de biocontención, ni siquiera le inquietaba la posibilidad de que sus dos científicos estelares hubieran robado algo bueno y valioso, o algo nocivo y mortífero. Se me ocurrió que no estaba preocupado porque, aunque hubiera metido la pata, o pudiera considerársele responsable del error de otro, se le había eximido ya de toda culpa; había llegado a un acuerdo con el gobierno y cooperaba en la operación de encubrimiento, a cambio de salir inmune de la situación. También existía la posibilidad, aunque remota, de que el doctor Z hubiera asesinado a los Gordon o supiera quién lo había hecho. Para mí, todos los que estaban cerca de los Gordon eran sospechosos.
  
  Beth salió del vestuario femenino y se reunió con nosotros en la recepción. Comprobé que no se había maquillado del todo y sus mejillas brillaban con un nuevo frescor.
  
  Efectuó el cambio de tarjeta y el doctor Zollner repitió sus ofertas y nuestras opciones.
  
  —Yo ya he visto suficiente —respondió después de mirarnos—, a no ser que alguien quiera examinar los bunkers subterráneos o alguna otra cosa.
  
  Todos movimos la cabeza.
  
  —Nos reservamos el derecho a visitar de nuevo la isla, en cualquier momento, hasta la conclusión de este caso —dijo dirigiéndose al doctor Zollner.
  
  —En lo que a mí concierne pueden venir cuando lo deseen —respondió el doctor—. Pero no soy yo quien lo decide.
  
  Se oyó una bocina en el exterior y miré por la puerta de cristal. En la puerta había un autobús blanco, al que subían varios empleados.
  
  —Disculpen que no les acompañe al transbordador —dijo el doctor Z.
  
  Nos estrechó a todos la mano y se despidió calurosamente sin el menor indicio de alivio. Un auténtico caballero.
  
  Salimos al sol y respiramos toneladas de aire fresco antes de subir al autobús. El conductor era un agente de seguridad y supongo que nuestro vigilante.
  
  Había sólo seis empleados en el vehículo y no reconocí a ninguno de ellos de nuestra visita.
  
  En cinco minutos, el autobús llegó al muelle y se detuvo.
  
  Todos nos apeamos para dirigirnos al transbordador azul y blanco, The Plum Runner. Entramos en la cabina principal, sonó la sirena y el buque soltó amarras.
  
  Los cinco permanecimos de pie, charlando. Uno de los tripulantes, un curtido caballero, se nos acercó para recoger los pases.
  
  —¿Les ha gustado la isla del doctor Moreau?
  
  La referencia literaria por parte de un viejo marino me desconcertó. Charlamos con él un minuto y descubrimos que se llamaba Pete. También nos dijo que le apenaba bastante lo sucedido a los Gordon.
  
  Después de disculparse, subió por la escalera que conducía a la cubierta superior y al puente. Le seguí.
  
  —¿Dispone de un minuto? —pregunté antes de que abriera la puerta del puente.
  
  —Desde luego.
  
  —¿Conocía usted a los Gordon?
  
  —Por supuesto. Nos desplazamos juntos en este barco intermitentemente durante dos años.
  
  —Me habían dicho que utilizaban su propio barco para desplazarse.
  
  —Algunas veces. Bonito barco el Formula 303. Dos motores Mercedes. Veloz como el viento.
  
  —¿Es posible que transportaran drogas en esa embarcación? —pregunté sin tapujos.
  
  —¿Drogas? Imposible. Eran incapaces de encontrar una isla y mucho menos un barco de contrabando.
  
  —¿Cómo lo sabe?
  
  —De vez en cuando hablábamos de barcos. Sus conocimientos de navegación eran inexistentes. ¿Sabe que ni siquiera llevaban instrumentos de navegación a bordo?
  
  Después de mencionarlo Pete, recordé que no había visto equipos de navegación por satélite en el barco y, para hacer contrabando de drogas, son indispensables.
  
  —Puede que le engañaran. Tal vez eran los mejores navegantes después de Magallanes.
  
  —¿Quién?
  
  —¿Por qué supone que no sabían navegar?
  
  —Intenté convencerlos para que participaran en la carrera del Escuadrón de Velocidad, ¿comprende?, pero no estaban interesados.
  
  Pete era un poco duro de entendederas y lo intenté de nuevo.
  
  —Tal vez fingían que no sabían navegar para que nadie sospechara que hacían contrabando de drogas.
  
  —¿Usted cree? —dijo mientras se rascaba la cabeza—. Quizá, pero no lo creo. No les gustaba el mar abierto. Si estaban en su barco y veían el transbordador, se situaban a sotavento y no nos abandonaban en todo el camino. Nunca perdían de vista la costa, ¿le parece propio de un contrabandista de drogas?
  
  —Supongo que no. Entonces, dígame, Pete, ¿quién los asesinó y por qué?
  
  Movió exageradamente la cabeza antes de responder.
  
  —Yo qué sé.
  
  —Sabe que ha pensado en ello, Pete. ¿Quién y por qué? ¿Qué fue lo primero que se le ocurrió? ¿Qué comentaba la gente?
  
  Pete farfulló y refunfuñó antes de responder.
  
  —Supongo que pensé que habían robado algo del laboratorio, algo que podría destruir el mundo, y que iban a vendérselo a algún extranjero o algo por el estilo, pero luego el trato no funcionó y los eliminaron.
  
  —¿Y ahora ya no lo cree?
  
  —Bueno, he oído otra cosa.
  
  —¿Qué?
  
  —Que habían robado una vacuna que vale millones —respondió mirándome—. ¿Es cierto?
  
  —Lo es.
  
  —Querían darse prisa en enriquecerse y, en su lugar, se han dado prisa en morirse.
  
  —El precio del pecado es la muerte.
  
  —Sí —respondió Pete, se disculpó y entró en el puente.
  
  Era curioso, pensé, que Pete y probablemente todos los demás, incluido un servidor, reaccionáramos inicialmente del mismo modo ante la muerte de los Gordon. Luego, en segundo lugar, se me ocurrió lo de las drogas. Ahora lo atribuíamos a una vacuna. Pero a veces, la primera reacción, la espontánea, es la correcta. En todo caso, lo que las tres teorías tenían en común era el dinero.
  
  Permanecí en cubierta y observé cómo se alejaba la orilla de Plum Island. El sol estaba todavía alto en el oeste y me producía una sensación agradable en la piel. Disfrutaba del viaje, del olor del mar e incluso del movimiento del barco. Tuve la desconcertante sensación de estar convirtiéndome en un lugareño. El siguiente paso sería comer almejas, fueran lo que fuesen.
  
  Beth Penrose subió a cubierta y contempló un rato la estela, luego se apoyó en el pasamano, con el sol en la cara.
  
  —Tú pronosticaste lo que Zollner nos contaría —dije.
  
  —Tiene sentido —asintió—, cuadra con los hechos, resuelve el problema que teníamos en creer que los Gordon eran capaces de robar organismos mortíferos y también el de suponer que hacían contrabando de drogas. Los Gordon robaron algo bueno, algo rentable. Dinero. El dinero como motivo. El oro seductor de los santos, como dijo Shakespeare.
  
  —Creo que ya he tenido suficiente Shakespeare para el resto del año —respondí antes de reflexionar unos instantes—. No comprendo por qué no se me ocurrió… Estábamos tan obsesionados con eso de la plaga que no pensamos en los antídotos: vacunas, antibióticos, antivíricos y todo lo demás. Eso es lo que estudian los científicos en Plum Island y eso fue lo que robaron los Gordon. Maldita sea, me estoy volviendo torpe.
  
  —Pues para serte sincera —dijo Beth sonriendo—, yo empecé a pensar en las vacunas anoche y, cuando Stevens mencionó la vacuna de la glosopeda, supe hacia dónde nos encaminábamos.
  
  —Claro. Ahora todos podemos descansar tranquilos. Sin pánico ni histeria ni alarma nacional. Creía que todos habríamos muerto antes del día de Todos los Santos.
  
  Nos miramos y ella dijo:
  
  —Todo es mentira, evidentemente.
  
  —Sí. Pero una mentira realmente convincente. Una mentira que elimina la presión sobre Plum Island y sobre los federales en general. Entretanto, el FBI y la CIA pueden trabajar discretamente en el caso sin nuestra intromisión ni la de la prensa. A ti, a Max y a mí se nos ha eliminado de la parte del caso que concierne a Plum Island.
  
  —Exactamente. Pero todavía nos queda por resolver un doble asesinato. Por nuestra cuenta.
  
  —Tienes razón —respondí— y creo que echaré de menos a Ted Nash.
  
  —Yo no me enfrentaría a un hombre como ése —dijo Beth con toda seriedad después de brindarme una sonrisa.
  
  —Que lo zurzan.
  
  —Así que eres un tipo duro.
  
  —Recibí diez balazos y acabé de tomarme el café antes de ir andando al hospital.
  
  —Fueron tres, pasaste un mes en el hospital y todavía no te has recuperado del todo.
  
  —Has estado hablando con Max. Maravilloso.
  
  No respondió. Había comprobado que raramente mordía el anzuelo. Debía recordarlo.
  
  —¿Qué te ha parecido Stevens? —preguntó Beth.
  
  —El hombre indicado para su trabajo.
  
  —¿Miente?
  
  —Por supuesto.
  
  —¿Y Zollner?
  
  —Me ha gustado.
  
  —¿Miente?
  
  —No de un modo natural como Stevens, pero le han escrito un guión y lo ha ensayado.
  
  —¿Está asustado? —preguntó después de asentir.
  
  —No.
  
  —¿Por qué no?
  
  —No tiene por qué estarlo; todo está bajo control. Stevens y Zollner han hecho sus tratos con el gobierno.
  
  —Ésa ha sido mi impresión —asintió Beth—. La tapadera se concibió, se escribió y se dirigió durante las últimas horas de anoche y las primeras de esta madrugada. En Washington y en Plum Island no se han apagado las luces en toda la noche. Esta mañana hemos presenciado la obra.
  
  —Efectivamente —respondí—. Ya te advertí que desconfiaras de esos dos payasos.
  
  Ella asintió de nuevo.
  
  —Nunca me he encontrado en una situación en la que no pudiera confiar en la gente con quien trabajaba —dijo luego.
  
  —Yo sí. Es un verdadero reto. Hay que vigilar lo que uno dice, protegerse, tener ojos en la nuca, olfatear las ratas y prestar atención a lo que se calla.
  
  —¿Te sentías bien ahí dentro? —preguntó después de echarme una ojeada.
  
  —Estoy perfectamente.
  
  —Deberías descansar.
  
  —Nash la tiene diminuta —dije sin preocuparme de su consejo.
  
  —Gracias por compartir esa información conmigo.
  
  —Bueno, quería que lo supieras porque vi que te interesabas por él y no quería que perdieras el tiempo con un individuo que tiene un tercer meñique entre las piernas.
  
  —Muy considerado por tu parte. ¿Por qué no te ocupas de tus propios asuntos?
  
  —De acuerdo.
  
  El mar se picó un poco en medio del canal y me sujeté al pasamano. Miré a Beth, que tenía ahora los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás para aprovechar los pocos rayos ultravioleta. Puede que haya mencionado que tenía un rostro estilo cupido, ingenuo y sensual a la vez. Poco más de treinta años, como dije, y casada una vez, como dijo ella. Me pregunté si su exmarido era policía, si él detestaba que ella lo fuera, o qué problema habían tenido. Las personas de su edad llevan cierto bagaje, las de la mía, un almacén lleno de contenedores.
  
  —¿Qué harías si te declararan inútil? —preguntó sin abrir los ojos.
  
  —No lo sé —respondí antes de pensarlo—. Max me ofrecería trabajo.
  
  —¿No se supone que no debes realizar trabajos policiales si te han declarado inútil?
  
  —Supongo que no. No sé lo que haría. Manhattan es caro, allí es donde vivo. Creo que debería mudarme. Puede que me trasladara aquí.
  
  —¿Qué harías aquí?
  
  —Cultivar vino.
  
  —Uvas. Se cultivan las uvas, el vino se elabora.
  
  —Eso.
  
  Abrió sus ojos azul verdoso y me miró. Se cruzaron nuestras miradas, buscaron, penetraron y todo lo demás. Luego cerró de nuevo los ojos.
  
  Durante un minuto guardamos silencio.
  
  —¿Por qué no creemos que los Gordon robaron una vacuna milagrosa para ganar una fortuna? —preguntó después de volver a abrirlos.
  
  —Porque eso deja demasiadas preguntas sin respuesta. En primer lugar, ¿qué me dices de la lancha? No se necesita un barco de cien mil dólares para hacer un solo viaje de contrabando con la vacuna mágica, ¿no te parece?
  
  —Tal vez sabían que robarían la vacuna y, puesto que podrían permitírselo a la larga, disfrutarían entretanto. ¿Cuándo compraron el barco?
  
  —En abril del año pasado —respondí—. Inmediatamente antes de que empezara la temporada de navegación. Diez mil de entrada y el resto a plazos.
  
  —¿Qué otra razón tenemos para no creer en la versión de Plum Island?
  
  —¿Por qué tendrían que matar a dos personas los clientes de esa vacuna? Especialmente, si la persona o personas del jardín de los Gordon no podían estar seguros del contenido de la nevera.
  
  —En cuanto a los asesinatos —dijo Beth—, ambos sabemos que la gente mata por razones insignificantes. Respecto al contenido de la nevera… ¿no podían haber tenido los Gordon algún cómplice en Plum Island que cargara la vacuna en su barco? La persona de la isla podía haber llamado a la persona o personas que esperaban a los Gordon y advertirles que la mercancía estaba de camino. Piensa en posibles cómplices en Plum Island: el señor Stevens, el doctor Zollner, la doctora Chen, Kenneth Gibbs o cualquier otra persona de la isla.
  
  —De acuerdo… lo pondremos en el saco de las pistas.
  
  —¿Algo más? —preguntó Beth.
  
  —No soy un experto en geopolítica, pero el Ébola es bastante inusual y las probabilidades de que la Organización Mundial de la Salud o los gobiernos de los países africanos afectados se interesen por grandes cantidades de ese material parecen bastante remotas. La gente muere en África de toda clase de enfermedades evitables, como la malaria y la tuberculosis, y nadie les compra cientos de millones de dosis.
  
  —Desde luego, pero nosotros desconocemos los tejemanejes del comercio de medicamentos, ya sean robados, mercado negro, imitaciones, etcétera.
  
  —De acuerdo, ¿pero no te parece inverosímil que los Gordon robaran esa vacuna?
  
  —No —respondió Beth—. Me parece factible. Pero tengo la sensación de que es mentira.
  
  —Exactamente. Una mentira factible.
  
  —Una mentira fenomenal.
  
  —Desde luego —afirmé—. Una mentira fenomenal que cambia el caso.
  
  —Sin lugar a dudas. ¿Qué más?
  
  —Bueno, tenemos las cartas de navegación —respondí—. No contienen gran cosa, pero me gustaría saber qué significa el número 44106818.
  
  —Bien. ¿Y qué me dices de la arqueología en Plum Island?
  
  —Desde luego eso ha sido toda una sorpresa para mí y plantea toda clase de incógnitas.
  
  —¿Por qué nos ha facilitado Paul Stevens esa información?
  
  —Porque es del dominio público y no tardaríamos en averiguarlo.
  
  —Claro. ¿Cuál es el significado del material arqueológico?
  
  —No tengo la menor idea —respondí—. Pero no tiene nada que ver con la ciencia de la arqueología. Era una tapadera para algo, un pretexto para visitar lugares remotos de la isla.
  
  —O puede que no signifique nada.
  
  —Es posible. Pero luego tenemos la arcilla roja que vi en las zapatillas de los Gordon y luego en Plum Island. En el camino del laboratorio principal al aparcamiento, luego al autobús y a continuación al muelle no hay ningún lugar donde se pueda pisar arcilla roja.
  
  —Supongo que recogiste una muestra cuando fuiste a orinar.
  
  —Por supuesto. —Sonreí—. Pero, cuando regresé a mi taquilla, alguien había tenido la amabilidad de lavarme los pantalones.
  
  —Ojalá hubieran lavado los míos —bromeó ella.
  
  Ambos nos reímos.
  
  —Pediré muestras de tierra —dijo Beth—. Pueden descontaminarlas si insisten en su política de No Retorno. He comprobado que eres partidario de la acción directa —agregó—, como apropiarte de los extractos financieros, robar tierra del gobierno y quién sabe qué otras cosas habrás hecho. Deberías aprender a seguir los protocolos y los procedimientos establecidos, detective Corey; especialmente, porque ésta no es tu jurisdicción ni tu caso. Vas a tener problemas y no me la jugaré por ti.
  
  —Por supuesto que lo harás. A propósito, suelo ser bastante respetuoso con las normas relativas a las pruebas, los derechos de los sospechosos, la estructura de mando y toda esa mierda cuando sólo se trata de homicidios corrientes. Éste podía haber sido, o puede que todavía lo sea, la plaga que acabe con todas las plagas, de modo que he tomado algunos atajos. El tiempo es esencial, la teoría de la persecución implacable y todo lo demás. Si salvo el planeta, seré un héroe.
  
  —Actuarás según las normas y seguirás los procedimientos establecidos. No hagas nada que pueda comprometer una acusación o una condena en el caso.
  
  —Tranquilízate, no tenemos siquiera medio sospechoso y ya estás ante los tribunales.
  
  —Así es como yo trabajo.
  
  —Creo que aquí ya he hecho todo lo que he podido. Dimito como asesor de homicidios de esta ciudad.
  
  —No te enfurruñes —titubeó—. Quiero que te quedes. Puede que incluso aprenda algo de ti.
  
  Evidentemente nos gustábamos, a pesar de ciertos choques y confusiones, ciertas diferencias de opinión, distintos temperamentos, diferencias de edad y de formación, así como, probablemente, de grupo sanguíneo, gustos musicales y Dios sabe qué más. En realidad, si lo pensaba, no teníamos nada en común salvo el trabajo y ni siquiera en eso lográbamos ponernos de acuerdo. No obstante, estaba enamorado. Bueno, de acuerdo, era lujuria. Pero una lujuria significativa. Me sentía firmemente comprometido con esa lujuria.
  
  Nos miramos de nuevo y una vez más sonreímos. Era una bobada, realmente estúpido. Me sentía como un imbécil. Era tan exquisitamente hermosa… Me encantaba su voz, su sonrisa, su cabello cobrizo a la luz del sol, sus movimientos, sus manos… y olía de nuevo a jabón de la ducha. Adoraba ese olor; relacionaba el jabón con el sexo. Es una larga historia.
  
  —¿Qué terreno inútil? —pregunto finalmente Beth.
  
  —¿Cómo? Ah, claro. Los Gordon.
  
  Le hablé del asiento en su talonario y de mi conversación con Margaret Wiley.
  
  —No soy del campo, pero no creo que la gente sin dinero se gaste veinticinco de los grandes sólo para poseer sus propios árboles a los que abrazarse.
  
  —Es extraño —reconoció Beth—, pero la tierra es algo emotivo. Mi padre fue uno de los últimos agricultores en el oeste del condado de Suffolk, rodeado de subdivisiones a diferentes niveles. Amaba su tierra, pero el campo había cambiado; los bosques, los arroyos y los demás agricultores habían desaparecido. Vendió su propiedad, pero ya no volvió a ser el mismo, ni siquiera con un millón de dólares en el banco.
  
  »Supongo que deberíamos hablar con Margaret Wiley —prosiguió después de unos momentos de silencio— y ver ese terreno, aunque no creo que sea significativo para el caso.
  
  —Creo que el hecho de que los Gordon nunca me mencionaran que poseían un terreno es significativo. Igual que las excavaciones arqueológicas. Las cosas que no tienen sentido exigen una explicación.
  
  —Gracias, detective Corey.
  
  —No pretendo darte lecciones —respondí—, pero doy clases en John Jay y de vez en cuando se me escapa alguna frase.
  
  —Nunca sé si me estás tomando el pelo —dijo después de mirarme unos instantes.
  
  En realidad, lo que deseaba era jugar con su pelo, pero alejé el pensamiento de mi mente.
  
  —Realmente doy clases en John Jay.
  
  Se trata del Colegio de Justicia Criminal John Jay en Manhattan, uno de los mejores del país en su género, y supongo que Beth tenía un problema de credibilidad respecto a John Corey como profesor.
  
  —¿De qué das clases? —preguntó.
  
  —Te aseguro que no de las normas sobre pruebas, de los derechos de los sospechosos, ni de nada por el estilo.
  
  —Claro está.
  
  —Doy clases de investigación práctica de homicidios. Escenarios del crimen y cosas semejantes. Los viernes por la noche. Es la mejor noche para los misterios sobre asesinatos. Te invito a que asistas si algún día vuelvo. Tal vez en enero.
  
  —Puede que lo haga.
  
  —Ven temprano. La clase está siempre llena; soy muy divertido.
  
  —Estoy segura.
  
  Y yo estaba seguro de que la señora Beth Penrose por fin pensaba en eso. Eso.
  
  El transbordador reducía la velocidad al acercarse al muelle.
  
  —¿Has hablado ya con los Murphy? —pregunté.
  
  —No. Max lo ha hecho. Yo pienso hacerlo hoy.
  
  —Bien. Iré contigo.
  
  —Creí que dimitías.
  
  —Mañana.
  
  Sacó su cuaderno del bolso y empezó a hojearlo.
  
  —Necesito las copias de ordenador que has tomado prestadas —dijo.
  
  —Están en mi casa.
  
  —De acuerdo —respondió y luego siguió mirando su cuaderno—. Llamaré a los especialistas en huellas dactilares y al forense. Además, he solicitado una orden a la fiscalía para investigar las llamadas telefónicas de los Gordon durante los dos últimos años.
  
  —Bien. Consigue también una lista de los propietarios de pistolas registrados en el municipio de Southold.
  
  —¿Crees que el arma homicida puede ser una pistola registrada en la localidad? —preguntó.
  
  —Tal vez.
  
  —¿Por qué lo supones?
  
  —Una corazonada. Entretanto, que sigan dragando y buceando en busca de las balas.
  
  —Lo hacen, pero será difícil llegar al fondo de la cuestión. Con perdón por el juego de palabras.
  
  —Tengo mucha tolerancia con los juegos de palabras.
  
  —Me pregunto por qué.
  
  —Además, si consigues una lista del armamento de Plum Island, asegúrate de que sea el condado y no el FBI quien realice las pruebas balísticas.
  
  —Lo sé.
  
  Detalló otro montón de cosas que era preciso hacer y comprobé que tenía una mente clara y ordenada. También era intuitiva e inquisitiva. A mi parecer, sólo le faltaba experiencia para ser realmente una buena detective. Para convertirse en una gran detective debía aprender a relajarse, a lograr que la gente hablara con libertad y en demasía. Pecaba ligeramente de severa y decidida, de modo que la mayoría de los testigos, por no mencionar a los colegas, se ponían a la defensiva.
  
  —Relájate.
  
  —¿Cómo dices? —preguntó después de levantar la mirada de su cuaderno.
  
  —Relájate.
  
  —Estoy un poco angustiada con este caso —respondió después de unos momentos de silencio.
  
  —Todo el mundo lo está. Relájate.
  
  —Lo intentaré. —Sonrió—. Puedo hacer imitaciones. Podría imitarte a ti. ¿Quieres verlo?
  
  —No.
  
  Dejó caer los hombros, empezó a moverse, se metió una mano en el bolsillo mientras se rascaba el pecho con la otra y comenzó a hablar en un tono grave con acento neoyorquino.
  
  —Eh, bueno, ¿qué coño pasa con este caso? ¿Me oyes? ¿Qué pasa con ese tío, Nash? ¿Eh? Ese tío no distingue una pizza de una vaca. Tiene tanto cerebro como un saco de arena. ¿Me oyes? Ese tío…
  
  —Gracias —interrumpí fríamente.
  
  —Relájate —exclamó Beth después de soltar una carcajada.
  
  —Yo no hablo con ese acento neoyorquino tan exagerado.
  
  —Bueno, aquí lo parece.
  
  Estaba un poco molesto pero también un poco divertido, supongo.
  
  Pasamos varios minutos en silencio.
  
  —Creo que este caso ya no llama tanto la atención y eso es bueno —comenté al rato.
  
  Beth asintió.
  
  —Menos personas con las que tratar —proseguí—. Ningún federal, ningún político, ningún periodista, ni te mandarán más ayuda de la que necesites. Cuando resuelvas el caso serás una heroína.
  
  —¿Crees que lo resolveremos? —preguntó después de mirarme prolongadamente.
  
  —Por supuesto.
  
  —¿Y si no lo hacemos?
  
  —Para mí no hay nada en juego. Sin embargo, en lo que a ti concierne, supondrá un problema en tu carrera.
  
  —Gracias.
  
  El transbordador rozó las defensas del muelle y los marineros arrojaron dos cabos.
  
  —De modo que además de la posibilidad de gérmenes nocivos y drogas, ahora tenemos la posibilidad de algún buen medicamento —dijo como si hablara para sí—, sin olvidar que Max declaró a la prensa que se trataba del doble asesinato de unos propietarios que habían sorprendido a un ladrón al regresar a su casa. ¿Y sabes lo que te digo? Podría ser cierto.
  
  —Hay otra posibilidad, que no debes repetir a nadie —respondí después de mirarla—. Imagina que Tom y Judy Gordon supieran algo que no deberían haber sabido o que hubieran visto algo que no deberían haber visto. Imagina que alguien como el señor Stevens, o tu amigo el señor Nash, los hubiera eliminado. Imagínatelo.
  
  —Suena como una mala película —dijo después de un prolongado silencio—. Pero me lo pensaré.
  
  —Todos a tierra —exclamó Max desde la cubierta inferior.
  
  —¿Cuál es el número de tu móvil? —preguntó Beth después de dirigirse hacia la escalera.
  
  Se lo di.
  
  —Nos separaremos en el aparcamiento y te llamaré dentro de unos veinte minutos —agregó.
  
  Nos reunimos con Max, Nash y Foster en la cubierta de popa y desembarcamos con los seis empleados de Plum Island. Había sólo tres personas en el muelle para el viaje de regreso a la isla y pensé una vez más en el aislamiento de Plum Island.
  
  —Estoy satisfecho de que se haya aclarado el aspecto más preocupante de este caso —dijo a todos los presentes el jefe Sylvester Maxwell, del Departamento de Policía de Southold, al llegar al aparcamiento—. Puesto que yo tengo otras obligaciones que atender, dejo que la detective Penrose se ocupe de todo lo concerniente a los asesinatos.
  
  —Parece que se ha robado algo que pertenece al gobierno, así que el FBI continuará investigando el caso —declaró el señor Foster—. Hoy regresaré a Washington para presentar mi informe. La oficina local del FBI tomará el mando del caso y alguien se pondrá en contacto con usted, jefe. O con usted —agregó después de mirar a Beth— o con sus superiores.
  
  —Bien, parece que ahora me toca a mí —dijo la detective Elizabeth Penrose, del Departamento de Policía del condado de Suffolk—. Gracias a todos por su ayuda.
  
  Estábamos listos para marcharnos, pero a Ted y a mí nos faltaba todavía intercambiar algunos cumplidos. Ted tomó la iniciativa.
  
  —Espero sinceramente que volvamos a vernos, detective Corey.
  
  —Estoy seguro de que lo haremos, Ted. La próxima vez intente hacerse pasar por mujer; seguramente le será más fácil que fingir ser funcionario de agricultura.
  
  —Por cierto, había olvidado mencionar que conozco a su jefe, el teniente Wolfe —dijo después de mirarme fijamente.
  
  —El mundo es un pañuelo. Él también es un cretino. Pero no olvide hablarle bien de mí, ¿de acuerdo, amigo?
  
  —Tenga la seguridad de que le mandaré recuerdos suyos y le diré que parece estar en buena forma para reincorporarse al trabajo.
  
  —Han sido unas veinticuatro horas intensas e interesantes —interrumpió Foster, como de costumbre—. Creo que esta combinación de fuerzas puede sentirse orgullosa del resultado alcanzado y tengo la seguridad de que la policía local conducirá este caso a una feliz conclusión.
  
  —En resumen —dije yo—, muchas horas, buen trabajo y buena suerte.
  
  Todos se estrechaban las manos, incluso yo, aunque no sabía si me había quedado sin empleo, si es que alguna vez lo había tenido. En todo caso, nos despedimos brevemente sin que nadie se pusiera sentimental, prometiera escribir o verse de nuevo, y sin besos, abrazos ni nada por el estilo. A los pocos minutos, Max, Beth, Nash y Foster habían subido a sus respectivos coches y habían desaparecido. Yo me quedé solo en el aparcamiento hurgándome la nariz. Asombroso. Anoche todo el mundo creía que había llegado el apocalipsis, que el jinete de la muerte había emprendido su terrible carrera. Sin embargo, ahora, a nadie le importaban un rábano los dos ladrones de vacunas que yacían en el depósito de cadáveres.
  
  Empecé a caminar hacia mi coche. ¿Quién estaba involucrado en la tapadera? Evidentemente, Ted Nash y su gente, así como George Foster, ya que estaba con Nash y los cuatro individuos trajeados que habían viajado en el transbordador anterior y desaparecido en un Caprice negro. Probablemente, también lo estaba Paul Stevens y el doctor Zollner.
  
  Estaba seguro de que ciertas secciones del gobierno federal habían organizado una tapadera suficientemente satisfactoria para los medios de comunicación, para el país y para el mundo en general. Pero no lo era para los detectives John Corey y Elizabeth Penrose. No señor, no lo era. Me pregunté si Max se lo habría tragado. Por regla general, la gente desea creer en las buenas noticias y Max era tan paranoico con los gérmenes, que realmente anhelaba creer que Plum Island despedía a la atmósfera antibióticos y vacunas. Debería hablar con Max. Tal vez.
  
  La otra cuestión era que si encubrían algo, ¿de qué se trataba? Se me ocurrió que tal vez no supieran lo que ocultaban. Necesitaban convertir aquel caso sensacionalista y aterrador en un vulgar robo y debían hacerlo con rapidez para evitar el interés general. Ahora podían empezar a averiguar qué diablos ocurría. Puede que Nash y Foster supieran tan poco como yo sobre la razón por la que los Gordon habían sido asesinados.
  
  Segunda teoría: sabían por qué y quién había asesinado a los Gordon y puede, incluso, que hubieran sido ellos mismos. Realmente, no sabía quiénes eran esos dos payasos.
  
  Con esas ideas de conspiración en mi mente, recordé lo que Beth había dicho respecto a Nash…. Yo no me enfrentaría a un hombre como ése.
  
  Me detuve a unos veinte metros de mi Jeep y miré a mi alrededor.
  
  Ahora había unos cien coches de empleados de Plum Island en el aparcamiento del transbordador, pero no había nadie a la vista. Me situé tras una furgoneta y saqué el llavero. Otra característica de mi vehículo de cuarenta mil pavos era el mando de arranque a distancia. Pulsé la secuencia indicada, dos pulsaciones largas y una corta, y esperé la explosión. No estalló; el motor arrancó. Lo dejé funcionando un minuto antes de acercarme y subirme.
  
  Me pregunté si estaba exagerando ligeramente las precauciones. Supongo que si mi vehículo hubiera estallado, la respuesta habría sido no. Siempre he considerado que más vale prevenir que curar. Hasta que descubriera la identidad del asesino ó asesinos, mi norma sería la paranoia.
  
  
  
  
  
  Capítulo 14
  
  
  
  
  Me dirigí al oeste por la carretera principal, con el ronroneo del motor, una buena música en la radio, sucesivas escenas rurales, un cielo azul, gaviotas; lo mejor que puede ofrecer el tercer planeta a partir del sol.
  
  Sonó el teléfono del coche y contesté:
  
  —Servicio de semental. ¿En qué puedo servirle?
  
  —Reúnete conmigo en la residencia de los Murphy —dijo la detective Penrose.
  
  —Me parece que no —respondí.
  
  —¿Por qué no?
  
  —Creo que me han despedido. Si no es así, dimito.
  
  —Se te ha contratado por semanas. Debes terminar los siete días.
  
  —¿Quién lo dice?
  
  —En casa de los Murphy —se limitó a decir antes de colgar.
  
  Detesto a las mujeres mandonas. No obstante, conduje veinte minutos hasta la casa de los Murphy y vi a la detective Penrose frente a la residencia, sentada en su Ford LTD negro sin distintivos.
  
  Aparqué mi Jeep a varias casas de distancia, paré el motor y me apeé. A la derecha de la casa de los Murphy, el escenario del crimen seguía precintado y había un agente de la policía de Southold en la puerta. El furgón del cuartel general móvil del condado seguía frente a la casa.
  
  Beth, que estaba hablando por su móvil cuando me acerqué, colgó y se apeó.
  
  —Acabo de facilitarle a mi jefe un extenso informe oral —dijo—. Todo el mundo parece satisfecho con la idea de la vacuna contra el Ébola.
  
  —¿Le has mencionado a tu jefe que no te crees ni una palabra de esta historia?
  
  —No… dejemos descansar esa idea y resolvamos el doble asesinato.
  
  Nos acercamos a la puerta principal de la casa de los Murphy y tocamos el timbre. Era un edificio estilo rancho de los años sesenta, en estado original, según se dice, bastante feo pero bien conservado.
  
  Una mujer de unos setenta años abrió la puerta y nos presentamos. La mujer miró fijamente mi pantalón corto, probablemente pensó en lo bien lavado y planchado que estaba y en lo bien que olía. Le brindó una sonrisa a Beth y nos invitó a entrar en la casa.
  
  —¡Ed! ¡Otra vez la policía! —exclamó después de dirigirse a la parte posterior del edificio.
  
  Regresó al salón y nos indicó que nos sentáramos en un pequeño sofá, donde mi mejilla estaba a poca distancia de la de Beth.
  
  —¿Les apetece un refresco? —preguntó la señora Agnes Murphy.
  
  —No, gracias señora; estoy de servicio —respondí.
  
  Beth también rechazó la oferta.
  
  La señora Murphy se sentó frente a nosotros en una mecedora.
  
  Miré a mi alrededor. El estilo de la decoración era lo que yo llamo antigua mierda clásica: oscuro, rancio, abarrotado de mobiliario, centenares de horribles baratijas, recuerdos increíblemente chabacanos, fotografías de los nietos, etcétera. Las paredes eran de un verde blanquecino, como un caramelo de menta, y la moqueta… bueno, ¿a quién le importa?
  
  La señora Murphy llevaba un traje color rosa, de una fibra sintética que duraría unos tres mil años.
  
  —¿Le gustaban los Gordon? —pregunté.
  
  La pregunta la desconcertó, como se suponía que debía hacerlo, y reflexionó antes de responder.
  
  —No les conocíamos muy bien, pero eran sobre todo silenciosos.
  
  —¿Por qué cree que los asesinaron?
  
  —¿Cómo quiere que yo lo sepa? —respondió sin dejar de mirarme—. Puede que tuviera algo que ver con su trabajo.
  
  Entró Edgar Murphy limpiándose las manos con un trapo.
  
  Nos explicó que estaba en el garaje reparando su segadora mecánica. Parecía tener cerca de ochenta años y, de haber estado en el pellejo de Beth Penrose, pensando en un juicio futuro, no confiaría en que Edgar llegara al estrado.
  
  Llevaba un mono verde, zapatos de trabajo y estaba tan pálido como su esposa. Me puse de pie y estreché la mano del señor Murphy. Volví a sentarme y él se acomodó en una tumbona, que inclinó hasta quedarse mirando al techo. Intenté mirarlo a los ojos, pero era sumamente difícil dadas nuestras posiciones respectivas. Entonces recordé por qué no visitaba a mis padres.
  
  —Ya he hablado con el jefe Maxwell —dijo Edgar Murphy.
  
  —Sí señor —respondió Beth—. Yo soy de homicidios.
  
  —¿De dónde es él?
  
  —Trabajo para el jefe Maxwell —respondí.
  
  —No es verdad. Conozco a todos los policías locales.
  
  Aquello estaba a punto de convertirse en un triple homicidio. Miré al techo, en el lugar aproximado donde estaba enfocada su mirada, y hablé como si mandara la señal a un satélite para que éste la transmitiera al receptor.
  
  —Soy un asesor. Escúcheme, señor Murphy…
  
  —Ed, ¿no puedes sentarte correctamente? —interrumpió la señora Murphy—. Es de muy mala educación sentarse de ese modo.
  
  —No es verdad, estoy en mi casa. Puede oírme perfectamente. Usted me oye, ¿no es cierto?
  
  —Sí señor.
  
  Beth hizo un pequeño resumen preliminar, alterando deliberadamente algunos detalles, y el señor Murphy la corrigió, con lo que quedó demostrado que poseía una buena memoria a corto plazo. La señora Murphy también matizó algunos acontecimientos del día anterior. Parecían testigos fiables y me avergoncé de haberme impacientado con aquellos ancianos; me sentí abochornado por haber deseado aplastar a Edgar en su tumbona.
  
  En todo caso, al hablar con Edgar y Agnes era evidente que quedaba poco por descubrir respecto a los hechos básicos: los Murphy estaban en su galería a las cinco y media de la tarde, después de cenar —los ancianos cenan a eso de las cuatro de la tarde—. Miraban la televisión cuando oyeron el barco de los Gordon; reconocieron sus potentes motores.
  
  —Válgame Dios, son unos motores muy ruidosos —aclaró la señora Murphy—. ¿Para qué necesitará la gente unos motores tan grandes y escandalosos?
  
  Para molestar a sus vecinos, señora Murphy.
  
  —¿Vieron ustedes el barco? —pregunté.
  
  —No —respondió la señora Murphy—. No nos molestamos en mirar.
  
  —¿Pero podían verlo desde su galería?
  
  —Sí, podemos ver el mar. Pero mirábamos la televisión.
  
  —Mejor que contemplar esa estúpida bahía.
  
  —John —dijo Beth.
  
  Soy, realmente, una persona de muchos prejuicios y me odio a mí mismo por todos ellos, pero soy producto de mi edad, mi sexo, mi época y mi cultura.
  
  —Tiene una casa hermosa —dije con una sonrisa a la señora Murphy.
  
  —Gracias.
  
  Beth tomó temporalmente el relevo del interrogatorio.
  
  —¿Y están seguros de no haber oído ningún ruido que pudiera haber sido un disparo? —preguntó.
  
  —No —respondió Edgar Murphy—. Mi oído es bastante bueno. He oído claramente a Agnes cuando me llamaba.
  
  —A veces los disparos no suenan como suponemos que deberían sonar. Ya sabe, por televisión suenan de cierta manera, pero en la vida real pueden parecer un petardo, un chasquido agudo o la falsa explosión de un motor de coche. ¿Oyeron algún ruido cuando pararon los motores?
  
  —No.
  
  —Bien, oyeron que pararon los motores —dije, llegado mi turno—. ¿Miraban todavía la televisión?
  
  —Sí. Pero la vemos con el volumen bastante bajo. Nos sentamos cerca del receptor.
  
  —¿De espaldas a las ventanas?
  
  —Sí.
  
  —Bien, siguieron mirando la televisión otros diez minutos… ¿Qué le impulsó a levantarse?
  
  —Era uno de los programas que le gustan a Agnes. Un estúpido programa de entrevistas. Montel Williams.
  
  —Entonces se dirigió a la casa del vecino para charlar con Tom Gordon.
  
  —Quería pedirle prestado un alargador.
  
  Edgar explicó que pasó por la abertura de los setos, entró en la plataforma del jardín de los Gordon y se quedó atónito al ver a Tom y a Judy muertos.
  
  —¿A qué distancia estaba usted de los cadáveres? —preguntó Beth.
  
  —A menos de siete metros.
  
  —¿Está seguro?
  
  —Sí. Yo estaba al borde de la plataforma de madera y ellos yacían frente a la puerta de cristal. Unos siete metros.
  
  —De acuerdo. ¿Cómo supo que eran los Gordon?
  
  —Al principio no lo supe. Pero vi… bueno, lo que parecía un tercer ojo en la frente de Tom, ¿comprende? Permanecían completamente inmóviles. Y sus ojos estaban abiertos, sin respirar ni gemir. Nada.
  
  —¿Qué hizo usted entonces? —preguntó Beth.
  
  —Salí pitando.
  
  Mi turno.
  
  —¿Cuánto tiempo cree que permaneció en su jardín? —pregunté.
  
  —No lo sé.
  
  —¿Media hora?
  
  —Claro que no. Unos quince segundos.
  
  Probablemente unos cinco segundos, pensé. Repasé aquellos pocos segundos con Edgar un par de veces, para que intentara recordar si había visto u oído algo inusual durante aquel período, algo que hubiera olvidado mencionar, pero fue en vano. Incluso le pregunté si recordaba haber olido a pólvora, pero estaba seguro de sus recuerdos; ya se lo había contado todo al jefe Maxwell y no había más que decir. La señora Murphy estaba de acuerdo.
  
  Me pregunté qué habría sucedido si Edgar hubiera cruzado los setos diez minutos antes. Probablemente, no estaría ahora con nosotros. Me pregunté si se le habría ocurrido pensar en ello.
  
  —¿Cómo cree que huyó el asesino si usted no vio ni oyó ningún coche ni ningún barco? —pregunté.
  
  —He pensado en ello.
  
  —¿Y?
  
  —Por aquí hay mucha gente que pasea, circula en bicicleta o corre, ya sabe. No creo que a nadie le llamara la atención que alguien hiciera cualquiera de esas cosas.
  
  —Claro.
  
  Pero alguien corriendo con una nevera sobre la cabeza podría llamar la atención. Parecía probable que el asesino estuviera todavía en la zona cuando Edgar descubrió los cadáveres.
  
  Dejé la hora y el escenario del asesinato para cambiar el enfoque del interrogatorio, y me dirigí a la señora Murphy.
  
  —¿Recibían los Gordon muchas visitas?
  
  —Bastantes —respondió—. Cocinaban mucho al aire libre. Siempre les acompañaba alguien.
  
  —¿Utilizaban el barco hasta tarde? —preguntó Beth.
  
  —Algunas veces —respondió Edgar—. Es difícil no oír esos motores. A veces regresaban muy tarde.
  
  —¿Cómo de tarde?
  
  —A eso de las dos o las tres de la madrugada. Supongo que pescaban de noche —agregó.
  
  Es posible pescar desde un Formula 303, como yo había hecho algunas veces con los Gordon, pero el Formula 303 no es un barco de pesca y estoy seguro de que Edgar lo sabía. Sin embargo, el señor Murphy era un caballero de la vieja escuela y no creía que debiera hablar mal de los muertos, a no ser que se le presionara.
  
  Preguntamos una y otra vez por los hábitos de los Gordon, vehículos inusuales, etcétera. Evidentemente, nunca había trabajado con Beth Penrose pero formábamos un buen dúo.
  
  —Formaban una pareja realmente atractiva —opinó la señora Murphy al cabo de unos minutos.
  
  —¿Cree usted que él tenía alguna amiga íntima? —pregunté, aprovechando la insinuación.
  
  —No pretendía sugerir…
  
  —¿Tenía ella algún amigo especial?
  
  —Pues…
  
  —¿No es cierto que cuando él no estaba en casa ella recibía alguna visita masculina?
  
  —Bueno, no pretendo afirmar que se tratara de un novio ni nada por el estilo.
  
  —Cuéntenoslo.
  
  Y lo hizo, pero no tenía mucho interés. En una ocasión, en el mes de junio, cuando Tom estaba trabajando y Judy se había quedado en casa, había aparecido un individuo apuesto, bien vestido, barbudo, con un coche deportivo blanco de marca indeterminada y se había marchado al cabo de una hora. Interesante, pero no demostraba la existencia de una ardorosa relación que pudiera conducir a un crimen pasional. Más tarde, hacía unas semanas, un sábado en el que Tom había salido en su barco, había llegado un individuo en un Jeep verde, se había dirigido al jardín, donde la señora Gordon tomaba el sol con un diminuto biquini, se había quitado la camisa y se había sentado un rato junto a ella.
  
  —No me parece correcto cuando el marido no está en casa —dijo la señora Murphy—. Ella estaba casi desnuda y ese individuo se quita la camisa, se tumba junto a ella, charlan un rato, luego se levanta y se marcha antes de que regrese el marido. ¿Qué podía significar eso?
  
  —Algo perfectamente inocente —respondí—. Vine porque tenía que hablar con Tom.
  
  La señora Murphy me miró y me percaté de que Beth también me observaba.
  
  —Los Gordon eran amigos míos —dije.
  
  —Ah… —exclamó la señora Murphy.
  
  El señor Murphy soltó una carcajada, sin dejar de contemplar el techo.
  
  —Mi esposa siempre piensa lo peor.
  
  —Yo también. —Y le pregunté a la señora Murphy—: ¿Habían alternado alguna vez con los Gordon?
  
  —Les invitamos a cenar en una ocasión cuando llegaron, hace unos dos años. Poco después, ellos nos invitaron a una barbacoa. Nunca volvimos a reunimos desde entonces.
  
  Me pregunté por qué.
  
  —¿Conocía el nombre de alguno de sus amigos?
  
  —No. Supongo que eran gente de Plum Island. Un montón de bichos raros, si le interesa mi opinión.
  
  Y así sucesivamente. Les encantaba hablar. La señora Murphy se mecía y el señor Murphy jugaba con la palanca de su tumbona, que variaba la inclinación del respaldo.
  
  —¿Qué hicieron? —preguntó en uno de los momentos en que yacía en posición horizontal—, ¿robar un montón de gérmenes para arrasar el mundo?
  
  —No, robaron una vacuna que vale mucho dinero. Querían ser ricos.
  
  —¿Ah, sí? ¿Sabía que en esa casa eran sólo inquilinos?
  
  —Sí.
  
  —Pagaban un alquiler exagerado.
  
  —¿Cómo lo sabe?
  
  —Conozco al propietario, un joven llamado Sanders. Es constructor. Les compró la casa a los Hoffmann, que eran amigos nuestros. Sanders pagó un precio excesivo, luego la renovó y se la alquiló a los Gordon. Pagaban demasiado alquiler.
  
  —Permítame que le hable con franqueza, señor Murphy —dijo Beth—. Hay quien cree que los Gordon traficaban con drogas. ¿Qué opina usted?
  
  —Es posible —respondió sin el menor titubeo—. Salían con el barco a horas muy extrañas. No me sorprendería.
  
  —Salvo el barbudo del coche deportivo y yo, ¿vieron algún otro sospechoso en el jardín o en la entrada de la casa? —pregunté.
  
  —Pues… para serle sincero —respondió el señor Murphy—, no creo haber visto a nadie.
  
  —¿Señora Murphy?
  
  —No, creo que no. La mayoría de la gente parecía respetable. Tomaban demasiado vino… el contenedor de cristal estaba lleno de botellas… a veces se ponían eufóricos después de beber, pero la música era suave, no esas locuras que se oyen hoy en día.
  
  —¿Tenía una llave de su casa?
  
  Vi que la señora Murphy miraba fugazmente a su marido, que tenía la vista fija en el techo. Se hizo un silencio antes de que respondiera el señor Murphy.
  
  —Sí, teníamos una llave. Les vigilábamos la propiedad porque nosotros solemos estar en casa.
  
  —¿Y?
  
  —Pues… hace aproximadamente una semana, vimos el vehículo de un cerrajero ahí delante. Cuando se marchó, fui a probar mi llave y ya no funcionaba. Esperaba que Tom me diera otra, pero no lo hizo. Él tiene la llave de mi casa, ¿comprende? De modo que llamé a Gil Sanders y se lo pregunté, porque se supone que el propietario debe tener la llave, ya sabe, pero no estaba al corriente de nada. No es asunto mío, pero si los Gordon querían que les vigilara la casa, supongo que debían haberme facilitado una llave. Ahora me pregunto si habían escondido algo ahí dentro —agregó.
  
  —Vamos a nombrarle ayudante honorario, señor Murphy. Por cierto, no repita nada de lo que nos ha contado, salvo al jefe Maxwell. Si aparece alguien que alega pertenecer al FBI, a la policía del condado de Suffolk, a la del Estado de Nueva York o algo por el estilo, puede que mientan. Llame al jefe Maxwell o a la detective Penrose. ¿De acuerdo?
  
  —De acuerdo.
  
  —¿Tiene usted un barco? —preguntó Beth.
  
  —Ya no. Demasiado trabajo y dinero.
  
  —¿Llegaba alguna vez alguien en barco para visitar a los Gordon?
  
  —De vez en cuando he visto algunos barcos en su embarcadero.
  
  —¿Sabe a quién pertenecían?
  
  —No. Pero en una ocasión vi un barco como el suyo. Una lancha que no era la suya. Tenía otro nombre.
  
  —¿Estaba suficientemente cerca para verlo? —pregunté.
  
  —A veces utilizo los prismáticos.
  
  —¿Cómo se llamaba el barco?
  
  —No lo recuerdo. Pero no era el suyo.
  
  —¿Vio a alguien a bordo? —preguntó Beth.
  
  —No. Sólo me llamó la atención el barco. No vi a nadie subir ni bajar de él.
  
  —¿Cuándo ocurrió?
  
  —Déjeme pensar… más o menos en junio… a principios de la temporada.
  
  —¿Estaban los Gordon en casa?
  
  —No lo sé. Vigilé para comprobar quién salía de la casa, pero de algún modo me pasó inadvertido y lo siguiente que oí fue el ruido del motor del barco cuando se hacía a la mar.
  
  —¿Cómo es su vista de lejos?
  
  —No muy buena, salvo con prismáticos.
  
  —¿Y la suya, señora Murphy?
  
  —Lo mismo.
  
  —Si les mostráramos algunas fotografías de personas —pregunté, suponiendo que los Murphy habían vigilado la propiedad de los Gordon a través de los prismáticos con mayor frecuencia de la que estaban dispuestos a admitir—, ¿podrían decirnos si recuerdan haber visto a alguna de ellas en casa de los Gordon?
  
  —Tal vez.
  
  Asentí. Los vecinos curiosos pueden ser buenos testigos, aunque a veces, al igual que las cámaras de vigilancia baratas, registran demasiada información irrelevante, difusa, aburrida y confusa.
  
  Dedicamos otra media hora al interrogatorio, pero el rendimiento decrecía a ojos vistas. En realidad, el señor Murphy había conseguido casi lo imposible al quedarse dormido durante un interrogatorio policial. Sus ronquidos empezaban a ponerme nervioso.
  
  Me levanté y me desperecé.
  
  Beth se puso de pie y le entregó su tarjeta a la señora Murphy.
  
  —Gracias por su tiempo. Llámeme si a usted o a su marido se les ocurre algo.
  
  —Lo haré.
  
  —Recuerde que yo soy la detective encargada de este caso y éste es mi compañero. El jefe Maxwell nos ayuda. No deben hablar con ninguna otra persona de este asunto.
  
  La señora Murphy asintió, pero me pregunté si ella y su marido serían capaces de resistirse ante alguien como Ted Nash de la CIA.
  
  —¿Le importa que demos un paseo por su propiedad? —pregunté.
  
  —Supongo que no.
  
  —Siento haber aburrido a su esposo —le dije al despedirme.
  
  —Es la hora de su siesta.
  
  —Ya me he dado cuenta.
  
  —Tengo miedo —dijo la señora Murphy cuando nos acompañó a la puerta.
  
  —No tiene por qué —respondió Beth—. La policía vigila el barrio.
  
  —Podrían asesinarnos mientras dormimos.
  
  —Creemos que se trata de alguien a quien los Gordon conocían; un ajuste de cuentas. Nada que deba preocuparles.
  
  —¿Y si regresan?
  
  Yo empezaba a perder de nuevo la paciencia.
  
  —¿Por qué tendría que volver el asesino? —pregunté ligeramente enojado.
  
  —Siempre vuelven al escenario del crimen.
  
  —Nunca vuelven al escenario del crimen.
  
  —Lo hacen si quieren matar a los testigos.
  
  —¿Fueron usted o el señor Murphy testigos del asesinato?
  
  —No.
  
  —Entonces no se preocupen.
  
  —Puede que el asesino crea que lo presenciamos.
  
  Miré a Beth.
  
  —Ordenaré que un coche patrulla vigile los alrededores. Si se sienten inquietos u oyen alguna cosa, llamen al nueve uno uno. Y no se preocupe —añadió Beth.
  
  Agnes Murphy asintió.
  
  Yo abrí la puerta y salimos a la luz del sol.
  
  —Tiene razón —dije.
  
  —Lo sé. Me ocuparé de ello.
  
  Beth y yo nos dirigimos al jardín lateral, donde encontramos la abertura en los setos, desde donde se veía la fachada posterior de la casa de los Gordon y el entarimado exterior. Nos asomamos y miramos a la izquierda, por donde se veía el mar. En la bahía había un barco azul y blanco.
  
  —Ése es el barco de la policía de la bahía —dijo Beth—. Disponemos de cuatro buceadores que buscan dos pequeñas balas entre el lodo y las algas. Sus probabilidades de éxito son muy escasas.
  
  Como no habían transcurrido todavía veinticuatro horas desde que se había cometido el crimen y la propiedad permanecería sellada hasta, por lo menos, el día siguiente por la mañana, no entramos en la finca de los Gordon para no tener que identificarnos, porque lo que yo pretendía era darme de baja. Pero caminamos por la propiedad de los Murphy junto a los setos, en dirección a la bahía. El tamaño de los setos decrecía progresivamente al acercarse al agua salada y, a unos diez metros de la orilla, podía ver por encima de ellos. Seguimos caminando hasta donde el agua acariciaba el muro de contención de los Murphy. A la izquierda se encontraba su embarcadero flotante, mientras que a la derecha estaba el embarcadero de obra de los Gordon. El Spirochete había desaparecido.
  
  —La brigada de la Marina se lo ha llevado a su dique —dijo Beth—, donde le harán pruebas de laboratorio. ¿Qué opinas de los Murphy? —preguntó a continuación.
  
  —Creo que lo han hecho ellos.
  
  —¿Qué han hecho?
  
  —Asesinar a los Gordon. No directamente, pero interceptaron a Tom y Judy en el entarimado del jardín, hablaron con ellos durante treinta minutos sobre las rebajas del supermercado del periódico del sábado; los Gordon desenfundaron sus pistolas y se volaron la tapa de los sesos.
  
  —Es posible —reconoció Beth—. ¿Pero qué ha ocurrido con las armas?
  
  —Edgar las ha convertido en soporte de papel higiénico.
  
  —Eres terrible —dijo Beth con una carcajada—. Algún día serás viejo.
  
  —No, no lo seré.
  
  Durante unos segundos contemplamos la bahía en silencio. El agua, como el fuego, es fascinante.
  
  —¿Mantenías relaciones con Judy Gordon? —preguntó finalmente Beth.
  
  —De haberlas mantenido, os lo habría contado a ti y a Max desde el primer momento.
  
  —Se lo habrías contado a Max, pero no a mí.
  
  —De acuerdo. No mantenía relaciones con Judy Gordon.
  
  —Pero te sentías atraído por ella.
  
  —Como todo hombre. Era hermosa… y muy inteligente —agregué, como si eso me importara lo más mínimo, aunque a veces también tengo en cuenta el cerebro, pero en otras ocasiones olvido incluirlo en la lista de atributos—. Tratándose de una pareja joven y atractiva, tal vez deberíamos considerar el aspecto sexual.
  
  —Pensaremos en ello —asintió Beth.
  
  Desde donde estábamos se veía el mástil del jardín de los Gordon, donde todavía ondeaba la bandera pirata, y las dos banderas de señalización colgaban del palo conocido también como peñol.
  
  —¿Puedes dibujar esas banderas? —pregunté.
  
  —Por supuesto —respondió Beth, sacó su cuaderno y una pluma y se puso a hacer un esbozo—. ¿Crees que es importante?, ¿una señal?
  
  —¿Por qué no? Son banderas de señalización.
  
  —Creo que son puramente decorativas. Pero lo averiguaremos.
  
  —Bien. Volvamos al escenario del crimen.
  
  Cruzamos el límite de la propiedad y descendimos al embarcadero de los Gordon.
  
  —Ahora yo soy Tom y tú eres Judy. Salimos de Plum Island al mediodía y ahora son las cinco y media. Estamos en casa. Paro los motores. Tú saltas primero del barco y amarras el cabo. Yo levanto la caja y la coloco en el embarcadero. ¿De acuerdo?
  
  —De acuerdo.
  
  —Subo al embarcadero, agarramos la caja por las asas y empezamos a andar.
  
  Caminamos juntos simulando que lo hacíamos.
  
  —Miramos hacia la casa. Si hubiera alguien en alguna de las tres plataformas del jardín, lo veríamos, ¿no es cierto?
  
  —Desde luego —afirmó Beth—. Supongamos que hay alguien ahí, pero lo conocemos y seguimos andando.
  
  —De acuerdo. Pero parecería lógico que esa persona bajara al embarcadero para ayudar; simple cortesía. De todos modos, seguimos andando.
  
  Llegamos a la segunda tarima.
  
  —En algún momento —dijo Beth— nos daríamos cuenta de que la puerta de cristal está abierta. En tal caso nos preocuparíamos y puede que nos detuviésemos o retrocediéramos. La puerta no debería estar abierta.
  
  —A no ser que esperaran encontrarse con alguien dentro de la casa.
  
  —Exactamente —dijo Beth—. Pero debería ser alguien con la nueva llave.
  
  Seguimos andando hacia la casa, hasta la tarima superior y nos detuvimos a pocos pasos de los dibujos de tiza, Beth frente al de Judy y yo al de Tom.
  
  —A los Gordon les quedan unos pasos por recorrer y un minuto o menos de vida —dije—. ¿Qué ven?
  
  Beth observó los contornos de tiza en el suelo, luego miró hacia la casa, las puertas de cristal y los alrededores inmediatos, a derecha e izquierda.
  
  —Siguen caminando hacia la casa —respondió por fin—, que está a unos seis metros. Nada indica que intentaran correr, seguían el uno junto al otro; no hay donde esconderse, salvo en la casa, y nadie puede disparar con tanta precisión a esa distancia. Debían de conocer al asesino o no sentirse alarmados por su presencia.
  
  —Exactamente. Se me ocurre que el asesino podía haber estado tumbado en una hamaca, fingiendo que dormía, por lo que no acudió al embarcadero para ayudar a los Gordon. Ellos lo conocían y puede que Tom lo llamara: «Eh, Joe, levántate y ayúdanos con esta caja de vacunas contra el Ébola». O ántrax, o dinero. Entonces el individuo se levanta, bosteza, se acerca unos pasos a ellos desde cualquiera de esas tumbonas y cuando los tiene al alcance de la mano desenfunda su pistola y les perfora el cráneo. ¿De acuerdo?
  
  —Es posible —respondió Beth, que rodeó los dibujos del suelo y se situó donde debió de estar el asesino, a menos de un metro y medio del croquis.
  
  Yo avancé hacia donde Tom estaba de pie. Beth levantó la mano derecha y se sujetó la muñeca con la izquierda. Me apuntó a la cara con el índice y dijo:
  
  —Pum.
  
  —No llevaban la caja cuando les dispararon. Se le habría caído de las manos a Tom cuando recibió el balazo. Tuvieron que dejarla antes en el suelo.
  
  —No estoy segura de que llevaran ninguna caja. Es tu teoría, no la mía.
  
  —¿Entonces dónde está la caja que se encontraba siempre en el barco?
  
  —¿Quién sabe? En cualquier lugar. Fíjate en el croquis, John. Estaban tan juntos, que dudo que cupiera una caja de más de un metro entre ambos.
  
  Examiné de nuevo el dibujo. Beth tenía razón.
  
  —Puede que la hubieran dejado a unos pasos de distancia, antes de acercarse al asesino, que podía estar tumbado en una hamaca o aquí de pie o acabara de salir por la puerta de cristal.
  
  —Tal vez. En cualquier caso, creo que los Gordon conocían al asesino o asesinos.
  
  —Estoy de acuerdo —respondí—. No creo que fuera la casualidad lo que los reunió en este lugar. Habría sido más fácil para el asesino dispararles dentro de la casa que aquí en el jardín. Pero eligió este sitio, efectuó aquí los disparos.
  
  —¿Por qué?
  
  —La única razón que se me ocurre es que utilizó una pistola registrada y no quería que se identificaran las balas mediante pruebas, si más adelante se convertía en sospechoso.
  
  Beth asintió y contempló la bahía.
  
  —En el interior de la casa —proseguí—, las balas se habrían incrustado en algún lugar y tal vez no hubiera podido recuperarlas. De modo que optó por disparar de cerca a la cabeza con una pistola de gran calibre y sin ningún obstáculo entre la salida de los proyectiles y la bahía.
  
  —Eso parece —asintió de nuevo Beth—. Eso cambia el perfil del asesino. No es un yonqui, ni un asesino con un arma clandestina. Es alguien que carece de acceso a una pistola sin registrar, un buen ciudadano con un arma legal. ¿Es eso lo que sugieres?
  
  —Coincide con lo que observo —respondí.
  
  —Ésa es la razón por la que quieres los nombres de los residentes locales con armas registradas.
  
  —Exactamente. Armas de gran calibre legales, en lugar de un arma clandestina y, probablemente, una pistola automática en lugar de un revólver, que sería casi imposible de silenciar. Tomemos esta teoría como punto de partida.
  
  —¿Cómo consigue un buen ciudadano, con una pistola registrada, un silenciador ilegal? —preguntó Beth.
  
  —Buena pregunta. Como con todo lo demás en este caso —respondí después de reflexionar sobre el perfil que había elaborado—, aparece siempre alguna incoherencia que estropea una buena teoría.
  
  —Exactamente —dijo Beth—. Sin olvidar las veinte automáticas del calibre cuarenta y cinco de Plum Island.
  
  Vi a un policía de Southold uniformado a través de las puertas de cristal, pero él no se percató de nuestra presencia y se retiró.
  
  —De niño —dije después de rumiar unos cinco minutos— solía venir aquí desde Manhattan con mi familia típicamente estadounidense: papá, mamá, hermano Jim y hermana Lynne. Generalmente, alquilábamos el mismo chalet cerca de la gran casa victoriana del tío Harry y pasábamos dos semanas devorados por los mosquitos. Nos lastimaban las ortigas, nos clavábamos anzuelos en los dedos y padecíamos insolaciones, pero debía de gustarnos porque esperábamos con ilusión todos los años las vacaciones veraniegas de los Corey.
  
  Beth sonrió.
  
  —En una ocasión, cuando tenía unos diez años —proseguí—, encontré una bala de mosquetón y me pareció muy emocionante. Alguien había disparado aquello hacía cien años o quizá doscientos. Entonces, la esposa de Harry, mi tía June, que en paz descanse, me llevó a un lugar cerca de la aldea de Cutchogue, que según ella había sido un poblado de los indios corchaug, y me enseñó cómo buscar puntas de flecha, hornos sepultados, agujas de hueso y cosas por el estilo. Increíble.
  
  Beth no decía nada, pero me miraba como si le pareciera muy interesante.
  
  —Recuerdo que no podía dormir por la noche —continué—, sólo de pensar en balas de mosquetón y puntas de flecha, colonos e indios, soldados británicos y soldados continentales, etcétera. Antes de que terminaran aquellas dos semanas mágicas supe que de mayor quería ser arqueólogo. No fue así como sucedió, pero creo que ésa fue una de las razones por las que me hice detective.
  
  Le hablé del camino de acceso a la casa del tío Harry y de cómo habían utilizado conchas y cenizas para evitar el polvo y el barro.
  
  —Así que, dentro de mil años, cuando algún arqueólogo excave por los alrededores y encuentre las conchas y las cenizas deducirá que se trataba de un hoyo de cocción grande. En realidad, habrá descubierto un camino, pero logrará que su idea encaje con su teoría. ¿Me sigues?
  
  —Por supuesto.
  
  —Bien. Ahora viene el discurso que les suelto a mis alumnos. ¿Quieres oírlo?
  
  —Adelante.
  
  —Lo que veis en el escenario de un asesinato está congelado en el tiempo; sin movimiento, sin vida, sin dinámica. Podéis elaborar varias versiones sobre esa naturaleza muerta, pero no serán más que teorías. Un detective, igual que un arqueólogo, puede reunir hechos concretos y pruebas científicas y, a pesar de ello, sacar conclusiones erróneas. Sin olvidar algunas mentiras, pistas falsas y personas que pretenden ayudar pero cometen errores; además de la gente que te cuenta lo que deseas oír, consecuente con tu teoría, los que ocultan sus actividades y el propio asesino, que puede haber introducido pistas falsas. Entre esa algarabía de contradicciones, incoherencias y mentiras se encuentra la verdad. Si mi cronometraje es correcto —añadí—, en ese momento suena la campanilla y les digo: «Damas y caballeros, su trabajo consiste en descubrir la verdad».
  
  —Bravo —exclamó Beth.
  
  —Gracias.
  
  —Entonces ¿quién mató a los Gordon? —preguntó.
  
  —No tengo ni la más remota idea.
  
  
  
  
  
  Capítulo 15
  
  
  
  
  Nos detuvimos en la soleada calle, cerca del coche negro de Beth Penrose. Eran casi las seis.
  
  —¿Te apetece un cóctel? —pregunté.
  
  —¿Sabes cómo llegar a casa de Margaret Wiley? —respondió Beth.
  
  —Tal vez. ¿Sirve cócteles?
  
  —Se lo preguntaremos. Sube.
  
  Subí, arrancó el motor y nos dirigimos al norte por Nassau Point, cruzamos el arrecife y seguimos por la zona norte de Long Island.
  
  —¿Hacia dónde? —preguntó.
  
  —Creo que a la derecha.
  
  Chirriaron los neumáticos en la curva.
  
  —Más despacio —dije.
  
  Redujo la velocidad.
  
  Era agradable circular con las ventanas abiertas, la puesta de sol, el aire puro y todo eso. Nos habíamos alejado de la bahía para penetrar en terreno agrícola y de viñedos.
  
  —Cuando yo era niño —dije— había dos clases de cultivos. Los de patatas, a cargo de familias polacas y alemanas, llegadas a principios de siglo, y los de fruta y hortalizas, en manos generalmente de descendientes de los primeros colonos. Ciertas granjas habían pertenecido a la misma familia desde hacía trescientos cincuenta años. Es difícil de comprender.
  
  —Mi familia fue propietaria de la misma granja durante un siglo —dijo Beth después de un prolongado silencio.
  
  —¿En serio? ¿Y tu padre la vendió?
  
  —Tuvo que hacerlo. Cuando yo nací, los campos estaban rodeados de zonas residenciales. Nos tomaban por gente rara. En la escuela se reían de mí por ser hija de un agricultor. —Sonrió—. Pero papá fue el último en reírse. Le pagaron un millón de dólares por la tierra. Entonces era mucho dinero.
  
  —También es mucho dinero ahora. ¿Has heredado?
  
  —Todavía no. Pero me dedico a dilapidar un fondo de inversión.
  
  —¿Quieres casarte conmigo?
  
  —No, pero te permitiré conducir mi BMW.
  
  —Despacio y gira ahí a la izquierda.
  
  Giró y nos dirigimos de nuevo hacia el norte.
  
  —Tenía entendido que estabas casado —dijo después de mirarme fugazmente.
  
  —Divorciado.
  
  —¿Firmado, sellado y con todos los papeles?
  
  —Eso creo —respondí, aunque en realidad no recordaba haber recibido el certificado definitivo.
  
  —Recuerdo algo que vi por televisión… cuando te dispararon… Una atractiva esposa que visitaba el hospital acompañada del alcalde, el comisario de policía… ¿No lo recuerdas?
  
  —Pues no. Me lo comentaron —respondí—. A la derecha y luego inmediatamente a la izquierda.
  
  Llegamos a la carretera del faro.
  
  —Sigue despacio para ver los números de las casas —dije.
  
  A ambos lados de la estrecha carretera que conducía al faro de Horton Point, a un kilómetro y medio de distancia aproximadamente, había pequeñas casas rodeadas de viñedos.
  
  Llegamos a una atractiva villa de ladrillo, en cuyo buzón figuraba el nombre de Wiley. Beth detuvo el coche en el arcén con hierba.
  
  —Supongo que hemos llegado.
  
  —Probablemente. Por cierto, la guía telefónica está llena de Wiley. Seguramente, pobladores originales.
  
  Nos apeamos y nos dirigimos a la puerta principal por un camino de piedra. No había timbre y golpeamos la puerta. Esperamos. Había un coche aparcado bajo un gran roble junto a la casa. Nos dirigimos al costado del edificio y luego a la parte trasera.
  
  Por el huerto circulaba una mujer delgada de unos setenta años, con un vestido veraniego estampado.
  
  —¿Señora Wiley? —exclamé.
  
  Levantó la cabeza y se nos acercó. Nos encontramos en un parterre de césped entre el huerto y la casa.
  
  —Soy el detective John Corey —dije—. Anoche la llamé por teléfono. Ésta es mi compañera, la detective Beth Penrose.
  
  Miró fijamente mi pantalón corto y pensé que tal vez me había dejado la bragueta abierta.
  
  Beth le mostró su placa y la señora Wiley pareció sentirse satisfecha con ella, pero insegura en cuanto a mí.
  
  Le sonreí. Tenía unos ojos color gris claro, cabello gris y una cara interesante de piel traslúcida que recordaba un cuadro antiguo; ningún estilo, obra, ni artista en particular, simplemente un cuadro viejo.
  
  —Llamó usted muy tarde —dijo después de mirarme.
  
  —No podía dormir —respondí—. Ese doble asesinato me impedía conciliar el sueño, señora Wiley. Lo siento.
  
  —Supongo que no es preciso que se disculpe. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
  
  —Estamos interesados en la parcela que les vendió a los Gordon —contesté.
  
  —Creo que ya le he contado todo lo que sé.
  
  —Sí señora, probablemente lo ha hecho. Sólo pretendemos hacerle algunas preguntas.
  
  —Siéntense aquí —dijo mientras nos conducía hasta un grupo de sillas verdes bajo un sauce llorón, y nos sentamos.
  
  Aquellas sillas estilo indio, que habían sido muy populares durante mi infancia, se habían puesto nuevamente de moda y se encontraban ahora por todas partes. Sospeché que las del jardín de la señora Wiley eran todavía originales. La casa, el jardín, la dama con su largo vestido de algodón, el sauce, los columpios oxidados y el viejo neumático, suspendido del roble por una cuerda, eran todo reminiscencias de los años cuarenta o cincuenta, como una antigua fotografía coloreada. Aquí el tiempo avanzaba claramente más despacio. Se decía que en Manhattan el presente era tan poderoso que oscurecía el pasado. Pero aquí, el pasado era tan poderoso que oscurecía el presente.
  
  Se olía el mar y el canal de Long Island, a medio kilómetro de distancia, y también me pareció oler las uvas caídas al suelo en el cercano viñedo. Era un entorno excepcional de mar, campo y viñedos, que sólo se podía encontrar en algunos lugares de la costa Este.
  
  —Es un lugar encantador —dije.
  
  —Gracias —respondió la señora Wiley.
  
  Margaret Wiley era mi tercera persona mayor del día y me propuse llevarme mejor con ella que con Edgar y Agnes. En realidad, Margaret Wiley no estaba dispuesta a tolerar ninguna insolencia de mi parte; me había dado cuenta inmediatamente. Era una de esas personas chapadas a la antigua, que no se anda con monsergas y exige un trato directo y buenos modales. Yo soy un buen interrogador porque sé distinguir temperamentos y personalidades, y adaptarme a ellos. Eso no significa que sea simpático, sensible ni compasivo. Soy un repugnante machista despótico, egocéntrico y vanidoso; así es como me siento cómodo. Pero escucho y digo lo necesario, forma parte de mi trabajo.
  
  —¿Se ocupa usted sola de este lugar? —pregunté.
  
  —En gran parte —respondió la señora Wiley—. Tengo un hijo y dos hijas, todos ellos casados, que viven en la zona. Y cuatro nietos. Mi esposo, Thad, murió hace seis años.
  
  Beth dijo que lo sentía.
  
  —¿Es usted propietaria de estos viñedos? —preguntó Beth a continuación.
  
  —Parte de esta tierra es mía. La alquilo a los vinateros. Los agricultores alquilan por temporadas, pero los vinateros, según dicen, necesitan veinte años. Yo no sé nada de cepas —respondió antes de mirar a Beth—. ¿Responde eso a su pregunta?
  
  —Sí señora. ¿Por qué les vendió una parcela a los Gordon?
  
  —¿Qué tiene eso que ver con los asesinatos?
  
  —No lo sabremos hasta que averigüemos algo más acerca de la transacción —respondió Beth.
  
  —Fue una simple venta de terreno.
  
  —Para serle sincera, señora, me parece extraño que los Gordon se gastaran tanto dinero en un terreno inútil.
  
  —Creo que ya se lo dije, detective, querían contemplar el canal.
  
  —Sí señora. ¿Mencionaron alguna otra utilidad que pensaran darle al terreno? Por ejemplo, pescar, navegar, acampar.
  
  —Acampar. Mencionaron que instalarían una tienda de campaña. Y pescar. Querían pescar de noche desde su propia playa. También dijeron algo relacionado con la compra de un telescopio. Querían estudiar astronomía. Habían visitado el Instituto Custer. ¿Han estado ustedes allí?
  
  —No señora.
  
  —Es un pequeño observatorio en Southold. Los Gordon se interesaban por la astronomía.
  
  Eso era nuevo para mí. Se supone que la gente que pasa el día examinando microbios a través del microscopio no querría pasar también la noche con otra lente frente a los ojos. Pero nunca se sabe.
  
  —¿Hablaron de navegar? —pregunté.
  
  —Desde allí no se puede botar un barco, salvo, quizá, una canoa. La parcela está en un promontorio y sólo podrían escalarlo y descender hasta la playa con una canoa.
  
  —¿Pero podrían llegar con un barco a la playa?
  
  —Puede que con la marea alta, pero hay rocas muy traicioneras en esa parte de la costa. Con la marea baja, probablemente se podría fondear y nadar o caminar hasta la playa.
  
  —¿Mencionaron que tuvieran algún interés agrícola en el terreno? —pregunté después de asentir.
  
  —No. No tiene mucha utilidad. ¿No se lo mencioné?
  
  —No lo recuerdo.
  
  —Pues lo hice —aclaró la señora Wiley—. Lo poco que crece en ese promontorio se ha ido adaptando, a lo largo de mucho tiempo, al viento marino y a la sal. Tal vez se puedan cultivar plantas bulbosas en la vertiente interior —añadió.
  
  Decidí cambiar de táctica.
  
  —¿Qué impresión le causaron los Gordon? —pregunté.
  
  —Una pareja agradable —respondió después de reflexionar unos instantes—. Muy simpáticos.
  
  —¿Felices?
  
  —Parecían felices.
  
  —¿Estaban emocionados por la compra del terreno?
  
  —Eso parecía.
  
  —¿Acudieron ellos a usted para interesarse por el terreno?
  
  —Sí. Primero hicieron algunas indagaciones; me enteré mucho antes de que vinieran a verme. Cuando me lo pidieron, les respondí que no me interesaba venderlo.
  
  —¿Por qué?
  
  —No me gusta vender tierras.
  
  —¿Por qué no?
  
  —La tierra debe conservarse y dejarla a la familia. He heredado algunas parcelas por parte de mi madre —agregó—. El terreno por el que los Gordon se interesaban era de la rama de mi marido. Thad me obligó a prometer que no vendería ninguna parcela de las tierras —añadió después de reflexionar unos instantes—. Quería que lo heredaran los hijos. Pero esa parcela no llegaba a media hectárea. Evidentemente no necesitaba el dinero, pero los Gordon parecían muy ilusionados con ese promontorio… Se lo pregunté a mis hijos y consideraron que su padre estaría de acuerdo —concluyó después de mirarnos fugazmente.
  
  Siempre me había asombrado que las viudas y los huérfanos, que no tenían la menor idea sobre qué regalarle al viejo por Navidad o el día del padre, supieran exactamente lo que él querría cuando ya estaba muerto.
  
  —Los Gordon sabían que no se podía construir en aquel terreno —agregó la señora Wiley.
  
  —Usted se lo mencionó —insistí—. Pero dadas las circunstancias, ¿no considera usted que veinticinco mil dólares es un precio excesivo?
  
  —También les otorgué el derecho de paso por mi terreno para acceder al suyo —respondió después de inclinarse hacia adelante—. Veremos el precio que alcanza cuando lo vendan los beneficiarios.
  
  —Señora Wiley, no le reprocho que hiciera un buen negocio. Me pregunto por qué querían o necesitaban los Gordon esa parcela tan desesperadamente.
  
  —Ya le he dicho lo que me contaron ellos. Es lo único que sé.
  
  —La vista debe de ser sobrecogedora por veinticinco de los grandes.
  
  —Lo es.
  
  —Usted ha mencionado que alquila su tierra de cultivo.
  
  —Sí. Mis hijos no se interesan por la agricultura ni por los viñedos.
  
  —¿Surgió este tema alguna vez con los Gordon? Me refiero a lo de alquilar la tierra.
  
  —Supongo.
  
  —¿Y nunca le preguntaron si podrían alquilarle parte de los acantilados?
  
  —No —respondió después de reflexionar unos instantes.
  
  Miré fugazmente a Beth. Obviamente, aquello no tenía sentido. Dos funcionarios del gobierno, que pueden ser trasladados en cualquier momento, alquilan una casa en la bahía del sur y luego compran media hectárea en el norte por veinticinco de los grandes para disponer de otras vistas al mar.
  
  —¿Si se hubieran interesado por alquilarle ese promontorio, lo habría aceptado usted? —pregunté.
  
  —Creo que lo habría preferido —asintió.
  
  —¿Cuánto les habría pedido por año?
  
  —Pues… no lo sé… el terreno es inútil… supongo que mil dólares sería justo. La vista es hermosa —agregó.
  
  —¿Tendría la amabilidad de mostrarnos ese terreno? —pregunté.
  
  —Puedo darles la dirección. O pueden encontrarlo en los planos del registro del condado.
  
  —Le agradeceríamos muchísimo que nos acompañara —dijo Beth.
  
  La señora Wiley consultó su reloj.
  
  —De acuerdo —respondió antes de levantarse—. Ahora vuelvo.
  
  Entró en la casa por la puerta trasera.
  
  —Una mujer difícil —dije.
  
  —Tú sacas lo peor de las personas —respondió Beth.
  
  —En esta ocasión he sido muy amable.
  
  —¿A eso lo llamas tú amabilidad?
  
  —Sí, soy amable.
  
  —Aterrador.
  
  Decidí cambiar de tema.
  
  —Los Gordon necesitaban ser propietarios del terreno.
  
  Beth asintió.
  
  —¿Por qué?
  
  —No lo sé… Dímelo tú.
  
  —Piensa.
  
  —De acuerdo…
  
  La señora Wiley apareció por la puerta trasera, que no cerraba con llave. Llevaba su monedero en la mano y las llaves del coche. Se acercó al Dodge gris, que tenía unos veinticinco años. Si Thad viviera, merecería su aprobación.
  
  Beth y yo subimos al coche y seguimos a la señora Wiley. Giramos a la derecha por la carretera central, una autovía de cuatro carriles que iba de este a oeste, paralela a la antigua carretera principal de la época colonial. La carretera central cruzaba el corazón de la zona agrícola y vinatera, con vistas magníficas en todas direcciones. El sol en el parabrisas era agradable, el aire olía a uvas, una joven encantadora de cabello cobrizo conducía el coche y si no hubiera estado investigando el asesinato de dos amigos, me habría puesto a silbar.
  
  A mi izquierda, aproximadamente un kilómetro y medio hacia el norte, se veía que el terreno se elevaba de pronto como un muro, tan empinado que resultaba imposible de cultivar, cubierto de árboles y matorrales. Ése era en realidad el promontorio que daba al mar por su otra vertiente, aunque desde donde nosotros nos encontrábamos no se veía el agua, y tenía el aspecto de una pequeña sierra.
  
  La señora Wiley apretaba el acelerador y nos cruzamos con varios tractores y camionetas.
  
  Un cartel nos indicó que estábamos en la aldea de Peconic. Había abundantes viñedos a ambos lados de la carretera, todos identificados por carteles de madera con escudos dorados y lacados, muy elegantes, que encerraban la promesa de vinos caros.
  
  —Vodka de patata —dije—. Eso es. Lo único que necesito son diez hectáreas y un alambique. Corey y Krumpinski, excelente vodka de patata, natural y aromatizado. Convenceré a Martha Stewart para que escriba libros de cocina con acompañamientos sugeridos para el vodka: almejas, vieiras, ostras. Muy distinguido. ¿Qué opinas?
  
  —¿Quién es Krumpinski?
  
  —No lo sé. Un individuo. Vodka polaco. Stanley Krumpinski. Una creación publicitaria. Está sentado en el porche de su casa y hace comentarios crípticos sobre el vodka. Tiene noventa y cinco años. Su hermano gemelo, Stephen, era bebedor de vino y murió a los treinta y cinco. ¿Sí? ¿No?
  
  —Deja que me lo piense. Entretanto, esa media hectárea a un precio exagerado parece todavía más extraña, teniendo en cuenta que los Gordon podían haberla alquilado por mil dólares. ¿Crees que guarda alguna relación con los asesinatos?
  
  —Tal vez. Por otra parte, podría haber sido un simple error por parte de los Gordon o incluso una operación especulativa. Puede que los Gordon hubieran descubierto cómo recuperar los derechos urbanísticos. Entonces, habrían adquirido una parcela junto al mar por veinticinco de los grandes que, con permiso de construcción, valdría cien mil dólares. Un buen negocio.
  
  —Hablaré con el secretario del condado sobre precios comparativos —asintió Beth y me miró fugazmente mientras conducía—. Tú tienes otra teoría, evidentemente.
  
  —Tal vez. Pero no evidentemente.
  
  —Necesitaban ser propietarios del terreno, ¿no es cierto? —dijo después de unos momentos de silencio—. ¿Por qué? ¿Urbanización?, ¿derechos de paso?, ¿algún proyecto para la construcción de un gran parque estatal?, ¿petróleo, gas, diamantes, rubíes…? ¿Qué?
  
  —No hay minerales en Long Island, ni metales valiosos, ni piedras preciosas. Sólo arena, arcilla y roca. Incluso yo lo sé.
  
  —Bien… pero tienes alguna idea.
  
  —Nada concreto. Tengo cierta… sensación… como si supiera lo que es importante y lo que no lo es, algo parecido a esas pruebas de asociación, ¿comprendes? Te muestran cuatro ilustraciones: un pájaro, una abeja, un oso y un váter. ¿Cuál no corresponde?
  
  —El oso.
  
  —¿El oso? ¿Por qué el oso?
  
  —Porque no vuela.
  
  —El váter tampoco vuela —señalé.
  
  —Entonces el oso y el váter no corresponden.
  
  —Estás… En todo caso, intuyo lo que pertenece a cierta secuencia y lo que no pertenece a ella.
  
  —¿Es como los tintineos?
  
  —Más o menos.
  
  Se encendieron las luces de freno de la señora Wiley y abandonó la autovía para entrar en un camino sin asfaltar. Beth, que no prestaba atención, casi se saltó el cruce y cogió la curva con dos ruedas.
  
  Nos dirigimos al norte, hacia los promontorios, por el camino sin asfaltar entre campos de patatas a la izquierda y viñedos a la derecha. El coche se sacudía a cincuenta kilómetros por hora, con polvo por todas partes, que sentía incluso en la lengua. Cerré la ventana y le pedí a Beth que hiciera lo mismo.
  
  —Estamos al llegar —dijo Beth con un fuerte acento neoyorquino, sin que viniera al caso.
  
  —Yo no hablo con ese acento —protesté— y no le veo la gracia.
  
  —Vale.
  
  La señora Wiley entró en otro camino todavía más pequeño, paralelo al promontorio, que se encontraba ahora sólo a unos cincuenta metros. Después de recorrer unos centenares de metros, paró en medio del camino y Beth se detuvo tras ella.
  
  La señora Wiley se apeó y nosotros hicimos otro tanto. Estábamos cubiertos de polvo, igual que el coche, por dentro y por fuera.
  
  Nos acercamos a la señora Wiley, que estaba al pie del promontorio.
  
  —Hace dos semanas que no llueve —dijo la señora Wiley—. A los vinateros les gusta que eso suceda en esta época del año. Dicen que así las uvas son más dulces y menos acuosas. Listas para la cosecha.
  
  Me estaba sacudiendo el polvo de la camiseta, de las cejas y en realidad no me interesaba lo que estaba diciendo.
  
  —En esta época —prosiguió la señora Wiley—, las patatas tampoco necesitan lluvia. Pero a las hortalizas y a los frutales les convendría un buen diluvio.
  
  A decir verdad, no me interesaba en absoluto, pero no sabía cómo decírselo sin pecar de malos modales.
  
  —Supongo que algunos rezan para que llueva y otros para que no lo haga. Es la vida —dije.
  
  —Usted no es de por aquí —dijo la señora Wiley después de mirarme—, ¿no es cierto?
  
  —No señora. Mi tío tiene una casa en esta zona. Harry Bonner. Hermano de mi madre. Tiene una finca junto a la bahía en Mattituck…
  
  —Ah, claro. Su esposa, June, falleció al mismo tiempo que mi Thad.
  
  —Debe de ser eso, más o menos.
  
  No me sorprendió excesivamente que Margaret Wiley conociera a mi tío Harry. Después de todo, como he dicho anteriormente, la población estable de la región es de unos veinte mil habitantes, que son cinco mil menos de los que trabajan en el Empire State Building. No pretendo afirmar que las veinticinco mil personas que trabajan en el Empire State Building se conozcan, pero en todo caso supongo que Margaret y su difunto marido, Thad Wiley, conocían a Harry y a su difunta esposa, June Bonner. Se me ocurrió la extraña idea de que lograría reunir a Margaret y al loco de Harry, se casarían, ella fallecería, luego moriría Harry y yo heredaría millares de hectáreas en la zona norte de Long Island. Antes tendría que aniquilar a mis primos, naturalmente. Parecía excesivamente shakespeariano. Tuve la sensación de haber estado aquí demasiado tiempo, en el siglo XVII.
  
  —¿John? La señora Wiley te está hablando.
  
  —Lo siento. Fui herido de gravedad y parte de las secuelas son pérdidas momentáneas de la concentración.
  
  —Tiene muy mal aspecto —dijo la señora Wiley.
  
  —Gracias.
  
  —Le preguntaba por su tío.
  
  —Está muy bien. Ha regresado a la ciudad. Gana mucho dinero en Wall Street, pero se siente muy solo desde que murió mi tía June.
  
  —Dele recuerdos míos.
  
  —Lo haré.
  
  —Su tía era una gran persona —dijo en un tono que sugería «¿Cómo se las arregló para tener a semejante bobo por sobrino?»— y muy aficionada a la historia y la arqueología.
  
  —Exactamente. La Sociedad Histórica Peconic. ¿Es usted socia?
  
  —Sí. Así fue como conocí a June. A su tío no le interesaba, pero financió algunas excavaciones. Excavamos los cimientos de una granja del año 1.781. Debería visitar nuestro museo si todavía no lo ha hecho.
  
  —Me proponía visitarlo hoy, pero luego ha surgido este otro asunto.
  
  —Sólo abrimos los fines de semana a partir del Día del Trabajo. Pero tengo la llave.
  
  —La llamaré —respondí mientras contemplaba el promontorio que se elevaba ante nosotros—. ¿Es éste el terreno de los Gordon?
  
  —Sí. ¿Ve esa estaca? Es la esquina suroeste. Unos cien metros más adelante, por el camino, está la esquina sureste. El terreno empieza aquí, se eleva hasta la cima del promontorio, desciende por la otra vertiente y llega hasta la línea de la marea alta.
  
  —¿En serio? No parece muy preciso.
  
  —Lo suficiente. Así lo establece la tradición y la ley. Hasta la línea de la marea alta. La playa pertenece a todo el mundo.
  
  —Ésa es la razón por la que amo este país.
  
  —No me diga.
  
  —No lo dude ni por un momento.
  
  —Yo soy hija de la revolución norteamericana —dijo la señora Wiley después de mirarme.
  
  —Lo suponía.
  
  —Mi familia, los Wiley, están en este pueblo desde 1.653.
  
  —Dios mío.
  
  —Llegaron a Massachusetts en el barco que llegó después del Mayflower, el Fortune. Luego se trasladaron a Long Island.
  
  —Increíble. Es casi una descendiente de los pasajeros del Mayflower.
  
  —Lo soy de los del Fortune —respondió mientras miraba a su alrededor, en donde se extendía un campo de patatas a nuestra derecha y un viñedo a la izquierda en dirección sur—. Es difícil imaginar la vida en el siglo XVII, a millares de kilómetros de Inglaterra, rodeados de bosque, en lo que ahora son campos, limpiados con hachas y bueyes, una tierra y un clima desconocidos, pocos animales domésticos, sin apenas cobijo, herramientas, semillas, pólvora y balas de mosquetón poco fiables y rodeados por todas partes de indios hostiles.
  
  —Parece peor que Central Park después de la medianoche en el mes de agosto.
  
  —A la gente como nosotros nos resulta muy difícil desprendernos de una sola hectárea —dijo Margaret Wiley sin prestar atención a mi comentario.
  
  —Comprendo —respondí, aunque por veinticinco de los grandes podemos hablar—. En una ocasión encontré una bala de mosquetón.
  
  Me miró como si fuera lelo y dirigió su atención a Beth.
  
  —No necesitan que les muestre cómo llegar a la cima. Aquí está el camino. No es difícil subir, pero tengan cuidado en la vertiente que da al mar. Es muy vertical y no hay muchos agarraderos. Este promontorio es en realidad la morrena terminal de la última era glacial. Aquí terminaba el glaciar.
  
  En realidad, el glaciar estaba ahora delante de mí.
  
  —Gracias por su tiempo y su paciencia, señora Wiley.
  
  Empezó a alejarse, pero luego volvió la cabeza y miró a Beth.
  
  —¿Tienen alguna idea de quién puede haberlo hecho?
  
  —No señora.
  
  —¿Estaba relacionado con su trabajo?
  
  —En cierto modo. Pero no tiene nada que ver con la guerra biológica ni nada peligroso.
  
  Margaret Wiley no parecía convencida. Regresó a su coche, arrancó el motor y se alejó envuelta en una nube de polvo.
  
  —Hártate de polvo, Margaret. Vieja…
  
  —¡John!
  
  Me sacudí de nuevo el polvo de la ropa.
  
  —¿Sabes por qué las hijas de la revolución norteamericana no hacen el amor en grupo? —pregunté.
  
  —No, pero estoy a punto de descubrirlo —respondió Beth.
  
  —Efectivamente. Las hijas de la revolución norteamericana no hacen el amor en grupo porque no quieren molestarse en escribir tantas notas de agradecimiento.
  
  —¿Proceden esos chistes de un pozo inagotable?
  
  —Sabes que sí —respondí y ambos miramos el promontorio—. Vamos a contemplar esa vista de veinticinco de los grandes.
  
  Encontramos el sendero e inicié el ascenso. El camino pasaba entre encinas y matorrales, y algunos árboles de mayor tamaño que parecían arces, pero por lo que yo sé podían haber sido palmeras.
  
  Beth, con su falda de popelín caqui y sus zapatos de tacón, tenía ciertas dificultades. Le tendí una mano en algunos tramos. Se levantó o arremangó la falda y exhibió un par de piernas perfectas.
  
  Medía sólo unos quince metros hasta la cima, equivalentes a cinco pisos sin ascensor, que en otra época era capaz de subir con suficiente energía restante para derribar la puerta de un puntapié, arrojar a un maleante al suelo, esposarlo, arrastrarlo hasta la calle y meterlo en un coche de policía. Pero eso era en otra época. Esto ocurría ahora y me temblaban las piernas. Unos puntitos negros danzaban ante mis ojos y tuve que detenerme y agacharme.
  
  —¿Estás bien? —preguntó Beth.
  
  —Sí… Sólo un momento…
  
  Respiré profundamente varias veces y proseguí.
  
  Llegamos a la cima del promontorio. Allí la vegetación era mucho menos frondosa debido al viento y la sal. Contemplamos el canal de Long Island, realmente era una vista maravillosa. A pesar de que la ladera sur del promontorio medía sólo unos quince metros desde la base hasta la cima, la ladera norte, que descendía hasta la playa, medía unos treinta metros. Era, como la señora Wiley nos había advertido, muy empinada. Desde la cima se veían algunas plantas, rocas erosionadas, barro caído y piedras desprendidas hasta una larga y hermosa playa que se extendía varios kilómetros de este a oeste.
  
  El canal estaba tranquilo y vimos varios veleros y algunas lanchas. Un enorme barco de carga navegaba rumbo oeste, en dirección a Nueva York o a alguno de los puertos de la costa de Connecticut.
  
  El acantilado se prolongaba algo más de un kilómetro al oeste, hasta desaparecer en un brazo de tierra que penetraba en el canal. Hacia el este se extendía varios kilómetros y acababa en Horton Point, reconocible por el faro.
  
  A nuestra espalda, por donde habíamos llegado, se encontraban las tierras llanas de cultivo, que desde la cima se veían cubiertas de campos de patatas y de maíz, huertos y viñedos. Unas curiosas casas de madera y graneros, no rojos sino blancos, contrastaban con el verde de los campos.
  
  —Vaya vista —exclamé.
  
  —Espléndida —reconoció Beth—. ¿Pero vale veinticinco mil? —preguntó.
  
  —Ésa es la cuestión. ¿Tú qué opinas?
  
  —En teoría, no. Pero desde esta cima, sí.
  
  —Bien dicho.
  
  Vi una piedra entre hierbajos y me senté sobre ella para contemplar el mar. Beth se situó junto a mí para admirar también el panorama. Estábamos ambos sudados, sucios, polvorientos y agotados.
  
  —Hora de tomar un cóctel —dije—. Regresemos.
  
  —Un momento. Seamos Tom y Judy. Dime lo que querían aquí, lo que buscaban.
  
  —De acuerdo…
  
  Me puse de pie sobre la piedra y miré a mi alrededor. Se ponía el sol y el cielo de levante era morado. Al oeste era rojizo y encima azul. Las gaviotas navegaban en el viento, las olas cruzaban velozmente el canal, los pájaros piaban en los árboles, soplaba una brisa del noreste y en el aire se olía el otoño y la sal.
  
  —Hemos pasado el día en Plum Island —dije—. Hemos estado toda la jornada en biocontención, con ropa de laboratorio y rodeados de virus. Después de ducharnos nos hemos apresurado para llegar al Spirochete o al transbordador, hemos cruzado el estrecho, subido al coche y llegado aquí. Esto es abierto, limpio, estimulante. Esto es vida… Hemos traído Una botella de vino y una manta. Nos tomamos el vino, hacemos el amor, nos quedamos tumbados sobre la manta y vemos salir las estrellas. Tal vez bajamos a la playa y nos bañamos o pescamos bajo el cielo estrellado y la luna. Estamos a un millón de kilómetros del laboratorio. Regresamos a casa, listos para un nuevo día en biocontención.
  
  Beth mantuvo el silencio unos minutos, luego, sin responder, se acercó al borde del acantilado, dio media vuelta y se acercó al único árbol considerable de la cima, un nudoso roble de tres metros de altura. Se agachó y volvió a levantarse con una cuerda en la mano.
  
  —Mira esto.
  
  Me acerqué para examinar lo que había encontrado. Era una cuerda de nilón verde, de aproximadamente un centímetro y medio de diámetro, con nudos cada metro más o menos, como agarraderos. Uno de los extremos estaba atado a la base del árbol.
  
  —Aquí hay probablemente cuerda suficiente para llegar a la playa —dijo Beth.
  
  —Eso permitiría, indudablemente, subir y bajar con mayor facilidad —asentí.
  
  —Desde luego.
  
  Se agachó y miró por la pendiente. Yo hice lo mismo. Vimos los sitios donde la hierba estaba pisada. Era una cuesta muy empinada, pero no excesivamente difícil para alguien en buena forma, incluso sin la ayuda de una cuerda.
  
  Cuando me incliné al borde de la pendiente, vi franjas rojizas de arcilla y hierro en el suelo, en los lugares donde había saltado la hierba. También observé que, a unos tres metros de la cima, había una especie de repisa o plataforma.
  
  —Voy a echar una ojeada —dijo Beth, que también la había visto.
  
  Tiró de la cuerda, se aseguró de que estuviera firmemente sujeta al árbol y el árbol firmemente sujeto al suelo, se agarró con ambas manos y descendió de espaldas por la pendiente.
  
  —Ven. Es interesante —dijo desde la plataforma.
  
  —De acuerdo —respondí y descendí, con la cuerda en una mano, hasta llegar junto a Beth en la plataforma.
  
  —Mira esto —dijo.
  
  La repisa medía unos tres metros de longitud y un metro en el lugar más ancho. En el centro había una cueva, que evidentemente no era natural. En realidad, se veían las marcas de la pala. Beth y yo nos agachamos y miramos en su interior. Era pequeña, de sólo un metro de diámetro y poco más de un metro de profundidad. No había nada dentro de la excavación. No podía imaginar para qué servía, pero especulé:
  
  —Aquí se podría guardar la cesta de la merienda y una nevera para el vino.
  
  —Incluso se podrían introducir las piernas, dejar el cuerpo en la plataforma y dormir —agregó Beth.
  
  —O hacer el amor.
  
  —¿Por qué sabía que dirías eso?
  
  —Porque es cierto —respondí después de incorporarme—. Puede que quisieran agrandarla.
  
  —¿Para qué?
  
  —No lo sé —dije y me senté al borde de la plataforma a contemplar el canal—. Es muy bonito. Siéntate.
  
  —Empiezo a coger frío.
  
  —Toma, puedes usar mi camiseta.
  
  —No, huele.
  
  —Tú no hueles exactamente a flores.
  
  —Estoy cansada, sucia, se me han roto las medias y necesito ir al lavabo.
  
  —Esto es romántico.
  
  —Podría serlo, pero no ahora.
  
  Se puso de pie, agarró la cuerda y subió a la cima. Esperé a que llegara y la seguí.
  
  Beth enrolló la cuerda y la dejó al pie del árbol, donde la había encontrado. Cuando se volvió, estábamos cara a cara a poco más de un palmo de distancia. Fue uno de esos momentos embarazosos y permanecimos inmóviles exactamente tres segundos, luego levanté la mano para acariciarle el cabello y a continuación la mejilla. Entonces me dispuse a darle un beso en los labios, convencido de que el momento había llegado, pero ella retrocedió y pronunció la palabra mágica para la que todos los hombres estadounidenses tenemos una reacción pavloviana programada:
  
  —No.
  
  Di inmediatamente un salto atrás de dos metros y me llevé las manos a la espalda. Mi muñequito se desplomó como un árbol recién talado y exclamé:
  
  —Confundí tu amabilidad con una insinuación. Discúlpame.
  
  A decir verdad, eso no fue exactamente lo que sucedió. Ella dijo que no, pero yo titubeé y la miré decepcionado.
  
  —Ahora no —dijo luego, que no está mal—, tal vez más tarde —añadió, que está mejor—. Me gustas —afirmó, que está mucho mejor.
  
  —No te precipites —respondí sinceramente, a condición de que no tardara más de setenta y dos horas en decidirse, que es mi límite.
  
  En realidad, he esperado más.
  
  No se habló más del asunto. Bajamos del promontorio y subimos al coche.
  
  Beth arrancó el motor, puso el vehículo en marcha, luego paró de nuevo y se inclinó hacia mí, me dio un beso de amigo en la mejilla, arrancó de nuevo y salimos envueltos en una nube de polvo.
  
  Un kilómetro y medio más adelante, estábamos en la carretera central. Tenía un buen sentido de la orientación y llegó a Nassau Point sin mi ayuda.
  
  Vio una estación de servicio abierta y ambos fuimos a lavarnos las manos, como suele decirse. No recordaba la última vez que me había visto tan sucio. Soy bastante elegante en mi trabajo, un dandi de Manhattan que usa trajes a medida. Me sentí de nuevo como un chiquillo, el desharrapado Johnny que hurgaba en los campos funerarios de los indios.
  
  En la estación de servicio compré unos bocadillos auténticamente repugnantes: ternera picada, manteca y ositos azucarados. En el coche le ofrecí uno a Beth, pero no quiso.
  
  —Si te lo comes todo junto —dije—, sabe como un plato tailandés llamado Sandang Phon. Lo descubrí accidentalmente.
  
  —Eso espero.
  
  Circulamos unos minutos. El sabor de aquella combinación era verdaderamente desagradable, pero me moría de hambre y quería eliminar el polvo de mi garganta.
  
  —¿Qué opinas? —pregunté—. Me refiero al promontorio.
  
  —Creo que me habrían gustado los Gordon —respondió Beth después de reflexionar unos instantes.
  
  —Estoy seguro.
  
  —¿Estás triste?
  
  —Sí… No éramos amigos íntimos… Los conocía sólo desde hace unos meses, pero eran buenas personas, repletas de vida y alegría. Eran demasiado jóvenes para acabar de ese modo.
  
  Beth asintió.
  
  Cruzamos el istmo hasta Nassau Point. Empezaba a oscurecer.
  
  —La cabeza me dice que ese terreno es lo que parece —declaró Beth—. Un refugio romántico, un lugar realmente suyo. Procedían del Medio Oeste, probablemente de familias de terratenientes, y ahora eran inquilinos en un lugar donde la tierra significa mucho, como en su lugar de origen… ¿no crees?
  
  —Sí.
  
  —Sin embargo…
  
  —Efectivamente. Sin embargo… podían haberse ahorrado veinte mil dólares y alquilar el terreno por cinco años —agregué—. Tenían que ser propietarios del terreno. Piénsalo.
  
  —Lo estoy pensando.
  
  Llegamos a la casa de los Gordon y Beth paró detrás de mi Jeep.
  
  —Ha sido un día agotador —dijo Beth.
  
  —Ven a mi casa. Sígueme.
  
  —No, esta noche me voy a la mía.
  
  —¿Por qué?
  
  —Ya no hay ninguna razón para seguir aquí veinticuatro horas al día y el condado no paga el motel.
  
  —Pasa antes por mi casa; debo entregarte los impresos del ordenador.
  
  —Pueden esperar a mañana —respondió Beth—. Por la mañana debo ir a mi despacho. ¿Qué te parece si me reúno contigo a eso de las cinco?
  
  —En mi casa.
  
  —De acuerdo. En tu casa a las cinco. Entonces, tendré alguna información.
  
  —Yo también.
  
  —Preferiría que no hicieras nada hasta que nos viéramos —dijo Beth.
  
  —De acuerdo.
  
  —Aclara tu posición con el jefe Maxwell.
  
  —Lo haré.
  
  —Descansa.
  
  —Tú también.
  
  —Bájate de mi coche. —Sonrió—. Y vete a casa.
  
  —Lo haré.
  
  Me apeé, Beth dio media vuelta, saludó con la mano y se alejó.
  
  Subí a mi Jeep decidido a no hacer nada que lo impulsara a hablar en francés. Cinturón abrochado, puertas cerradas y freno de mano libre. Arranqué el motor y el vehículo no dijo ni mu.
  
  Cuando me dirigía a la bahía junto a la finca, o a la finca junto a la bahía, recordé que no había utilizado el control remoto para arrancar el motor. Bueno, ¿qué importaba? En todo caso, las bombas modernas para coches estallan a los cinco minutos. Además, nadie intentaba matarme. Bueno, alguien lo había intentado, pero era por otra cuestión. Posiblemente una casualidad, o si había sido premeditado, los asesinos consideraban que me habían inutilizado y se habían vengado de lo que pudiera haberlos molestado, sin necesidad de matarme. Así era como funcionaba la mafia; si la víctima sobrevivía, por regla general no la molestaban. Pero los caballeros que me habían disparado eran decididamente hispanos. Y para ellos, a veces, el trabajo no estaba terminado hasta que uno yacía sepultado.
  
  Pero eso no era lo que me preocupaba ahora. Estaba más interesado por lo que sucedía aquí, fuera lo que fuera. Me encontraba en un lugar muy pacífico del planeta, intentando sanar mi cuerpo y mi mente, pero bajo la superficie se urdían toda clase de intrigas. No dejaba de pensar en aquel cerdo al que le sangraban las orejas, la nariz, la boca… Me había dado cuenta de que el personal de aquella pequeña isla había descubierto elementos capaces de exterminar a casi todas las formas de vida del planeta.
  
  Lo bueno de la guerra biológica ha sido siempre la facilidad para negar su existencia y la imposibilidad de localizar su origen. La investigación biológica y el desarrollo de armas han estado desde el primer momento impregnados de mentiras, engaños y negativas.
  
  Entré en el camino de la casa de mi tío Harry. Las conchas crujían bajo mis neumáticos. La casa estaba a oscuras y, cuando apagué las luces del coche, el mundo entero se sumió en la oscuridad. ¿Cómo puede la población rural vivir a oscuras?
  
  Me metí la camiseta por dentro de los pantalones para tener a mano la culata de mi treinta y ocho. Ni siquiera sabía si alguien había manipulado el arma. Alguien dispuesto a manosear el pantalón corto de un individuo también sería capaz, ciertamente, de hacerlo con su revólver. Debí haberlo comprobado antes.
  
  En cualquier caso, abrí la puerta principal con las llaves en la mano izquierda, mientras la diestra permanecía libre para agarrar el arma. El revólver debía haber estado en la mano derecha, pero los hombres, incluso cuando estamos completamente solos, debemos demostrar que tenemos agallas. Después de todo, alguien podría verte. Supongo que soy yo quien se ve a sí mismo. Tienes agallas, Corey. Eres todo un hombre. Todo un hombre, con la necesidad inminente de orinar, cosa que hice en el baño que hay junto a la cocina.
  
  Sin encender las luces, observé el contestador automático en la sala de estar y comprobé que tenía diez mensajes; no estaba mal para un individuo que no había tenido ninguno en toda la semana anterior.
  
  Después de considerar que ninguno de aquellos mensajes sería particularmente agradable o gratificante, me serví un generoso brandy de la botella de cristal de mi tío en una de sus copas de cristal.
  
  Me senté en el sillón abatible de mi tío y sorbí el brandy, mientras dudaba entre el botón del contestador, la cama u otra copa. Otra copa ganó varias veces y postergué el horror electrónico del contestador automático hasta sentirme ligeramente embriagado.
  
  Por fin pulsé el botón.
  
  —Tiene diez mensajes —dijo una voz, acorde con el contador de llamadas.
  
  El primer mensaje había llegado a las siete de la mañana y era del tío Harry, que me había visto por la tele la noche anterior pero no quiso llamar tan tarde, aunque no tuvo ningún inconveniente en hacerlo tan temprano. Afortunadamente, ya estaba de camino a Plum Island a las siete de la mañana.
  
  Había otros cuatro mensajes parecidos: uno de mis padres desde Florida, que no me habían visto por televisión pero alguien se lo había contado, uno de una dama llamada Cobi, con quien salgo de vez en cuando y a quien, por alguna razón, le gustaría convertirse en Cobi Corey, y luego una llamada de cada uno de mis hijos, Jim y Lynne, que siempre se mantienen en contacto. Probablemente, habría habido más llamadas sobre la breve aparición por televisión, pero muy poca gente disponía de mi número de teléfono y no todos me habrían reconocido, porque había perdido mucho peso y tenía muy mal aspecto.
  
  No había ninguna llamada de mi exesposa, que, a pesar de que ha dejado de quererme, quiere que sepa que le gusto como persona, aunque curiosamente no soy una persona agradable. Adorable, sí; agradable, no.
  
  Luego había una llamada de mi compañero Dom Fanelli, recibida a las nueve de la mañana, que decía: «Hola, tío, he visto tu careto en las noticias de la mañana. ¿Qué coño haces ahí? Tienes a esos dos Pedros que quieren volarte el culo y tú apareces por televisión, para que todo el mundo sepa que estás en el este. ¿Por qué no pones un anuncio en la oficina de correos colombiana? Maldita sea, John, estoy intentando encontrar a esos tíos antes de que ellos te encuentren a ti. Otra buena noticia. El jefe se pregunta qué coño hacías en el escenario de un asesinato. ¿Qué está pasando? ¿Quién ha liquidado a esa pareja? Por cierto, ella no estaba nada mal. ¿Necesitas ayuda? Llámame. Guarda el pajarito en la jaula. Ciao».
  
  Sonreí. El buenazo de Dom, un tipo con el que podía contar. Todavía le recordaba junto a mí, cuando me desangraba en la calle. Tenía medio buñuelo en una mano y el arma en la otra.
  
  —Los atraparé, John —dijo después de darle otro mordisco al buñuelo—. Juro por Dios que atraparé a esos hijos de puta que te han matado.
  
  Recuerdo que le señalé que no estaba muerto y él respondió que ya lo sabía, pero que pronto lo estaría. Tenía lágrimas en los ojos, lo que hizo que me sintiera muy mal y, como intentaba hablar conmigo sin dejar de masticar, no lograba entenderle. Luego empezaron a zumbarme los oídos y perdí el conocimiento.
  
  La siguiente llamada había llegado a las nueve y media de la mañana y era del New York Times. Me pregunté cómo me conocían y cómo sabían dónde encontrarme. Una voz decía: «Puede recibir el periódico en su casa todos los días, domingos incluidos, por sólo tres dólares y sesenta centavos semanales, durante trece semanas. Por favor, llámenos al 1 800 631 2500 y empezará el servicio inmediatamente».
  
  —Lo recibo en la oficina. El siguiente.
  
  A continuación apareció la voz de Max, que decía: «John, toma nota, ya no estás contratado por el Departamento de Policía del municipio de Southold. Gracias por tu ayuda. Te debo un dólar, pero prefiero invitarte a una copa. Llámame».
  
  —Que te zurzan, Max.
  
  La llamada siguiente era del señor Ted Nash, superespía de la CIA. Decía: «Sólo quiero recordarle que uno o varios asesinos andan sueltos y usted podría ser su objetivo. Me ha encantado trabajar con usted y sé que volveremos a vernos. Cuídese».
  
  —Que te den por el saco, Ted.
  
  Si pretendes amenazarme, por lo menos ten las agallas de decirlo abiertamente, aunque sea una grabación.
  
  Había una última llamada en el contestador, pero pulsé la pausa antes de escucharla y llamé al Soundview para preguntar por Ted Nash. Un joven recepcionista respondió que no había nadie registrado con ese nombre.
  
  —¿Y George Foster? —pregunté.
  
  —No señor.
  
  —¿Beth Penrose?
  
  —Acaba de dejar su habitación.
  
  Describí a Nash y a Foster al recepcionista.
  
  —Sí, hay dos caballeros que responden a esa descripción.
  
  —¿Están todavía ahí?
  
  —Sí.
  
  —Dígale al más alto, el de pelo rizado, que el señor Corey ha recibido su mensaje y que se lo aplique a sí mismo. ¿Me ha comprendido?
  
  —Sí señor.
  
  —Dígale también que se vaya a tomar por saco.
  
  —Sí señor.
  
  Colgué y bostecé. Me sentía fatal. Había dormido probablemente tres horas en las últimas cuarenta y ocho. Bostecé de nuevo.
  
  Pulsé el botón del contestador para escuchar el último mensaje. «Hola —dijo la voz de Beth—, llamo desde el coche… Sólo quería darte las gracias por tu ayuda durante el día de hoy. No sé si ya lo había hecho… En todo caso, me he alegrado de conocerte y si alguna razón nos impidiera vernos mañana, ya que tengo un montón de trabajo e informes en el despacho y puede que no vaya, de todos modos te llamaría. Gracias de nuevo».
  
  —Fin de los mensajes —dijo la máquina.
  
  Escuché de nuevo el último mensaje. La llamada había llegado menos de diez minutos después de separarnos y su voz sonaba decididamente formal y lejana. En realidad era un rechazo. Se me ocurrió la idea completamente paranoica de que Beth y Nash eran amantes y que en aquel momento hacían el amor desaforada y apasionadamente en su habitación. Contrólate, Corey. Aquellos a quienes los dioses desean destruir son enloquecidos primero.
  
  ¿Qué más podía fallar? Había pasado el día en biocontención y contraído probablemente la peste bubónica, con toda probabilidad tenía problemas en el trabajo, Pedro y Juan sabían dónde encontrarme, Max, mi amigo, me había despedido, un individuo de la CIA me había amenazado de muerte sin ninguna razón… o puede que tuviera alguna razón imaginaria, y luego el amor de mi vida me deja plantado y me la imagino con las piernas alrededor de ese cretino. Además, Tom y Judy, a quienes les caía bien, estaban muertos. Y eran sólo las nueve de la noche.
  
  De pronto se me ocurrió la idea de un monasterio. O mejor aún, un mes en el Caribe tras mi buen amigo Peter Johnson de isla en isla.
  
  O podía quedarme donde estaba y apechugar. Venganza, reivindicación, victoria y gloria. Ése era el espíritu de John Corey. Además, tenía algo de lo que todos los demás carecían: una vaga idea de lo que estaba ocurriendo.
  
  Me senté en la sala oscura y silenciosa y, por primera vez en todo el día, pude pensar sin ninguna interrupción. Tenía en mi mente un montón de cosas sueltas y ahora empezaba a recopilarlas.
  
  Con la mirada fija en la oscura ventana, aquellos pequeños tintineos de mi cabeza formaban puntos blancos sobre el fondo negro y la imagen empezaba a tomar forma. Estaba muy lejos de ver el cuadro completo, por no mencionar los detalles, pero podía adivinar su tamaño, forma y dirección. Necesitaba todavía algunos puntos de luz más, media docena de tintineos, y entonces tendría la respuesta de por qué Tom y Judy Gordon habían sido asesinados.
  
  
  
  
  
  Capítulo 16
  
  
  
  
  El sol de la mañana penetró por las ventanas de mi habitación en el primer piso y me sentí feliz de estar vivo, feliz de descubrir que el cerdo muerto y ensangrentado junto a mí, en la almohada, no había sido más que una pesadilla. Escuché los sonidos de los pájaros, sólo para asegurarme de que yo no era la única criatura viva del planeta. Chilló una gaviota en algún lugar de la bahía, unos gansos canadienses graznaban en el jardín, a lo lejos ladraba un perro. Hasta ese momento todo parecía normal.
  
  Me levanté, me duché, me afeité, etcétera, y preparé una taza de café instantáneo en el microondas de la cocina.
  
  Había pasado la noche pensando o, como decimos en mi profesión, realizando razonamientos deductivos. Había llamado también a mi tío Harry, a mis padres, a mis hijos y a Dom Fanelli, pero no al New York Times ni a Max. Les dije a todos que la persona que habían visto por televisión no era yo y que yo no había visto la noticia o noticias en cuestión; les dije que había pasado la noche mirando el fútbol por la tele en la Olde Towne Taverne, que era lo que debería haber hecho, y que tenía testigos. Todos me creyeron. Confiaba en que mi superior, el antes mencionado teniente de detectives Wolfe, también se lo tragara.
  
  También le dije a tío Harry que Margaret Wiley sentía debilidad por él, pero no pareció interesarle.
  
  —Dickie Johnson y yo nacimos en la misma época —me comunicó—, crecimos juntos, salimos juntos con muchas mujeres y envejecimos juntos, pero él murió antes que yo.
  
  Deprimente. Cuando llamé a Dom Fanelli no estaba en casa y le dejé un mensaje a su esposa Mary, con quien me llevaba muy bien hasta que me casé, pero Mary y mi exse tenían antipatía. Ni mi divorcio ni mi accidente habían servido para reanudar mi amistad con Mary. Es extraño. Me refiero a la relación con las esposas de los compañeros, peculiar, en el mejor de los casos.
  
  —Dile a Dom que el de la televisión no era yo. Mucha gente ha cometido el mismo error —dije.
  
  —Bien.
  
  —Si muero, será obra de la CIA. Díselo.
  
  —Bien.
  
  —Puede haber alguien en Plum Island que también intenta asesinarme. Díselo.
  
  —Bien.
  
  —Dile que hable con Sylvester Maxwell, jefe de la policía local, si muero asesinado.
  
  —Bien.
  
  —¿Cómo están los niños?
  
  —Bien.
  
  —Tengo que colgar, el pulmón me está matando.
  
  Colgué.
  
  Bien, por lo menos había dejado constancia y si los federales habían pinchado mi teléfono, era conveniente que me oyeran contarle a la gente que temía que la CIA intentara asesinarme.
  
  Evidentemente, en realidad no lo creía. A Ted Nash, personalmente, le gustaría matarme, pero dudaba de que la organización aprobara la eliminación de un individuo sólo porque era sarcástico y fastidioso. Pero si aquel asunto estuviese relacionado con Plum Island de un modo significativo, no me sorprendería que aparecieran todavía algunos cadáveres más.
  
  Anoche, mientras llamaba por teléfono, había examinado mi arma y la munición con una linterna y una lupa. Todo parecía correcto. La paranoia es divertida si no absorbe demasiado tiempo, ni le desvía a uno de su camino. Me refiero a que en un día normal uno puede imaginar que alguien intenta matarle, o fastidiarle de algún modo, y practicar pequeños juegos como utilizar el control remoto para arrancar el motor del coche, suponer que alguien le ha pinchado el teléfono o que le han manipulado el arma. Algunos locos crean amigos imaginarios que les ordenan asesinar a otras personas. Otros locos crean enemigos imaginarios que intentan asesinarlos a ellos. Lo segundo, en mi opinión, es ligeramente menos descabellado y mucho más útil.
  
  En todo caso, había pasado el resto de la noche examinando de nuevo los extractos financieros de los Gordon. La alternativa era Jay Leno.
  
  Examiné detenidamente los meses de mayo y junio del año anterior para ver cómo habían financiado los Gordon su semana de vacaciones en Inglaterra, después de su viaje de negocios. Me percaté ahora de que la cuenta de su tarjeta Visa durante el mes de junio era algo superior a lo normal, así como la de su Amex. Un pequeño bache en un camino habitualmente regular. También comprobé que su factura telefónica del mes de junio era unos cien dólares superior a lo habitual, lo que indicaba posiblemente una mayor actividad de llamadas a larga distancia durante el mes de mayo. También cabía suponer que llevaban consigo dinero al contado o cheques de viaje, pero no constaba ninguna retirada de fondos inusual. Ése era el primer y único indicio de que los Gordon disponían de otra fuente de dinero. Las personas con ingresos ilegales a menudo compran millares de dólares de cheques de viaje, salen del país y derrochan su dinero. O puede que los Gordon supieran cómo vivir en Inglaterra por veinte dólares diarios.
  
  Fuera como fuese, en lo concerniente a los extractos, sus libros parecían esencialmente limpios, como suele decirse. U ocultaban perfectamente lo que quiera que hicieran o no exigía grandes gastos ni depósitos. Por lo menos no en aquella cuenta. Recordé que los Gordon eran muy listos. Además, eran científicos y como tales muy cuidadosos, pacientes y meticulosos.
  
  Eran las ocho de la mañana del miércoles y me tomaba la segunda taza de café malo mientras buscaba algo de comer en el frigorífico. ¿Lechuga y mostaza? No. ¿Mantequilla y zanahorias? Buena combinación.
  
  Me acerqué a la ventana de la cocina con mi zanahoria y la terrina de mantequilla y me puse a cavilar, discurrir, rumiar, masticar, etcétera. Esperaba que sonara el teléfono, que Beth confirmara nuestra cita para las cinco de la tarde, pero el único ruido de la cocina era el tictac del reloj.
  
  Esa mañana iba más elegante, con un pantalón de algodón y una camisa a rayas. Una chaqueta azul colgaba del respaldo de la silla de la cocina. Llevaba mi treinta y ocho en el tobillo y mi placa, para lo que valía, en el bolsillo interior de la chaqueta. Dado mi optimismo, tenía también un preservativo en la cartera. Estaba listo para la batalla o para el amor, o para lo que el día me deparara.
  
  Zanahoria en mano, descendí por el jardín hasta la bahía. Había un leve manto de bruma sobre el agua. Caminé hasta el extremo del embarcadero de mi tío, que necesitaba reparaciones de consideración, mirando dónde pisaba. Recordé la ocasión en que los Gordon atracaron en aquel embarcadero, era a mediados de junio, aproximadamente una semana después de conocernos en el bar del restaurante Claudio’s, en Greenpoint.
  
  Cuando amarraron en aquella ocasión en el embarcadero del tío Harry, yo estaba en mi posición habitual de convaleciente en la terraza trasera, con una cerveza de convalecencia, y observaba la bahía con los prismáticos, cuando avisté su barco.
  
  La semana anterior en Claudio’s me habían pedido que les describiera la casa desde el agua y, efectivamente, la encontraron.
  
  Recordaba haber descendido al embarcadero para recibirles y me convencieron para que les acompañara a dar una vuelta en barco. Contemplamos una serie de bahías desde el norte hasta el sur de Long Island: Great Peconic, Little Peconic, Noyac, Southold y Gardiners, hasta llegar luego a Orient Point. En algún momento, Tom apretó el acelerador de la lancha y creí que íbamos a despegar. Levantó la proa y rompió la barrera del sonido. En todo caso, aquélla fue también la ocasión en que los Gordon me mostraron Plum Island.
  
  —Ahí es donde trabajamos —dijo Tom.
  
  —Algún día procuraremos conseguirte un pase para visitantes —agregó Judy—. Es realmente interesante.
  
  Tenía razón.
  
  Eso ocurrió el mismo día en que nos atraparon el viento y las corrientes en el canal de Plum y estuve a punto de echarlo todo por la borda.
  
  Recordaba que habíamos pasado todo el día en el agua y que habíamos regresado agotados, quemados por el sol, deshidratados y hambrientos. Mientras Tom iba en busca de pizzas, Judy y yo nos tomamos unas cervezas en la terraza posterior y contemplamos la puesta de sol.
  
  No creo ser una persona particularmente agradable, pero los Gordon se esforzaron por cultivar mi amistad y nunca comprendí por qué. Al principio no necesitaba ni deseaba su compañía. Pero Tom era listo y divertido y Judy era hermosa, e inteligente.
  
  A veces, las cosas no tienen sentido cuando suceden, pero, transcurrido cierto período de tiempo o después de algún incidente, se ve con claridad el significado de lo que se ha dicho o hecho.
  
  Puede que los Gordon supieran que corrían peligro o podían correrlo. Habían conocido ya al jefe Maxwell y querían que alguna persona o personas supieran que se relacionaban con el jefe de policía. Luego pasaron bastante tiempo con su seguro servidor y creo que, una vez más, eso pudo ser una forma de demostrarle a alguien que Tom y Judy alternaban con la policía. Tal vez, Max o yo recibiríamos una carta si algo les sucedía a los Gordon, pero no contaba con ello.
  
  Además, entre las cosas que adquieren sentido retrospectivamente, recuerdo que aquella tarde, antes de que Tom regresara con las pizzas y después de que Judy se tomara tres cervezas con el estómago vacío, se interesó por la casa del tío Harry.
  
  —¿Qué vale un lugar como éste? —preguntó.
  
  —Supongo que unos cuatrocientos mil, tal vez más. ¿Por qué?
  
  —Curiosidad. ¿Tiene tu tío intención de vender la casa?
  
  —Me la ha ofrecido a muy buen precio, pero necesitaría una hipoteca de doscientos años.
  
  Y ya no se habló más de ello, pero, cuando alguien pregunta el precio de una casa, un barco o un coche y a continuación desea saber si está en venta, es porque la persona en cuestión es chismosa o porque está interesada. Los Gordon no eran chismosos. Ahora, naturalmente, me parece que los Gordon esperaban enriquecerse con mucha rapidez. Pero si la fuente de su nueva riqueza era una transacción ilegal, es evidente que no podían gastar abiertamente una fortuna y comprar una casa de cuatrocientos mil dólares junto al mar. Así que la esperada fortuna sería legal o lo parecería. ¿Vacunas? Tal vez.
  
  Luego algo salió mal y aquellos brillantes cerebros se desparramaron sobre el entarimado de cedro, como si a alguien se le hubiera caído de las manos un paquete de dos kilos de carne picada junto a la parrilla.
  
  También recordaba que aquella misma noche de junio le había comentado a Tom que tenía la sensación de haber estado en peligro en el canal. Tom se había pasado de la cerveza al vino y se le había ablandado el cerebro. Tuvo una salida muy filosófica para un hombre técnico.
  
  —Un barco en puerto es un barco seguro. Pero los barcos no son para eso —dijo.
  
  Por supuesto que no, metafóricamente hablando. Se me ocurrió que las personas que manipulaban el virus del Ébola y otras sustancias letales eran por naturaleza personas dispuestas a correr riesgos. Los Gordon hacía tanto tiempo que emergían como vencedores en aquel peligroso juego bioquímico que, empezando a creerse invulnerables, habían decidido emprender otro juego peligroso, pero más lucrativo. Sin embargo, no estaban en su elemento, como un buceador que se dedicara a escalar montañas o un escalador a bucear; ambos con muchas agallas y potentes pulmones, pero desconocedores del nuevo medio.
  
  De vuelta al miércoles de setiembre, aproximadamente a las nueve de la mañana. Tom y Judy, que habían estado aquí conmigo en el embarcadero del tío Harry, estaban ahora muertos y la pelota estaba en mi campo, para cambiar de metáfora.
  
  Di media vuelta y emprendí el camino de regreso a la casa, revitalizado por el aire matutino y por la zanahoria, y motivado por el recuerdo de dos personas encantadoras, la claridad de mi mente y el hecho de haber colocado en su debida perspectiva las decepciones y preocupaciones del día anterior. Me sentía descansado y listo para entrar en combate, para arrasar con todo.
  
  Tenía todavía un punto aparentemente desconectado, que debía situar en mi pantalla de sonar: el señor Fredric Tobin, vinatero.
  
  Sin embargo, antes decidí comprobar si alguien había llamado mientras reflexionaba junto a la orilla y examiné el contestador automático, pero no había ningún mensaje.
  
  —Zorra.
  
  Tranquilo, John, tranquilo.
  
  Más enojado que dolorido salí de casa. Llevaba una chaqueta azul de Ralph Lauren, una camisa de Tommy Hilfiger, pantalón de Eddie Bauer, calzoncillos de Perry Ellis, loción para después del afeitado de Karl Lagerfeld y un revólver de Smith & Wesson.
  
  Arranqué el coche con el control remoto y me subí a él.
  
  —Bonjour, Jeep.
  
  Conduje hasta la carretera principal y giré hacia el este, en dirección al sol naciente. La carretera principal es esencialmente rural, pero se convierte en la calle mayor de muchas de las aldeas. Entre pueblos hay muchos graneros y casas de labranza, viveros, numerosos tenderetes de productos agrícolas, algunos restaurantes buenos y sencillos, un puñado de tiendas de antigüedades y unas cuantas iglesias de madera realmente encantadoras, al estilo de Nueva Inglaterra.
  
  Sin embargo, una cosa que ha cambiado desde que era pequeñito es que ahora, a lo largo de la carretera principal, hay unas dos docenas de cavas. Independientemente de dónde se encuentren los viñedos, la mayoría de las cavas han instalado su cuartel general junto a la carretera principal para atraer a los turistas. Organizan visitas y catas gratuitas, seguidas del paso obligatorio por la tienda de curiosidades, donde el visitante se siente obligado a comprar el néctar de uva local, acompañado de calendarios de la región, libros de cocina, sacacorchos, posavasos y otros artilugios.
  
  La mayoría de esas cavas son en realidad casas de labranza y graneros reconvertidos, pero algunas son nuevos complejos de grandes dimensiones que albergan las instalaciones para la elaboración del vino, la tienda de curiosidades, un restaurante, una terraza para la degustación de los caldos, etcétera. La carretera principal no es exactamente la rue du Soleil, ni el norte de Long Island la Cote du Rhóne, pero el ambiente en general es agradable, más o menos como una combinación de Cape Cod y Napa Valley.
  
  Los vinos en sí no son malos, según se dice. Dicen que algunos son bastante buenos. Dicen que algunos han ganado premios nacionales e internacionales. Personalmente prefiero una cerveza.
  
  En el pueblo de Peconic, entré en un aparcamiento de grava con una placa de madera en la que se leía: «Viñedos Fredric Tobin». La placa estaba lacada en negro y las letras, esculpidas en la madera, eran doradas. Unas curiosas líneas de diversos colores zigzagueaban sobre la laca negra. Las habría considerado el resultado de un acto vandálico, de no haber sido porque había visto las mismas rayas en las etiquetas de las botellas de vino Tobin, tanto en las bodegas como en el jardín de la casa de Tom y Judy. Llegué a la conclusión de que esas líneas eran arte. Cada día es más difícil apreciar la diferencia entre el arte y el vandalismo.
  
  Al apearme de mi lujoso coche deportivo, me percaté de que había otra docena como el mío. Puede que aquí fuera donde criaban. ¿O era éste el vehículo predilecto de los vaqueros urbanos y suburbanos, para quienes campo abierto significaba un aparcamiento? Acabo de irme por las ramas.
  
  Me acerqué al complejo Tobin. El olor a uva prensada y en proceso de fermentación era demoledor y atraía a un millón de abejas, la mitad de las cuales sentían debilidad por mi Lagerfeld.
  
  ¿Cómo describir las cavas Tobin? Si se construyera un château francés con tablas de cedro norteamericanas, tendría el aspecto de este lugar. Sin duda el señor Tobin había gastado una pequeña fortuna en aquel sueño.
  
  Había estado antes aquí y conocía el lugar. Incluso antes de entrar sabía que en el complejo había una área de recepción y, a su izquierda, una gran tienda de vinos y curiosidades.
  
  A la derecha estaban las instalaciones donde se elaboraba el vino, un edificio de dos plantas repleto de lagares de cobre, prensas y demás utensilios. En una ocasión había participado en una visita organizada y había escuchado las explicaciones. Nunca en la historia de la humanidad se habían inventado tantas bobadas sobre algo tan pequeño como una uva. Una ciruela es mayor, ¿no es cierto? Y también se hace vino de ciruela. ¿A qué viene tanta tontería con la uva?
  
  Sobre el edificio se levanta una ancha torre central, una especie de atalaya, de unos dieciséis metros de altura, en cuya cima ondea una gran bandera. No se trata de la bandera estadounidense, sino de una bandera negra con el escudo de Tobin. A algunos les gusta exhibir su nombre.
  
  Toda la madera está teñida de blanco, de modo que a lo lejos parece uno de esos castillos de piedra calcárea que aparecen en los folletos turísticos. Freddie había invertido mucho en ese lugar y me hizo pensar en lo que debía de reportar prensar uvas.
  
  Para proseguir con el retrato descriptivo del Château Tobin, más allá, a la izquierda, había un pequeño restaurante, que tanto las mujeres como los críticos catalogaban de atractivo. Para mí era presuntuoso y cursi. Pero no importaba, porque no sería una de mis alternativas en el supuesto de que el Departamento de Sanidad clausurara la Olde Towne Taverne.
  
  El restaurante tenía una terraza cubierta, donde la gente que viste Eddie, Tommy, Ralph, Liz, Carole y Perry puede sentarse a fanfarronear sobre el vino, que, por cierto, no es más que zumo de uva con alcohol.
  
  Detrás del «atractivo» restaurante había un comedor de mayores dimensiones, ideal para bodas, bautizos o ceremonias de iniciación judías, según el folleto, firmado por Fredric Tobin, propietario.
  
  En julio, había asistido a una de las catas del señor Tobin en dicho comedor, en la que se celebraba la presentación de unos nuevos vinos, lo que supongo que significaba que estaban listos para salir al mercado y ser saboreados. Tal vez haya mencionado que asistí como invitado de los Gordon y que había unas doscientas personas presentes, la flor y nata del norte de Long Island: banqueros, abogados, doctores, jueces, políticos, varios personajes de Manhattan con segunda residencia en la isla, comerciantes y agentes de la propiedad adinerados, etcétera. Mezclados con la flor y nata local había algunos artistas, escultores y escritores, que por diversas razones no alternaban en Hampton, al otro lado de la bahía. Probablemente, muchos de ellos tenían suficiente éxito económico para hacerlo, evidentemente, pero afirmaban que su integridad artística se lo impedía. Menuda farsa. Max había sido también invitado pero no pudo asistir. Según Tom y Judy, ellos eran los únicos de Plum Island presentes.
  
  —Los anfitriones evitan al personal de Plum Island como la peste —dijo Tom y ambos nos reímos.
  
  Maldita sea, echaba de menos a Tom. Y también a Judy. Era inteligente.
  
  Recordaba que en aquella ocasión Tom me presentó a nuestro anfitrión, Fredric Tobin, un caballero soltero que a primera vista parecía de la acera de enfrente. El señor Tobin llevaba un absurdo traje escarlata, camisa blanca y una corbata con racimos de uvas. Para caerse de espaldas.
  
  Era educado, aunque un poco frío con moi, lo que siempre me molesta en esas reuniones de petimetres. Un detective de homicidios cruza toda clase de barreras sociales y a la mayoría de los anfitriones les gusta que asista a sus veladas, para animar el ambiente. A todo el mundo le encantan los asesinatos. Pero Fredric se desentendió de mí antes de que pudiera exponerle mi teoría sobre el vino.
  
  Les conté a Tom y Judy que el monsieur no había tenido siquiera la delicadeza de hacerme alguna insinuación. Pero ellos me informaron de que Freddie, como nadie osaba llamarle a la cara, era en realidad un heterosexual acérrimo. Algunas personas, según Judy, confundían el encanto y los modales refinados de Fredric con un indicio de homosexualidad o bisexualidad. A mí nunca me ha ocurrido.
  
  Descubrí por los Gordon que el apuesto y afable señor Tobin había estudiado vinicultura en Francia y que había conseguido varios diplomas como experto en zumo de uva.
  
  Tom me mostró a una joven, que era en aquel momento la concubina del señor Tobin. Su belleza era sobrecogedora: unos veinticinco años, alta, rubia, ojos azules y con un cuerpo que parecía moldeado. Ah, Freddie, pillín, ¿cómo pude haberte confundido?
  
  Aquél había sido mi único encuentro con el señor de las abejas. Me pareció comprensible que Tom y Judy hubieran cultivado su amistad. Por una parte, a los Gordon les encantaba el vino y Tobin elaboraba algunos de los mejores. Pero, además, había un trasfondo social relacionado con el mundo del vino, como aquella fiesta, cenas privadas, conciertos al aire libre en los viñedos, extravagantes meriendas en la playa, etcétera. Sorprendentemente, los Gordon parecían sentirse a gusto en ese ambiente y, aunque no adulaban ni lisonjeaban a Fredric Tobin, tampoco tenían mucho en común con él desde un punto de vista social, financiero, profesional, ni en ningún otro sentido. Me resultó un poco fuera de lugar que Tom y Judy se relacionaran con un individuo como Fredric. En cuanto a su nombre, había prescindido de una E, cuando los demás solían agregarla. En resumen, Fredric la Uva parecía un cretino pomposo y me atraía la idea de bajarle un poco los humos. Además, llevaba barba y tenía probablemente un coche deportivo blanco.
  
  Estaba ahora en la tienda de curiosidades e intentaba encontrar algo bonito para mi amor perdido, como por ejemplo un sacacorchos en cuya empuñadura se leyera: «Me jodieron en el norte de Long Island». En su lugar encontré una baldosa esmaltada con el dibujo de un águila blanca sobre un palo. La verdad es que era un poco rara, pero me gustó porque no tenía ningún motivo vinícola.
  
  —¿Está aquí el señor Tobin? —pregunté mientras la atractiva cajera envolvía el regalo.
  
  —No estoy segura —respondió la joven.
  
  —Creo haber visto su coche. Un deportivo blanco, ¿no es cierto?
  
  —Puede que esté por aquí. Serán diez noventa y siete, impuestos incluidos.
  
  Pagué los diez noventa y siete, impuestos incluidos, y recogí el cambio y el paquete.
  
  —¿Ya ha visitado las cavas? —preguntó la cajera.
  
  —No, pero en una ocasión vi cómo elaboraban cerveza —respondí sacando la placa del bolsillo y mostrándosela—. Policía, señorita. Quiero que pulse el botón de su teléfono que la conecta con el despacho del señor Tobin y le diga que venga aquí rápidamente. ¿De acuerdo?
  
  La joven asintió y obedeció.
  
  —Marilyn, aquí hay un policía que quiere ver al señor Tobin —dijo.
  
  —Que baje echando leches —aconsejé.
  
  —Cuanto antes —tradujo—. De acuerdo… sí, se lo diré —agregó por teléfono antes de colgar—. Bajará inmediatamente.
  
  —¿Por dónde se sube?
  
  —Esa puerta conduce a las habitaciones de la torre, a los despachos —respondió señalando una puerta cerrada en la pared del fondo.
  
  —Bien, gracias.
  
  Me acerqué a la puerta, la abrí y me encontré en una especie de amplio vestíbulo redondo con paredes de madera, que constituía la base de la torre. Una puerta daba a la sala de fermentación y otra al área de recepción, donde acababa de estar. Una puerta acristalada conducía a la parte trasera. Había también una escalera y, a su derecha, un ascensor.
  
  Se abrió la puerta del ascensor y apareció el señor Tobin, que, con las prisas por dirigirse a la tienda, apenas me miró. Me di cuenta por su expresión de que parecía preocupado.
  
  —¿Señor Tobin?
  
  —Sí —respondió después de volver la cabeza para mirarme.
  
  —Detective Courtney.
  
  A veces pronuncio mal mi propio apellido.
  
  —Ah… claro. ¿Qué puedo hacer por usted?
  
  —Sólo necesito un poco de su tiempo, señor.
  
  —¿De qué se trata?
  
  —Soy detective de homicidios.
  
  —Ah… los Gordon.
  
  —Sí señor.
  
  Al parecer no recordaba mi cara, que es la misma que tenía en julio cuando nos conocimos. Es cierto que mi nombre había cambiado ligeramente, pero no sería yo quien se lo aclarara. Respecto a mi autoridad, jurisdicción y toda esa basura técnica, simplemente no había oído el mensaje que Max había dejado en mi contestador.
  
  —Tengo entendido que usted era amigo de las víctimas —agregué.
  
  —Bueno… nos veíamos en sociedad.
  
  —Comprendo.
  
  En cuanto a Fredric Tobin, lamento reconocer que vestía de forma muy parecida a la mía: un montón de prendas de diseño y mocasines. No llevaba ninguna corbata con motivos vinícolas, pero sí un absurdo pañuelo lila en el bolsillo superior de su chaqueta azul.
  
  El señor Tobin tenía unos cincuenta años, puede que menos, y una altura inferior a la media, lo que explicaba probablemente su complejo napoleónico. Era de una corpulencia media, con la cabeza completamente cubierta de cabello castaño corto, aunque no todo original, y una barba impecable. Sus dientes, tampoco todos originales, eran blancos como perlas y su piel, morena. En general, era un individuo educado, bien hablado y de buenos modales. Sin embargo, toda la cosmética y cuidados del mundo no podían cambiar sus pequeños ojos oscuros y movedizos, que parecían estar sueltos en sus cuencas.
  
  El señor Tobin llevaba una loción para después del afeitado con aroma a pino, que probablemente no atraía a las abejas.
  
  —¿Debo entender que desea interrogarme? —preguntó.
  
  —Sólo pretendo formularle las preguntas habituales.
  
  Por cierto, no existen preguntas habituales en la investigación de un asesinato.
  
  —Lo siento, no sé… Quiero decir que no tengo la menor idea de lo que pudo sucederles a los Gordon.
  
  —Fueron asesinados.
  
  —Lo sé… Quiero decir que…
  
  —Sólo necesito antecedentes.
  
  —Tal vez debería llamar a mi abogado.
  
  Levanté las cejas.
  
  —Está usted en su derecho —respondí—. Podemos hacer esto en la comisaría con su abogado presente. O podemos hacerlo aquí en pocos minutos.
  
  Parecía reflexionar.
  
  —No lo sé… No estoy acostumbrado a estas cosas…
  
  Procuré ser lo más convincente posible.
  
  —Escúcheme, señor Tobin, usted no es sospechoso. Sólo estoy entrevistando a amigos de los Gordon. Ya sabe… antecedentes.
  
  —Comprendo. Bien… si usted cree que puedo ayudarle, contestaré gustoso a sus preguntas.
  
  —Estupendo —respondí, decidido a alejarle del teléfono—. Por cierto, nunca he paseado por un viñedo. ¿Podríamos hacerlo ahora?
  
  —Por supuesto. En realidad, eso era lo que me proponía cuando usted ha llegado.
  
  —Ideal para todos.
  
  Le seguí por la puerta acristalada y salimos a la luz del sol. Cerca de allí había dos volquetes aparcados, cargados de uvas.
  
  —Hace dos días que hemos empezado la vendimia —dijo el señor Tobin.
  
  —Lunes.
  
  —Sí.
  
  —Un gran día para usted.
  
  —Muy gratificante.
  
  —Supongo que pasó aquí todo el día.
  
  —Llegué temprano.
  
  —¿Buena cosecha?
  
  —Muy buena hasta ahora, gracias.
  
  Cruzamos el césped hasta el viñedo más próximo, entre dos hileras de cepas donde no se habían recogido todavía las uvas. El olor era realmente agradable y, por suerte, las abejas no me habían localizado.
  
  El señor Tobin señaló el pequeño paquete con su logotipo que yo llevaba en la mano.
  
  —¿Qué ha comprado?
  
  —Una baldosa esmaltada para mi novia.
  
  —¿Cuál?
  
  —El águila blanca.
  
  —Se están poniendo nuevamente de moda.
  
  —¿Las baldosas esmaltadas?
  
  —No, las águilas blancas. Escúcheme, detective…
  
  —Extrañas aves. He leído que se aparean para toda la vida. Teniendo en cuenta que probablemente no son católicas, ¿por qué quieren aparearse para toda la vida?
  
  —Detective…
  
  —Pero también he leído otra versión. Las hembras se aparean para toda la vida, siempre y cuando el macho regrese al mismo nido. Ya sabe, los protectores del medio ambiente colocan unos grandes postes con plataformas encima y construyen allí sus nidos. Me refiero a las águilas, no a los protectores del medio ambiente.
  
  —Detective…
  
  —Eso significa que, en realidad, la hembra no es monógama. Su vínculo es con el nido. Regresa al mismo nido todos los años y se acuesta con el primer macho que aparece por allí. Algo parecido a las damas de Southampton en sus residencias veraniegas, ¿comprende?, nunca dispuestas a abandonar su casa en Hampton. Puede que, a veces, el individuo haya muerto o que se haya marchado sin intención de regresar, pero, en otras ocasiones, simplemente ha llegado tarde para coger el tren, ¿comprende? Y, entretanto, la mujer se está divirtiendo con el encargado de la piscina. Pero volvamos a las águilas blancas…
  
  —Discúlpeme, detective… ¿de qué quería…?
  
  —Llámeme John.
  
  Me miró fugazmente; intentaba recordar mi cara, pero no lo lograba. En todo caso, después de mi pequeña introducción estilo Colombo, Tobin había decidido que yo era un bobo y se sentía ligeramente más relajado.
  
  —Me consternó la noticia —dijo—. Qué tragedia. Eran tan jóvenes y llenos de vida.
  
  No respondí.
  
  —¿Sabe algo respecto al funeral?
  
  —No señor, no lo sé. Creo que sus cuerpos están todavía en manos del forense. Ahora están completamente descuartizados y luego vuelven a unir las partes, como en un rompecabezas, sólo que el forense conserva los órganos. En todo caso, ¿cómo podría alguien saber que han desaparecido los órganos?
  
  El señor Tobin no hizo ningún comentario.
  
  Caminamos un rato en silencio por el viñedo. A veces, cuando uno no hace preguntas, la persona a la que está entrevistando se pone nerviosa y empieza a charlar para llenar el silencio.
  
  —Parecían unas personas muy agradables —dijo el señor Tobin al cabo de unos minutos.
  
  Asentí.
  
  —No podían tener un solo enemigo en el mundo entero —agregó después de unos segundos—. Pero en Plum Island suceden cosas extrañas. En realidad, lo ocurrido parece un robo. Eso fue lo que oí por la radio, el jefe Maxwell dijo que se trataba de un robo. Pero ciertos medios de comunicación pretenden relacionarlo con Plum Island. Debería llamar al jefe Maxwell. Somos amigos. Conocidos. Él conocía a los Gordon.
  
  —¿En serio? Aquí todo el mundo parece conocerse.
  
  —Eso parece. Es la geografía del lugar. Estamos rodeados por tres partes de agua, casi como una pequeña isla. De ahí que lo sucedido sea tan preocupante. Podría haber sido cualquiera de nosotros.
  
  —¿Se refiere al asesino o a las víctimas?
  
  —A ambos —respondió el señor Tobin—. El asesino podría ser uno de nosotros y las víctimas podríamos haber sido… ¿Cree que el asesino actuará de nuevo?
  
  —Espero que no. Ya tengo bastante trabajo.
  
  Seguimos caminando entre hileras de cepas interminables, pero el señor Tobin dejó de hablar.
  
  —¿Tenía usted amistad con los Gordon? —pregunté.
  
  —Nos relacionábamos en sociedad. Les fascinaba el encanto y la magia de la elaboración del vino.
  
  —¿En serio?
  
  —¿Le interesa a usted el vino, detective?
  
  —No, personalmente, soy bebedor de cerveza. A veces tomo vodka. Por cierto, ¿qué le parece esto? —pregunté antes de contarle lo del vodka de auténticas patatas Krumpinski, aromatizado y natural—. ¿Qué opina? Podría ser una industria paralela, ¿no cree? Aquí hay patatas por todas partes. Este extremo de Long Island podría nadar en alcohol. Algunas personas sólo ven mosto y puré de patata. Nosotros vemos vino y vodka, ¿qué le parece?
  
  —Un concepto interesante —respondió cogiendo un racimo de uvas y llevándose un grano a la boca—. Muy bueno. Firme y dulce, pero no en exceso. Este año han recibido la cantidad justa de sol y lluvia. Será un buen año.
  
  —Estupendo. ¿Cuándo vio a los Gordon por última vez?
  
  —Hace aproximadamente una semana. Tome, pruébelos —dijo y colocó en mi mano unos granos de uva.
  
  Me llevé uno a la boca, lo mastiqué y escupí la piel.
  
  —No está mal.
  
  —Las pieles han sido fumigadas. Debería estrujar el grano y meterse la pulpa en la boca. Tome —dijo mientras me entregaba medio racimo y seguimos andando como viejos amigos, sin dejar de llevarnos granos de uva a la boca, cada uno a la suya, puesto que no había todavía suficiente intimidad entre nosotros—. Recibimos la misma cantidad moderada de lluvia anual que en Burdeos —agregó el señor Tobin después de hablar del tiempo, las cepas y otras consideraciones.
  
  —No me diga.
  
  —Pero nuestros tintos no son tan recios. La textura es diferente.
  
  —Por supuesto.
  
  —En Burdeos dejan macerar la piel con el vino nuevo durante mucho tiempo después de la fermentación. Luego envejecen el vino en cubas durante unos dos o tres años. Eso no es factible en nuestro caso. Nuestras uvas y las suyas están separadas por un océano. Son de la misma especie, pero han desarrollado su propia personalidad. Igual que nosotros.
  
  —Buena observación.
  
  —También debemos ser más cuidadosos al colar el vino que en Burdeos. En los primeros años cometí algunos errores.
  
  —Todos lo hacemos.
  
  —Aquí, por ejemplo, es más importante proteger el fruto que preocuparse por su aspereza. Nuestra uva no tiene tanto tanino como la de Burdeos.
  
  —Ésa es la razón por la que me siento orgulloso de ser estadounidense.
  
  —En la elaboración del vino, uno no puede ser excesivamente dogmático ni demasiado teórico. Hay que descubrir lo que funciona.
  
  —Igual que en mi trabajo.
  
  —Pero podemos aprender de los viejos maestros. En Burdeos aprendí la importancia de la dispersión de las hojas.
  
  —No hay mejor lugar donde aprenderlo.
  
  Aquello no era tan pesado como una clase de historia, pero casi. No obstante, dejé que siguiera charlando mientras reprimía un bostezo.
  
  —La dispersión de las hojas permite capturar la luz del sol en estas latitudes septentrionales. El problema no se presenta en el sur de Francia, en Italia, ni en California. Pero aquí, en la zona norte de Long Island, al igual que en Burdeos, es preciso encontrar un equilibrio entre la cobertura de las hojas y el sol que reciben las uvas.
  
  Y dale que dale.
  
  No obstante, a pesar de mi primera impresión, descubrí que aquel individuo casi había llegado a gustarme. No me refiero a que fuéramos a convertirnos en grandes amigos, pero Fredric Tobin era un hombre de cierto encanto, aunque un poco pesado. Estaba claro que le gustaba lo que hacía, se sentía muy a gusto entre las vides. Empezaba a comprender que pudiera haberles gustado a los Gordon.
  
  —La zona norte de Long Island posee un microclima —dijo— diferente al de las áreas circundantes. ¿Sabía que aquí hace más sol que al otro lado del agua, en Hampton?
  
  —Bromea. ¿Lo saben los ricos de Hampton?
  
  —Y más sol que cruzando el canal, en Connecticut —añadió.
  
  —No me diga. ¿Por qué?
  
  —Está relacionado con la masa de agua y los vientos que nos rodean. Gozamos de un clima marítimo. El clima de Connecticut es continental. Allí la temperatura invernal puede estar diez grados por debajo de la nuestra. Eso perjudicaría las cepas.
  
  —Evidentemente.
  
  —Además, aquí nunca hace demasiado calor, lo que también puede suponer un problema para las vides. La masa de agua a nuestro alrededor ejerce una influencia moderadora en el clima.
  
  —Más calor, más sol y vuelven las águilas blancas. Es estupendo.
  
  —Y la tierra es muy especial, es una tierra glacial muy rica, con todos los nutrientes necesarios y un buen drenaje, gracias al estrato inferior de arena.
  
  —Caramba, ¿sabe lo que le digo?, si de niño alguien me hubiera dicho que algún día esto estaría lleno de viñedos, me habría reído en sus narices y le habría dado una patada en las pelotas.
  
  —¿Le interesa el tema?
  
  —Muchísimo.
  
  En absoluto.
  
  Nos acercamos a otra fila, donde una cosechadora mecánica apaleaba las cepas y succionaba los racimos. Válgame Dios, ¿quién inventará esos artefactos?
  
  En otra hilera, un par de jóvenes en pantalón corto y camisetas Tobin hacían lo mismo a mano. El Señor de las Cepas se detuvo a charlar un poco con ellas. Estaba interpretando su papel y las jóvenes reaccionaban favorablemente. Debía de tener edad para ser su padre, pero las chicas se interesaban pura y simplemente por el dinero. Yo tenía que utilizar todo mi encanto y mi ingenio para quitarle las bragas a alguien, pero me consta que a los ricos, sin tanto ingenio ni encanto, les basta decirle a una joven algo como «Vamos a ir a pasar el fin de semana en París con el Concorde» para salirse con la suya. Siempre funciona.
  
  —Esta mañana no he escuchado las noticias —dijo el señor Tobin al cabo de un par de minutos, cuando nos alejamos de las jóvenes vendimiadoras—, pero una de mis empleadas me ha dicho que, según la radio, es posible que los Gordon hubieran robado una vacuna milagrosa y se propusieran venderla. Al parecer fueron traicionados y asesinados. ¿Es cierto?
  
  —Eso parece.
  
  —No hay peligro de… una plaga o alguna clase de epidemia…
  
  —En absoluto.
  
  —Me alegro. La otra noche había mucha gente preocupada.
  
  —Pueden dejar de preocuparse. ¿Dónde estaba usted el lunes por la noche?
  
  —¿Yo? Cenando con amigos. En mi propio restaurante, por cierto, aquí mismo.
  
  —¿A qué hora?
  
  —A eso de las ocho. Ni siquiera nos habíamos enterado de la noticia todavía.
  
  —¿Dónde estaba usted por la tarde? A eso de las cinco y media.
  
  —En mi casa.
  
  —¿Solo?
  
  —Tengo un ama de llaves y una compañera sentimental.
  
  —Me alegro. ¿Recordarán dónde estaba usted a las cinco y media?
  
  —Por supuesto. En mi casa. Fue el primer día de la vendimia —agregó—. Llegué aquí al amanecer. A las cuatro estaba agotado y fui a casa para hacer una siesta. Luego regresé aquí para cenar; una pequeña celebración por la vendimia. Nunca se sabe cuándo se cosecharán las primeras uvas, de modo que siempre es espontánea. En una o dos semanas celebraremos la gran cena de la vendimia.
  
  —Vaya vida. ¿Quiénes eran los comensales?
  
  —Mi novia, el capataz de la finca, algunos amigos… —respondió antes de mirarme—. Esto parece un interrogatorio.
  
  Debía de parecerlo. Lo era. Pero no quería que el señor Tobin se pusiera nervioso y llamara a su abogado o a Max.
  
  —No son más que las preguntas habituales, señor Tobin —dije—. Intento hacerme una idea de dónde estaba todo el mundo el lunes por la noche y de la relación que tenían con los fallecidos. Cosas por el estilo. Cuando encontremos a un sospechoso, algunos de los amigos y colegas de los Gordon podrán convertirse en testigos. ¿Comprende? No se sabe hasta que pasa.
  
  —Comprendo.
  
  Dejé que se tranquilizara y seguimos hablando de las uvas. Era una persona muy cortés, pero, como a todo el mundo, la policía le ponía un poco nervioso.
  
  —¿Dónde y cuándo vio usted a los Gordon la semana pasada? —pregunté.
  
  —Déjeme pensar… Hubo cena en mi casa, invité a unos pocos amigos.
  
  —¿Qué le atraía a usted de los Gordon?
  
  —¿A qué se refiere?
  
  —Exactamente a lo que acabo de preguntarle.
  
  —Creo haberle indicado, detective, que era a la inversa —respondió.
  
  —¿Entonces por qué los invitó a su casa?
  
  —Bueno… la verdad es que contaban historias fascinantes sobre Plum Island. A mis invitados les gustaban —agregó—. Los Gordon se ganaban la cena.
  
  —¿En serio?
  
  Los Gordon raramente hablaban de su trabajo conmigo.
  
  —Además —prosiguió—, formaban una pareja excepcionalmente atractiva, ¿no cree…? Bueno, supongo que cuando usted los vio… Pero ella era excepcionalmente hermosa.
  
  —Realmente lo era. ¿Se acostaba con ella?
  
  —¿Usted perdone?
  
  —¿Mantenía usted relaciones sexuales con la señora Gordon?
  
  —Cielos, no.
  
  —¿Lo intentó?
  
  —Claro que no.
  
  —¿Pensó por lo menos en ello?
  
  Reflexionó antes de responder.
  
  —Algunas veces. Pero no persigo a las mujeres de los demás. Tengo bastante con lo mío.
  
  —No me diga.
  
  Supongo que el champán funciona cuando uno es dueño del viñedo, del castillo, de la cava y de la bodega. Me pregunto si los propietarios de pequeñas fábricas de cerveza tienen tanto éxito con las mujeres como los vinateros. Probablemente no. Tendré que averiguarlo.
  
  —¿Ha estado usted alguna vez en casa de los Gordon? —pregunté.
  
  —No. Ni siquiera sé dónde vivían.
  
  —¿Entonces adónde mandaba las invitaciones?
  
  —Bueno… de eso se ocupa la persona que lleva las relaciones públicas. Pero ahora que lo pienso, recuerdo que viven… vivían en Nassau Point.
  
  —Sí señor. Lo mencionaron en todas las noticias. Residentes de Nassau Point hallados muertos.
  
  —Sí. Y recuerdo que mencionaron una casa junto al mar.
  
  —Efectivamente. A menudo se desplazaban a Plum Island en barco desde su casa. Probablemente lo mencionaron una docena de veces en sus cenas cuando contaban historias de Plum Island.
  
  —Sí, lo hicieron.
  
  Me percaté de que el señor Tobin tenía gotitas de sudor junto a la línea de su cabello. Pero no debía olvidar que la mayoría de los inocentes sudan cuando se les somete a un tercer grado modificado y civilizado. En los viejos tiempos, solíamos hablar de hacerles sudar la información a la gente; ya saben, con las luces en la cara, interrogatorios inacabables, el tercer grado, o lo que diablos signifique. Ahora somos muy amables, a veces, pero por mucha que sea nuestra cortesía, a algunas personas, tanto inocentes como culpables, no les gusta ser interrogadas.
  
  Empezaba a tener calor, me quité la chaqueta y me la eché al hombro. Llevaba el revólver en el tobillo y el señor Tobin no se alarmó.
  
  Las abejas habían vuelto a localizarme.
  
  —¿Pican? —pregunté.
  
  —Lo hacen si las molesta.
  
  —No las molesto. Me gustan las abejas.
  
  —En realidad son avispas, avispas comunes. Debe de llevar una colonia que les gusta.
  
  —Lagerfeld.
  
  —Una de sus predilectas. No les preste atención —añadió.
  
  —De acuerdo. ¿Estaban invitados los Gordon a la cena del lunes?
  
  —No, normalmente no les habría invitado a una pequeña cena espontánea… La reunión del lunes era principalmente de amigos íntimos y personas relacionadas con el negocio.
  
  —Comprendo.
  
  —¿Por qué me lo pregunta?
  
  —Pura ironía. Ya sabe, si les hubiera invitado, puede que hubieran regresado antes a su casa, se hubieran vestido… y, quién sabe, tal vez habrían eludido su cita con la muerte.
  
  —Nadie elude su cita con la muerte —respondió el señor Tobin.
  
  —Sí, lo sé, tiene usted razón.
  
  Estábamos ahora junto a una fila de cepas de uvas color morado.
  
  —¿Por qué de las uvas moradas sale vino tinto? —pregunté.
  
  —¿Por qué…? Bueno… supongo que sería más correcto llamarlo vino morado.
  
  —Yo lo haría.
  
  —Éstas, en realidad, se llaman pinot noir. Noir significa negro.
  
  —Estudié francés. Estas uvas se llaman negras, son moradas y su vino se denomina tinto. ¿Le sorprende que la gente se confunda?
  
  —En realidad no es tan complicado.
  
  —Claro que lo es. La cerveza es sencilla. Hay lager y pilsner. Luego tenemos ale y stout. Olvidemos estas últimas y también la cerveza negra y bock. Básicamente tenemos lager y pilsner, suave y regular. Cuando uno entra en un bar, ve de qué cerveza se trata porque los nombres están en los grifos. También se puede preguntar qué cerveza tienen embotellada. Cuando han terminado de recitar su lista, basta decir Bud y todo resuelto.
  
  El señor Tobin sonrió.
  
  —Muy divertido. En realidad me gusta una buena cerveza fría cuando hace calor. No se lo diga a nadie —agregó en tono confidencial después de acercarse.
  
  —Su secreto está a salvo conmigo. Oiga, esto parece que no acaba nunca. ¿Cuántas hectáreas tiene aquí?
  
  —Aquí hay cien. Tengo otras cien repartidas.
  
  —¡Caramba!, es muy grande. ¿Alquila tierras?
  
  —Parte.
  
  —¿Le alquila tierras a Margaret Wiley?
  
  No respondió inmediatamente, y si hubiera estado sentado frente a él, habría advertido su expresión al mencionar a Margaret Wiley. Pero el titubeo era suficientemente significativo.
  
  —Creo que sí —respondió finalmente el señor Tobin—. Sí. Unas veinticinco hectáreas. ¿Por qué me lo pregunta?
  
  —Sé que alquila tierras a los vinateros. Es una vieja amiga de mis tíos. El mundo es un pañuelo y esta región es muy pequeña. Dígame, ¿es usted el mayor vinatero de la región?
  
  —Los viñedos Tobin son los más extensos en el norte de Long Island, si eso es lo que desea saber.
  
  —¿Cómo lo ha logrado?
  
  —Mucho trabajo, buen conocimiento de la vinicultura, perseverancia y un producto superior —respondió—. Y buena suerte —añadió—. Lo que más tememos por aquí son los huracanes, desde finales de agosto a principios de octubre. Un año la vendimia fue muy tardía, a mediados de octubre. No menos de seis huracanes llegaron del Caribe, pero todos cambiaron de dirección. Baco nos protegía. El dios del vino —aclaró.
  
  —Y un gran compositor.
  
  —Ése era Bach.
  
  —Claro.
  
  —Por cierto, aquí celebramos conciertos y a veces óperas. Puedo incluir su nombre en nuestra lista si lo desea.
  
  —Sería maravilloso —respondí mientras regresábamos al enorme complejo de madera—. Vino, ópera y buena compañía. Le mandaré mi tarjeta, ahora no llevo ninguna encima. Por cierto, no veo su casa.
  
  —No vivo aquí. Tengo un apartamento en la parte superior de esa torre, pero mi casa está al sur.
  
  —¿Junto al mar?
  
  —Sí.
  
  —¿Navega?
  
  —Un poco.
  
  —¿A motor o a vela?
  
  —A motor.
  
  —¿Y los Gordon visitaron su casa?
  
  —Sí. Algunas veces.
  
  —Supongo que llegarían en barco.
  
  —Creo que lo hicieron una o dos veces.
  
  —¿Y les visitó usted alguna vez con su barco?
  
  —No.
  
  Iba a preguntarle si era propietario de un Fórmula blanco, pero a veces es preferible no preguntar algo que se puede averiguar por otro camino. Las preguntas dan pistas y asustan a la gente. Ya he dicho que Fredric Tobin no era sospechoso del asesinato, pero tenía la impresión de que ocultaba algo.
  
  El señor Tobin me acompañó hasta la puerta, por donde habíamos salido.
  
  —Si puedo ayudarle en algo más, le ruego que me lo diga —dijo.
  
  —De acuerdo. Por cierto, esta noche tengo una cita y me gustaría comprar una botella de vino.
  
  —Pruebe nuestro Merlot. El del noventa y cinco es incomparable, aunque un poco caro.
  
  —¿Por qué no me lo muestra? Hay todavía un par de cosas que deseo preguntarle.
  
  Dudó unos instantes y luego me acompañó a la tienda de regalos, junto a la que había una espaciosa sala de degustación. Era una habitación hermosa, con una barra de roble de diez metros de longitud, media docena de mesas a un lado, cajas y botelleros por todas partes, ventanas con vidrieras de colores, suelo empedrado, etcétera. Por la sala circulaban una docena de amantes del vino, que comentaban las etiquetas o cataban los vinos en la barra, sin dejar de decir tonterías a los chicos y chicas que les servían y que procuraban sonreírles.
  
  El señor Tobin saludó a una azafata llamada Sara, una atractiva joven de algo más de veinte años. Supuse que Fredric elegía personalmente a las chicas; tenía buen ojo para la belleza y la lozanía.
  
  —Sara, sírvele al señor…
  
  —John.
  
  —Sírvele a John una copa de Merlot del noventa y cinco.
  
  Y así lo hizo, con mano firme, en una pequeña copa.
  
  Moví el líquido en la copa para demostrar que era un conocedor. Luego lo olí.
  
  —Buen aroma —dije y levanté la copa a contraluz—. Bonito color. Morado.
  
  —Y bonitos dedos.
  
  —¿Dónde?
  
  —La forma en que se adhiere al cristal.
  
  —Desde luego.
  
  Tomé un sorbo. No estaba mal. Un gusto al que uno puede acostumbrarse. En realidad, muy agradable con un bistec.
  
  —Amable y afrutado —dije.
  
  El señor Tobin asintió entusiasmado.
  
  —Sí. Y audaz.
  
  —Muy audaz. —¿Audaz?—. Un poco más consistente y robusto que un Napa Merlot.
  
  —En realidad es un poco más ligero.
  
  —Eso pretendía decir. Bueno.
  
  Debí haberme retirado cuando ganaba.
  
  El señor Tobin se dirigió a Sara:
  
  —Sírvele un Cabernet del noventa y cinco.
  
  —No se moleste.
  
  —Quiero que compruebe la diferencia.
  
  Sara lo sirvió y yo lo saboreé.
  
  —Bueno. Menos audaz —dije.
  
  Charlamos un poco y el señor Tobin insistió en que probara un blanco.
  
  —Ésta es mi mezcla de Chardonnay y otros blancos que no revelaré —dijo—. Tiene un color hermoso, lo llamamos Oro Otoñal.
  
  Lo probé.
  
  —Amable, pero no excesivamente audaz.
  
  No respondió.
  
  —¿Ha pensado alguna vez en denominar a alguno de sus vinos las Uvas de la Ira? —pregunté.
  
  —Se lo mencionaré a mi equipo de marketing.
  
  —Bonitas etiquetas —comenté.
  
  —Todos mis tintos llevan etiquetas con una obra de Pollock y los blancos, una de De Kooning —explicó el señor Tobin.
  
  —No me diga.
  
  —Ya sabe, Jackson Pollock y Willem de Kooning. Ambos vivieron aquí en Long Island, donde crearon algunas de sus mejores obras.
  
  —Ah, los pintores. Claro. Pollock es el de las salpicaduras.
  
  El señor Tobin no respondió pero consultó su reloj, evidentemente harto de mi compañía. Miré a mi alrededor y vi una mesa libre, lejos de las azafatas y de los clientes.
  
  —Sentémonos aquí un minuto —dije.
  
  El señor Tobin me siguió a regañadientes y se sentó frente a mí.
  
  —Sólo unas preguntas más —dije mientras saboreaba el Cabernet—. ¿Desde cuándo conocía a los Gordons?
  
  —Pues… desde hace aproximadamente un año y medio.
  
  —¿Hablaron con usted alguna vez de su trabajo?
  
  —No.
  
  —Me ha dicho que les gustaba contar historias de Plum Island.
  
  —Sí, claro, en un sentido general. Nunca revelaron ningún secreto oficial. —Sonrió.
  
  —Me alegro. ¿Conocía su afición a la arqueología?
  
  —Pues… sí, lo sabía.
  
  —¿Sabía que pertenecían a la Sociedad Histórica Peconic?
  
  —Sí. En realidad así fue como nos conocimos.
  
  —Todo el mundo parece pertenecer a la Sociedad Histórica Peconic.
  
  —Tiene unos quinientos socios, eso no es todo el mundo.
  
  —Pero todas las personas a las que yo conozco parecen ser socias. ¿Es alguna tapadera para otra cosa?, ¿un aquelarre o algo por el estilo?
  
  —No que yo sepa. Pero podría ser divertido.
  
  Ambos sonreímos. Parecía reflexionar. Me doy cuenta de cuando alguien reflexiona y nunca le interrumpo.
  
  —La Sociedad Histórica Peconic celebrará una fiesta el sábado por la noche —dijo por fin—. Tendrá lugar en mi jardín. La última fiesta de la temporada al aire libre, si el tiempo lo permite. ¿Por qué no viene con alguien?
  
  Supuse que le sobraban dos plazas, ahora que los Gordon no asistirían.
  
  —Gracias. Lo intentaré —respondí.
  
  A decir verdad, no me la perdería por nada del mundo.
  
  —Puede que asista el jefe Maxwell —agregó—. Él conoce todos los detalles.
  
  —Estupendo. ¿Puedo traer algo? ¿Vino?
  
  —Con su presencia basta. —Sonrió educadamente.
  
  —Acompañado —le recordé.
  
  —Sí, acompañado.
  
  —¿Ha oído usted alguna vez… algún rumor sobre los Gordon? —pregunté.
  
  —¿Por ejemplo?
  
  —Algo de carácter sexual.
  
  —Ni una palabra.
  
  —¿Problemas económicos?
  
  —No tengo la menor idea.
  
  Y así proseguimos otros diez minutos. Unas veces se descubre que la persona ha mentido y otras no. Cualquier mentira, por pequeña que sea, es significativa. No atrapé exactamente al señor Tobin en ninguna mentira, pero estaba bastante seguro de que conocía más íntimamente a los Gordon de lo que reconocía. El hecho en sí no era significativo.
  
  —¿Puede mencionarme a algún amigo de los Gordon? —pregunté.
  
  —Como ya le he dicho, su colega, el jefe Maxwell —respondió después de reflexionar unos instantes—. En realidad no conozco muy bien a sus amigos ni a sus colegas profesionales —agregó cuando había mencionado algunos nombres que no reconocí—. Ya le he dicho que eran… para hablar sin tapujos, una especie de gorrones. Pero eran muy atractivos, educados y hacían un trabajo interesante. Estaban ambos doctorados. Podría decirse que todos le sacábamos algún provecho a la relación… Me gusta rodearme de gente hermosa e interesante. Lo sé, es un poco superficial, pero le sorprendería lo superficial que pueden ser las personas hermosas e interesantes. Lamento lo que les ha sucedido, pero no puedo serle de más utilidad —agregó.
  
  —Ha sido usted de gran ayuda, señor Tobin. Le doy realmente las gracias por el tiempo que me ha dedicado y por no darle a esto mayor importancia de la que tiene, llamando a un abogado.
  
  No respondió.
  
  Me levanté de la mesa y él me siguió.
  
  —¿Me acompaña al coche? —pregunté.
  
  —Si lo desea.
  
  Me detuve junto a un mostrador cubierto de publicaciones sobre el vino, incluidos algunos folletos de los viñedos Tobin. Cogí un puñado y lo guardé en mi pequeña bolsa.
  
  —Soy un fanático de los folletos —dije—. Tengo un montón de publicaciones de Plum Island: la peste bovina, infecciones cutáneas, etcétera. Estoy aprendiendo un montón de cosas con este caso.
  
  Una vez más no respondió.
  
  Le pedí la botella de Merlot del noventa y cinco y me la entregó.
  
  —Jackson Pollock —dije refiriéndome a la etiqueta—. Nunca lo habría imaginado. Ahora tengo algo de qué hablar con mi cita de esta noche. —Me acerqué a la caja con la botella, con la esperanza de que el señor Tobin me la ofreciera como obsequio, pero estaba equivocado y pagué el precio íntegro más impuestos.
  
  —Por cierto —agregué cuando salimos a la luz del sol—, al igual que usted, yo también era conocido de los Gordon.
  
  Se paró, me miró y yo también me detuve.
  
  —John Corey —dije.
  
  —Ah… claro. No había reconocido su nombre…
  
  —Corey, John.
  
  —Sí… ahora lo recuerdo. Usted es el policía al que hirieron.
  
  —Efectivamente. Ahora estoy mucho mejor.
  
  —¿No es usted detective de la policía de Nueva York?
  
  —Sí señor. Contratado por el jefe Maxwell para ayudar en el caso.
  
  —Comprendo.
  
  —¿Entonces los Gordon me nombraron?
  
  —Sí.
  
  —¿Hablaron bien de mí?
  
  —Estoy seguro de que lo hicieron, pero ahora no lo recuerdo con exactitud.
  
  —En realidad, nos vimos en una ocasión. En julio. Usted celebraba una gran fiesta de degustación en aquella sala.
  
  —Ah, claro…
  
  —Llevaba un traje escarlata y una corbata con racimos de uvas.
  
  —Sí, creo que nos conocimos —afirmó mientras me miraba.
  
  —No le quepa la menor duda —respondí y miré al aparcamiento—. Actualmente, todo el mundo tiene vehículos todoterreno. Aquél es el mío. Habla francés —comenté mientras arrancaba el motor con el control remoto—. ¿Está aquí su Porsche blanco?
  
  —Sí. ¿Cómo lo sabe?
  
  —Me lo he imaginado. Parece la persona indicada para tener un Porsche —respondí tendiéndole la mano—. Puede que nos veamos en su fiesta.
  
  —Espero que encuentre al asesino.
  
  —Seguro que sí, siempre lo encuentro. Ciao. Bonjour.
  
  —Bonjour significa hola.
  
  —De acuerdo. Au revoir.
  
  Nos separamos y nuestras pisadas sobre la grava tomaron direcciones opuestas. Las abejas me siguieron hasta el coche pero entré rápidamente y me alejé.
  
  Pensé en el señor Fredric Tobin, propietario, sibarita, amante de todo lo bello, magnate local y amigo de los difuntos.
  
  Mi formación me indicaba que estaba limpio como una patena y que no debía perder un solo minuto pensando en él. Entre todas las teorías que había elaborado sobre el motivo del asesinato de los Gordon y su posible autor, el señor Tobin no encajaba en ninguna de ellas. Sin embargo, mi instinto me aconsejaba no despreocuparme del caballero.
  
  
  
  
  
  Capítulo 17
  
  
  
  
  Me dirigía al oeste por la carretera principal e intentaba leer el manual del coche mientras conducía. Pulsé algunos botones en el salpicadero y, voilá, todas las pantallas pasaron del sistema métrico al sistema ciento por ciento estadounidense. Ésa es la máxima diversión que uno puede alcanzar desde el asiento del conductor.
  
  Con la sensación de haberme enriquecido tecnológicamente, conecté con mi contestador automático mediante mi teléfono móvil. Imagínense si aquellos primeros colonos pudieran vernos ahora, circulando por sus campos y aldeas…
  
  —Tiene tres mensajes —respondió el contestador.
  
  Uno debía de ser de Beth. Escuché, pero el primero era de Max, para reiterar que se me había retirado del caso y pedirme que lo llamara, cosa que no tenía intención de hacer. El segundo era de Dom Fanelli y decía: «Hola JC. He recibido tu mensaje. Si necesitas ayuda, no tienes más que pegar un grito. Entretanto, estoy consiguiendo algunas pistas sobre los que te utilizaron como diana y no quiero dejarlas en el aire, a no ser que realmente me necesites. ¿Por qué hay tanta gente decidida a eliminar a mi buen compañero? Por cierto, he hablado personalmente con Wolfe y no se traga que no fueras tú el de la televisión. Dice que dispone de información que lo confirma. Quiere hacerte algunas preguntas. Te aconsejo que controles tus llamadas. Eso es todo por ahora. No te metas en líos».
  
  —Gracias.
  
  El último mensaje tampoco era de Beth, sino de mi jefe, el teniente de detectives Andrew Wolfe. No decía mucho, salvo «quiero que me llames cuanto antes». Algo serio.
  
  Me pregunté si Nash y Wolfe realmente se conocían. Pero la cuestión era que Nash le había contado a Wolfe que John Corey era el de la televisión y que John Corey trabajaba en un caso de homicidio, cuando se le suponía de baja por convalecencia. Era todo cierto y supongo que Andrew Wolfe quería una explicación. Sabía que podía justificar cómo me había involucrado en el caso, pero sería difícil hacerle comprender al teniente Wolfe que era un cretino.
  
  Dadas las circunstancias, era preferible no devolver la llamada. Tal vez debería hablar con mi abogado. Ninguna buena obra permanece impune. Lo único que pretendía era ser un buen ciudadano y el individuo que me había metido en ese lío, mi compinche Max, después de estrujarme el cerebro y de crearme un molesto enfrentamiento con los federales, me retiraba la placa. A decir verdad, nunca había llegado a dármela. Además, Beth no había llamado.
  
  No dejé de recordarme que yo era un héroe, aunque no estoy tan seguro de que el hecho de que le disparen a uno sea un acto heroico. Cuando era niño, sólo los que disparaban a los malos eran héroes. Ahora, todo el que contrae una enfermedad o es secuestrado o le disparan es un héroe. Pero si pudiera sacrificar esa heroicidad a cambio de librarme de mis problemas, ciertamente lo haría. El problema con los héroes fabricados por los medios de comunicación es que caducan a los noventa días. Me dispararon a mediados de abril. Tal vez debería llamar a mi abogado.
  
  Ahora estaba en el poblado de Cutchogue, cerca del centro, que puede pasarle a uno inadvertido si no presta atención. Cutchogue es un pequeño lugar pulcro, curioso y próspero, como la mayoría de estos pueblos, creo que debido en parte al negocio del vino. Había varias pancartas de lado a lado de la calle mayor que anunciaban diversos acontecimientos, como el festival marítimo anual del puerto de East End y un concierto de los Isotope Stompers[3] —sin comentarios— en el faro de Horton.
  
  Oficialmente, el verano había terminado, pero el otoño era muy agradable para los residentes y un reducido número de turistas. Siempre había sospechado que en noviembre celebraban una gran fiesta, sólo para los habitantes de la zona, llamada «Los residentes del norte de Long Island despiden la maldita temporada turística».
  
  Conducía muy despacio, en busca del edificio de la Sociedad Histórica Peconic, situado, según recordaba, cerca de la calle mayor. Al lado sur de la calle se encontraba la zona verde del pueblo de Cutchogue, con la casa más antigua del Estado de Nueva York, construida, según el cartel, alrededor de 1.649. El lugar parecía prometedor y giré por un camino que dividía el parque. Había algunos edificios de tablas de madera, afortunadamente desprovistos de picotas, cepos, retretes al aire libre y demás implementos públicos de los primeros colonos norteamericanos.
  
  Por último, a poca distancia del parque, vi una gran casa de madera blanca, en realidad una mansión, con unas enormes columnas blancas en la fachada. En el césped había un letrero de madera estilo Chippendale en el que se leía «Sociedad Histórica Peconic», seguido de la palabra «Museo» y, luego, «Gift shoppe» —Tienda de regalos—, con dos P y una E. En una ocasión gané una partida de scrabble con esa palabra.
  
  Otro letrero colgaba de dos cortas cadenas con el horario del museo y de la tienda. A partir del Día del Trabajo, abrían sólo los fines de semana y días de feria.
  
  Había también un número de teléfono y llamé. Escuché un mensaje grabado de una mujer, que parecía del siglo XVII que hablaba de horarios, actos, etcétera.
  
  Yo nunca estaba dispuesto a dejarme llevar por la conveniencia de los demás, así que me apeé del coche, subí los peldaños del pórtico y llamé a la puerta con un antiguo picaporte de latón. Di realmente unos buenos golpes, pero el lugar parecía estar desierto y no había ningún coche en el pequeño aparcamiento junto al edificio.
  
  Regresé al coche y llamé a mi nueva amiga, Margaret Wiley.
  
  —Buenos días, señora Wiley, llama el detective Corey.
  
  —Dígame.
  
  —Ayer mencionó la posibilidad de visitar el museo de la Sociedad Histórica Peconic y estuve pensando en ello todo el día. ¿Cree que sería posible visitarlo hoy y tal vez hablar con alguno de sus conservadores? ¿Cómo se llama la directora?, ¿Witherspoon?
  
  —Whitestone. Emma Whitestone.
  
  —Exactamente. ¿Es posible?
  
  —No lo sé…
  
  —¿Qué le parece si llamo a Emma Whitestone…?
  
  —Yo la llamaré. Puede que acceda a reunirse con usted en el museo.
  
  —Estupendo. Muy agradecido…
  
  —¿Dónde puedo localizarle?
  
  —Le diré lo que voy a hacer, la llamaré de nuevo dentro de diez o quince minutos. Estoy en el coche y debo parar para comprarle un regalo a mi madre. A propósito, supongo que en el museo hay una tienda de regalos.
  
  —Sí, hay una.
  
  —Magnífico. Por cierto, he hablado con mi tío Harry y le manda recuerdos.
  
  —Gracias.
  
  —Me ha dicho que la saludara en su nombre y que la llamaría cuando estuviera por aquí —dije sin mencionar el desinterés del tío Harry.
  
  —Será muy agradable.
  
  —Maravilloso. Agradecería muchísimo que la señora Whitestone o alguna otra persona del museo se reuniera conmigo esta mañana.
  
  —Haré lo que pueda. Tal vez deba ir yo personalmente.
  
  —Me sabe mal que se moleste. Por cierto, muchas gracias por su ayuda de ayer.
  
  —No merece la pena mencionarlo.
  
  Casi no lo hice.
  
  —Volveré a llamarla dentro de quince minutos.
  
  —¿Está hoy su amiga con usted?
  
  —¿Mi compañera?
  
  —Sí, la joven que le acompañaba.
  
  —No tardará mucho en llegar.
  
  —Es una mujer encantadora. Me gustó hablar con ella.
  
  —Vamos a casarnos.
  
  —Qué pena —exclamó antes de colgar.
  
  Qué le vamos a hacer. Puse el vehículo en marcha y apareció de nuevo la voz femenina que decía «Suelte el freno de mano» y obedecí. Manipulé un rato el ordenador con la esperanza de eliminar aquella opción pero temí que respondiera: «¿Por qué intentas matarme? ¿No te gusto? Sólo intentó ayudarte». ¿Y si se atrancaran las puertas y el motor acelerara por cuenta propia? Arrojé el manual a la guantera.
  
  Me dirigí al sur por el camino de Skunk Lane y luego por el paso elevado de regreso a Nassau Point.
  
  Al llegar a la calle de los Gordon, vi el Jeep blanco de Max frente al escenario del crimen. Aparqué en el camino de entrada a la casa de los Murphy, donde no pudieran verme desde la de los Gordon.
  
  Fui directamente a la parte posterior del edifìcio y vi a los Murphy en la sala de televisión, conocida como sala Florida, que era una galería adosada a la estructura original. El televisor estaba encendido y llamé a la puerta trasera.
  
  Edgar Murphy se levantó, me vio y abrió la puerta.
  
  —¿Otra vez aquí?
  
  —Sí señor. Sólo necesito que me dedique un minuto.
  
  Me indicó que entrara. La señora Murphy se puso de pie y me saludó con escaso entusiasmo. El televisor siguió encendido. Durante unos instantes tuve la sensación de estar en la casa de mis padres, en Florida: la misma sala, el mismo programa de televisión, la misma gente…
  
  —Descríbanme el coche deportivo blanco que vieron frente a la casa de los Gordon en el mes de junio.
  
  Ambos lo intentaron, pero su capacidad de descripción era limitada. Finalmente, saqué un lápiz del bolsillo, cogí un periódico y les pedí que me lo dibujaran, pero respondieron que eran incapaces de hacerlo. Esbocé un Porsche. Se supone que no se debe orientar de ese modo a los testigos, pero qué diablos. Ambos asintieron.
  
  —Sí, eso es —dijo el señor Murphy—. Un coche grueso. Como una bañera boca abajo.
  
  La señora Murphy estaba de acuerdo.
  
  Saqué de mi bolsillo el folleto de los viñedos Tobin y lo doblé para que sólo se viera una pequeña fotografía en blanco y negro de Fredric Tobin, propietario. No les permití que vieran el folleto entero porque habrían dicho a todo el mundo que la policía creía que Fredric Tobin había asesinado a los Gordon.
  
  Los Murphy examinaron la foto. Una vez más, el hecho de mostrar una sola fotografía sin mezclarla con otras equivalía realmente a orientar a los testigos, pero no disponía de tiempo ni de paciencia para las normas establecidas. Sin embargo, no les pregunté si aquél era el hombre que habían visto en el coche.
  
  No obstante, la señora Murphy declaró:
  
  —Éste es el hombre que vi en el coche deportivo.
  
  —¿Es un sospechoso? —preguntó el señor Murphy después de corroborar la afirmación de su esposa.
  
  —No señor. Siento haberlos molestado de nuevo. ¿Ha intentado alguien interrogarlos sobre este caso?
  
  —No.
  
  —Recuerden que no deben hablar con nadie, salvo con el jefe Maxwell, conmigo o con la detective Penrose.
  
  —¿Dónde está ella? —preguntó el señor Murphy.
  
  —¿La detective Penrose? Esta mañana se siente indispuesta.
  
  —¿Está embarazada? —preguntó Agnes.
  
  —De un mes aproximadamente —respondí—. Bien…
  
  —No vi ninguna alianza de matrimonio —comentó Agnes.
  
  —Ya sabe cómo son estas jóvenes —dije mientras movía con tristeza la cabeza—. Gracias de nuevo.
  
  Me retiré inmediatamente, subí a mi Jeep y me alejé.
  
  Al parecer, el señor Fredric Tobin había estado en casa de los Gordon, por lo menos en una ocasión. Sin embargo, no parecía recordar aquella visita del mes de junio. Puede que no fuera él. Tal vez era otro hombre de barba castaña con un Porsche blanco.
  
  Quizá debiera averiguar por qué el señor Tobin me había mentido.
  
  Volví a comprobar mi contestador automático y había dos nuevos mensajes. El primero era de Max y decía: «John, habla el jefe Maxwell. Puede que no haya hablado con suficiente claridad respecto a tu situación. Ya no trabajas para este municipio, ¿comprendido? He recibido una llamada de los abogados de Fredric Tobin y no están muy contentos. ¿Me has entendido? No sé exactamente de qué habéis hablado tú y el señor Tobin, pero creo que ésa debe ser la última conversación oficial que mantienes con él. Llámame». Interesante. Lo único que pretendía era ayudar y me atosigaban los del pueblo.
  
  La siguiente llamada era de mi exesposa, cuyo nombre es Robin Paine[4], que le cae de maravilla, y además se da el caso de que es abogada. «Hola, John —decía—, habla Robin. Quiero recordarte que nuestro año de separación termina el 1 de octubre, en cuyo momento estaremos legalmente divorciados. Te mandaré una copia del certificado por correo. No es preciso que firmes nada; es automático. A partir del 1 de octubre ya no podrás cometer adulterio —añadió en un tono más alegre—, a no ser que vuelvas a casarte. Pero no te cases antes de recibir el certificado pues cometerías bigamia. Te vi en las noticias. Parece un caso fascinante. Cuídate». Robin, por cierto; era ayudante del fiscal del distrito de Manhattan cuando nos conocimos. Estábamos en el mismo bando. Ella cambió de bando y aceptó un empleo muy bien pagado con un famoso abogado defensor, a quien le gustaba su estilo ante el tribunal. Puede que le gustara algo más aparte de su estilo, pero en todo caso nuestro matrimonio se convirtió en un conflicto de intereses. Yo intentaba arrojar a los maleantes a la perrera y la mujer con quien me acostaba procuraba que siguieran en libertad. La gota que colmó el vaso fue cuando aceptó el caso de un narcotraficante de alto nivel, a quien, además de sus problemas en Estados Unidos, se le reclamaba en Colombia por el asesinato de un juez. Bueno, ya sé que alguien tiene que hacerlo y que los honorarios son fabulosos, pero para mí suponía un reto matrimonial.
  
  —Debes elegir entre tu trabajo y yo —dije.
  
  —Tal vez tú deberías cambiar de trabajo —respondió.
  
  Y lo decía en serio. Su bufete necesitaba un investigador privado y pretendía que yo aceptara el trabajo. Me imaginé ejerciendo como investigador privado para ella y para el imbécil de su jefe. Tal vez sirviéndoles el café entre casos. Decidido. Divorcio, por favor.
  
  Aparte de esas pequeñas diferencias profesionales, en otra época estuvimos realmente enamorados. En cualquier caso, el 1 de octubre sería oficialmente mi exesposa y yo perdería mi oportunidad de ser adúltero o bígamo. A veces la vida no es justa.
  
  Por el istmo y la carretera principal, de regreso al poblado de Cutchogue, llamé a Margaret Wiley.
  
  —He localizado a Emma en su floristería —respondió— y le espera en la sede de la Sociedad Histórica Peconic.
  
  —Es muy amable sacrificando su tiempo por mí.
  
  —Le he dicho que estaba relacionado con los asesinatos de los Gordon.
  
  —No estoy seguro de que lo esté, señora Wiley. Sólo sentía curiosidad por…
  
  —Puede hablarlo con ella. Le está esperando.
  
  —Gracias.
  
  Creo que colgó antes que yo.
  
  Regresé al edificio de la Sociedad Histórica Peconic y dejé el coche en el pequeño aparcamiento, junto a una furgoneta donde se leía: «Floristería Whitestone». Me acerqué a la puerta principal y vi una nota cerca del picaporte que decía: «Señor Corey, entre, por favor». Y así lo hice.
  
  Como ya he dicho, se trataba de una casa grande, construida a mediados del siglo XIX, típica de un rico mercader o capitán de navío. Tenía un enorme vestíbulo, con una gran sala de estar a la izquierda y un comedor a la derecha. Evidentemente, estaba llena de antigüedades, casi todo basura en mi opinión, pero probablemente valían un montón de dinero. No vi ni oí a nadie en la casa y empecé a pasear de habitación en habitación. No era realmente un museo en el sentido de exposición, sino una casa antigua decorada al estilo de la época. El lugar no tenía nada de siniestro, ni cuadros de iglesias en llamas que colgaran de las paredes, ni velas negras, ni pentagramas, ni gatos negros, ni hervía el caldero de ninguna bruja en la cocina.
  
  No estaba seguro de por qué había venido, pero algo me había impulsado a hacerlo. Por otra parte, padecía una saturación geriátrica y no me sentía con fuerzas para hablar con otra septuagenaria. Debí haber descorchado y bebido la botella de vino de Tobin antes de reunirme con la señora Whitestone.
  
  Me encontré ahora con la tienda de regalos, el Gift shoppe, que al parecer había sido una cocina de verano, y entré. Las luces estaban apagadas, pero entraba el sol por las ventanas.
  
  Los regalos cubrían una amplia gama, desde libros de publicación local hasta artesanías locales, artesanía india, bordados, plantas secas, flores prensadas, hierbas medicinales, esencias florales, velas (ninguna negra), acuarelas, baldosas pintadas, semillas y mucho más. ¿Qué hará la gente con esas porquerías?
  
  Levanté un trozo de tabla de granero desgastado en el que alguien había pintado un antiguo velero. Mientras examinaba el cuadro, me percaté de que alguien me observaba.
  
  Volví la cabeza y, desde la puerta de la tienda, me miraba fijamente una atractiva mujer de poco más de treinta años.
  
  —Estoy buscando a Emma Whitestone —dije.
  
  —Usted debe de ser John Corey.
  
  —Debo de serlo. ¿Sabe si Emma Whitestone está aquí?
  
  —Yo soy Emma Whitestone.
  
  Empezaba a mejorar el día.
  
  —¡Caramba! —exclamé—. Esperaba a alguien mayor.
  
  —Pues yo esperaba a alguien más joven.
  
  —Vaya…
  
  —Margaret me ha dicho que se trataba de un joven. Pero usted parece un hombre maduro.
  
  —Bueno…
  
  Se me acercó y me tendió la mano.
  
  —Soy la presidenta de la Sociedad Histórica Peconic. ¿En qué puedo servirle?
  
  —Pues… no lo sé.
  
  —Yo tampoco.
  
  Era alta, sólo un par de centímetros menos que yo, delgada pero bien formada, de cabello castaño hasta los hombros, limpio aunque no muy bien peinado, escaso maquillaje, las uñas sin pintar, ninguna joya, ni pendientes ni sortijas ni alianzas. Tampoco llevaba mucha ropa: un vestido veraniego de algodón color beige hasta las rodillas, sujeto a los hombros por unas delgadas tiras, sin casi ropa interior. Desprovista ciertamente de sujetador, aunque se le transparentaba el contorno de unas pequeñas bragas. Iba descalza. Imaginé que, por la mañana, la señorita Whitestone se había limitado a ponerse las bragas y el vestido, se había dado un ligero toque de carmín en los labios y peinado un poco el cabello. Podría quedarse desnuda en escasos segundos; menos, con mi ayuda.
  
  —¿Señor Corey? ¿Está pensando en cómo puedo ayudarle?
  
  —Sí, lo hago. Concédame un segundo.
  
  Tenía un tipo discreto, diseñado para la velocidad y tal vez la resistencia. Sus ojos eran de un gris verdoso y su rostro, además de atractivo, a primera vista parecía inocente. Me recordaba las fotografías que había visto de los jóvenes de las flores en los años sesenta, pero puede que se debiera a que era florista. Al mirarla más detenidamente, se apreciaba en sus facciones una discreta sexualidad.
  
  También debo mencionar que estaba uniformemente morena y su piel tenía un bonito tono café con leche. Emma Whitestone era una mujer atractiva y sensual.
  
  —¿Está esto relacionado con los Gordon?
  
  —Sí —respondí después de dejar la tabla pintada—. ¿Los conocía?
  
  —Sí. No éramos amigos, pero nos conocíamos —dijo—. Ha sido terrible.
  
  —Sí.
  
  —¿Tiene alguna… pista?
  
  —No.
  
  —He oído por la radio que pudieron haber robado una vacuna.
  
  —Eso parece.
  
  —Usted los conocía —dijo después de reflexionar unos instantes.
  
  —Efectivamente. ¿Cómo lo sabe?
  
  —Mencionaron su nombre varias veces.
  
  —¿En serio? Espero que para decir algo agradable.
  
  —Muy agradable —respondió—. Judy sentía debilidad por usted.
  
  —No me diga.
  
  —¿No lo sabía?
  
  —Tal vez —respondí, decidido a cambiar de tema—. ¿Tiene una lista de socios?
  
  —Por supuesto. Arriba, en el despacho. Estaba ordenando unos papeles allí cuando ha llegado. Sígame.
  
  La seguí. Olía a lavanda.
  
  —Bonita casa —dije mientras circulábamos por la mansión.
  
  —Luego se la mostraré —respondió después de volver la cabeza.
  
  —Estupendo. Ojalá tuviera una máquina de fotografiar.
  
  Subimos por la escalera ancha y majestuosa, pero yo me mantenía ligeramente rezagado. Sus bragas eran realmente diminutas. También tenía unos bonitos pies, para quien le gusten esas cosas.
  
  Al llegar al primer piso me condujo a una habitación que denominó salón de arriba y me ofreció un sillón cerca de la chimenea.
  
  —¿Le apetece una infusión? —preguntó.
  
  —Gracias, ya he tomado varias.
  
  Se sentó en una mecedora de madera frente a mí y cruzó sus largas piernas.
  
  —¿Qué es exactamente lo que necesita, señor Corey?
  
  —John. Llámeme John.
  
  —John. Llámame Emma.
  
  —Bien, Emma. En primer lugar deseo formularte algunas preguntas sobre la Sociedad Histórica Peconic. ¿Qué finalidad tiene?
  
  —La historia. En el norte de Long Island hay varias sociedades históricas, la mayoría con sede en edificios históricos. Ésta es la mayor y Peconic es el nombre indio de esta región. Tenemos unos quinientos socios. Algunos son personajes muy destacados, y otros, simples labradores. Nuestro objetivo es conservar, registrar y transmitir nuestro patrimonio.
  
  —Y ampliar sus conocimientos sobre dicho patrimonio.
  
  —Sí.
  
  —Mediante la arqueología.
  
  —Sí. Y la investigación. Disponemos de unos archivos bastante interesantes.
  
  —¿Podré verlos luego?
  
  —Luego podrás ver lo que quieras. —Sonrió.
  
  Mi pobre corazón. ¿Se burlaba de mí o era realmente una insinuación? Le sonreí y ella me devolvió la sonrisa.
  
  Volví a concentrarme en mi trabajo.
  
  —¿Eran los Gordon socios activos?
  
  —Sí.
  
  —¿Cuándo ingresaron en la sociedad?
  
  —Hace aproximadamente un año y medio. Se trasladaron aquí desde Washington. Eran del Medio Oeste, pero habían trabajado para el gobierno en Washington. Supongo que ya lo sabías.
  
  —¿Hablaron alguna vez contigo de su trabajo?
  
  —No, la verdad es que no.
  
  —¿Has estado alguna vez en su casa?
  
  —Una vez.
  
  —¿Alternabas con ellos?
  
  —De vez en cuando. La Sociedad Histórica Peconic es una organización muy social. Ésa era una de las razones por las que les gustaba pertenecer a ella.
  
  —¿Se sentía Tom sexualmente atraído hacia ti? —pregunté con cierta sutileza.
  
  —Probablemente —respondió sin sentirse ofendida ni alarmada.
  
  —¿Pero no manteníais relaciones?
  
  —No. Nunca me lo propuso.
  
  —Comprendo… —dije después de aclararme la garganta.
  
  —Escúcheme, señor Corey, digo John, estás perdiendo tu tiempo y el mío con esa clase de preguntas. No sé quién asesinó a los Gordon, ni por qué lo hicieron, pero no tuvo nada que ver conmigo ni con ningún triángulo sexual en el que yo participara.
  
  —No he dicho eso. Me limito a explorar los aspectos sexuales como parte de una investigación más amplia.
  
  —No me acostaba con él. Creo que era fiel a su esposa. Que yo sepa, ella también le era fiel. Aquí es difícil mantener relaciones sin que todo el mundo lo sepa.
  
  —Puede que ésa sea tu impresión.
  
  —¿Mantenías tú relaciones con Judy? —preguntó después de mirarme unos momentos.
  
  —No, señorita Whitestone. Esto no es un culebrón. Es la investigación de un asesinato y yo formularé las preguntas.
  
  —No seas tan susceptible.
  
  —Lo siento —dije después de respirar profundamente.
  
  —Quiero que encuentres al asesino. Pregunta.
  
  —Bien. Dime, ¿qué fue lo primero que se te ocurrió cuando supiste que habían sido asesinados?
  
  —No lo sé. Supongo que pensé que estaba relacionado con su trabajo.
  
  —Bien. ¿Y ahora qué piensas?
  
  —No tengo ninguna opinión.
  
  —Me resulta difícil creerlo.
  
  —Dejémoslo para más adelante.
  
  —De acuerdo.
  
  Todavía no sabía hacia dónde me proponía dirigir aquel interrogatorio, ni qué era específicamente lo que buscaba. Pero tenía una imagen mental, una especie de mapa, donde figuraban Plum Island, Nassau Point, el promontorio junto al canal, los viñedos Tobin y la Sociedad Histórica Peconic. Al unir esos puntos con una línea, se obtenía un pentágono carente de significado. Pero si se unían esos puntos de forma metafísica, puede que la forma tuviera sentido. Por ejemplo, ¿cuál era el elemento común de aquellos cinco puntos? Puede que ninguno, pero de algún modo parecían estar vinculados, compartir algo. ¿Pero qué?
  
  Pensé en lo que había hecho tilín en mi cerebro cuando estaba en Plum Island. Historia, arqueología. Era eso. Pero ¿qué era eso?
  
  —¿Conoces a alguien que trabaje en Plum Island? —pregunté.
  
  —La verdad es que no —respondió después de reflexionar unos instantes—. Algunos de mis clientes trabajan en la isla. Salvo Tom y Judy, no conozco a ninguno de los científicos y ninguno de ellos pertenece a nuestra sociedad histórica. Son un grupo muy cerrado —añadió—. Se relacionan entre sí.
  
  —¿Sabes algo del proyecto de excavaciones en Plum Island?
  
  —Sólo que Tom Gordon había prometido a la sociedad histórica la oportunidad de explorar la isla.
  
  —¿Tú no eres particularmente aficionada a la arqueología?
  
  —De hecho no. Prefiero el trabajo de archivo. Estoy licenciada en archivística por la Universidad de Columbia.
  
  —No me digas. Yo doy clases en John Jay.
  
  John Jay está a unos cincuenta bloques al sur de Columbia. Por fin teníamos algo en común.
  
  —¿De qué das clases? —preguntó.
  
  —De criminología y cerámica.
  
  Sonrió, movió los dedos de los pies y se cruzó nuevamente de piernas. Beige. Sus bragas eran beige, como su vestido. Casi me vi obligado a cruzarme de piernas también para que la señorita Whitestone no se percatara de que mi menina despertaba de su siesta. Guarda el muñeco en la bolsa.
  
  —Archivística —exclamé—. Fascinante.
  
  —Puede serlo. Trabajé un tiempo en Stony Brook, luego conseguí un empleo aquí, en la Biblioteca Libre de Cutchogue, fundada en 1.841 y todavía pagan el mismo sueldo. Me crie aquí, pero es difícil ganarse la vida a no ser con algún negocio. Yo soy propietaria de una floristería.
  
  —Sí, he visto la furgoneta.
  
  —Por supuesto, eres detective. ¿Y qué estás haciendo aquí?
  
  —Convalecer.
  
  —Claro, ahora lo recuerdo. Tienes buen aspecto.
  
  Ella también tenía buen aspecto, pero se supone que uno no debe coquetear con los testigos y me lo callé. Tenía una bonita voz, suave y profunda, que me parecía sensual.
  
  —¿Conoces a Fredric Tobin? —pregunté.
  
  —¿Quién no lo conoce?
  
  —Pertenece a la Sociedad Histórica Peconic.
  
  —Es nuestro mayor benefactor. Nos da vino y dinero.
  
  —¿Sabes de vinos?
  
  —No. ¿Y tú?
  
  —Sí. Sé distinguir la diferencia entre un Merlot y una Budweiser. Con los ojos vendados.
  
  Sonrió.
  
  —Apuesto a que mucha gente lamenta no haberse vinculado con el vino hace años —dije—, quiero decir como negocio.
  
  —No lo sé. Es interesante, pero no muy lucrativo.
  
  —Lo es para Fredric Tobin —señalé.
  
  —Fredric vive muy por encima de sus posibilidades.
  
  —¿Por qué lo dices?
  
  —Porque es verdad.
  
  —¿Lo conoces bien?, ¿personalmente?
  
  —¿Lo conoces tú personalmente? —respondió.
  
  En realidad no me gusta que me interroguen, pero estaba pisando terreno resbaladizo.
  
  —Asistí a una de sus degustaciones, en julio. ¿Estabas tú?
  
  —Sí.
  
  —Yo fui con los Gordon.
  
  —Ahora lo recuerdo. Creo que te vi.
  
  —Yo no te vi; lo recordaría.
  
  Sonrió.
  
  —¿Lo conoces mucho? —insistí.
  
  —A decir verdad, teníamos relaciones.
  
  —¿Qué clase de relaciones?
  
  —Me refiero a que éramos amantes, señor Corey.
  
  Me sentí decepcionado; no obstante, proseguí con el interrogatorio.
  
  —¿Cuándo fue eso?
  
  —Empezó… hace unos dos años y duró… ¿Tiene eso alguna importancia?
  
  —Puedes negarte a contestar cualquier pregunta.
  
  —Lo sé.
  
  —¿Qué ocurrió con la relación?
  
  —Nada. Fredric colecciona mujeres. Duró unos nueve meses. No fue un récord para ninguno de nosotros, pero no estuvo mal. Visitamos Burdeos, Loira, París. Fines de semana en Manhattan. Fue divertido. Es un hombre muy generoso.
  
  Reflexioné. Estaba ligeramente enamorado de Emma Whitestone y me molestaba un poco que Fredric hubiera llegado antes que yo a la meta.
  
  —Voy a formularte una pregunta personal y no tienes por qué responderla, ¿de acuerdo?
  
  —De acuerdo.
  
  —¿Estáis todavía…? Quiero decir si…
  
  —Fredric y yo aún somos amigos. Ahora tiene una chica que vive con él. Sondra Wells. Completamente falsa, incluido su nombre.
  
  —Has dicho que vivía por encima de sus posibilidades.
  
  —Sí. Debe una pequeña fortuna a los bancos y a los pequeños inversores. Gasta demasiado. Lo triste del caso es que tiene mucho éxito y probablemente viviría muy bien de sus ganancias de no ser por Foxwoods.
  
  —¿Foxwoods?
  
  —Sí, ya sabes, el casino indio de Connecticut.
  
  —Ah, claro. ¿Es jugador?
  
  —Y que lo digas. Fui con él en una ocasión. Perdió unos cinco mil dólares en un fin de semana. Blackjack y ruleta.
  
  —¡Caramba! Espero que tuviera el billete de regreso del transbordador.
  
  Emma soltó una carcajada.
  
  Foxwoods. Uno podía desplazarse en el transbordador de Orient Point a New London con el coche a bordo o en el transbordador de alta velocidad y el autobús hasta Foxwoods, gastárselo todo y regresar el domingo por la noche. Podía ser un descanso agradable tras la semana laboral del norte de Long Island y, a condición de no ser ludópata, divertirse, ganar o perder unos centenares de dólares, cenar, ver un espectáculo y dormir en una bonita habitación. Un buen fin de semana para una cita. Sin embargo, a muchos de los residentes locales no les gustaba la proximidad del pecado. Algunas esposas se quejaban de que sus maridos gastaban allí el dinero de la compra. Pero, como todo en la vida, era cuestión de niveles.
  
  De modo que Fredric Tobin, un elegante y espectacular vinicultor, que parecía tenerlo todo bajo control, era jugador. Claro que, al pensar en ello, ¿había mayor apuesta que la cosecha anual de uva? A decir verdad, aquí las cepas eran todavía experimentales y hasta ahora todo había funcionado. Ninguna plaga, helada, ni ola de calor. Pero algún día, el huracán Annabelle o Zeke arrastraría millones de granos de uva al canal de Long Island y lo convertiría en la mayor barrica de la historia.
  
  Y luego estaban Tom y Judy, que jugaban con diminutos entes patógenos. Después se aventuraron en otro juego y perdieron. Fredric jugaba con la cosecha y ganaba, luego jugaba con los naipes y la ruleta y perdía también.
  
  —¿Sabes si los Gordon acompañaron en alguna ocasión al señor Tobin a Foxwoods? —pregunté.
  
  —No lo creo. Pero no lo sé. Hace aproximadamente un año que Fredric y yo nos separamos.
  
  —Sí, pero aún sois amigos. Todavía habláis.
  
  —Supongo que somos amigos. No le gusta que sus examantes se enfaden con él. Desea conservar la amistad de todo el mundo. Resulta interesante en las fiestas. Le encanta estar en una misma sala con una docena de mujeres con las que se ha acostado.
  
  ¿Y a quién no?
  
  —¿Crees que el señor Tobin y la señora Gordon mantenían relaciones? —pregunté.
  
  —No lo sé con seguridad. No lo creo. No persigue a las mujeres de los demás.
  
  —Qué galante.
  
  —No, es un cobarde. Los maridos y los novios le dan miedo. Debe de haber tenido alguna mala experiencia —respondió con una especie de risita seductora—. En todo caso, prefería a Tom Gordon como amigo que a Judy Gordon como amante.
  
  —¿Por qué?
  
  —No lo sé. Nunca comprendí el vínculo de Fredric con Tom Gordon.
  
  —Tenía entendido que era a la inversa.
  
  —Eso era lo que creía la mayoría de la gente. Pero era Fredric quien perseguía a Tom.
  
  —¿Por qué?
  
  —No lo sé. Al principio supuse que era una forma de acercarse a Judy, pero luego descubrí que Fredric no persigue a las esposas de los demás. Luego pensé que se debía a lo atractivos que eran los Gordon y a su trabajo. Fredric es un coleccionista de personas. Se considera un personaje destacado de la sociedad de la región. Puede que lo sea. No es el más rico, pero los viñedos le otorgan cierta categoría. ¿Comprendes?
  
  Asentí. A veces, después de días y semanas de indagación, no se descubre nada. En otras ocasiones se encuentra oro. Pero puede ser falso. Aquello era fascinante, ¿pero era pertinente al doble asesinato? Además, ¿no podía ser una exageración?, ¿una pequeña venganza por parte de la señorita Whitestone? No sería la primera examante que me mandaba en una dirección equivocada sólo para amargarle la vida a su antiguo compañero.
  
  —¿Crees que Fredric Tobin puede haber asesinado a los Gordon? —pregunté directamente.
  
  Me miró como si hubiera perdido el juicio.
  
  —¿Fredric? Es incapaz de la menor violencia.
  
  —¿Cómo lo sabes?
  
  —Dios sabe que le di suficientes razones para que me diera un bofetón. —Sonrió—. No recurre a la fuerza física, controla a la perfección su temperamento y sus emociones. Además, ¿por qué querría matar a Tom y Judy Gordon?
  
  —No lo sé. Ni siquiera conozco la razón de su muerte. ¿Lo sabes tú?
  
  —Tal vez drogas —respondió después de unos segundos de silencio.
  
  —¿Qué te hace suponer tal cosa?
  
  —Bueno… a Fredric le preocupaban. Tomaban cocaína.
  
  —¿Te lo contó él?
  
  —Sí.
  
  Interesante; especialmente porque Fredric no me lo había mencionado y porque no había en ello una pizca de verdad. Conozco el aspecto y la conducta de los cocainómanos y los Gordon no lo eran. ¿Por qué quiso Tobin atribuirles tal cosa?
  
  —¿Cuándo te lo dijo? —pregunté.
  
  —No hace mucho. Hace unos meses. Dijo que le habían preguntado si quería comprar un buen género. Traficaban para mantener su hábito.
  
  —¿Te lo creíste?
  
  —Es posible —respondió después de encogerse de hombros.
  
  —Bien… volvamos al señor Tobin y a su relación con los Gordon. Tú crees que era él quien los buscaba y cultivaba su amistad.
  
  —Eso parecía. Sé que en los nueve meses que pasé con él, los llamaba con mucha frecuencia por teléfono y raramente celebraba una fiesta sin invitarlos.
  
  Reflexioné. Aquello, ciertamente, no cuadraba con lo que el señor Tobin me había contado.
  
  —¿Qué era entonces lo que le atraía al señor Tobin de los Gordon? —pregunté.
  
  —No lo sé. Pero sí sé que aparentaba ante todos los demás que sucedía a la inversa. Lo curioso es que los Gordon le seguían la corriente, como si se sintieran honrados en compañía de Fredric. Sin embargo, cuando estábamos los cuatro solos, era evidente que se consideraban iguales. ¿Comprendes?
  
  —Sí. ¿Pero por qué fingían?
  
  Se encogió nuevamente de hombros.
  
  —¿Quién sabe? Era casi como si los Gordon le hicieran chantaje a Fredric. Como si tuvieran algo con que presionarle. En público, Fredric era el rey, pero en privado Tom y Judy le trataban con mucha familiaridad.
  
  Chantaje. Reflexioné durante unos buenos treinta segundos.
  
  —Es sólo una suposición —dijo Emma Whitestone—, mera especulación. No siento el menor rencor. Fredric me gustaba y me divertí con él, pero no sufrí cuando rompió conmigo.
  
  —Bien —dije después de levantar la cabeza y de que se cruzaran nuestras miradas—. ¿Has hablado con Fredric desde el asesinato?
  
  —Sí, ayer por la mañana. Me llamó.
  
  —¿Qué dijo?
  
  —Sólo lo que dicen todos los demás, nada inusual.
  
  Analizamos un tanto detenidamente la conversación y, efectivamente, parecía normal y corriente.
  
  —¿Ha hablado hoy contigo? —pregunté.
  
  —No.
  
  —Le he hecho una visita esta mañana.
  
  —¿Ah, sí? ¿Por qué?
  
  —No lo sé.
  
  —Tampoco sabes por qué estás aquí.
  
  —Tienes razón.
  
  No quería explicarle que me había quedado sin testigos potenciales después de Plum Island y los Murphy, que también había perdido el empleo y que tenía que entrevistar a las personas por las que no se interesaría la policía del condado. No estaba escarbando precisamente en el fondo del saco, pero trabajaba en la periferia de la multitud.
  
  —¿Conoces algún amigo de los Gordon? —pregunté.
  
  —No me movía exactamente en los mismos círculos, salvo cuando estaba con Fredric. Y entonces era con sus amigos.
  
  —¿No era el jefe Maxwell amigo de ellos?
  
  —Eso creo. Para mí esa relación era tan incomprensible como la de los Gordon con Fredric.
  
  —Me resulta difícil encontrar amigos de los Gordon.
  
  —Por lo que he podido deducir, todos sus amigos trabajan en Plum Island. No es inusual. Ya te he dicho que forman un círculo cerrado. Más te valdría buscar allí que aquí.
  
  —Probablemente.
  
  —¿Qué te ha parecido Fredric? —preguntó Emma.
  
  —Un hombre encantador. Me he sentido a gusto con él —respondí sinceramente, aunque ahora que sabía que se había acostado con la señorita Whitestone estaba más convencido que nunca de que no había justicia sexual en el mundo—. Ojos pequeños —añadí.
  
  —Y movedizos.
  
  —Cierto. ¿Puedo pedirte un favor?
  
  —Por pedir nada se pierde.
  
  —¿Te importaría no hablarle de nuestra conversación?
  
  —No entraré en detalles. Pero le diré que hemos hablado. Yo no miento —agregó—, pero puedo ser discreta.
  
  —Eso es todo lo que te pido.
  
  En Manhattan no había tantas relaciones entrecruzadas como aquí. Debía recordarlo, adaptar mi estilo y actuar en consecuencia. Pero soy listo y puedo hacerlo.
  
  —Supongo que conoces al jefe Maxwell —dije.
  
  —¿Quién no lo conoce?
  
  —¿Has salido alguna vez con él?
  
  —No. Pero me lo ha pedido.
  
  —¿No te gustan los policías?
  
  Soltó una carcajada. Movió de nuevo los dedos de los pies y volvió a cruzarse de piernas. Dios mío.
  
  Charlamos aproximadamente otros quince minutos y Emma Whitestone me contó innumerables rumores y detalles de la gente, aunque en gran parte no guardaban ninguna relación con el caso. El problema consistía en que todavía no sabía lo que estaba haciendo allí, pero era agradable. También debo señalar que me porté como un caballero. Insinuarse a una compañera del cuerpo era aceptable porque estábamos en igualdad de condiciones y podía mandarme a la porra, pero, con una persona corriente que podía acabar ante el fiscal del distrito, uno debía ser cauteloso. Uno no debía comprometerse a sí mismo, ni al testigo. No obstante, me interesaba.
  
  No, no soy una persona veleidosa. Todavía me sentía atraído hacia Beth.
  
  —¿Puedo llamar por teléfono? —pregunté.
  
  —Por supuesto. Ahí está.
  
  Me dirigí a la habitación de al lado, que era como pasar del siglo XIX al siglo XX. Eran las oficinas de la sociedad histórica, con su correspondiente mobiliario moderno, archivos, fotocopiadora, etcétera. Utilicé el teléfono de uno de los escritorios para consultar mi contestador automático. Había un mensaje, una voz masculina que decía: «Detective Corey, habla el detective Collins de la policía del condado de Suffolk. La detective Penrose me ha pedido que lo llamara. Está en una reunión muy larga. Dice que no podrá reunirse con usted esta tarde y que le llamará por la noche o mañana». Fin del mensaje. Colgué y miré a mi alrededor. Bajo uno de los escritorios había unas sandalias de cuero, probablemente de la señorita Whitestone.
  
  Regresé a la biblioteca, pero no tomé asiento.
  
  —¿Algún problema? —preguntó Emma Whitestone después de mirarme.
  
  —No. ¿Por dónde íbamos?
  
  —No lo sé.
  
  Consulté mi reloj.
  
  —¿Podemos terminar esto mientras almorzamos? —pregunté.
  
  —Por supuesto —respondió y se levantó—. Primero te mostraré nuestra casa.
  
  Y lo hizo. Habitación por habitación. La mayor parte del piso superior se utilizaba para oficinas, almacenes, documentos y archivos, pero había dos dormitorios decorados a la antigua. Uno de ellos, según Emma, era de mitad del siglo XVIII y el otro de mitad del siglo XIX, contemporáneo de la casa.
  
  —La casa fue construida por un comerciante marítimo que hizo su fortuna en Sudamérica —dijo Emma.
  
  —¿Cocaína?
  
  —No seas bobo. Piedras semipreciosas de Brasil. El capitán Samuel Farnsworth.
  
  Palpé un esponjoso colchón.
  
  —¿Haces aquí la siesta?
  
  —Algunas veces. —Sonrió—. Es un colchón de plumas.
  
  —¿Plumas de águila blanca?
  
  —Es posible; eran muy abundantes.
  
  —Ahora vuelven en grandes cantidades.
  
  —Todo vuelve en grandes cantidades. Los malditos ciervos han devorado mis rododendros —dijo cuando salíamos del dormitorio—. Querías ver los archivos.
  
  —Sí.
  
  Me condujo a una sala que probablemente había sido un espacioso dormitorio, repleto ahora de ficheros, estantes y una larga mesa de roble.
  
  —Tenemos libros y documentos que se remontan a mediados del siglo XVII —declaró—. Escrituras, cartas, testamentos, órdenes judiciales, sermones, dictámenes militares, informes navieros y cuadernos de navegación. Algunos son fascinantes.
  
  —¿Cómo lo has conseguido?
  
  —Supongo que está relacionado con el hecho de haber crecido aquí. Mi propia familia se remonta a los primeros colonos.
  
  —Espero que no seas parienta de Margaret Wiley.
  
  —Tenemos algunos parientes en común. —Sonrió—. ¿No te ha gustado Margaret?
  
  —Sin comentarios.
  
  —El trabajo de archivo debe de ser ligeramente parecido al de un detective —prosiguió—. Ya sabes, misterios, preguntas por responder, cosas por descubrir. ¿No te parece?
  
  —Sí, ahora que lo mencionas —respondí—. Para serte sincero, de niño quería ser arqueólogo. En una ocasión encontré una bala de mosquetón. Por aquí, en algún lugar. No recuerdo exactamente dónde. Ahora que soy viejo y achacoso tal vez debería trabajar en los archivos.
  
  —No eres tan viejo. Y puede que te gustara. Yo podría enseñarte a leer el material.
  
  —¿No está en inglés?
  
  —Sí, pero el inglés de los siglos XVII y XVIII puede ser difícil. La ortografía es atroz y a veces la letra es difícil de descifrar. Mira, echa una ojeada —dijo mostrándome una carpeta que estaba sobre la mesa con hojas de plástico en su interior que contenían viejos pergaminos—. Léelo.
  
  Examiné la borrosa escritura del documento y leí:
  
  —Querida Martha, no des crédito a los rumores sobre mí y la señora Farnsworth. Soy fiel y leal. ¿Y tú? Tu querido marido, George.
  
  Emma soltó una carcajada.
  
  —No es eso lo que dice.
  
  —Es lo que parece.
  
  —Dame, yo te lo leeré —dijo mientras cogía la carpeta—. Es una carta de Pillip Shelley al gobernador de la corona, lord Bellomont, fechada el 3 de agosto de 1.698.
  
  Leyó la carta, que para mí era indescifrable. Estaba llena de términos como milord, vuecencia y su humilde servidor. Aquel individuo se quejaba de alguna injusticia relacionada con la propiedad de un terreno. Esa gente había cruzado un océano hasta llegar a un nuevo continente y seguía con los mismos conflictos que en Southwold, con w.
  
  —Estoy muy impresionado —dije.
  
  —Es muy sencillo. Podrías aprenderlo en unos meses. Se lo enseñé a Fredric en dos meses y es incapaz de mantener la concentración.
  
  —¿En serio?
  
  —El lenguaje no es tan difícil como la letra y la ortografía.
  
  —Claro. ¿Puedes facilitarme una lista de socios?
  
  —Por supuesto.
  
  Entró en el despacho, me entregó una guía encuadernada de los socios y se puso las sandalias.
  
  —¿Cómo conseguiste este trabajo? —pregunté.
  
  —No lo sé… —respondió—. Trae muchos quebraderos de cabeza. Ésta fue otra de las estúpidas ideas de Fredric para ganar puntos socialmente. Me ocupaba de los archivos y me gustaba. Luego me propuso como presidenta y Fredric consigue lo que se propone. Además, sigo siendo responsable de los archivos. Florista, presidenta y archivera de la Sociedad Histórica Peconic.
  
  —¿Tienes hambre?
  
  —Desde luego. Permíteme que llame a la tienda.
  
  Mientras lo hacía, examiné un poco el entorno.
  
  —Puede que no regrese esta tarde. —Oí que decía en voz baja.
  
  No, señorita Whitestone, puede que no regreses si yo puedo evitarlo.
  
  Colgó y nos dirigimos a la planta baja.
  
  —Aquí celebramos fiestas y pequeñas recepciones. Es bonito en Navidad —dijo.
  
  —A propósito, ¿irás el sábado a la fiesta del señor Tobin?
  
  —Tal vez. ¿Y tú?
  
  —Pensaba hacerlo. En acto de servicio.
  
  —¿Por qué no lo detienes ante todo el mundo y te lo llevas esposado? —sugirió.
  
  —Parece una idea divertida, pero no creo que haya hecho nada malo.
  
  —Estoy segura de que ha hecho algo malo —dijo Emma mientras me conducía a la puerta principal y salíamos a la calle.
  
  Empezaba a hacer calor. Cerró la puerta con llave y retiró el papel que colgaba de ella.
  
  —Yo conduciré —dije arrancando el coche con el control remoto.
  
  —Qué interesante —comentó Emma.
  
  —Es útil para detonar bombas a distancia —respondí.
  
  Se rio. No era una broma.
  
  Subimos a mi vehículo deportivo y empecé a retroceder, con mi puerta deliberadamente entreabierta.
  
  —La puerta del conductor está entreabierta —dijo una voz femenina.
  
  —Eso es estúpido —dijo Emma.
  
  —Lo sé. Suena como mi exmujer. Intento eliminarla. La voz, no a mi exmujer.
  
  —¿Cuánto hace que estás divorciado? —preguntó Emma mientras manipulaba las teclas del ordenador.
  
  —A decir verdad, no será oficial hasta el 1 de octubre. Entretanto, procuro evitar el adulterio y la bigamia.
  
  —Eso tiene que ser fácil.
  
  No supe cómo tomármelo.
  
  —¿Qué te apetece? Tú eliges —pregunté cuando salíamos del aparcamiento.
  
  —¿Por qué no seguimos en el mismo ambiente y vamos a una posada histórica? ¿Qué te parece la venta del general Wayne? ¿La conoces?
  
  —Creo que sí. ¿No es la taberna de John Wayne?
  
  —No seas bobo. Anthony Wayne el Loco. Durmió allí.
  
  —¿Fue así como enloqueció?, ¿con un colchón de plumas?
  
  —No… ¿Te interesa la historia?
  
  —Mi desconocimiento es absoluto.
  
  —Anthony Wayne el Loco fue un general de la revolución, líder de los Great Mountain Boys.
  
  —Claro. Obtuvieron su mayor éxito con Mi corazón está en llamas y te has sentado sobre mi manguera.
  
  Durante un rato, Emma Whitestone guardó silencio y estoy seguro de que se preguntaba si había tomado la decisión correcta.
  
  —Está en Great Hog Neck —dijo por fin—. Te indicaré cómo ir.
  
  —De acuerdo.
  
  Emprendimos el camino a la venta del general Wayne, situada en un lugar llamado Great Hog Neck. ¿Lograría adaptarme a aquel ambiente? ¿Echaba de menos Manhattan? Era difícil de decir. Con mucho dinero podría hacer ambas cosas. Eso me llevó a pensar en Fredric Tobin, que había resultado no ser un potentado. Yo le envidiaba porque parecía el dueño del mundo, con sus vides, chicas y dinero, y ahora resultaba que estaba sin blanca. Peor aún, tenía deudas. Para alguien como Fredric Tobin, perderlo todo sería como perder la vida. Más le valdría estar muerto. Pero no lo estaba. Tom y Judy estaban muertos. ¿Algún vínculo? Tal vez. Esto empezaba a ponerse interesante.
  
  Pero se me agotaba el tiempo. Tal vez lograría actuar como policía otras cuarenta y ocho horas antes de que el Departamento de Policía de Southold, el de Nueva York y el del condado de Suffolk me dejaran fuera.
  
  La señorita Whitestone me daba direcciones mientras yo reflexionaba.
  
  —¿Nos cuentan la verdad al hablar de una vacuna? —preguntó por fin.
  
  —Eso creo. Sí.
  
  —¿No tiene nada que ver con la guerra bacteriológica?
  
  —No.
  
  —¿Ni con drogas?
  
  —No, que yo sepa.
  
  —¿Robo?
  
  —Eso parece, pero creo que está relacionado con una vacuna robada.
  
  ¿Quién dice que no soy un jugador de equipo? Soy tan capaz como cualquier otro de divulgar la basura oficial.
  
  —¿Tienes otra teoría? —pregunté.
  
  —No, ninguna. Pero tengo la sensación de que los asesinaron por alguna razón que todavía no comprendemos.
  
  Que era exactamente lo que yo pensaba. Una mujer inteligente.
  
  —¿Has estado casada?
  
  —Sí. Me casé joven, en mi segundo año de carrera. Duró siete años. Y hace otros siete que estoy divorciada. Haz cuentas.
  
  —Tienes veinticinco años.
  
  —¿Cómo has llegado a veinticinco? —preguntó.
  
  —¿Cuarenta y dos?
  
  —Gira aquí a la derecha. Es decir, hacia mi lado —dijo.
  
  —Gracias.
  
  Fue un paseo agradable y no tardamos en llegar a Great Hog Neck, que es otra península que penetra en la bahía, al noreste de Nassau Point, a veces llamado Little Hog Neck.
  
  Me había dado cuenta de que aquí los nombres de los lugares procedían de tres fuentes principales: indígenas norteamericanos, colonos ingleses y promotores inmobiliarios. Los últimos tienen mapas con bonitos nombres, que sustituyen a los apelativos desagradables como Great Hog Neck.
  
  Pasamos junto a un pequeño observatorio llamado Instituto Custer, que la señora Wiley había mencionado y sobre el que estaba recibiendo una pequeña explicación, así como sobre el Museo Indio Norteamericano, frente al observatorio.
  
  —¿Estaban los Gordon interesados en la astronomía? —pregunté.
  
  —No, que yo sepa.
  
  —¿Sabías que le habían comprado media hectárea de terreno a la señora Wiley?
  
  —Sí —titubeó y añadió—: No fue un buen negocio.
  
  —¿Para qué querrían ese terreno?
  
  —No lo sé… para mí no tenía ningún sentido…
  
  —¿Estaba Fredric al corriente de que los Gordon compraban ese terreno?
  
  —Sí —respondió antes de cambiar inmediatamente de tema—. Ahí está la casa original de los Whitestone, 1.685.
  
  —¿Pertenece todavía a la familia?
  
  —No, pero voy a comprarla de nuevo. Se suponía que Fredric me ayudaría, pero… fue entonces cuando me di cuenta de que no era tan rico como parecía.
  
  Sin comentarios.
  
  Como en Nassau Point, en Hog Neck predominaban las casas de campo y algunas segundas residencias más modernas, muchas de ellas construidas con tablas de madera al estilo antiguo. Había algunos prados, que según Emma habían sido pastos públicos desde la época colonial, y algunos bosques.
  
  —¿Son pacíficos los indios? —pregunté.
  
  —Aquí no hay indios.
  
  —¿Ninguno?
  
  —Ninguno.
  
  —Salvo los de Connecticut, que han abierto el mayor casino entre este lugar y Las Vegas.
  
  —Yo tengo un poco de sangre indígena —dijo Emma.
  
  —¿En serio?
  
  —En serio. Ocurre en muchas familias antiguas, aunque no lo pregonan. Algunas personas acuden a mí para eliminar a ciertos parientes de los archivos.
  
  —Increíble —respondí, consciente de que tenía que haber algo políticamente correcto que decir, pero, puesto que esos conceptos cambian por semanas, nunca acertaba el vigente—. Racistas.
  
  —Raciales, aunque no necesariamente racistas. En todo caso, a mí no me importa quién sepa que tengo sangre india. Mi bisabuela materna era corchaug.
  
  —Tienes un bonito color.
  
  —Gracias.
  
  Nos acercamos a un gran edificio de tablas blancas, rodeado de varias hectáreas de terreno arbolado. Recordaba haberlo visto algunas veces de niño. Han quedado grabadas en mi mente imágenes de la infancia, instantáneas veraniegas, como una especie de diapositivas.
  
  —Creo que en una ocasión comí aquí con la familia cuando era un renacuajo.
  
  —Es posible. Existe desde hace doscientos años. ¿Qué edad tienes?
  
  No respondí a su pregunta.
  
  —¿Es buena la comida?
  
  —Depende. El lugar es bonito y discreto. Nadie nos verá ni murmurará.
  
  —Bien pensado.
  
  Entré en un camino de grava, aparqué y abrí ligeramente la puerta sin parar el motor. Sonó una campanilla y en el salpicadero se encendió una lucecita con una puerta entreabierta.
  
  —¡Caramba!, has eliminado la voz —exclamé.
  
  —No queremos que la voz de tu exmujer nos moleste.
  
  Nos apeamos del vehículo y entramos en la posada. Me cogió del brazo, lo que me sorprendió.
  
  —¿A qué hora terminas el servicio?
  
  —Ahora.
  
  
  
  
  
  Capítulo 18
  
  
  
  
  El almuerzo era aceptable. El lugar, recientemente restaurado, estaba casi vacío y bastaba dejar volar la fantasía para trasladarse a 1.784 e imaginar a Anthony Wayne el Loco pateando por el local y pidiendo grog, a saber lo que es eso.
  
  La comida era típicamente norteamericana, sin complicaciones, como apetece a los gustos carnívoros, y la señorita Emma Whitestone resultó ser una chica corriente, sin complicaciones, como apetece a mis gustos carnívoros.
  
  No hablamos de los asesinatos, de lord Tobin, ni de nada desagradable. A Emma le entusiasmaba realmente la historia y a mí me fascinaba escucharla. En realidad, no era la historia lo que me fascinaba, sino el tono sensual de Emma Whitestone.
  
  Me habló del reverendo Youngs, que condujo desde Connecticut hasta aquí su rebaño en 1.740. Cuando me pregunté en voz alta si habrían llegado en el transbordador de New London recibí una mirada de reproche. Mencionó al capitán Kidd y a otros piratas menos conocidos, que habían navegado por aquellas aguas hacía trescientos años, y luego me habló de los famosos Horton del faro, uno de los cuales había construido esa posada. Luego llegó el general revolucionario Francis Marion, El Zorro de la Marisma, de quien, según ella, había recibido el nombre la ciudad de East Marion, aunque yo sugerí que probablemente había algún pueblo llamado Marión en Inglaterra. Pero Emma conocía realmente el tema. Me habló de los Underhill, los Tuthill y un poco de los Whitestone, cuyos antepasados habían llegado en el Mayflower, y de personas con nombres como Abijah, Chauncey, Ichabod y Barnabás, por no mencionar Joshua, Samuel e Isaac, que no eran siquiera judíos.
  
  ¡Tilín! Si bien Paul Stevens casi había acabado conmigo de aburrimiento con su voz de autómata, Emma Whitestone me había embelesado con sus tonos aspirados, por no mencionar el verde grisáceo de sus ojos. En todo caso, el resultado fue el mismo: oí algo que provocó una reacción retardada en mi cerebro, habitualmente despierto. ¡Tilín! Escuché a la espera de que lo repitiera e intenté recordar en vano qué era y por qué me había parecido significativo. Sin embargo, en esta ocasión sabía que lo tenía en la punta de la lengua y que no tardaría en averiguarlo. ¡Tilín!
  
  —Aquí siento la presencia de El Loco Anthony Wayne —dije.
  
  —¿En serio? Cuéntamelo.
  
  —Pues está sentado a esa mesa, junto a la ventana, y te mira a hurtadillas. A mí me mira mal mientras dice para sus adentros: «¿Qué tendrá ese despreciable mancebo que no posea yo en mi honorable persona?».
  
  —Estás loco. —Sonrió Emma.
  
  —¿Lo he expresado correctamente?
  
  —Te enseñaré inglés del siglo XVIII si dejas de hacer el bobo.
  
  —Os doy mil gracias.
  
  En un abrir y cerrar de ojos eran las tres de la tarde y el camarero se impacientaba. Detesto interrumpir el flujo y la energía de un caso para perseguir unas bragas: detectus interruptus. Es cierto que las primeras setenta y cuatro horas de un caso son las más críticas, pero un hombre debe responder a ciertas llamadas biológicas y sonaban mis campanillas.
  
  —Si el tiempo lo permite, podemos dar una vuelta en mi barco —dije.
  
  —¿Tienes un barco?
  
  En realidad no lo tenía y puede que no hubiera sido una buena idea decirlo, pero disponía de una casa junto al mar con su propio embarcadero y siempre podría alegar que el barco se había hundido.
  
  —Estoy en casa de mi tío, una finca en la bahía de recreo.
  
  —Una finca de recreo en la bahía.
  
  —Eso. Vamos.
  
  Abandonamos la venta del general Wayne y nos dirigimos a mi casa, que está a unos veinte minutos al oeste de Hog Neck.
  
  —Esto se llamaba Camino Real —dijo Emma cuando circulábamos por la carretera principal—. Le cambiaron el nombre después de la revolución.
  
  —Buena idea.
  
  —Lo curioso es que también cambiaron el nombre de mi universidad, que antes de la revolución se denominaba Colegio Real y luego pasó a llamarse Columbia.
  
  —Permíteme que te diga que si hubiera otra revolución, yo cambiaría muchos nombres.
  
  —¿Por ejemplo?
  
  —En primer lugar, la calle Setenta y Dos Este, donde yo vivo, pasaría a llamarse Cherry Lane, que suena mucho mejor. Luego está el gato de mi exmujer, Bola de Nieve, que me gustaría llamarlo Gato Muerto.
  
  Proseguí con otros cambios de nombre para después de la revolución.
  
  —¿Te gusta este lugar? —interrumpió Emma.
  
  —Creo que sí. Es indudablemente bonito, pero no estoy seguro de que yo encaje.
  
  —Está lleno de excéntricos.
  
  —Yo no soy excéntrico, estoy loco.
  
  —También abundan los locos. Esto no es un reducto de campesinos. Conozco granjeros licenciados en las mejores universidades del este, astrónomos del Instituto Custer. Hay vinateros que han estudiado en Francia y científicos de Plum Island y de los laboratorios Brookhaven, además de intelectuales de la Universidad de Stony Brook, pintores, poetas, escritores…
  
  —Y archiveras.
  
  —Sí. Me molesta que la gente de la ciudad nos tome por paletos.
  
  —Yo no lo hago.
  
  —Viví nueve años en Manhattan. Me harté de la ciudad. Echaba de menos mi casa.
  
  —Había percibido en ti cierta elegancia urbana, combinada con el encanto del campo. Estás en el lugar indicado.
  
  —Gracias.
  
  Creo que acababa de pasar una de las pruebas más importantes en mi camino a la meta. Circulábamos ahora entre campos y viñedos.
  
  —Aquí el otoño es largo y perezoso. Los frutales están todavía repletos de fruta y quedan muchas hortalizas por cosechar. Puede nevar en Nueva Inglaterra alrededor del Día de Acción de Gracias y aquí todavía estamos cosechando. ¿Hablo demasiado?
  
  —No, en absoluto. Estás elaborando un hermoso retrato oral.
  
  —Gracias.
  
  Mi mente estaba en el primer rellano de la escalera, camino del dormitorio.
  
  Nuestra conversación era esencialmente ligera y superficial, como suele serlo entre personas que están nerviosas porque saben que pueden acabar entre sábanas.
  
  —Una gran dama pintada —dijo Emma cuando entramos en el largo camino hacia la casa victoriana.
  
  —¿Dónde?
  
  —La casa. Así es como llamamos a las viejas casas victorianas.
  
  —Ah, comprendo. Por cierto, mi tía pertenecía a la Sociedad Histórica Peconic. June Bonner.
  
  —Me suena.
  
  —Conocía a Margaret Wiley —agregué—. En realidad, mi tía nació aquí y por eso convenció a mi tío Harry para que comprara esta residencia veraniega.
  
  —¿Cuál era su nombre de soltera?
  
  —No estoy seguro. Tal vez Witherspoonhamptonshire.
  
  —¿Te burlas de mi nombre?
  
  —No señora.
  
  —Averigua el nombre de soltera de tu tía.
  
  —De acuerdo —respondí mientras me detenía frente a la dama pintada.
  
  —Si se trata de una familia antigua —dijo Emma—, podré comprobar los antecedentes. Tenemos mucha información sobre las viejas familias.
  
  —No me digas. ¿Muchos trapos sucios?
  
  —A veces.
  
  —Puede que los antepasados de mi tía June fueran cuatreros y prostitutas.
  
  —Podría ser. Abundan en mi árbol genealógico.
  
  Solté una carcajada.
  
  —Podría ser que su familia y la mía estuvieran emparentadas. Tú y yo podríamos ser parientes políticos.
  
  —Es posible —respondí cuando mi mente había llegado ya al primer piso, aunque en realidad estábamos todavía en el Jeep—. Hemos llegado.
  
  Nos apeamos y Emma contempló la casa.
  
  —¿Y ésta es su casa?
  
  —Era. Ha fallecido. Mi tío Harry quiere que se la compre.
  
  —Es demasiado grande para una persona.
  
  —Puedo dividirla en dos. —Entramos en la casa, dimos un paseo por la planta baja, comprobé que no había ningún mensaje en el contestador automático, fui a la cocina a por dos cervezas, nos dirigimos a la terraza posterior y nos acomodamos en dos sillones de mimbre.
  
  —Me encanta contemplar el agua —dijo Emma.
  
  —Éste es un buen lugar para hacerlo. Estoy sentado aquí desde hace varios meses.
  
  —¿Cuándo tienes que volver al trabajo?
  
  —No estoy seguro. Debo ver al médico el próximo jueves.
  
  —¿Cómo te has involucrado en este caso?
  
  —El jefe Maxwell.
  
  —No veo tu barco.
  
  Miré hacia el destartalado embarcadero.
  
  —Caramba, debe de haberse hundido.
  
  —¿Hundido?
  
  —No, ahora recuerdo que lo están reparando.
  
  —¿Qué clase de barco tienes?
  
  —Un… Boston Whaler… de ocho metros…
  
  —¿Navegas?
  
  —¿Quieres decir a vela?
  
  —Sí, en un velero.
  
  —No. Me gustan las lanchas. ¿Tú navegas?
  
  —Un poco.
  
  Y así sucesivamente.
  
  Me había quitado la chaqueta y los zapatos y arremangado la camisa. Emma se había quedado descalza y ambos habíamos colocado los pies sobre la baranda. Su etérea prenda beige estaba por encima de sus rodillas.
  
  Levanté los prismáticos y contemplamos por turnos la bahía, los barcos, la marisma, que cuando era niño se llamaba pantano, el cielo y todo lo demás.
  
  Iba por la quinta cerveza y ella bebía tanto como yo. Me gustan las mujeres con aguante. Emma estaba ahora un poco alegre, pero con la cabeza lúcida y la voz clara.
  
  Tenía los prismáticos en una mano y una Bud en la otra.
  
  —Éste es un punto principal de encuentro en la ruta costera, una especie de lugar de reposo de las aves migratorias —dijo antes de mirar a lo lejos con los prismáticos—. Veo manadas de gansos canadienses, largas líneas onduladas de colimbos y filas zigzagueantes de patos. Se quedarán aquí hasta noviembre y luego seguirán su viaje rumbo sur. Las águilas blancas acaban en Sudamérica.
  
  —Me alegro.
  
  Dejó los prismáticos sobre su regazo y contempló el mar.
  
  —En los días de tormenta, cuando sopla fuerte viento del noreste, el cielo adquiere un tono gris plateado y los pájaros se comportan de forma extraña. Hay una sensación de aislamiento imponente, una belleza ominosa que es preciso sentir y oír además de verla.
  
  —¿Te gustaría ver el resto de la casa? —pregunté después de un rato de silencio.
  
  —Por supuesto.
  
  Hicimos la primera parada de la visita al primer piso en mi habitación y ya no proseguimos.
  
  En realidad tardó tres segundos en desprenderse de lo que llevaba puesto. Tenía un cuerpo firme, una hermosa piel canela, con todo exactamente en su lugar, como había imaginado.
  
  Me desabrochaba todavía la camisa cuando ella estaba ya completamente desnuda. Observó cómo me quitaba la ropa y miró fijamente mi tobillera y el revólver.
  
  He comprobado que a muchas mujeres no les gustan los hombres armados.
  
  —La ley me obliga a llevarlo —dije, lo que era cierto en la ciudad de Nueva York pero no necesariamente donde estábamos.
  
  —Fredric va armado —comentó.
  
  Interesante.
  
  En todo caso, ahora estaba por otras cosas, cuando se me acercó y me acarició el pecho.
  
  —¿Es esto una quemadura? —preguntó.
  
  —No, es el agujero de una bala —respondí y le mostré la espalda—. ¿Lo ves? Aquí está el de salida.
  
  —¡Dios mío!
  
  —No es más que una herida muscular. Fíjate en éste —agregué mientras le mostraba el orificio del abdomen inferior y el de salida, en la nalga.
  
  El de la pantorrilla era menos interesante.
  
  —Pudieron haberte matado.
  
  Me encogí de hombros. Gajes del oficio, señora.
  
  Me alegré de que la mujer de la limpieza hubiera cambiado las sábanas, de tener preservativos en la mesilla de noche y de que don Pedro reaccionara ante la presencia de Emma Whitestone. Desconecté el timbre del teléfono.
  
  Me arrodillé junto a la cama para rezar mis oraciones, Emma se acostó y rodeó mi cuello con sus largas piernas.
  
  Sin entrar en detalles, nos compaginamos bastante bien y nos quedamos dormidos, abrazados. Emma tuvo mucho tacto y no roncó.
  
  Cuando desperté desaparecía el sol por la ventana y Emma dormía a un lado de la cama, hecha un ovillo. Tuve la sensación de que debería haber estado realizando algo más provechoso que hacer el amor por la tarde. ¿Pero qué? En realidad, me estaban marginando y, a no ser que Max o Beth compartieran algunos datos conmigo, como la información forense, de las autopsias y demás, no me quedaba más remedio que proseguir sin ninguna de las ventajas técnicas de la ciencia policial moderna. Necesitaba informes telefónicos, huellas dactilares, más datos sobre Plum Island y acceso al escenario del crimen. Pero no creía que pudiera conseguir nada de eso.
  
  Así que no me quedaba más remedio que recurrir a mascar chicle, llamar por teléfono y hablar con personas que pudieran saber algo. Había decidido seguir adelante, independientemente de si a alguien no le gustaba la idea.
  
  Contemplé a Emma bañada por la pálida luz. Estaba dotada de una hermosura natural, e inteligencia.
  
  Abrió los ojos y me sonrió.
  
  —He visto que me mirabas.
  
  —Eres muy guapa.
  
  —¿Tienes alguna novia por aquí?
  
  —No. Hay alguien en Manhattan.
  
  —Manhattan no me preocupa.
  
  —¿Y tú? —pregunté.
  
  —Estoy entre varios compromisos.
  
  —Bien. ¿Quieres cenar conmigo?
  
  —Tal vez más tarde. Puedo preparar algo.
  
  —Tengo lechuga, mostaza, mantequilla, cerveza y galletas.
  
  Se incorporó, se desperezó y bostezó.
  
  —Necesito nadar un poco —dijo antes de levantarse y ponerse el vestido—. Vamos a la playa.
  
  —De acuerdo.
  
  Me levanté y me puse la camisa.
  
  Descendimos a la planta baja, cruzamos la sala de estar que conducía a la terraza, salimos al jardín y bajamos a la playa.
  
  —¿Éste es un lugar privado? —preguntó Emma.
  
  —Bastante.
  
  Se quitó el vestido y lo dejó al borde del embarcadero. Yo hice lo mismo con la camisa. Avanzó por la playa rocosa y se tiró al agua. La seguí.
  
  Al principio, el agua estaba fría y me cortó la respiración. Nadamos más allá del dique, hasta penetrar en la oscura bahía. Emma era una buena y resistente nadadora. Sentí que se me entumecía el hombro derecho y me empezó a resoplar el pulmón. Creía estar bastante fuerte, pero aquel esfuerzo era excesivo para mí. Nadé hacia el embarcadero y me agarré a la vieja escalera de madera.
  
  —¿Estás bien? —preguntó Emma después de acercarse.
  
  —Perfectamente.
  
  Nos mantuvimos a flote cerca del dique moviendo las piernas.
  
  —Me encanta nadar desnuda.
  
  —No tienes que preocuparte de que algo te muerda el gusano.
  
  —¿Pescas?
  
  —De vez en cuando.
  
  —Puedes pescar platijas desde este embarcadero.
  
  —Puedo conseguir platijas en el supermercado.
  
  —Si sales en tu barco sólo unos centenares de metros, puedes pescar trucha, pagro y otros peces.
  
  —¿Dónde puedo conseguir unas buenas chuletas?
  
  —La carne no es sana.
  
  —Tú te has comido una hamburguesa para almorzar.
  
  —Lo sé. Pero no es sana. Tampoco lo es hacer el amor con desconocidos —agregó.
  
  —Soy una persona intrépida, Emma.
  
  —Supongo que yo también lo soy; ni siquiera te conozco.
  
  —Por eso te gusto.
  
  Se rio.
  
  En realidad, la mayoría de las mujeres se sentían seguras con un policía. Si, por ejemplo, una mujer conocía a un policía en un bar, era de suponer que no era un psicópata asesino, que probablemente estaba sano y que llevaba algunos billetes en la cartera. Las mujeres no piden mucho hoy en día.
  
  Charlamos un poco, nos besamos y nos abrazamos. La sensación era realmente agradable, desnudos y medio sumergidos, flotando en el agua. Me gusta el agua salada, hace que me sienta limpio y lleno de vida.
  
  Llevé una mano a su increíble trasero y otra a su pecho, sin dejar de besarnos y de mover los pies para mantenernos a flote. No había disfrutado tanto desde hacía mucho tiempo. Emma llevó una mano a mi trasero y otra a mi periscopio, que se irguió inmediatamente.
  
  —¿Podemos hacerlo en el agua? —pregunté.
  
  —Es posible. Tienes que estar en buena forma. No debes dejar de mover los pies, conservar aire en los pulmones para mantenerte a flote y, al mismo tiempo, hacer el amor.
  
  —Pan comido. Mi artefacto de flotación es suficientemente grande para mantenernos a ambos a flote.
  
  Emma se rio. Logramos colmar nuestra hazaña acuática, asustando probablemente a muchos peces mientras lo hacíamos. En realidad, mi pulmón había mejorado.
  
  Después nos tumbamos de espaldas y flotamos.
  
  —Mira, mi timón sale del agua —comenté.
  
  —Creí que eso era el palo mayor —respondió después de echar una ojeada.
  
  Basta de travesuras náuticas. Levanté ligeramente la cabeza y vi cómo se alejaba de la orilla, arrastrada por la marea. Sus pechos parecían realmente dos islas volcánicas a la luz de la luna.
  
  —Mira, John. Estrellas fugaces.
  
  Miré hacia el cielo meridional y las vi.
  
  —Pide un deseo —dijo Emma.
  
  —De acuerdo. Deseo…
  
  —No lo digas, si no, no se cumplirá.
  
  —Ya se ha cumplido, Emma. Tú y yo.
  
  ¿No es eso romántico? Ya habíamos hecho el amor dos veces. Cuando desaparece la lujuria, lo que queda es odio o amor. Creo que estaba enamorado.
  
  —Es muy bonito —dijo Emma después de unos segundos de silencio.
  
  —Es verdad.
  
  Seguimos flotando.
  
  —Mira allí, en el firmamento de levante —dijo al cabo de un par de minutos—. ¿Ves la constelación de Andrómeda?
  
  —No sin ponerme las gafas.
  
  —Allí. Fíjate.
  
  Intentó relacionar un montón de estrellas para que la distinguiera, pero si allí había alguien llamada Andrómeda, yo no la veía.
  
  —Claro, ya lo tengo —respondí por cortesía—. Lleva zapatos de tacón.
  
  Emma dirigió la mirada más hacia el este.
  
  —Ahí está Pegaso. Ya sabes, el caballo alado de las musas.
  
  —Lo conozco. Aposté por él en la quinta carrera de Belmont el sábado pasado. Llegó cuarto a la meta.
  
  Emma había aprendido a no hacerme caso y prosiguió:
  
  —Pegaso nació de la espuma del mar y la sangre de Medusa asesinada.
  
  —Eso no constaba en el folleto.
  
  —¿Quieres volver a acostarte conmigo?
  
  —Sí.
  
  —Entonces deja de actuar como un listillo.
  
  —Trato hecho —respondí sinceramente.
  
  Vaya noche, con una brillante luna casi llena sobre nuestras cabezas, una suave brisa marina, el olor a mar y a sal, las estrellas que parpadeaban en un vasto firmamento azul oscuro, una mujer hermosa y nuestros cuerpos que se mecían rítmicamente en la superficie del agua, a merced de las olas. Difícil de mejorar. En general, mucho mejor que mi desagradable experiencia que casi me había costado la vida.
  
  Pensé en Tom y Judy. Miré al cielo y les mandé un bonito saludo, una especie de hola y adiós, y prometí hacer cuanto estuviera en mi mano para encontrar a su asesino. También les rogué que me dieran alguna pista.
  
  Supongo que fue la sensación de completo relajamiento, de satisfacción sexual o, tal vez, el hecho de observar las constelaciones y conectar los puntos de luz, pero fuera lo que fuese ahora lo había logrado. La imagen completa, los tintineos, los puntos y las líneas se unieron en una especie de torrente y mi mente se aceleró de tal modo que no podía seguir el ritmo de mis propios pensamientos.
  
  —¡Eso es! —exclamé. Expulsé tanto aire que me hundí.
  
  Volví a la superficie tosiendo y escupiendo y vi a Emma junto a mí con aspecto preocupado.
  
  —¿Estás bien?
  
  —¡Estupendo!
  
  —¿Estás…?
  
  —¡Los árboles del capitán Kidd!
  
  —¿Qué pasa con esos árboles?
  
  La agarré del brazo mientras ambos agitábamos las piernas para mantenernos a flote.
  
  —¿Qué me contaste sobre los árboles del capitán Kidd?
  
  —Dije que, según la leyenda, el capitán Kidd enterró parte de su tesoro bajo uno de los árboles en la cala de Mattituck. Se llaman los árboles del capitán Kidd.
  
  —Cuando hablamos del capitán Kidd nos referimos al pirata, ¿no es cierto?
  
  —Sí. William Kidd.
  
  —¿Dónde están esos árboles?
  
  —Al norte de aquí. Donde la cala se junta con el canal. ¿Por qué…?
  
  —¿Qué se sabe del capitán Kidd?, ¿qué tiene que ver con este lugar?
  
  —¿No lo sabes?
  
  —No. Por eso te lo pregunto.
  
  —Creía que todo el mundo lo sabía…
  
  —Yo no lo sé. Cuéntamelo.
  
  —Pues se supone que su tesoro está enterrado por aquí.
  
  —¿Dónde?
  
  —¿Dónde? Si lo supiera sería rica. —Sonrió—. Y no te lo contaría.
  
  Era abrumador. Todo encajaba… aunque podía estar completamente equivocado… No, maldita sea, cuadraba. Todo concordaba. Todas aquellas piezas desarticuladas, que parecían la teoría del caos en acción, se unían ahora para formar la teoría unificadora que lo explicaba todo.
  
  —Sí…
  
  —¿Estás bien? Pareces pálido o azul.
  
  —Estoy bien. Necesito una copa.
  
  —Yo también. El viento empieza a ser frío.
  
  Nadamos hasta la orilla, agarramos la ropa y corrimos desnudos por el jardín hasta la casa. Después de coger dos gruesos albornoces, saqué la botella de brandy de mi tío y dos copas. Nos sentamos en la terraza y contemplamos las luces del otro lado de la bahía. Un velero se deslizaba por el agua, con su fantasmagórica vela blanca a la luz de la luna, y unas pequeñas nubes surcaban velozmente el firmamento estrellado. Qué noche.
  
  «Me acerco. Ya casi lo tengo», dije para mis adentros, dirigiéndome a Tom y Judy.
  
  Emma me miró y levantó la copa.
  
  —Háblame del capitán Kidd —dije después de llenarle la copa de brandy.
  
  —¿Qué quieres saber?
  
  —Todo.
  
  —¿Por qué?
  
  —¿Por qué…? Me fascinan los piratas.
  
  —¿Desde cuándo? —preguntó después de observarme unos instantes.
  
  —Desde que era niño.
  
  —¿Tiene algo que ver con los asesinatos?
  
  Miré a Emma. A pesar de nuestra reciente intimidad, apenas la conocía y no estaba seguro de poder confiar en su discreción. También me percaté de que había expresado demasiado entusiasmo por el capitán Kidd.
  
  —¿Cómo podría estar relacionado el capitán Kidd con el asesinato de los Gordon? —pregunté, con el propósito de enfriar la situación.
  
  Emma se encogió de hombros.
  
  —No lo sé. Era yo quien te lo había preguntado.
  
  —Ahora no estoy de servicio. Sólo siento curiosidad por los piratas y cosas por el estilo —respondí.
  
  —Yo tampoco estoy de servicio. Se acabó la historia hasta mañana.
  
  —De acuerdo —dije—. ¿Te quedarás esta noche?
  
  —Tal vez. Deja que me lo piense.
  
  —Por supuesto.
  
  Puse una cinta de una gran orquesta y bailamos descalzos en la terraza posterior, con nuestros albornoces, mientras tomábamos brandy y contemplábamos la bahía y las estrellas.
  
  Era una de esas veladas embrujadas, como se dice, una de esas noches mágicas que a menudo son el preludio de algo menos agradable.
  
  
  
  
  
  Capítulo 19
  
  
  
  
  La señorita Emma Whitestone decidió pasar la noche en mi casa.
  
  Se levantó temprano, encontró el elixir bucal y se enjuagó la boca con tanto ruido que me despertó. Se duchó, utilizó mi secador para el cabello, se peinó con los dedos, encontró carmín y rímel en su bolso y se los aplicó frente al espejo de la cómoda, completamente desnuda.
  
  Mientras se ponía las bragas introdujo los pies en las sandalias y a continuación se puso el vestido por la cabeza. Cuatro segundos.
  
  Era una especie de mujer de bajo mantenimiento, que no necesitaba muchos sistemas de soporte vital para pasar la noche.
  
  No estoy acostumbrado a que las mujeres estén listas antes que yo y tuve que apresurarme en la ducha. Me puse los vaqueros más ajustados, una camiseta de tenis y unas zapatillas. Dejé el treinta y ocho encerrado en la cómoda.
  
  Por sugerencia de la señorita Whitestone nos dirigimos en coche al restaurante Cutchogue, una verdadera reliquia de los años treinta. El lugar estaba lleno de granjeros, repartidores, comerciantes locales, unos pocos turistas, camioneros y tal vez otra pareja que empezaba a conocerse durante el desayuno, después del sexo.
  
  —¿No murmurará la gente si te ven con la misma ropa de ayer? —pregunté cuando estábamos sentados junto a una pequeña mesa.
  
  —Hace años que dejaron de murmurar sobre mí.
  
  —¿Y qué me dices de mi reputación?
  
  —Tu reputación, John, sólo puede mejorar si te ven conmigo.
  
  Estábamos un poco inquietos esa mañana.
  
  Pidió un desayuno de salchichas, huevos, patatas fritas y tostadas después de comentar que no había cenado la pasada noche.
  
  —Te bebiste la cena —señalé—. Te ofrecí ir a por una pizza.
  
  —La pizza no es buena para la salud.
  
  —Lo que acabas de pedir tampoco es bueno para la salud.
  
  —No pienso almorzar. ¿Cenamos juntos?
  
  —Por supuesto. Iba a pedírtelo.
  
  —Estupendo. Recógeme a las seis en la floristería.
  
  —De acuerdo.
  
  Miré a mi alrededor y vi a dos policías de Southold uniformados, pero ni rastro de Max.
  
  Llegó la comida y desayunamos. Me encanta que cocinen los demás.
  
  —¿Por qué estás tan interesado en el capitán Kidd? —preguntó Emma.
  
  —¿Quién? Ah… los piratas. Bueno, es fascinante. Pensar que estuvo aquí, en el norte de Long Island. Creo que ahora lo recuerdo, de cuando era niño.
  
  —Anoche estabas eufórico —dijo después de mirarme.
  
  Después de mi explosión inicial de la noche anterior, que lamenté inmediatamente, había procurado actuar sosegadamente. Pero a la señorita Whitestone le parecía excesiva mi curiosidad.
  
  —Si encontrara ese tesoro, lo compartiría contigo —dije.
  
  —Eres muy galante.
  
  —Me gustaría volver a la sede de la sociedad histórica —dije con la mayor despreocupación posible—. ¿Te parece bien esta tarde?
  
  —¿Por qué?
  
  —Debo comprarle algo a mi madre en la tienda de regalos.
  
  —Si te haces socio, te haré descuento.
  
  —De acuerdo. ¿Qué te parece si te recojo a las cuatro?
  
  —De acuerdo —respondió encogiéndose de hombros.
  
  La miré a través de la mesa. La luz del sol bañaba su rostro. A veces, por la mañana, y realmente detesto reconocerlo, uno se pregunta en qué diablos pensaba la noche anterior o, en el peor de los casos, se pregunta si siente rencor por su pene. Pero esa mañana me sentía estupendamente. Me gustaba Emma Whitestone. Me gustó su forma de devorar dos huevos fritos, cuatro salchichas, una generosa porción de patatas fritas, tostadas con mantequilla, zumo de fruta y té con nata.
  
  Echó una ojeada al reloj de detrás del mostrador y me di cuenta de que ni siquiera llevaba reloj de pulsera. Esa dama era muy libre de espíritu y, al mismo tiempo, presidenta y archivera de la Sociedad Histórica Peconic. Bonito contraste, pensé.
  
  Me percaté de su popularidad por la cantidad de gente que le sonreía y la saludaba. Siempre era un buen indicio. Parece que me estaba enamorando por segunda vez en una semana y puede que fuera cierto. Sin embargo, me pregunté por el criterio de Emma Whitestone sobre los hombres, particularmente Fredric Tobin, y puede que también yo. Posiblemente no juzgara a los hombres, ni a la gente en general. Tal vez le gustaban todos. Ciertamente, Fredric y yo no podíamos ser más diferentes. Supuse que lo que le atraía de Fredric Tobin era el bulto en el bolsillo de sus pantalones, mientras que en mi caso era seguramente el bulto delante de los pantalones.
  
  En cualquier caso, charlamos un rato y estaba decidido a dejar para la tarde el tema de los piratas y el capitán Kidd. Pero se apoderó de mí la curiosidad. Acudió a mi mente una posibilidad remota, le pedí un lápiz a la camarera, escribí el número 44106818 en una servilleta y se lo mostré a Emma.
  
  —¿Ganaría si jugara a este número de la lotería? —pregunté.
  
  —El gordo. —Sonrió entre mordiscos de tostada—. ¿Dónde has conseguido esos números?
  
  —Algo que leí. ¿Qué significan?
  
  Miró a su alrededor y bajó la voz.
  
  —Cuando el capitán Kidd estaba en la cárcel de Boston, acusado de piratería, hizo llegar clandestinamente una nota a su esposa Sarah y al final de la página figuraban esos números.
  
  —¿Y?
  
  —Y todo el mundo intenta descifrarlos desde hace trescientos años.
  
  —¿Qué crees que significan?
  
  —Lo más evidente es que estén relacionados con su tesoro escondido.
  
  —¿No podría ser el número del resguardo de la lavandería?
  
  Levantó la mirada al cielo. En realidad, era demasiado temprano para mi sentido del humor.
  
  —No quiero hablar aquí de ese tema —dijo Emma—. La última vez que se desencadenó la fiebre del capitán Kidd fue en los años cuarenta y no quiero ser responsable de otra búsqueda masiva del tesoro.
  
  —De acuerdo.
  
  —¿Tienes hijos? —preguntó.
  
  —Probablemente.
  
  —En serio.
  
  —No, no tengo hijos. ¿Y tú?
  
  —Tampoco. Pero me gustaría tenerlos.
  
  Y así sucesivamente. Al cabo de un rato volví al tema de los números y le hablé en un susurro.
  
  —¿Podrían ser las coordenadas de un mapa?
  
  Estaba claro que no quería hablar de ello pero respondió:
  
  —Es lo más evidente. Unas coordenadas cartográficas de ocho cifras: minutos y segundos. Corresponden, por cierto, a algún lugar cercano a la isla de los Renos, en Maine. Los desplazamientos de Kidd cuando regresó a la zona de Nueva York en 1.699 están bastante bien documentados, día a día, con testimonios fiables —agregó después de inclinarse sobre la mesa—, de modo que una visita a la isla de los Renos para enterrar el tesoro parece improbable. Sin embargo, existe otra leyenda respecto a esa isla. Se supone que John Jacob Astor encontró el tesoro de Kidd, o de algún otro pirata, en la isla de los Renos y ése fue el origen de la fortuna de los Astor —añadió y tomó un sorbo de té—. Hay docenas de libros, obras de teatro, canciones, rumores, leyendas y mitos sobre el tesoro enterrado del capitán Kidd. El noventa y nueve por ciento no es más que eso, mitos.
  
  —De acuerdo, ¿pero esos números que Kidd le escribió a su esposa no son la prueba indiscutible de algo?
  
  —Sí, algo significan. Pero, aunque sean coordenadas cartográficas, la navegación en aquella época era demasiado imprecisa para señalar un lugar concreto con exactitud, especialmente la longitud. Puede haber centenares de metros de margen en unas coordenadas de ocho cifras, con minutos y segundos, según los métodos disponibles en 1.699. Incluso hoy en día, con instrumentos de navegación por satélite, puede haber un desfase de entre tres y seis metros. Cuando uno excava en busca de un tesoro, un desfase de seis metros puede suponer muchos agujeros. Creo que se ha abandonado la hipótesis de las coordenadas en favor de otras teorías.
  
  —¿Por ejemplo?
  
  Suspiró exasperada y miró a su alrededor antes de responder.
  
  —Observa —dijo al tiempo que agarraba el lápiz y una servilleta, y le daba a cada número su letra correspondiente del abecedario, para obtener la combinación D-D-A-O-F-H-A-H—. Creo que la clave está en las tres últimas letras.
  
  —¿H-A-H?
  
  —Efectivamente.
  
  Examiné las letras en ambas direcciones e invertidas.
  
  —¿Era Kidd disléxico?
  
  Emma soltó una carcajada.
  
  —Pierdes el tiempo, John. Mejores cerebros que el tuyo y el mío han intentado descifrarlo desde hace trescientos años. Que sepamos, puede tratarse de un número carente de significado, de una broma.
  
  —¿Pero por qué? Kidd estaba en la cárcel, acusado de un delito que se pagaba con la horca…
  
  —Bien, de acuerdo, no carece de significado ni es una broma. Pero sólo tenía sentido para Kidd y su esposa. Ella pudo visitarle varias veces en la cárcel, hablaron. Sentían devoción el uno por el otro. Puede que le hubiera dado alguna pista verbalmente o en otra carta perdida desde entonces.
  
  Eso era interesante; parecido a lo que hago, salvo que aquella pista tenía trescientos años de antigüedad.
  
  —¿Hay otras teorías?
  
  —La más aceptada es que los números representan pasos, que era la forma tradicional de los piratas para señalar el lugar donde escondían sus tesoros.
  
  —¿Pasos?
  
  —Sí.
  
  —¿Pasos desde dónde?
  
  —Eso es lo que sabía la señora Kidd y tú no.
  
  —¡Caramba! —exclamé mientras contemplaba los números—. Son muchos pasos.
  
  —También hay que conocer el código personal —respondió y examinó la servilleta—. Podría significar cuarenta y cuatro pasos en dirección a diez grados y sesenta y ocho pasos en dirección a dieciocho. O viceversa. O leído a la inversa. Quién sabe. Poco importa si uno desconoce el punto de partida.
  
  —¿Crees que el tesoro está enterrado bajo uno de esos viejos robles, los árboles del capitán Kidd?
  
  —No lo sé. O el tesoro ha sido encontrado y la persona que lo descubrió no divulgó su hallazgo o nunca ha habido ningún tesoro o sigue sepultado y así permanecerá eternamente.
  
  —¿Tú qué opinas?
  
  —Creo que debo ir a abrir mi tienda.
  
  Arrugó la servilleta y me la puso en el bolsillo de mi camisa. Pagué la cuenta y salimos. El restaurante estaba a cinco minutos de la Sociedad Histórica Peconic, donde Emma había dejado su furgoneta. Entré en el aparcamiento y ella me dio un beso en la mejilla como si fuéramos más que amantes.
  
  —Te veré a las cuatro —dijo Emma—. Floristería Whitestone, calle Mayor, Mattituck.
  
  Se apeó, subió a su furgoneta, tocó la bocina, saludó con la mano y se alejó.
  
  Me quedé un rato sentado en mi Jeep mientras escuchaba las noticias locales. Me habría puesto en camino, pero no sabía adónde ir. La verdad es que había agotado la mayoría de mis pistas y no disponía de un despacho donde sentarme a mover papeles. No recibiría ninguna llamada de testigos, del forense ni de nadie. Incluso eran muy pocos los que sabían dónde mandarme una pista anónima. En resumen, me sentía como un detective privado, aunque no disponía siquiera de permiso para ello.
  
  No obstante, a pesar de todo, había hecho algunos descubrimientos sorprendentes desde que había conocido a Emma Whitestone. Si tenía alguna duda respecto a la causa del asesinato de los Gordon, aquel número, 44106818, escrito en sus cartas de navegación, debía disiparla.
  
  Por otra parte, aunque fuera cierto que Tom y Judy Gordon eran buscadores de tesoros, y todas las pruebas indicaban que sí, no podía llegarse necesariamente a la conclusión de que su búsqueda de tesoros fuera la causa de su muerte. ¿Cuál era el vínculo probable entre las excavaciones arqueológicas de Plum Island y los balazos que habían acabado con sus vidas en el jardín de su casa?
  
  Llamé para comprobar mi contestador automático. Había dos mensajes: uno de Max, para preguntar dónde debía mandar el cheque de un dólar y otro de mi jefe, el teniente de detectives Wolfe, para insistir en que le llamara urgentemente a su despacho y recordarme que estaba con el agua al cuello y no dejaba de hundirme.
  
  Puse el coche en marcha y empecé a conducir. A veces es bueno circular simplemente.
  
  «Últimas noticias sobre el doble asesinato de dos científicos de Plum Island en Nassau Point —decía el locutor por la radio—. La policía local de Southold y la policía del condado de Suffolk han hecho público un comunicado conjunto». El locutor, que sonaba como Dom el martes por la mañana, leyó dicho comunicado. Si lográramos que las estrellas de los medios de comunicación de la ciudad leyeran los mensajes sin comentarios, estaríamos en el cielo de las relaciones públicas. El comunicado conjunto era como un globo aerostático, sin nadie en la cesta salvo los dos cadáveres. Hacía hincapié en el robo de la vacuna contra el Ébola como motivo del asesinato. En otro mensaje, el FBI declaraba que se desconocía si los culpables eran del país o extranjeros, pero que disponían de algunas pistas fiables. La Organización Mundial de la Salud expresaba su preocupación por el robo de esa «vacuna vital y de gran importancia», tan necesaria en muchos países del tercer mundo. Y así sucesivamente.
  
  Lo que me molestaba era que la versión oficial calificaba a Tom y a Judy de ladrones cínicos y despiadados: en primer lugar, habían robado tiempo y recursos del laboratorio donde trabajaban; luego, después de elaborar en secreto una vacuna, habían robado la fórmula y supuestamente algunas muestras, que se proponían vender por una fortuna. Entretanto, millares de africanos morían de aquella terrible enfermedad.
  
  Me imaginé a Nash, a Foster, a los cuatro individuos trajeados que había visto apearse del transbordador y a un puñado de dirigentes de la Casa Blanca y del Pentágono saturando las líneas telefónicas entre Plum Island y Washington. Cuando descubrieron que el trabajo de los Gordon estaba relacionado con vacunas genéticamente alteradas, a aquellos genios se les ocurrió la tapadera perfecta. Para ser justos, pretendían evitar el pánico a una plaga, pero habría apostado mis tres cuartos potenciales de pensión vitalicia por inutilidad a que nadie en Washington había considerado la reputación de los Gordon o de sus familias al elaborar la historia que los calificaba de ladrones.
  
  La paradoja, si es que la había, era que Foster, Nash y el gobierno estaban todavía convencidos de que los Gordon habían robado uno o varios gérmenes patológicos. Los altos mandos de Washington, empezando por el propio presidente, dormían todavía con los trajes de biocontención encima de sus pijamas. Bien. Que se jodan.
  
  Paré en una tienda de Cutchogue para comprar un frasco de café y un montón de diarios: el New York Times, el Post, el Daily News y el Newsday de Long Island. En los cuatro periódicos, el caso de los Gordon había quedado relegado a unas pocas líneas en páginas interiores. Ni siquiera el Newsday prestaba mucha atención al asesinato local. Estaba seguro de que mucha gente en Washington se alegraba de que la noticia se apagara. Y yo también me alegraba; dejaba mis manos tan libres como las suyas.
  
  Y mientras Foster, Nash y compañía buscaban agentes y terroristas extranjeros, yo me regiría por mi corazonada y por mis sentimientos respecto a Tom y Judy Gordon. Me alegraba, y no me había sorprendido demasiado, descubrir que era cierto lo que había pensado desde el primer momento: que aquello nada tenía que ver con la guerra biológica, con drogas, ni con nada ilegal. Bueno, no excesivamente ilegal.
  
  De todos modos, seguía sin saber quién los había asesinado. Pero era igualmente importante saber que no eran delincuentes y estaba decidido a limpiar su reputación.
  
  Me tomé el café, arrojé los periódicos al asiento trasero y emprendí la marcha. Me dirigí al Soundview, un motel junto al mar de los años cincuenta. Me acerqué a la recepción y pregunté por los señores Foster y Nash. El joven recepcionista me respondió que los caballeros que le había descrito ya se habían marchado.
  
  Conduje, me resisto a reconocer que sin rumbo fijo, pero si uno no sabe hacia dónde va ni por qué, o es funcionario del gobierno o deambula sin rumbo fijo.
  
  Decidí dirigirme a Orient Point. Hacía de nuevo buen día, un poco más fresco y ventoso, pero agradable.
  
  Fui hacia la estación del transbordador de Plum Island. Deseaba controlar los coches del aparcamiento, comprobar si había alguna actividad inusual o tal vez encontrarme con alguien interesante. Cuando me acerqué a la puerta de la estación, un guardia de seguridad de Plum Island se situó en medio del paso y levantó la mano. Soy tan amable que no quise atropellarle.
  
  —¿En qué puedo ayudarle, señor? —preguntó después de acercarse a la ventanilla del coche.
  
  —Trabajo con el FBI en el casó Gordon —respondí, mostrándole la cartera con mi placa y el documento de identidad.
  
  Observé su rostro mientras examinaba detenidamente la placa y el documento. Yo estaba claramente en su lista de saboteadores, espías y pervertidos, y no se lo tomaba a la ligera.
  
  —Tenga la bondad de parar aquí —dijo después de mirarme fijamente unos instantes y aclararse la garganta—. Le conseguiré un pase.
  
  —De acuerdo.
  
  Paré donde me había indicado. No esperaba encontrarme con un guardia de seguridad en la puerta, aunque debería haberlo previsto. Cuando el individuo entró en el edificio, yo seguí hacia el aparcamiento. Siento aversión a la autoridad.
  
  Lo primero que observé fue la presencia de dos carros blindados en la plataforma de embarque del transbordador. Vi a dos hombres uniformados en cada uno de ellos y, cuando me acerqué, comprobé que tanto ellos como los vehículos pertenecían a la infantería de marina. No había visto un solo vehículo militar en Plum Island el martes por la mañana, pero desde entonces el mundo había cambiado.
  
  También avisté un gran Caprice negro, que podía ser el de los cuatro individuos trajeados que había visto el martes. Tomé nota de la matrícula.
  
  Luego, mientras circulaba entre el centenar aproximado de coches aparcados, vi un Ford Taurus blanco de alquiler, que casi con toda seguridad era el que utilizaban Nash y Foster. Hoy sucedía algo importante en Plum Island.
  
  Ninguno de los transbordadores estaba en el embarcadero ni se vislumbraba en el horizonte y, salvo los marines que esperaban para embarcar en sus carros blindados, no había nadie a la vista.
  
  Pero, cuando miré por el retrovisor, vi cuatro guardias de seguridad con uniforme azul que daban voces y agitaban los brazos. ¡Maldita sea!
  
  Conduje hacia ellos.
  
  —¡Alto! ¡Alto! —oí que gritaban.
  
  Afortunadamente no desenfundaban sus armas.
  
  —¡Alto! ¡Alto! —respondí mientras conducía en círculos a su alrededor para que el informe a los señores Nash y Foster fuera entretenido.
  
  Luego, después de describir un par de ochos y antes de que alguien cerrara la puerta de acero o decidieran utilizar sus armas, me dirigí a la salida. Giré a la izquierda por la carretera principal, apreté el acelerador y me encaminé de regreso al oeste. Nadie disparó. Ésa es la razón por la que adoro este país.
  
  En menos de dos minutos llegué al istmo que une Orient a East Marion. A mi derecha estaba el canal, a mi izquierda, la bahía y muchas aves en medio. La ruta costera atlántica. Cada día se puede aprender algo nuevo.
  
  De pronto, se me acercó una enorme gaviota blanca desde las alturas. Descendió en picado, con un vuelo perfectamente sincronizado y ejecutado, abrió ligeramente las alas para reducir el ángulo de descenso, niveló el vuelo y se elevó de nuevo; entonces, con una sincronización impecable, soltó su carga morada y verde sobre mi parabrisas. Hay días para todo.
  
  Conecté el limpiaparabrisas, pero el depósito de agua estaba vacío y no hice más que desparramar aquella sustancia por todo el cristal. Qué asco. Tuve que detenerme.
  
  —Maldita sea.
  
  Nunca carente de ingenio, cogí la exquisita botella de Tobin Merlot del asiento trasero y mi cortaplumas suizo, provisto de sacacorchos, de la guantera. Descorché la botella y vertí parte del vino sobre el parabrisas, mientras las varillas limpiadoras se agitaban de un lado para otro. Tomé un trago. No estaba mal. Vertí un poco más sobre el cristal y bebí otro poco. El conductor de un coche que pasaba tocó la bocina y me saludó con la mano. Afortunadamente, los ingredientes de aquella sustancia y los del vino eran aproximadamente los mismos y el parabrisas quedó bastante limpio, aunque con una película morada. Vacié la botella y la arrojé sobre el asiento trasero.
  
  De nuevo en camino, pensé en Emma Whitestone. Yo pertenezco a esa clase de hombres que siempre mandan flores al día siguiente. Pero mandarle flores a una florista parecía redundante. Con toda probabilidad, ella misma recibiría la orden de prepararlas. Haría un ramo y se lo entregaría a sí misma. Basta de bobadas, como diría Emma. Debía comprarle un regalo. Una botella de vino Tobin tampoco parecía apropiado, teniendo en cuenta que eran examantes y todo eso. Además, ella tenía acceso a toda la artesanía local y las baratijas de las tiendas de regalos. Maldita sea, estaba en un aprieto. Detesto comprar joyas o ropa para las mujeres, pero puede que no tuviera otro remedio.
  
  De nuevo en la carretera principal, paré en una estación de servicio para repostar. También llené el depósito del limpiaparabrisas, limpié el cristal e invertí en un mapa de la zona.
  
  Aproveché para observar la carretera y comprobar si había alguien aparcado cerca de allí que me vigilara. No parecía que nadie me siguiera y soy bueno para descubrir cuando alguien lo hace, sin contar el incidente de la calle Ciento Dos Oeste.
  
  A pesar de que no creía correr ningún peligro, pensé en regresar a mi casa en busca del revólver, pero decidí no hacerlo.
  
  Armado ahora sólo con un mapa y mi intelecto privilegiado, me dirigí al norte hacia los acantilados. Con cierta dificultad, encontré por fin el camino sin asfaltar que conducía al promontorio adecuado. Paré, me apeé y subí a la cima.
  
  En esta ocasión, examiné el suelo entre hierbajos y matorrales. Encontré la piedra donde me había sentado y comprobé que era suficientemente grande para servir como punto de referencia si uno fuera a enterrar algo.
  
  Me acerqué al borde del acantilado. Era evidente que había habido mucha erosión en los últimos trescientos años, de modo que algo enterrado en la parte norte del promontorio, que daba al canal, podía haber quedado expuesto por efecto del agua y del viento e incluso haberse caído a la playa. Ahora empezaba a atar cabos.
  
  Bajé del promontorio y me subí al Jeep. Con la ayuda de mi nuevo mapa me dirigí al oeste de la ensenada de Mattituck. Y helo ahí; no, no los árboles del capitán Kidd, sino un rótulo en el que se leía: «Hacienda del Capitán Kidd». Al parecer, el sueño comercial de algún promotor. Entré en la Hacienda del Capitán Kidd, que consistía en un pequeño conjunto de ranchos de los años sesenta y chalets al estilo de Cape Cod. Vi a un chiquillo que circulaba en bicicleta y le llamé.
  
  —¿Sabes dónde están los árboles del capitán Kidd? —pregunté.
  
  El chiquillo, de unos doce años, no respondió.
  
  —Se supone que hay un lugar cerca de la desembocadura con un grupo de árboles conocidos como los árboles del capitán Kidd —agregué.
  
  Me miró, observó mi cuatro por cuatro y supongo que le parecí una especie de Indiana Jones, porque me preguntó:
  
  —¿Va a buscar el tesoro?
  
  —No, en absoluto. Sólo quiero fotografiar los árboles.
  
  —Enterró el arca de su tesoro bajo uno de esos árboles.
  
  Al parecer, todos menos yo estaban al corriente de la situación. Eso le sucede a uno por no prestar atención.
  
  —¿Dónde están los árboles? —pregunté.
  
  —Mis amigos y yo excavamos un buen agujero en una ocasión, antes de que nos echase la policía. Los árboles están en el parque, de modo que no está permitido excavar.
  
  —Sólo quiero tomar unas fotografías.
  
  —Si quiere excavar, vigilaré por si llega la policía.
  
  —De acuerdo. Muéstrame el camino.
  
  Seguí al chiquillo de la bicicleta por un camino sinuoso que descendía hacia el canal y acababa en un parque junto a la playa, donde estaban sentadas unas jóvenes madres con sus hijos en cochecitos. A la derecha estaba la ensenada de Mattituck y, en su interior, un puerto deportivo. Paré a un lado y me apeé. No vi ningún roble de gran tamaño, sólo arbustos y pequeños árboles al otro lado del camino. El terreno limitaba con la playa al norte y con la ensenada al este. Al oeste vi un promontorio que daba al mar. Al sur, por donde había llegado, había una zona elevada que era la Hacienda del Capitán Kidd.
  
  —¿Dónde está su pala? —preguntó el chiquillo.
  
  —Sólo tomo fotografías.
  
  —¿Dónde está su máquina?
  
  —¿Cómo te llamas?
  
  —Billy. ¿Y usted?
  
  —Johnny. ¿Es éste el lugar?
  
  —Por supuesto.
  
  —¿Dónde están los árboles del capitán Kidd?
  
  —Ahí, en el parque —respondió mientras señalaba un gran prado.
  
  Parecía un terreno abandonado, que formaba parte del parque de la playa, más semejante a una reserva natural que lo que mi mente de Manhattan concebía como parque.
  
  —¿Ve ése grande de allá? Ahí fue donde Jerry y yo excavamos. Una de estas noches continuaremos.
  
  —Buena idea. Echemos una ojeada.
  
  Billy dejó caer su bicicleta sobre la hierba y mi nuevo compañero y yo empezamos a caminar por el prado. La hierba estaba muy crecida, pero los matorrales estaban bastante dispersos y era fácil andar entre ellos. Evidentemente, Billy no había prestado atención en las clases de ciencias naturales, porque habría sabido que aquellos pocos árboles no podían tener trescientos o cuatrocientos años. En realidad, no había esperado encontrarme con robles de treinta metros de altura y huesos y calaveras grabados en los troncos.
  
  —¿Tiene una pala en el coche? —preguntó Billy.
  
  —No, de momento sólo inspecciono. Volveremos mañana con excavadoras.
  
  —¿En serio? Si encuentra el tesoro debe compartirlo.
  
  —Si encuentro el tesoro, muchacho —respondí en mi mejor acento de pirata—, degollaré a todos los que quieran compartirlo.
  
  Billy se agarró el cuello con las manos e hizo como si lo estuviera degollando.
  
  Seguí avanzando y pateando el suelo arenoso hasta encontrar por fin lo que buscaba: un enorme tocón medio podrido, cubierto de tierra y vegetación.
  
  —¿Has visto otros tocones como éste? —pregunté.
  
  —Sí —respondió Billy—. Están por todas partes.
  
  Miré a mi alrededor e imaginé aquellos antiguos robles de la época colonial que poblaban aquella llanura junto a la ensenada del canal. Era un paraíso natural para barcos y tripulantes e imaginé un velero de tres mástiles que penetraba en el canal y fondeaba cerca de la orilla. Un puñado de hombres llegaban en un bote a la ensenada y desembarcaban aproximadamente donde yo había aparcado mi coche en el camino. Amarraban el bote a un árbol y avanzaban por la orilla. Llevaban algo, un baúl, igual que Tom y Judy cuando desembarcaron. Los marinos, William Kidd y algunos acompañantes, penetraban en el robledal, elegían un árbol, excavaban un agujero, enterraban el tesoro, marcaban el árbol y se marchaban, con la intención de regresar algún día. Evidentemente, nunca lo hicieron. De ahí que existan tantas leyendas sobre el tesoro enterrado.
  
  —Ése es el árbol donde Jerry y yo excavamos. ¿Quiere verlo? —preguntó Billy.
  
  —Por supuesto.
  
  Nos acercamos a un cerezo silvestre retorcido y azotado por el viento, de unos cinco metros de altura. Billy señaló la base del árbol, donde un agujero superficial había sido rellenado de arena.
  
  —Aquí —dijo.
  
  —¿Por qué no al otro lado del árbol?, ¿o a unos metros de él?
  
  —No lo sé… Intentamos adivinarlo. Por cierto, ¿tiene un mapa?, ¿un mapa del tesoro?
  
  —Sí. Pero si te lo enseño, me veré obligado a arrojarte por la borda.
  
  —¡Aaah! —exclamó, con una imitación aceptable de alguien que se sume en la eternidad.
  
  —¿Por qué no has ido hoy a la escuela? —pregunté cuando me encaminaba hacia el coche junto a mi compañero Billy.
  
  —Hoy es el día de Rosh Hashanah.
  
  —¿Eres judío?
  
  —No, pero mi amigo Danny lo es.
  
  —¿Dónde está Danny?
  
  —En la escuela.
  
  Aquel chiquillo era un abogado en potencia.
  
  Llegamos al coche y encontré un billete de cinco dólares en mi cartera.
  
  —Toma, Billy, gracias por tu ayuda.
  
  —¡Caramba, gracias! —exclamó después de aceptar el dinero—. ¿Necesita algo más?
  
  —No, debo regresar para presentar mi informe en la Casa Blanca.
  
  —¿La Casa Blanca?
  
  Levanté la bicicleta, se la entregué, subí a mi Jeep y puse el motor en marcha.
  
  —El árbol donde excavasteis no es suficientemente viejo para haber existido en la época del capitán Kidd —dije.
  
  —¿En serio?
  
  —El capitán Kidd vivió hace trescientos años.
  
  —¡No me diga!
  
  —¿Has visto esos tocones podridos en el suelo? Eran grandes árboles cuando el capitán Kidd desembarcó en esta orilla. Intenta cavar junto a uno de ellos.
  
  —¡Caramba, muchas gracias!
  
  —Si encuentras el tesoro, volveré a por mi parte.
  
  —De acuerdo. Pero puede que mi amigo Jerry intente degollarle. Yo no lo haría, porque nos ha dicho dónde está el tesoro.
  
  —Tal vez sea a ti a quien Jerry degüelle.
  
  —¡Aaah! —exclamó antes de marcharse.
  
  Próxima parada, un regalo para Emma. De camino, coloqué algunas piezas en mi rompecabezas mental.
  
  Evidentemente, podía haber más de un tesoro escondido, pero el que los Gordon buscaban y tal vez encontraron estaba enterrado en Plum Island. Estaba bastante seguro.
  
  Plum Island es propiedad gubernamental y cualquier objeto encontrado en su suelo pertenece al gobierno, concretamente al Departamento de Interior.
  
  Así que la forma más sencilla de quitarle al César un tesoro de sus tierras consistía en trasladarlo a un terreno de tu propiedad. Pero si sólo lo alquilas, podía resultar problemático. De ahí la media hectárea frente al mar que le habían comprado a Margaret Wiley.
  
  Pero quedaban algunas incógnitas. ¿Cómo sabían los Gordon, por ejemplo, que podía haber un tesoro escondido en Plum Island? Respuesta: lo habían averiguado gracias a su interés y pertenencia a la Sociedad Histórica Peconic. O alguna otra persona sabía desde hacía tiempo que podía haber un tesoro enterrado en Plum Island, pero dicha persona, o personas, no tenía acceso a la isla y cultivó la amistad de los Gordon, que, como trabajadores veteranos, gozaban de un acceso casi ilimitado. En algún momento, dicha persona, o personas, reveló a los Gordon esa información, elaboraron un plan, hicieron un trato y lo sellaron con sangre a la luz de una vela parpadeante o algo por el estilo.
  
  Tom y Judy eran buenos ciudadanos, pero no unos santos. Recordé algo que Beth había dicho, «el oro seductor de los santos», y comprendí lo apropiado que era.
  
  Evidentemente, los Gordon se proponían enterrar de nuevo el tesoro en su propio terreno, para luego descubrirlo, proclamar su hallazgo y pagar honradamente sus impuestos al Tío Sam y al Estado de Nueva York. Pero puede que su socio tuviera otra idea. Sí señor. El socio no estaba dispuesto a contentarse con el cincuenta por ciento del botín, sobre el que probablemente había que pagar unos impuestos considerables.
  
  Entonces me pregunté cuánto podía valer el tesoro. Evidentemente, lo suficiente para cometer un doble asesinato.
  
  Una teoría, como explico en mis clases, debe ajustarse a todos los hechos. Si no lo hace, es preciso examinar los hechos. Si los hechos son correctos y la hipótesis no encaja, hay que modificar la teoría.
  
  En este caso, la mayoría de los hechos iniciales sugería una hipótesis errónea. Además, por fin disponía de lo que los físicos denominan una teoría unificada: las supuestas excavaciones arqueológicas en Plum Island, la costosa lancha, la lujosa casa junto al mar, el Spirochete fondeado cerca de Plum Island, la pertenencia a la Sociedad Histórica Peconic, media hectárea de terreno aparentemente inútil junto al canal y, posiblemente, el viaje a Inglaterra. Si añadía además el capricho de los Gordon de izar la bandera pirata, el baúl desaparecido y el número de ocho cifras en su carta de navegación, disponía de una teoría unificada bastante sólida, que permitía unir todos aquellos cabos aparentemente sueltos.
  
  O existía también la posibilidad, una posibilidad perfectamente factible, de que hubiera perdido demasiada sangre de mi cerebro y estuviera totalmente equivocado, completamente desfasado, mentalmente incapacitado para prestar servicio como detective y suficientemente afortunado de que me permitieran patrullar por las calles de Staten Island.
  
  Eso también era posible. No había más que fijarse en Foster y Nash, un par de individuos razonablemente inteligentes con todos los recursos del mundo a su disposición, totalmente descaminados siguiendo pistas erróneas. Tenían buenos cerebros, pero estaban limitados por su estrecha visión del mundo: intrigas internacionales, la guerra biológica, el terrorismo internacional y todo lo demás. Probablemente nunca habían oído hablar del capitán Kidd. ¡Estupendo!
  
  No obstante, a pesar de mi teoría unificada, aún había datos que desconocía y cuestiones que no comprendía. Una cosa que no sabía era quién había asesinado a Tom y Judy. A veces, uno atrapa al asesino antes de poseer todos los datos o antes de comprender lo que uno tiene; en dichos casos, a veces el asesino puede ser amable y explicarle a uno lo que le faltaba, lo que no había comprendido, sus motivos, etcétera. Cuando obtengo una confesión no espero sólo una admisión de culpabilidad, sino una lección sobre la mente criminal. Eso es provechoso para el futuro y siempre hay una próxima vez.
  
  En este caso, tenía lo que a mi parecer era el motivo, pero no al asesino. Lo único que sabía de él, o ella, era que se trataba de alguien muy inteligente. No podía imaginar que los Gordon hubieran planeado un delito con un idiota.
  
  Uno de los puntos en mi mapa mental de este caso eran los viñedos Tobin. Incluso ahora, después de haber descubierto lo del capitán Kidd y elaborado mi teoría unificada, seguía sin comprender cómo encajaba la relación entre Fredric Tobin y los Gordon en el panorama global.
  
  O puede que sí… Me dirigí a los viñedos Tobin.
  
  
  
  
  
  Capítulo 20
  
  
  
  
  El Porsche blanco del propietario estaba en el aparcamiento. Aparqué mi Jeep, me apeé y me dirigí a la bodega.
  
  La planta baja de la torre central conectaba varias alas y yo entré por la zona de recepción. Tanto en la escalera como en el ascensor había letreros que decían «Sólo personal». En realidad, el ascensor por el que había salido el señor Tobin en nuestro encuentro anterior estaba cerrado con llave y subí por la escalera, que de todos modos es lo que prefiero. Era, en realidad, de acero y hormigón, de las usadas habitualmente como salidas de incendio, construida en el interior de la torre de cedro, con una puerta de acero en cada planta, sobre la que se leía: «Primer piso, contabilidad, personal, facturación», «Segundo piso, ventas, marketing, entregas», y así sucesivamente.
  
  En el tercer piso había un letrero que decía «Oficinas ejecutivas». Seguí hasta el cuarto piso, donde había otra puerta de acero sin distintivo alguno. Tiré del pomo, pero estaba cerrada con llave. Me percaté de que había una cámara de vigilancia y un intercomunicador.
  
  Regresé al tercer piso, donde la puerta de las oficinas ejecutivas daba a una zona de recepción. Había un mostrador circular, sin nadie a la vista. Desde la zona de recepción, cuatro puertas daban a despachos que, según pude ver, tenían una especie de forma de tarta, como correspondía evidentemente a la planificación circular de las plantas. En cada despacho había una gran ventana al exterior de la torre. Había una quinta puerta que estaba cenada.
  
  No vi a nadie tras los escritorios de los despachos cuyas puertas estaban abiertas y, puesto que era la una y media, supuse que habían salido a almorzar.
  
  Entré en la recepción y miré a mi alrededor. Los muebles parecían tapizados en cuero auténtico, evidentemente purpúreo, y de las paredes colgaban reproducciones de Pollock y De Kooning o, tal vez, los garabatos de los hijos y nietos del personal. Una cámara de vídeo me observaba y saludé con la mano.
  
  Se abrió la puerta cerrada y salió una mujer de aspecto eficaz que aparentaba unos treinta años.
  
  —¿En qué puedo ayudarle? —preguntó.
  
  —Tenga la bondad de decirle al señor Tobin que está aquí el señor Corey.
  
  —¿Tiene una cita con él, señor?
  
  —Tengo una cita permanente.
  
  —El señor Tobin está a punto de salir para ir a almorzar. En realidad lleva retraso.
  
  —Lo llevaré en mi coche. Por favor, dígale que estoy aquí y que es importante.
  
  Detesto exhibir la placa en el despacho de alguien, a no ser que esté allí para ayudarle o para ponerle las esposas. Pero son los casos intermedios en los que la gente puede molestarse si uno asusta al personal y abusa de su autoridad.
  
  Volvió a la puerta cerrada, llamó, entró y la cerró de nuevo a su espalda. Esperé un minuto entero, que es un alarde de paciencia para mí, antes de entrar en el despacho. El señor Tobin y la joven mantenían una conversación, de pie junto al escritorio. Él se frotaba la perilla, con un aspecto un tanto mefistofélico. Llevaba una chaqueta color borgoña, pantalón negro y camisa a rayas. Me miró, pero sin corresponder a mi amable sonrisa.
  
  —Lamento irrumpir de este modo en su despacho, señor Tobin, pero tengo un poco de prisa y sabía que no le importaría.
  
  Le indicó a la joven que se retirara y siguió de pie. Era un auténtico caballero y no demostró siquiera que estuviera enojado.
  
  —Éste es un placer inesperado —dijo.
  
  Me encanta la expresión.
  
  —También para mí —respondí—. En realidad no esperaba verle hasta el día de la fiesta, pero entonces, de pronto, surgió su nombre.
  
  —¿Cómo surgió?
  
  Cuando me acosté con su exnovia, pensé. Pero se me ocurrió algo más educado.
  
  —Hablaba con alguien del caso. Ya sabe, sobre Tom y Judy, su afición al vino y lo encantados que estaban de conocerle, cuando la persona en cuestión mencionó que también le conocía a usted. De ese modo surgió su nombre.
  
  No mordió el anzuelo.
  
  —¿Y ésa es la razón de su presencia?
  
  —Pues no —respondí sin dar explicaciones.
  
  Dejé que reflexionara. Seguía de pie, de espaldas a la ventana. Rodeé el escritorio y me acerqué a la ventana.
  
  —Magnífica vista —comenté.
  
  —La mejor del norte de Long Island —respondió—, a no ser que viva en un faro.
  
  Desde la ventana del despacho del señor Tobin, que daba al norte, se podían contemplar sus enormes viñedos. Unas pocas casas de labranza y algunos huertos rompían la monotonía de las vides y creaban un efecto muy agradable. A lo lejos se vislumbraban unos promontorios y, desde aquella altura, llegaba a verse el canal.
  
  —Desde luego —dije—. ¿Tiene unos prismáticos?
  
  Después de dudar, se acercó a un aparador y sacó unos prismáticos.
  
  —Gracias —respondí antes de enfocar el canal—. Se llega a ver la costa de Connecticut.
  
  —Sí.
  
  Dirigí la vista a la izquierda y enfoqué lo que podía ser el promontorio de Tom y Judy.
  
  —Acabo de descubrir que los Gordon compraron un promontorio de media hectárea. ¿Lo sabía usted?
  
  —No.
  
  Eso no es lo que Emma me ha contado, Fredric.
  
  —Podrían haber utilizado un poco de su sentido para los negocios —dije—. Pagaron veinticinco mil por una parcela en la que no se puede construir.
  
  —Debieron haberse informado de si los derechos de construcción se habían vendido al condado.
  
  —Yo no he dicho que los derechos de construcción se hubieran vendido al condado —dije después de dejar los prismáticos sobre la mesa—. Sólo he dicho que no se podía construir en su parcela. Podría deberse a la partición del terreno, falta de agua, de electricidad o a cualquier otra razón. ¿Qué le hace suponer que se habían vendido los derechos de su parcela?
  
  —A decir verdad —respondió—, creo que oí algo al respecto.
  
  —Ah. Entonces usted sabía que habían comprado un terreno.
  
  —Creo que alguien lo mencionó. No sabía dónde estaba, pero oí que carecía de permiso de construcción.
  
  Volví a levantar los prismáticos y enfoqué de nuevo los promontorios. Al oeste, descendía el nivel en la entrada de la ensenada de Mattituck y llegaba a verse la zona de los árboles y la Hacienda del Capitán Kidd. A la derecha, hacia el este, se distinguía con toda claridad Greenport y llegaba a vislumbrarse Orient Point y Plum Island.
  
  —Esto es mejor que la plataforma de observación del Empire State Building —comenté—. No tan alto, pero…
  
  —¿En qué puedo servirle, señor Corey?
  
  Hice caso omiso de su pregunta.
  
  —¿Se da usted cuenta de que está en la cima del mundo? Fíjese en todo esto. Doscientas hectáreas de tierra excelente, una casa junto al mar, un restaurante, un Porsche y a saber qué otras cosas. Y usted se sienta aquí, en esta torre de cinco plantas. Por cierto, ¿qué hay en el cuarto piso?
  
  —Mi apartamento.
  
  —¡Caramba! Supongo que debe de impresionar mucho a las damas.
  
  —Ayer, después de verle, hablé con mi abogado.
  
  —¡No me diga!
  
  —Me aconsejó que no hablara con la policía, salvo en presencia de un abogado.
  
  —Está usted en su derecho. Ya se lo dije.
  
  —Cuando mi abogado hizo otras averiguaciones, descubrió que usted ya no trabaja para el jefe Maxwell como asesor en este caso y que, en realidad, no estaba usted contratado por el municipio cuando habló conmigo.
  
  —Bueno, eso es discutible.
  
  —Discutible o no, usted ya no goza aquí de ninguna responsabilidad oficial.
  
  —Exactamente. Y, puesto que ya no actúo como policía, puede hablar conmigo. Todo tiene solución.
  
  Fredric Tobin hizo oídos sordos a mis palabras.
  
  —Mi abogado prometió cooperar con la policía local, hasta que descubrió que el jefe Maxwell no precisa ni desea su cooperación ni la mía. El jefe Maxwell está enojado porque viniera usted a interrogarme. Nos ha puesto a ambos en una situación embarazosa —declaró el señor Tobin—. Contribuyo generosamente a la política local y he sido muy magnánimo con mi tiempo y mi dinero en la restauración de monumentos históricos, la celebración de mercados históricos, la construcción del hospital y otras obras de beneficencia, incluida la Asociación de Beneficencia de la Policía. ¿Me expreso con suficiente claridad?
  
  —Absolutamente. Desde hace diez frases. Sólo he venido para invitarlo a almorzar.
  
  —Tengo una cita previa, gracias.
  
  —De acuerdo, tal vez en otra ocasión.
  
  —Debo marcharme —dijo después de consultar su reloj.
  
  —Claro. Bajaré con usted.
  
  Respiró profundamente y asintió.
  
  Salimos de su despacho a la antesala y el señor Tobin se dirigió a la recepcionista:
  
  —El señor Corey y yo hemos concluido nuestros asuntos y no será necesario que vuelva a visitarnos.
  
  ¡Caramba!, menudos modales. Ese individuo podía metértela con vaselina sin que uno se enterara en varios días.
  
  El señor T introdujo la llave en la puerta del ascensor y éste llegó casi de inmediato.
  
  —¿Sabe aquel Merlot que compré? —dije, mientras descendíamos, para romper el silencio—. Pues me resultó muy útil. Es realmente estúpido, tal vez divertido, aunque no creo que a usted se lo parezca… pero tuve que utilizarlo para limpiar heces de pájaro del parabrisas.
  
  —¿Cómo?
  
  Se abrió el ascensor y salimos al vestíbulo.
  
  —Una enorme gaviota bombardeó mi parabrisas —expliqué mientras él consultaba de nuevo su reloj—. La mitad que me tomé estaba muy buena. No excesivamente audaz.
  
  —Un terrible desperdicio de un vino añejo —comentó.
  
  —Sabía que lo diría.
  
  Salimos juntos por la puerta que daba a la recepción.
  
  —Por cierto, ¿recuerda que le he hablado de una dama que mencionó su nombre? —pregunté cuando llegamos al aparcamiento.
  
  —Sí.
  
  —Me dijo que era amiga suya. Pero hay muchas personas que alegan ser sus amigos, como los Gordon, aunque no sean más que conocidos, anhelantes de arrimarse a su resplandor.
  
  No respondió. Es difícil hacerle morder el anzuelo a alguien que actúa como rey del castillo. El señor Tobin no perdería nunca la compostura.
  
  —El caso es que dijo que era amiga suya —proseguí—. ¿Conoce usted a Emma Whitestone?
  
  Puede que alterara ligeramente el paso, pero siguió caminando hasta su coche.
  
  —Sí, salimos juntos hace aproximadamente un año —respondió.
  
  —¿Y siguen siendo amigos?
  
  —¿Por qué no?
  
  —Todas las mujeres con las que he salido quieren asesinarme.
  
  —No entiendo por qué.
  
  Tuve que soltar una carcajada. Era curioso que, en cierto modo, todavía me gustara aquel individuo, a pesar de sospechar que había asesinado a mis amigos. Pero no nos confundamos, si fuera él quien lo llevó a cabo, haría cuanto estuviese en mi mano para que acabara ante el pelotón de ejecución o lo que quiera que decidan en este Estado cuando condenen al primer asesino. Por ahora, si él era cortés, yo también iba a serlo.
  
  La otra cosa curiosa era que, desde nuestra primera conversación, ahora teníamos algo en común. Me refiero a que ambos habíamos alcanzado una meta a la que pocos habían llegado… bueno, puede que no fueran pocos. Me habría gustado darle una palmada en la espalda y preguntarle: «Dime, Freddie, ¿disfrutaba tanto como conmigo?». O algo por el estilo. Pero los caballeros no revelan intimidades.
  
  —Señor Corey, tengo la sensación de que usted cree que sé más de lo que le cuento sobre los Gordon —decía Fredric Tobin—. Le aseguro que no es cierto. No obstante, si la policía del condado o la policía local desean que haga una declaración, estaré encantado de complacerlos. Entretanto, usted siempre será bien recibido aquí como cliente y en mi casa como invitado. Pero no en mi despacho, ni para volver a interrogarme.
  
  —Me parece razonable.
  
  —Buenos días.
  
  —Que aproveche.
  
  Subió a su Porsche y desapareció.
  
  Volví la cabeza para contemplar la torre Tobin, en cuya cúpula ondeaba su bandera negra. Si el señor Tobin tenía alguna prueba material que ocultar, podía estar en su casa junto al mar o en su apartamento en lo alto de la torre. Evidentemente, un registro con el consentimiento del propietario era inimaginable y ningún juez dictaría una orden de registro, así que parecía que tendría que concederme yo mismo la autorización a medianoche.
  
  De nuevo en mi Jeep y circulando por la carretera, llamé a mi contestador automático y recibí dos mensajes. El primero era de una zorra anónima, de la unidad de control de ausencias del Departamento de Policía de Nueva York, para comunicarme que la fecha de mi revisión se había trasladado al siguiente martes y solicitaba confirmación por mi parte. Cuando los jefes no logran localizarle a uno piden al departamento de personal, de pagos o de sanidad que llamen sobre algo que requiera una respuesta. Detesto las artimañas.
  
  El segundo mensaje era de mi excompañera, Beth Penrose. «Hola, John —decía—. Lamento no haberte llamado antes, pero aquí ha sido una verdadera locura. Sé que no estás oficialmente involucrado en el caso, pero hay algunas cosas de las que me gustaría hablar contigo. ¿Qué te parece si voy a verte mañana por la tarde? Llámame o te llamaré yo y quedamos. Cuídate». El tono era amable, pero no tanto como cuando hablamos cara a cara por última vez. Por no mencionar el beso en la mejilla. Supongo que no es una buena idea ponerse demasiado sensiblero cuando se habla con un contestador automático. Aunque con toda probabilidad, el calor que pudiera haberse generado durante dos días de gran intensidad, se habría enfriado al regresar a su mundo y a su ambiente. Sucede.
  
  Ahora deseaba hablar de algunas cosas conmigo y eso significaba que quería saber lo que yo había descubierto, si es que había averiguado algo. Para Beth Penrose, me había convertido sencillamente en otro testigo. Puede que mi actitud fuera excesivamente cínica. Aunque tal vez debía alejar a Beth Penrose de mi mente para integrar a Emma Whitestone. Nunca he sido capaz de compaginar varias relaciones. Es peor que ocuparse de una docena de casos de homicidio simultáneamente y mucho más peligroso.
  
  En todo caso, debía comprarle un regalo a Emma y vi una tienda de antigüedades junto a la carretera. Perfecto. Paré y me apeé. Lo maravilloso de este país es que hay más antigüedades en circulación que las fabricadas originalmente.
  
  Había empezado a husmear en el interior del local enmohecido cuando la propietaria, una encantadora viejecita, preguntó si podía ayudarme.
  
  —Busco un regalo para una joven.
  
  —¿Esposa? ¿Hija?
  
  Alguien a quien apenas conozco pero con quien me he acostado.
  
  —Una amiga.
  
  —Ah —exclamó y me mostró varios objetos.
  
  Soy un verdadero ignorante en lo concerniente a antigüedades, pero de pronto tuve una idea brillante.
  
  —¿Pertenece usted a la Sociedad Histórica Peconic?
  
  —No, pero soy socia de la Sociedad Histórica de Southold.
  
  Válgame Dios, la de sociedades que había.
  
  —¿Conoce usted a Emma Whitestone? —pregunté.
  
  —Por supuesto. Una joven excelente.
  
  —Desde luego. Busco algo para ella.
  
  —Estupendo. ¿Algún motivo especial?
  
  Una muestra de afecto y agradecimiento habitual posterior al coito.
  
  —Me ha ayudado con cierta investigación en los archivos.
  
  —Ah, eso se le da muy bien. ¿Ha pensado en algo concreto?
  
  —Puede que parezca una bobada, pero desde niño me han fascinado los piratas.
  
  Soltó una carcajada. O puede que fuera un cacareo.
  
  —El famoso capitán Kidd visitó nuestras costas.
  
  —¡No me diga!
  
  —Por aquí pasaron muchos piratas antes de la revolución. Saqueaban a los españoles y a los franceses en el Caribe y luego venían al norte para derrochar sus botines o reparar sus barcos. Algunos se instalaron en esta región. —Sonrió—. Con todo el oro y las joyas que poseían no tardaron en convertirse en ciudadanos de pro. Muchas fortunas locales tienen sus orígenes en los botines de los piratas.
  
  No me desagradaba su forma un tanto arcaica de hablar.
  
  —Muchas fortunas modernas están basadas en la piratería corporativa —comenté.
  
  —De eso no tengo la menor idea, pero sé que los narcotraficantes actuales son muy parecidos a los antiguos piratas. Cuando era niña había contrabandistas de ron. Aquí somos gente honrada, pero éste es un lugar de rutas marítimas.
  
  —Por no mencionar la ruta costera atlántica.
  
  —Eso es para las aves.
  
  —Exactamente.
  
  Después de unos minutos de charla me presenté como John y ella lo hizo como señora Simmons.
  
  —¿Dispone la Sociedad Histórica de Southold de información sobre piratas?
  
  —Sí, aunque no mucha. Tenemos algunas cartas y documentos originales en los archivos. E incluso un cartel, donde se ofrece una recompensa, en nuestro pequeño museo.
  
  —¿Tienen algún auténtico mapa de tesoro pirata que pudiera fotocopiar?
  
  Sonrió.
  
  —¿Conoce usted a Fredric Tobin? —pregunté.
  
  —¿Quién no lo conoce? Rico como Creso.
  
  ¿Quién?
  
  —¿Pertenece a la Sociedad Histórica de Southold? —pregunté—. Me refiero al señor Tobin, no a Creso.
  
  —No, pero el señor Tobin es muy generoso con sus contribuciones.
  
  —¿Visita sus archivos?
  
  —Tengo entendido que lo hizo. Pero hace aproximadamente un año que no viene.
  
  Asentí. Debía hacer un esfuerzo para recordar que aquello no era Manhattan, sino una comunidad de unas veinte mil personas y, aunque no era literalmente cierto que todos se conocieran, sí lo era que todos conocían a alguien que conocía a otro. Para un detective, eso era como caminar por una ciénaga con barro hasta las rodillas.
  
  En fin, por lo menos había concluido una de mis investigaciones y le pregunté a la señora Simmons:
  
  —¿Puede recomendarme algo para la señorita Whitestone?
  
  —¿En qué gama de precios?
  
  —Nada es excesivo para la señorita Whitestone. Cincuenta dólares.
  
  —En ese caso…
  
  —Cien.
  
  Sonrió y sacó un orinal de porcelana con una gran asa, decorado con rosas esmaltadas.
  
  —Emma los colecciona —dijo.
  
  —¿Orinales?
  
  —Sí. Los utiliza como macetas. Tiene una buena colección.
  
  —¿Está usted segura?
  
  —Por supuesto. Guardaba éste para mostrárselo. Es victoriano tardío, fabricado en Inglaterra.
  
  —De acuerdo… me lo quedo.
  
  —En realidad cuesta un poco más de cien dólares.
  
  —¿Cuánto es un poco?
  
  —Doscientos.
  
  —¿Ha sido usado alguna vez?
  
  —Supongo.
  
  —¿Acepta Visa?
  
  —Por supuesto.
  
  —¿Puede envolvérmelo?
  
  —Se lo pondré en una bonita bolsa de regalo.
  
  —¿Puede colocar un lazo en el asa?
  
  —Si lo desea.
  
  Finalizada la transacción, abandoné la tienda de antigüedades con el ensalzado orinal en una bonita bolsa de regalo rosa y verde.
  
  Me dirigí entonces a la Biblioteca Libre de Cutchogue, fundada en 1.841, donde todavía pagaban los mismos salarios. La biblioteca estaba en un edificio de tablas de madera, al límite del parque del pueblo, y su campanario sugería que en otra época había sido una iglesia.
  
  Aparqué el coche y entré. Había una especie de urraca en la recepción, que me miró severamente por encima de sus medias gafas. Le sonreí y pasé rápidamente.
  
  Había un gran pendón en la entrada a los estantes, donde se lela: «Encuentre tesoros escondidos; lea libros». Excelente consejo.
  
  Encontré un catálogo, que gracias a Dios no estaba informatizado, y a los diez minutos estaba en una mesa con un libro de referencia delante de mí, titulado El libro del tesoro escondido.
  
  Leí sobre John Shelby de Thackham, Inglaterra, que en 1.672, al caerse de su caballo entre unos matorrales, había encontrado un recipiente de hierro que contenía 500 monedas de oro. Según la ley inglesa de tesoros encontrados, toda propiedad oculta o perdida pertenecía a la Corona. Pero Shelby se negó a entregar el oro a los agentes del rey; fue detenido, acusado de traición y decapitado. Aquella historia era probablemente una de las predilectas de Hacienda.
  
  Leí sobre las leyes de tesoros encontrados en Estados Unidos y en diversos Estados. Básicamente, todas decían lo mismo: Quien lo encuentra se lo guarda y quien lo pierde lo lamenta.
  
  Existía, sin embargo, algo denominado Decreto de Conservación de Antigüedades Estadounidenses, que no dejaba lugar a dudas respecto a que cualquier cosa encontrada en territorio federal correspondía a la jurisdicción del secretario de Agricultura, de Defensa o del Interior, según el lugar donde se hubiera hallado. Además, se precisaba un permiso para excavar en terreno federal y todo lo que se encontrara pertenecía al Tío Sam. Menudo negocio.
  
  Sin embargo, si alguien encontraba dinero, artículos de valor o cualquier clase de tesoro en su propio terreno, prácticamente le pertenecía, a condición de poder demostrar que el dueño original había fallecido o que sus herederos eran desconocidos y que los bienes no habían sido robados. E incluso, en el caso de que lo fueran, uno podía reclamarlos si constaba que los dueños originales habían fallecido o eran desconocidos o enemigos del país cuando se había obtenido el dinero, los bienes o el tesoro. Se citaban como ejemplos los tesoros, botines y saqueos de los piratas y cosas parecidas. Hasta aquí todo estaba claro.
  
  Y para mejorar todavía la situación, Hacienda, en un alarde de ausencia de avaricia, sólo exigía impuestos por la parte que se vendiera o convirtiera en metálico anualmente, a condición de que uno no fuera un buscador de tesoros profesional. Así que si uno era biólogo, por ejemplo, y poseía un terreno en el que casualmente, o como resultado de la afición a la arqueología, encontraba un tesoro enterrado, con un valor de unos diez o veinte millones, no pagaba un centavo de impuestos hasta que lo vendiera. Excelente trato. Casi despertó mi afición por la búsqueda de tesoros escondidos. Aunque, pensándolo mejor, eso era lo que hacía.
  
  El libro también decía que si el tesoro poseía valor histórico o estaba relacionado con la cultura popular, y mencionaba nada menos que el ejemplo concreto del tesoro perdido del capitán Kidd, el valor de dicho tesoro aumentaba enormemente. Y así sucesivamente.
  
  Seguí leyendo un rato sobre las leyes de hallazgos de tesoros y descubrí algunos casos históricos y ejemplos interesantes. Uno en particular me llamó la atención: en el año mil novecientos cincuenta y pico, un individuo que examinaba antiguos documentos en la sección naval de los archivos públicos de Londres encontró una carta escrita en 1.750 por un famoso pirata, llamado Charles Wilson, dirigida a su hermano. Originalmente, la carta se había hallado en un barco pirata capturado por la armada británica. Decía así: «Hermano mío, hay tres caletas a unos cien pasos o algo más al norte de la segunda ensenada después de la isla de Chincoteague, en Virginia, situada en el extremo sur de la península. En la cabeza de la tercera caleta, hacia el norte, hay un promontorio que da al océano Atlántico, con tres cedros, a un metro y medio aproximadamente uno del otro. Entre dichos árboles he enterrado diez baúles con refuerzos de hierro, lingotes de plata, oro, diamantes y joyas por un valor de 200 000 libras esterlinas. Acude en secreto al lugar indicado y llévate el tesoro». Evidentemente, el hermano de Charles Wilson nunca recibió la carta puesto que fue capturada por la armada británica. Así que ¿quién encontró el tesoro?, ¿la armada británica? O, tal vez, el individuo que descubrió la carta en los archivos públicos al cabo de doscientos años. El autor del libro no concluía la historia.
  
  Lo interesante era que existía un lugar llamado sección naval de los archivos públicos de Londres y Dios sabe lo que se podía encontrar allí con tiempo, paciencia, una lupa, conocimientos de inglés antiguo y un poco de avaricia, optimismo y espíritu aventurero. Ahora estaba seguro de comprender la razón de la estancia de los Gordon durante una semana en Londres, el año pasado.
  
  Debía suponer que los Gordon habían leído lo que yo estaba leyendo ahora y conocían las leyes sobre el hallazgo de tesoros. Con dicho conocimiento, era evidente que cualquier cosa encontrada en Plum Island pertenecía enteramente al gobierno y cualquier cosa supuestamente encontrada en una propiedad alquilada, pertenecía al dueño, no al inquilino. No era preciso estar licenciado en Derecho para comprenderlo.
  
  Probablemente, a Tom y a Judy se les había ocurrido que una solución fácil respecto al problema de la propiedad era mantener la boca cerrada si encontraban algo en Plum Island. Pero es posible que en algún momento comprendieran que el mejor camino, el más rentable a largo plazo, consistía sencillamente en cambiar el emplazamiento del descubrimiento, dar a conocer el hallazgo, empaparse de publicidad, pagar impuestos sólo por lo que vendieran cada año y pasar a la historia como la apuesta pareja de científicos que había encontrado el tesoro del capitán Kidd y se había convertido en repugnantemente rica. Eso era lo que haría cualquier persona inteligente y lógica. Lo que yo habría hecho.
  
  Pero había varios problemas. El primero era la necesidad de sacar de Plum Island cualquier objeto encontrado en la isla. El segundo problema consistía en enterrar de nuevo el tesoro, de modo que su nuevo descubrimiento no sólo pareciera factible, sino que pudiera superar un escrutinio científico. La solución era los acantilados erosionados.
  
  Todo tenía sentido para mí. También lo tenía para ellos pero, en algún momento, Tom y Judy hicieron o dijeron algo que provocó su muerte.
  
  Fredric Tobin me había mentido sobre varias cosas, incluida su relación con los Gordon, que parecía abierta a varias interpretaciones. Además, Tobin estaba arruinado o en vías de estarlo. Para un detective de homicidios, eso era como una luz roja parpadeante o una sirena de alarma.
  
  Tobin no sólo había cultivado la amistad de los Gordon, sino que había seducido, o por lo menos cortejado, a Emma Whitestone, historiadora y archivera. Todo parecía cuadrar. Probablemente, había sido Tobin quien, de algún modo, había descubierto la posibilidad de que en Plum Island hubiera algún tesoro enterrado. Y con toda probabilidad, también había sido Tobin quien había pagado la semana de estancia de los Gordon en Inglaterra para que lo investigaran y procuraran averiguar su localización precisa.
  
  Fredric Tobin era mi principal sospechoso, pero no descartaba a Paul Stevens ni a ningún otro personaje de Plum Island. Que yo supiera, podía tratarse de una conspiración mucho mayor de lo que había imaginado al principio, en la que podrían estar implicados Stevens, Zollner y otras personas de la isla, además de Tobin, y… ¿por qué no? Emma Whitestone.
  
  
  
  
  
  Capítulo 21
  
  
  
  
  Encontré la floristería Whitestone con mucha facilidad; había pasado por delante de ella docenas de veces en los últimos tres meses.
  
  Aparqué cerca de la puerta, examiné mi pelo en el retrovisor, me apeé y entré lentamente en la tienda.
  
  Era un lugar muy bonito, lleno de… por supuesto, flores. Olía muy bien.
  
  —¿En qué puedo servirle? —preguntó un joven tras el mostrador.
  
  —Tengo una cita con Emma Whitestone.
  
  —¿Eres John?
  
  —El que viste y calza.
  
  —Ha tenido que hacer unos recados —dijo—. Un momento —agregó antes de exclamar hacia la trastienda—: Janet, ha llegado John en busca de Emma.
  
  De la trastienda emergió Janet, una mujer de unos cuarenta y tantos años, acompañada de una joven de unos veinticinco, a la que Janet me presentó como Ann.
  
  —Emma ha dicho que si puedes reunirte con ella en la mansión de la sociedad histórica.
  
  —Por supuesto.
  
  —También ha dicho que no tenía forma de ponerse en contacto contigo —añadió Janet.
  
  —Bueno, no importa. Encontraré fácilmente la casa.
  
  —Puede que llegue un poco tarde —dijo Ann—. Tenía que hacer varias entregas y algunos recados.
  
  —No tiene importancia. La esperaré allí; toda la noche si es preciso.
  
  ¿Eran necesarias tres personas para darme esa información? Evidentemente me estaban examinando.
  
  —Llámanos si surge algún problema —dijo el joven después de entregarme una tarjeta de la empresa.
  
  —Lo haré. Gracias por vuestra ayuda —respondí—. Emma tiene aquí un lugar realmente bonito —agregué desde la puerta antes de retirarme.
  
  Había pasado la inspección fácilmente.
  
  De nuevo en mi Jeep, me dirigí al parque de Cutchogue. Realmente no me gustaba pensar que Emma Whitestone estuviera conchabada con Tobin y a saber con qué otras personas. No había más que ver cómo había dispuesto de todo el personal de la floristería Whitestone para observar a su nuevo amigo.
  
  Por otra parte, cuando uno se acuesta con una mujer a la que acaba de conocer ha de preguntarse si se debe a su encanto personal o a la conveniencia de ella. No obstante, había sido yo quien había acudido a ella y no a la inversa. ¿Dónde había conseguido su nombre? ¿Margaret Wiley? No, lo había visto antes en la agenda de los Gordon en Plum Island. Todas esas personas parecían estar interrelacionadas. Puede que Margaret también estuviera involucrada. Tal vez toda la población adulta del norte de Long Island estaba implicada y yo era el único que no lo estaba. Puede que fuera como en una de esas horripilantes películas de terror, donde todos los habitantes del pueblo son brujas y hechiceros, y aparece un turista incauto que no tarda en convertirse en su cena.
  
  Entré en el aparcamiento de la mansión de la sociedad histórica. No estaba la furgoneta de la floristería pero había un Ford de diez años de antigüedad.
  
  Dejé el orinal en el asiento trasero porque consideré que quizá aquél no fuera el momento indicado para ofrecérselo. Tal vez después de la cena.
  
  Me dirigí a la puerta principal, donde había otra nota que decía simplemente: «Adelante». Entré.
  
  —¡Emma! —exclamé al llegar al vestíbulo.
  
  No obtuve ninguna respuesta. Anduve por varias salas de aquella enorme casa y la llamé de nuevo. No respondió. Parecía inconcebible que hubiera dejado la puerta abierta y abandonado aquella mansión llena de antigüedades.
  
  Me acerqué al pie de la escalera y volví a llamar, pero no respondió. Se me ocurrió que podría estar en el baño y que no debería llamarla. Si hubiera esperado, podría haber utilizado su regalo.
  
  Empecé a subir por la escalera, cuyos peldaños crujían. No voy a decir que me hubiera gustado ir armado, pero habría preferido llevar mi revólver.
  
  Llegué al primer piso y escuché. No se oía nada, salvo los sonidos propios de las casas antiguas. Decidí ir a la sala de estar del primer piso, que estaba a medio pasillo.
  
  Intentaba andar sin que crujieran las tablas del suelo, pero a cada paso que daba chirriaban y rechinaban.
  
  Llegué a la puerta de la sala de estar. Estaba cerrada y la abrí de par en par. Las malditas bisagras chirriaron.
  
  Entré y oí un grito procedente de detrás de la puerta. Volví la cabeza y Emma se abalanzó sobre mí, con un sable que me apuntó en el vientre.
  
  —Toma, pirata despiadado —exclamó.
  
  Se me aceleró el pulso y mi vejiga estuvo a punto de soltar su contenido.
  
  —Muy gracioso. —Sonreí.
  
  —Te he asustado, ¿verdad?
  
  Llevaba un sombrero de tres picos azul y en la mano un alfanje de plástico blando.
  
  —Me has sorprendido.
  
  —Por tu expresión, estabas más que sorprendido.
  
  Recuperé mi compostura y observé que llevaba pantalón marrón claro, blusa azul y sandalias.
  
  —He cogido el sable y el gorro de la tienda de regalos —dijo—. Tenemos un montón de baratijas para niños.
  
  Se acercó al sillón junto a la chimenea y tomó un sombrero de pirata negro con una calavera y unos huesos cruzados, un sable de plástico, un parche para el ojo y algo parecido a un pergamino. Me entregó el sombrero y el parche, insistió en que me los pusiera y me colocó el sable bajo el cinturón. Luego me mostró el pergamino amarillento, que era un mapa en el que se leía «Mapa del Tesoro». En él figuraba la habitual isla con una palmera, una brújula, una cara hinchada que soplaba viento de poniente, una ruta marítima a trazos, un velero de tres palos y una serpiente marina: todo lo usual, incluida una gran cruz negra que indicaba el lugar del tesoro.
  
  —Éste es uno de los artículos más populares para niños de todas las edades —dijo Emma—. A la gente le fascinan los tesoros de piratas.
  
  —¿En serio?
  
  —¿A ti no?
  
  —Es interesante. ¿Estaba Fredric interesado en los tesoros de piratas? —pregunté.
  
  —Tal vez.
  
  —¿No me dijiste que le enseñaste a leer inglés antiguo?
  
  —Sí, pero no sé exactamente qué le interesaba leer —respondió antes de hacer una pausa y mirarnos mutuamente—. ¿Qué sucede, John?
  
  —No estoy seguro.
  
  —¿Por qué me preguntas por Fredric?
  
  —Estoy celoso.
  
  —¿Por qué querías reunirte aquí conmigo? —preguntó sin prestar atención a mi comentario.
  
  —¿Puedo confiar en que no se lo dirás a nadie?
  
  —¿De qué hablas?
  
  —De piratas.
  
  —¿Qué pasa con los piratas?
  
  Hay que mantener el equilibrio entre revelarle a un testigo lo que uno quiere y por qué lo quiere. Decidí cambiar de tema.
  
  —He conocido a tu personal. Janet, Ann y…
  
  —Warren.
  
  —Eso. He superado la prueba.
  
  Sonrió y me cogió de la mano.
  
  —Ven y mírate al espejo.
  
  Me condujo al pasillo y luego a la habitación del siglo XVIII. Me miré al espejo de la pared, con el sombrero de pirata, el parche en el ojo y el sable.
  
  —Estoy ridículo.
  
  —Tienes razón.
  
  —Gracias.
  
  —Apuesto a que nunca lo has hecho en una cama de plumas —dijo Emma.
  
  —No, nunca.
  
  —No debes quitarte el gorro ni el parche.
  
  —¿Ésta es mi fantasía o la tuya?
  
  Se rio y, en un abrir y cerrar de ojos, se desnudó y dejó la ropa en el suelo. Se dejó puesto el sombrero ladeado, que sujetó con una mano al dejarse caer sobre el colchón, un artículo antiguo y caro sobre el que probablemente nunca se había hecho el amor.
  
  Le seguí la corriente y me desnudé sin quitarme el sombrero ni el parche.
  
  Ya he comentado que era alta y de piernas largas y, como las camas en aquella época eran cortas, su cabeza y su sombrero estaban pegados a la cabecera y con los pies tocaba el otro extremo de la cama. Era gracioso y me reí.
  
  —¿De qué te ríes?
  
  —De ti. Eres más grande que la cama.
  
  —Veamos tu tamaño.
  
  Si nunca lo han hecho sobre un colchón de plumas, no se pierden gran cosa. Ahora comprendo que nadie sonría en esos antiguos retratos de las paredes.
  
  
  
  
  
  Capítulo 22
  
  
  
  
  Luego, en la sala de archivos y sin disfraz, nos sentamos ambos junto a la mesa de roble. Emma tomaba una infusión de hierbas que olía a linimento.
  
  Había reunido varios documentos originales en fundas de plástico, algunos libros antiguos, reproducciones de cartas y documentos históricos y los estaba examinando mientras tomaba su infusión. Yo estaba de un humor posterior al coito típicamente masculino, pensando que debería dormir o marcharme. Pero no podía hacer lo uno ni lo otro; tenía trabajo.
  
  —¿Qué es exactamente lo que te interesa? —preguntó Emma.
  
  —Un tesoro pirata. ¿Hay alguno por aquí?
  
  —Por supuesto. Casi en cualquier parte que excaves encontrarás monedas de oro y plata, perlas y diamantes. Los agricultores se quejan de que dificulta la labranza.
  
  —Lo imagino. Pero hablo en serio.
  
  Detesto cuando alguien se hace el listo.
  
  —Hay algunas leyendas y verdades sobre piratas relacionadas con esta zona —respondió Emma—. ¿Te gustaría oír la más famosa?, ¿la historia del capitán Kidd?
  
  —Sí, me encantaría. No desde la infancia del capitán Kidd, sino en lo que concierne a este lugar y al tesoro escondido.
  
  —De acuerdo… En primer lugar, el capitán Kidd era escocés, pero vivía en Manhattan con su esposa, Sarah, y sus dos hijos. Por cierto, vivían en Wall Street.
  
  —Esa calle todavía está llena de piratas.
  
  —Kidd no era verdaderamente un pirata. En realidad era un corsario, contratado por lord Bellomont, que era entonces gobernador de Massachusetts, Nueva York y Nueva Hampshire —dijo antes de tomar un sorbo de infusión—. Entonces, por mandato real, el capitán Kidd zarpó de Nueva York en 1.696 en busca de piratas, para apoderarse de sus botines. Bellomont invirtió gran parte de su propio dinero para equipar el barco de Kidd, el Adventure Galley. Había también otros poderosos promotores de dicha empresa en Inglaterra, incluidos cuatro lores ingleses y el propio rey Guillermo.
  
  —Me da mala espina. Nunca hay que emprender negocios a medias con el gobierno.
  
  —Amén.
  
  Me contó la historia de memoria y, mientras lo hacía, me pregunté si Tobin también la sabía. En cuyo caso, ¿la conocía ya antes de relacionarse con Emma Whitestone? ¿Y cómo podía alguien pensar seriamente que un tesoro de trescientos años de antigüedad seguiría ahí enterrado y que podría encontrarlo? El tesoro de Kidd, como descubrí al hablar con Billy en la cala de Mattituck, era un sueño de niños, un cuento infantil. Evidentemente, el tesoro pudo haber existido, pero estaba rodeado de tantos mitos y leyendas, como había dicho Emma en el restaurante de Cutchogue, y había tantas pistas y mapas falsos que había dejado de tener sentido a lo largo de los últimos tres siglos. Entonces me acordé del individuo que había encontrado la carta de Charles Wilson en la oficina de archivos públicos… de modo que tal vez Tobin y los Gordon hubieran hallado alguna prueba fidedigna.
  
  —De forma que después de mucha mala suerte en el Caribe —proseguía Emma—, Kidd puso rumbo al océano índico en busca de piratas. Allí saqueó dos barcos que pertenecían al gran mogol de India. A bordo había riquezas fabulosas, con un valor en aquella época de doscientas mil libras, que hoy podrían equivaler a veinte millones de dólares.
  
  —No está mal para un día de trabajo.
  
  —No. Pero, lamentablemente, Kidd había cometido un error. El mogol era aliado del rey y se quejó al gobierno británico. Kidd defendió sus actos, afirmando que los barcos del mogol navegaban bajo licencia francesa, y Francia e Inglaterra estaban en guerra en aquella época. De modo que aunque los barcos del mogol no fueran buques piratas, técnicamente eran barcos enemigos. Desgraciadamente para Kidd, el gobierno británico tenía una buena relación con el mogol a través de la empresa británica East India Company, que hacía muchos negocios con el mogol. De modo que Kidd tenía problemas y su única forma de librarse de ellos consistía en entregar el botín, valorado en doscientas mil libras.
  
  —Poderoso caballero es don Dinero.
  
  —Siempre lo ha sido.
  
  A propósito de dinero, Fredric Tobin surgió de nuevo en mi mente. A pesar de que no estaba exactamente celoso de su antigua relación con Emma, se me ocurrió que sería agradable mandar a Freddie a la silla eléctrica. Tranquilo, John, tranquilo.
  
  —Entonces William Kidd puso rumbo al nuevo mundo —seguía diciendo Emma—. A su llegada al Caribe descubrió que le reclamaba la justicia, acusado de piratería. Como medida de precaución, dejó aproximadamente una tercera parte de su botín con una persona de confianza en las Indias Occidentales. Muchos de sus tripulantes, que no querían saber nada de sus problemas, recibieron su parte del botín y se quedaron en el Caribe. Entonces Kidd compró un barco más pequeño, una balandra llamada San Antonio, y regresó a Nueva York para enfrentarse a las acusaciones. De camino, otros tripulantes quisieron desembarcar con su parte y lo hicieron en Delaware y Nueva Jersey. Pero Kidd llevaba todavía un fabuloso tesoro a bordo, valorado quizá en diez o quince millones de dólares.
  
  —¿Cómo sabes que llevaba tanto tesoro a bordo? —pregunté.
  
  —Bueno, nadie lo sabe con seguridad. Son suposiciones basadas en parte en la reclamación del mogol al gobierno británico, quien pudo haber exagerado.
  
  —Los mogoles mienten.
  
  —Supongo. Pero además del valor del tesoro, onza por onza, ten en cuenta que algunas de las joyas deben de ser piezas de museo. Considera también que si cogieras una simple moneda de oro de aquella época, valorada tal vez en mil dólares, y la colocaras en una caja de presentación, con su correspondiente certificado de autenticidad que la identificara como parte del tesoro del capitán Kidd, probablemente obtendrías el doble o el triple por ella.
  
  —Es evidente que estudiaste marketing en Columbia.
  
  Sonrió y me miró prolongadamente.
  
  —Todo esto está relacionado con el asesinato de los Gordon, ¿no es cierto? —preguntó Emma.
  
  —Sigue, por favor —respondí, mirándola fijamente a los ojos.
  
  —De acuerdo —dijo después de unos momentos de silencio—. Sabemos por documentos e informes públicos que Kidd llegó entonces al canal de Long Island, procedente del este, y que desembarcó en la bahía de Oyster, donde estableció contacto con James Emmot, que era un abogado famoso por defender piratas.
  
  —Vaya, mi exmujer trabaja en ese bufete. Todavía se dedican a lo mismo.
  
  —En algún momento —prosiguió sin prestarme atención—, Kidd se puso en contacto con su esposa en Manhattan, que se reunió con él en el San Antonio. Sabemos que entonces el tesoro seguía todavía a bordo.
  
  —¿El abogado aún no se había apoderado de él?
  
  —En realidad, Kidd le pagó a Emmot unos honorarios generosos para que le defendiera de las acusaciones de piratería.
  
  Observaba a Emma Whitestone mientras hablaba. A la luz de la lámpara de la sala de archivos, con un montón de papeles delante de ella, con su aspecto y su voz parecía casi una maestra de escuela. Me recordaba a algunas de las tutoras que conocía en John Jay: seguras de sí mismas, instruidas, relajadas y competentes ante los alumnos, lo que para mí las convertía en sensual y sexualmente atractivas. Puede que sean las reminiscencias de mi enamoramiento en el instituto, concretamente de la señorita Myerson, con quien todavía hago travesuras en mis sueños.
  
  —El señor Emmot se desplazó a Boston en nombre de Kidd y se reunió con lord Bellomont —prosiguió Emma—. Emmot le entregó a Bellomont una carta escrita por Kidd y también dos salvoconductos franceses, capturados en los dos barcos del gran mogol, que demostraban que éste trataba con los franceses a espaldas de los ingleses, así que Kidd estaba en su derecho al atacarlos.
  
  —¿Cómo lo sabía Kidd antes de capturarlos? —planteé.
  
  —Buena pregunta. Nunca salió a relucir en el juicio.
  
  —¿Y me estás diciendo que el abogado de Kidd le entregó a Bellomont esos salvoconductos, esas importantes pruebas de la defensa?
  
  —Sí. Y Bellomont, por razones políticas, quería ver a Kidd ahorcado.
  
  —Hay que despedir a ese abogado. Siempre se deben entregar fotocopias y conservar los originales.
  
  —Efectivamente. —Sonrió Emma—. Los originales nunca aparecieron en el juicio de Kidd en Londres y, sin dichos salvoconductos franceses, Kidd fue condenado y ejecutado. Los salvoconductos aparecieron en el Museo Británico en 1.910.
  
  —Un poco tarde para la defensa.
  
  —Desde luego. Esencialmente, William Kidd fue víctima de una encerrona.
  
  —Mala suerte. ¿Pero qué ocurrió con el tesoro de a bordo del San Antonio?
  
  —Ésa es la cuestión. Te contaré lo que ocurrió después de que Emmot visitara a lord Bellomont en Boston y, ya que tú eres el detective, me dirás lo que sucedió con el tesoro.
  
  —De acuerdo. Soy todo oídos.
  
  —Lord Bellomont le dio la impresión a Emmot, que al parecer no era muy buen abogado, de que Kidd recibiría un trato justo si se entregaba en Boston. En realidad, Bellomont le escribió una carta a Kidd, que le dio a Emmot para que se la entregara. Esa carta decía, entre otras cosas… —Emma leyó de una reproducción que tenía en las manos—: «He consultado al Consejo de Su Majestad y, en su opinión, si estáis tan libre de culpa como afirmáis, podéis presentaros sin ningún temor y recibir la ayuda necesaria para ir en busca de vuestro otro barco, sin la menor duda de que obtendréis el perdón real».
  
  —A mí me suena a encerrona —dije.
  
  Emma asintió y siguió leyendo la carta de lord Bellomont dirigida a Kidd:
  
  —«Os doy mi palabra, milord, y os aseguro por mi honor que cumpliré mi promesa, aunque declaro de antemano que todo tesoro que aportéis permanecerá intacto, en manos de las personas de confianza que recomiende el Consejo, hasta que reciba órdenes de Inglaterra respecto a cómo disponer del mismo». ¿Te convencería eso para presentarte en Boston y responder de una acusación por la que podrían ahorcarte? —preguntó Emma después de levantar la cabeza para mirarme.
  
  —No a mí. Soy neoyorquino; me huelo las encerronas.
  
  —Tampoco confiaba William Kidd, que también era neoyorquino y escocés. ¿Pero qué podía hacer? Era un hombre de pro en Manhattan, su esposa e hijos estaban a bordo de su balandra y se consideraba inocente. Además, tenía el dinero; un tercio en el Caribe y el resto a bordo del San Antonio. Se proponía usar el tesoro para negociar por su vida.
  
  Asentí. Pensé que era interesante lo poco que habían cambiado algunas cosas en trescientos años. Aquí teníamos una situación en la que el gobierno contrataba a ese individuo para hacer el trabajo sucio. Después de llevar a cabo parte del mismo, cometía un error que creaba un problema político para el gobierno y entonces no sólo intentaban recuperar su dinero, sino la parte que justamente le correspondía, le tendían una encerrona y por último le ahorcaban. Sin embargo, en algún momento se les había escapado de las manos la mayor parte del dinero.
  
  —Entretanto —proseguía Emma—, Kidd no dejaba de navegar en su barco por el canal, desde la bahía de Oyster hasta la isla de Gardiners e incluso hasta la isla de Block. Al parecer, fue entonces cuando el barco perdió un poco de peso.
  
  —Descargaba el botín.
  
  —Eso parece, y así empezaron todas las leyendas sobre tesoros escondidos —respondió Emma—. Se trataba de un hombre con oro y joyas a bordo por un valor de diez o quince millones de dólares, consciente de que podían capturarle en cualquier momento en alta mar. Navegaba en un pequeño barco con sólo cuatro cañones. Su buque era veloz, pero no podía compararse con los barcos de guerra. ¿Qué harías tú en esa situación?
  
  —Creo que huiría.
  
  —Estaba casi sin tripulación y escaso de provisiones. Su esposa e hijos iban a bordo.
  
  —Pero tenía el dinero. Yo habría echado a correr con el botín.
  
  —Eso no fue lo que hizo él. Decidió entregarse. Pero no era estúpido y antes escondió el botín; no olvides que ésa era la parte que le correspondía a Bellomont, a los cuatro lores y al rey por su inversión. El tesoro se convirtió entonces en el seguro de vida de Kidd.
  
  —De modo que enterró el botín —asentí.
  
  —Exactamente. En 1.699 la población era muy escasa fuera de Manhattan y Boston, de modo que había millares de lugares donde Kidd podía desembarcar para enterrar el tesoro y dejarlo a salvo.
  
  —Como los árboles del capitán Kidd.
  
  —Efectivamente. Y más al este están los arrecifes del capitán Kidd, que probablemente forman parte de los promontorios puesto que en Long Island no hay verdaderos arrecifes ni acantilados.
  
  —¿Me estás diciendo que hay un sector de los promontorios denominado arrecifes del capitán Kidd? ¿Dónde? —pregunté después de levantarme.
  
  —En algún lugar entre la ensenada de Mattituck y Orient Point. Nadie lo sabe con seguridad. Forma parte del mito en general.
  
  —Pero hay una parte de verdad, ¿no es cierto?
  
  —Sí, eso es lo que lo hace interesante.
  
  Asentí. Una de esas leyendas, la de los arrecifes del capitán Kidd, sería lo que había inducido a los Gordon a comprar la media hectárea de la señora Wiley en los promontorios. Muy ingenioso.
  
  —No cabe la menor duda de que Kidd enterró tesoros en diversos lugares —añadió Emma—, aquí en el norte de Long Island o en Block Island o en Fishers Island. Ésos son los lugares sobre los que más versiones existen.
  
  —¿Algún otro lugar?
  
  —Otro que sabemos con certeza es la isla de Gardiners.
  
  —¿Gardiners?
  
  —Sí. Está documentado históricamente. En junio de 1.699, cuando Kidd navegaba de un lado para otro mientras intentaba hacer un trato con lord Bellomont, fondeó cerca de la isla de Gardiners para avituallar el barco. En aquella época figuraba en los mapas como isla de Wight, pero ya era propiedad de la familia Gardiner y todavía lo es.
  
  —¿Me estás diciendo que la familia que posee la isla en la actualidad es la misma que ya la tenía en 1.699?
  
  —Sí. La isla ha pertenecido a la misma familia desde que les fue otorgada por el rey Carlos I en 1.639. En 1.699, John Gardiner, tercer propietario del señorío, vivía allí con su familia. La historia del capitán Kidd está estrechamente vinculada a la de la familia Gardiner. En realidad, en esa isla se encuentra el valle de Kidd, con un monumento de piedra que indica el lugar donde John Gardiner enterró parte del tesoro. Toda la isla es propiedad privada, pero a veces el actual propietario autoriza una visita. Fredric y yo fuimos sus invitados —agregó después de titubear.
  
  —Entonces había realmente un tesoro enterrado —comenté, sin hacer referencia a sus últimas palabras.
  
  —Sí. William Kidd apareció en el San Antonio y John Gardiner se acercó en un bote para comprobar quién había fondeado junto a su isla. Según todos los informes fue un encuentro amistoso y se obsequiaron mutuamente. Hubo por lo menos otro encuentro entre ambos y, en esa ocasión, Kidd le entregó a John Gardiner una buena parte del botín para que la enterrara en su nombre.
  
  —Espero que Kidd obtuviera un recibo —comenté.
  
  —Mejor aún. Las últimas palabras de Kidd a John Gardiner fueron: «Si a mi regreso el tesoro ha desaparecido, me cobraré con vuestra cabeza o la de vuestro hijo».
  
  —Mejor que un recibo firmado.
  
  Emma tomó un poco de infusión y me miró.
  
  —Evidentemente, Kidd nunca regresó. Después de recibir otra bonita carta de Bellomont, se dispuso a trasladarse a Boston para enfrentarse a las acusaciones. Desembarcó allí el 1 de julio. Se le concedió una semana de libertad para comprobar con quién se relacionaba y luego fue detenido y encadenado por orden de Bellomont. En un registro de su barco y de sus aposentos en Boston se encontraron bolsas de oro, plata, algunas joyas y diamantes. El tesoro era cuantioso, pero no era todo lo que se suponía que Kidd poseía, ni bastaba para cubrir los costes de la expedición.
  
  —¿Qué ocurrió con el tesoro de la isla de Gardiners? —pregunté.
  
  —Pues de algún modo, y aquí difieren las versiones, llegó a conocimiento de Bellomont, que le mandó a John Gardiner una atenta carta por mensajero especial. —Sacó una reproducción de ésta y la leyó—: «Señor Gardiner, he confinado al capitán Kidd y a algunos de sus hombres en la cárcel de esta ciudad. Después de ser interrogado por mí mismo y por el Consejo ha confesado, entre otras cosas, que dejó en sus manos una caja con un paquete de oro y otros más, que en nombre de Su Majestad preciso me sean entregados inmediatamente a fin de que Su Majestad pueda disponer de los mismos, con la seguridad de que recompensaré debidamente sus molestias. Firmado, Bellomont». Emma me entregó la carta y la examiné. En realidad llegué a entenderla un poco. Parecía increíble que pudiera haber sobrevivido tres siglos y se me ocurrió que tal vez otro documento de trescientos años de antigüedad, concerniente al emplazamiento de alguna parte del tesoro del capitán Kidd, había provocado el asesinato de dos científicos del siglo XX.
  
  —Espero que John Gardiner le mandara otro mensaje a Bellomont diciendo: «¿Quién es Kidd? ¿Qué oro?» —comenté.
  
  —No. —Emma sonrió—. Gardiner no estaba dispuesto a enemistarse con el gobernador ni con el rey y trasladó personalmente el tesoro a Boston.
  
  —Apuesto a que se quedó con una parte.
  
  —Esto es una fotocopia del inventario original del tesoro entregado por John Gardiner a lord Bellomont —respondió Emma mientras me mostraba un documento—. El original está en la oficina de los archivos públicos de Londres.
  
  Examiné la fotocopia de un original rasgado en algunas partes y completamente indescifrable para mí.
  
  —¿Eres realmente capaz de leer esto? —le pregunté después de devolvérsela.
  
  —Sí —respondió, luego acercó el documento a la lámpara y leyó—: «Recibido el 17 de julio del señor John Gardiner una bolsa de oro en polvo, una bolsa de monedas de oro y plata, un paquete de oro en polvo, una bolsa con tres sortijas de plata y diversas piedras preciosas, una bolsa de piedras en bruto, un paquete de piedras cortadas y sin cortar, dos sortijas de cornalina, dos pequeñas ágatas, dos amatistas en una misma bolsa, una bolsa de botones de plata, una bolsa de plata triturada, dos bolsas de lingotes de oro y dos bolsas de lingotes de plata. La totalidad del oro arriba mencionado tiene un peso de mil ciento once onzas en el sistema de pesos troy. El peso de la plata es de dos mil trescientas cincuenta y tres onzas, las joyas y piedras preciosas pesan diecisiete onzas…». El tamaño de ese tesoro era considerable —dijo Emma después de levantar la cabeza—. Pero si hay que dar crédito a la reclamación del mogol al gobierno británico, la cantidad de oro y joyas que todavía faltaba era veinte veces superior a la recuperada en la isla de Gardiners, la incautada en el San Antonio y en los aposentos de Kidd en Boston. Bien, detective. —Sonrió—. ¿Dónde está el resto del botín?
  
  —Bueno… —dije sonriendo—, un tercio está todavía en el Caribe.
  
  —Exactamente. Dicho tesoro, por cierto bien documentado, desapareció y ha dado pie a un centenar de leyendas caribeñas semejantes a las de aquí.
  
  —Además, los tripulantes recibieron su parte antes de desembarcar.
  
  —Efectivamente, pero el total de la tripulación no excedería el diez por ciento del tesoro. Ésas son las condiciones.
  
  —Más gastos médicos y dentales.
  
  —¿Dónde está el resto del tesoro?
  
  —Cabe suponer que John Gardiner se guardó un poco.
  
  —Cabe suponerlo.
  
  —El abogado, Emmot, consiguió su parte. Podemos estar seguros.
  
  Emma asintió.
  
  —¿Cuánto queda?
  
  —Quién sabe —respondió Emma, encogiéndose de hombros—. Los cálculos oscilan entre cinco y diez millones de dólares actuales en paradero desconocido. Pero, como ya he dicho, si el tesoro se encontrara en su lugar de origen, incluido su baúl podrido, tendría un valor dos o tres veces superior subastado en Sotheby’s. Sólo el mapa del tesoro —agregó—, si existiera de puño y letra del propio Kidd, valdría cientos de millares de dólares en una subasta.
  
  —¿A cuánto vendéis los mapas en la tienda de regalos?
  
  —A cuatro dólares.
  
  —¿No son auténticos?
  
  Sonrió y acabó de tomarse su infusión.
  
  —Suponemos que Kidd enterró el tesoro en uno o varios lugares como medida de seguridad, con el propósito de negociar su libertad y librarse del cadalso —dije.
  
  —Eso se ha supuesto en todo momento. Si enterró parte del tesoro en la isla de Gardiners, es probable que ocultara también parte de él en otros lugares por la misma razón. Los árboles del capitán Kidd y los arrecifes del capitán Kidd.
  
  —He ido a ver los árboles del capitán Kidd.
  
  —¿En serio?
  
  —Creo que he encontrado el lugar, pero están todos talados.
  
  —Sí, quedaban todavía algunos grandes robles a principios de siglo, pero ahora han desaparecido todos. La gente solía excavar alrededor de los tocones.
  
  —Algunos son todavía visibles.
  
  —En la época colonial —explicó Emma—, excavar en busca de tesoros piratas se convirtió en una obsesión nacional de tal magnitud que Ben Franklin escribió artículos en los periódicos contra dicha costumbre. Incluso en los años treinta de nuestro siglo, mucha gente todavía excavaba en esta zona. La fiebre ya casi ha desaparecido por completo, pero forma parte de la cultura local y ésa es la razón por la que no quería que nadie nos oyera hablar de tesoros escondidos en el restaurante de Cutchogue. A estas alturas habrían excavado media ciudad —añadió con una mueca.
  
  —Asombroso. Pero si se suponía que el tesoro escondido de Kidd era su seguro de vida, ¿por qué no le salvó del cadalso? —pregunté.
  
  —Debido a una serie de confusiones, mala suerte, afán de venganza. Por una parte, nadie en Boston ni en Londres creyó que Kidd pudiera recuperar el botín del Caribe y, probablemente, estaban en lo cierto. Esa parte había desaparecido. Además estaba la reclamación del mogol y el problema político. Y el propio Kidd, que se pasaba de listo. Aspiraba a un perdón real completo contra la entrega del botín. Pero puede que el rey y los demás consideraran que, para proteger la empresa británica East India Company, debían entregar el botín al mogol, así que no tenían ningún interés en perdonar a Kidd a cambio de la información sobre el emplazamiento del tesoro. Preferían ahorcar a Kidd y lo hicieron.
  
  —¿Mencionó Kidd el tesoro escondido durante el juicio?
  
  —No. Disponemos de las transcripciones del juicio y se puede comprobar que Kidd era consciente de que le ahorcarían, independientemente de lo que dijera o hiciera. Creo que lo aceptó y como último despecho decidió llevarse el secreto a la tumba.
  
  —O se lo contó a su esposa.
  
  —Existen muchas probabilidades de que lo hiciera. Ella tenía algún dinero propio, pero parece que vivió muy bien después de la muerte de su marido.
  
  —Todas lo hacen.
  
  —Sin comentarios sexistas, por favor. Dime tú lo que ocurrió con el tesoro.
  
  —No tengo suficiente información —respondí—. Las pistas son demasiado antiguas. No obstante, me inclinaría por creer que todavía existe parte del tesoro oculto en algún lugar.
  
  —¿Crees que Kidd le contó a su esposa dónde estaba escondido todo?
  
  —Kidd sabía que también podían detener a su esposa y obligarla a hablar —respondí después de reflexionar unos instantes—. De modo que no creo que se lo contara al principio, pero cuando estaba encarcelado en Boston y a punto de que lo mandaran a Londres, probablemente le facilitó algunas pistas. Como el número de ocho cifras.
  
  —Siempre se ha supuesto que Sarah Kidd logró recuperar parte del tesoro —asintió Emma—. Pero no creo que le dijera dónde estaba todo, porque si la hubiesen detenido y obligado a hablar, habría desaparecido toda posibilidad de salvar su vida a cambio del tesoro escondido. Estoy convencida de que se llevó parte de la información a la tumba.
  
  —¿Lo torturaron? —pregunté.
  
  —No —respondió Emma—, y la gente siempre se ha preguntado por qué no lo hicieron. En aquella época torturaban a la gente por mucho menos. Gran parte de la historia de Kidd nunca tuvo mucho sentido.
  
  —Si yo hubiera estado presente, le habría encontrado sentido a todo.
  
  —Si tú hubieras estado presente, te habrían ahorcado por crear problemas.
  
  —Sé amable conmigo, Emma.
  
  Procesé toda aquella información y reflexioné un poco. Pensé de nuevo en la detallada carta de Charles Wilson a su hermano.
  
  —¿Crees que Kidd podía recordar con exactitud todos los lugares donde había enterrado su tesoro? —pregunté—. ¿Te parece posible?
  
  —Probablemente no. Bellomont buscó pruebas del tesoro escondido y documentos en los aposentos de Kidd en Boston y en el San Antonio, pero no encontró ningún mapa ni información alguna que indicara la ubicación del tesoro, o si lo hizo no se lo reveló a nadie. Debo mencionar que Bellomont falleció antes de que ahorcaran a Kidd en Londres, de modo que si tenía algún mapa del tesoro puede que desapareciera con su muerte —dijo Emma—. Como puedes comprobar, John, hay muchas pequeñas pistas, indicios y contradicciones. Las personas interesadas han jugado a detectives históricos desde hace siglos. ¿Ya lo has descubierto? —Sonrió.
  
  —Todavía no. Necesito unos minutos.
  
  —Tómate todo el tiempo necesario. Entretanto, necesito una copa. Vámonos.
  
  —Espera un momento. Todavía me quedan algunas preguntas.
  
  —De acuerdo. Adelante.
  
  —Bien… Soy el capitán Kidd y navego por el canal de Long Island desde… ¿cuándo?
  
  —Hace unas semanas.
  
  —Bien. He estado en la bahía de Oyster, donde me he puesto en contacto con un abogado, y mi esposa e hijos han llegado de Manhattan y están a bordo conmigo. He estado en la isla de Gardiners y le he pedido al señor Gardiner que escondiera parte del tesoro. ¿Sé dónde lo ha enterrado?
  
  —No, que es la razón por la que no era necesario ningún mapa. Kidd simplemente le dijo a Gardiner que se asegurara de que el tesoro estuviera a su disposición cuando regresara o de lo contrario decapitaría a algún miembro de su familia.
  
  —Eso es mejor que un mapa —asentí—. Kidd ni siquiera tuvo que excavar el agujero.
  
  —Efectivamente.
  
  —¿Crees que Kidd hizo lo mismo en otros lugares?
  
  —Quién sabe El método más común consistía en desembarcar con un puñado de hombres, enterrar el tesoro en secreto y luego hacer un mapa del emplazamiento.
  
  —Entonces hay testigos del lugar donde está enterrado el tesoro.
  
  —El sistema tradicional de los piratas para asegurar el secreto —respondió Emma— consistía en matar a la persona que había cavado el agujero y sepultarla con el tesoro. A continuación, el capitán y su compañero de confianza tapaban el agujero. Se creía que los fantasmas de los marinos asesinados hechizaban el tesoro. En realidad, se han encontrado esqueletos junto a baúles enterrados.
  
  —Presuntos indicios de homicidio —dije.
  
  —Como ya he mencionado anteriormente —prosiguió Emma—, su tripulación había quedado reducida, con toda probabilidad, a unos seis o siete hombres. Si confiaba por lo menos en uno de ellos, para que vigilara el barco y a la tripulación y cuidara de su familia, pudo haber desembarcado perfectamente solo en un bote de remos y dirigirse a alguna bahía o entrar en alguna cala para enterrar el tesoro. Excavar un agujero en la arena no es un proyecto de alta ingeniería. En las películas antiguas generalmente desembarca un gran grupo de personas, pero según el tamaño del baúl, sólo se necesitan uno o dos individuos.
  
  —La imprecisión de las películas ha afectado en gran parte a nuestra percepción de la historia —comenté.
  
  —Es probable que tengas razón —dijo Emma—. Pero hay algo bastante cierto en las películas: toda búsqueda del tesoro empieza con el hallazgo de un mapa perdido desde hacía mucho tiempo. Nosotros los vendemos por cuatro dólares, pero a lo largo de los siglos se han vendido por decenas de millares de dólares a personas ingenuas.
  
  Reflexioné unos instantes. Alguno de esos mapas, en su caso verdadero, pudo haber llegado de algún modo a manos de Tom y Judy o de Fredric Tobin.
  
  —Has mencionado que la isla de Gardiners antes se llamaba isla de Wight.
  
  —Sí.
  
  —¿Hay otras islas por aquí que tuvieran otro nombre antes?
  
  —Naturalmente. Como es de suponer, originalmente todas tenían nombres indios, luego algunas recibieron nombres holandeses o ingleses, e incluso éstos cambiaron a lo largo de los años. Los nombres geográficos en el nuevo mundo eran un verdadero problema. Algunos capitanes de barco ingleses sólo disponían de mapas holandeses y en algunos de ellos, por ejemplo, el nombre de alguna isla o de algún río podía estar equivocado, además la ortografía era atroz y en ciertos mapas sencillamente no figuraban algunos nombres o contenían información deliberadamente errónea.
  
  Asentí.
  
  —Tomemos, por ejemplo, Robins Island o Plum Island. ¿Cómo se llamaban en la época de Kidd?
  
  —No estoy segura respecto a Robins Island, pero el nombre de Plum Island era el mismo, aunque se escribía Plumbe. Procedía del nombre holandés anterior, que era Pruym Eyland. Puede que tuviera algún otro nombre aún más antiguo, y alguien como William Kidd, que no había navegado desde hacía muchos años cuando aceptó la misión de Bellomont, puede que tuviera o comprara cartas de navegación con varias décadas de antigüedad. Eso no era raro. Un mapa del tesoro pirata se dibujaba a partir de una carta de navegación y ésta podía tener imprecisiones. Además, no olvides que son pocos los auténticos mapas del tesoro actualmente en existencia, así que es difícil sacar conclusiones respecto a la precisión general de éstos. Depende del propio pirata. Algunos eran realmente estúpidos.
  
  Sonreí.
  
  —Y si el pirata decidía no dibujar un mapa —prosiguió Emma—, las posibilidades de encontrar algún tesoro a partir de sus indicaciones escritas eran mucho más remotas. Por ejemplo, supongamos que encontraras un pergamino que dijera: «En Pruym Eyland he enterrado mi tesoro. Desde la roca del águila andad treinta pasos en dirección a los dos robles y luego cuarenta hacia el sur». Etcétera. Si no pudieras averiguar cuál era Pruym Eyland, tendrías un grave problema. Y aunque después de investigar descubrieras que aquél era el nombre antiguo de Plum Island, luego tendrías que averiguar cuál era la roca conocida en aquella época como roca del águila. Y olvídate de los robles. ¿Comprendes?
  
  —Comprendo.
  
  —Los archiveros somos también una especie de detectives —dijo Emma después de una pausa—. ¿Te importa que haga una hipótesis?
  
  —Adelante.
  
  —Bien —dijo después de reflexionar unos instantes—, los Gordon descubrieron cierta información sobre el tesoro del capitán Kidd o tal vez otro tesoro pirata. Luego, alguien más lo descubrió y ése fue el motivo de su asesinato —añadió antes de mirarme—. ¿Estoy en lo cierto?
  
  —Más o menos —respondí—. Tengo que hacer encajar los detalles.
  
  —¿Lograron los Gordon hacerse con el tesoro?
  
  —No estoy seguro.
  
  No insistió.
  
  —¿Cómo habrían conseguido los Gordon esa información? —pregunté—. No veo ningún archivo que se llame «Mapas de tesoros piratas».
  
  —Efectivamente. Aquí, los únicos mapas del tesoro están en la tienda de regalos. No obstante, tanto aquí como en otros museos y sociedades históricas hay muchos documentos que nadie ha leído todavía, o si lo han hecho, su significado no ha sido descifrado. ¿Comprendes?
  
  —Comprendo.
  
  —Ten en cuenta, John, que la gente que busca en lugares como los archivos públicos de Londres o el Museo Británico encuentra cosas que a otros les han pasado inadvertidas o que no han entendido. Así que puede haber información aquí, en otros archivos o en casas particulares.
  
  —¿En casas particulares?
  
  —Sí, por lo menos una vez al año alguien nos hace donación de algo hallado en una vieja casa, como un testamento o una antigua escritura. Mi hipótesis, y no es más que una conjetura, es que los Gordon, que no eran archiveros ni historiadores profesionales, simplemente se encontraron con algo tan evidente que incluso ellos fueron capaces de comprender.
  
  —¿Cómo un mapa?
  
  —Efectivamente, como un mapa donde se mostrara con claridad una geografía reconocible y facilitara puntos de referencia, direcciones, número de pasos, coordenadas, etcétera. Con algo parecido, habrían podido ir directamente al lugar indicado y excavar. Los Gordon llevaron a cabo muchas excavaciones arqueológicas en Plum Island —agregó después de reflexionar unos instantes—. Cabe la posibilidad de que en realidad buscaran un tesoro.
  
  —No es una posibilidad, sino una certeza.
  
  Emma me miró fijamente antes de proseguir.
  
  —Por lo que he oído, excavaron por toda la isla. No parece que supieran cómo ni dónde…
  
  —Las excavaciones arqueológicas eran una tapadera. Les permitían circular por lugares remotos de la isla con picos y palas. Tampoco me sorprendería que gran parte del trabajo de archivo fuera a su vez una tapadera.
  
  —¿Por qué?
  
  —No se les hubiera permitido quedarse con nada que encontraran en Plum Island; es propiedad del gobierno. Así que tuvieron que crear su propia leyenda. La leyenda sobre cómo Tom y Judy descubrieron algo en los archivos, aquí o en Londres, donde se mencionaban los árboles o los arrecifes del capitán Kidd, para alegar más adelante que eso fue lo que los indujo a buscar el tesoro. En realidad, ya sabían que el tesoro estaba en Plum Island.
  
  —Increíble.
  
  —Sí, pero hay que calcular el problema a la inversa. Empecemos con un mapa auténtico o direcciones escritas que señalen la ubicación de un tesoro en Plum Island. Supongamos que tú, Emma Whitestone, poseyeras dicha información. ¿Qué harías?
  
  No tuvo que reflexionar mucho para responder.
  
  —Me limitaría a entregársela al gobierno. Hablamos de un importante documento histórico y el tesoro, si existiera, sería también de gran importancia histórica. Si estuviera en Plum Island, allí debería ser hallado. Lo contrario no es sólo falta de honradez, sino un fraude histórico.
  
  —La historia está repleta de mentiras, engaños y fraudes. En primer lugar, así fue como llegó allí el tesoro. ¿Por qué no un nuevo fraude? El que se lo encuentra se lo queda, ¿no es cierto?
  
  —No. Si el tesoro está en el terreno de otro, aunque sea el gobierno, él es el propietario. Si yo descubriera su ubicación, aceptaría una recompensa.
  
  Sonreí.
  
  —¿Tú qué harías? —preguntó.
  
  —Pues… siguiendo el ejemplo del capitán Kidd, intentaría hacer un trato. No me limitaría a facilitar la información a la persona cuya propiedad se representa en el mapa. Sería justo intercambiar el secreto por una participación. Incluso el Tío Sam está dispuesto a negociar.
  
  —Supongo —dijo Emma después de reflexionar—. Pero eso no fue lo que hicieron los Gordon.
  
  —No. Los Gordon tenían uno o varios socios, a mi parecer más ladrones que ellos. Y probablemente, asesinos. En realidad, no sabemos lo que los Gordon hacían ni qué se proponían, ya que acabaron muertos. Podemos suponer que empezaron con cierta información fidedigna respecto a la ubicación de un tesoro en Plum Island, y todo lo que vemos a continuación, la Sociedad Histórica Peconic, las excavaciones arqueológicas, el trabajo de archivo e incluso la semana que pasaron en los archivos públicos de Londres no es más que una estratagema ingeniosa y deliberada, encaminada al traslado y nuevo enterramiento del tesoro, de la propiedad del Tío Sam a la de los Gordon.
  
  —Y ésa es la razón por la que los Gordon le compraron el terreno a la señora Wiley —asintió Emma—, para disponer del lugar donde enterrar de nuevo el tesoro… los arrecifes del capitán Kidd.
  
  —Exactamente. ¿Te parece lógico o estoy loco?
  
  —Estás loco, pero me parece lógico.
  
  —Si hay diez o veinte millones en juego, hay que hacerlo bien —continué, sin prestar atención a su comentario—. Proseguir lentamente, ocultar las huellas antes de que alguien sepa que existen, anticipar los problemas con los historiadores, los arqueólogos y el gobierno. No sólo se va a ser rico, sino famoso y, para bien o para mal, uno va a ser objeto de la atención pública. Eres una persona joven, atractiva, inteligente y con dinero. Naturalmente, no quieres tener problemas.
  
  —Pero algo falló —dijo Emma después de unos momentos de silencio.
  
  —Evidentemente: están muertos.
  
  Ambos guardamos un rato de silencio. Ahora tenía muchas respuestas, pero todavía me quedaban muchas más preguntas. Puede que algunas de ellas permanecieran siempre sin contestación, puesto que Tom y Judy Gordon, al igual que William Kidd, se habían llevado algunos secretos a la tumba.
  
  —¿Quién crees que los asesinó? —preguntó finalmente Emma.
  
  —Probablemente su socio o socios.
  
  —Lo sé…, ¿pero quién?
  
  —Todavía no lo sé. ¿Se te ocurre algún sospechoso?
  
  Movió la cabeza, pero creo que sospechaba de alguien.
  
  Le había confiado mucha información a Emma Whitestone, a la que realmente no conocía. Pero tengo un buen olfato para saber en quién confiar. En el supuesto de que me hubiera equivocado y Emma formara parte de la intriga, tampoco importaba porque entonces ya lo sabía. Y si le contaba a Fredric Tobin o a alguna otra persona lo que yo había elucubrado, mejor que mejor. Fredric Tobin vivía en una parte muy alta de la torre y se necesitaría mucho humo para alcanzarle. Y si había alguien más involucrado, a quien yo desconocía, puede que el humo también le alcanzara. Llega un momento en las investigaciones en que uno permite, sencillamente, que se divulgue la información. Especialmente cuando el tiempo apremia.
  
  Reflexioné sobre mi siguiente pregunta y opté por aventurarme.
  
  —Tengo entendido que algunas personas de la Sociedad Histórica Peconic estuvieron en Plum Island para inspeccionar excavaciones potenciales.
  
  Emma asintió.
  
  —¿Era Fredric Tobin uno de ellos?
  
  En realidad Emma dudó, supongo que debido a una antigua cuestión de lealtad.
  
  —Sí. En una ocasión estuvo en la isla —respondió por fin.
  
  —¿Con los Gordon como guías?
  
  —Sí —contestó mirándome—. ¿Crees que…, es decir…?
  
  —Puedo especular respecto al motivo y al método, pero nunca lo hago en voz alta sobre los sospechosos —respondí—. Es importante que no le menciones esto a nadie.
  
  Asintió.
  
  La miré. Su aspecto era el de lo que parecía ser: una mujer honrada, inteligente y agradablemente loca. Me gustaba. Le cogí la mano y nos acariciamos.
  
  —Gracias por tu tiempo y tus conocimientos —dije.
  
  —Ha sido divertido.
  
  Asentí y pensé de nuevo en William Kidd.
  
  —¿De modo que lo ahorcaron?
  
  —Efectivamente. Lo tuvieron encadenado en Inglaterra durante más de un año, hasta que lo juzgaron en Old Bailey. No se le permitió asesoramiento legal, ni testigos, ni pruebas. Fue declarado culpable y ahorcado en el muelle de ejecución, junto al Támesis. Su cuerpo fue cubierto de alquitrán y lo dejaron colgando encadenado, como advertencia a los marinos que por allí circulaban. Los cuervos se alimentaron de sus despojos durante varios meses.
  
  —Vamos a tomar una copa —dije después de levantarme.
  
  
  
  
  
  Capítulo 23
  
  
  
  
  Como necesitaba una buena ración de pasta sugerí una cena en el restaurante Claudio’s y Emma estuvo de acuerdo.
  
  Claudio’s está en Greenpoint, que, como ya he mencionado, tiene una población de unos dos mil habitantes, menos que el edificio donde yo vivo.
  
  Nos dirigimos al este por la carretera principal. Eran alrededor de las siete de la tarde cuando entramos en el pueblo y empezaba a oscurecer.
  
  El pueblo en sí no es tan atractivo ni antiguo como las demás aldeas, era y sigue siendo un puerto comercial y de pesca. En los últimos años ha adquirido cierta distinción por sus tiendas de modas, restaurantes elegantes y cosas por el estilo, pero Claudio’s es prácticamente igual que cuando era niño. Cuando en el norte de Long Island había muy pocos lugares donde comer, ahí estaba Claudio’s, en el extremo de la calle mayor que da al mar, cerca del muelle, donde se encontraba desde el siglo pasado.
  
  Aparqué el coche y nos apeamos en el largo atracadero. Había un gran barco antiguo de tres palos amarrado permanentemente al muelle, gente que paseaba cerca de una marisquería y varias lanchas atracadas, cuyos pasajeros estaban probablemente en Claudio’s. Era una tarde agradable y mencioné lo benigno del clima.
  
  —Se está formando una depresión tropical en el Caribe —dijo Emma.
  
  —¿Puede un Prozac serle de alguna ayuda?
  
  —Es un pequeño huracán.
  
  —Claro.
  
  Como los pequeños leones. Es bonito contemplar los huracanes desde el piso de Manhattan, pero no tanto en esta pequeña masa de tierra, a quince metros escasos sobre el nivel del mar. Me acordé de un huracán aquí en el mes de agosto, cuando era niño. Al principio era divertido, pero luego empezó a dar miedo.
  
  Dimos un paseo y charlamos. En la primera etapa de una relación hay un momento de pasión, que suele durar unos tres días. Luego, a veces, uno se da cuenta de que la otra persona no le gusta. Por regla general, es cuando la otra persona dice algo como «Confío en que te gusten los gatos».
  
  Pero con Emma Whitestone, de momento, todo iba a pedir de boca. Incluso parecía disfrutar de mi compañía.
  
  —Me gusta estar contigo. —Llegó a decir.
  
  —¿Por qué?
  
  —Bueno, eres diferente de la mayoría de los hombres con los que salgo. Lo único que quieren es saber cosas sobre mí, hablar de arte, de política y de filosofía, y conocer todas mis opiniones. Tú eres diferente; lo único que quieres es sexo.
  
  Me reí.
  
  Me cogió del brazo, caminamos hasta el final del muelle y contemplamos los barcos.
  
  —Estaba pensando —dijo Emma— que si Tom y Judy no hubieran muerto y hubieran anunciado que habían encontrado un fabuloso tesoro, un tesoro pirata, el tesoro del capitán Kidd, se habría llenado todo de periodistas, como ocurrió cuando fueron asesinados. Estaban por todas partes, hacían preguntas a la gente por las calles de Southold, filmaban en la calle mayor…
  
  —En eso consiste su trabajo.
  
  —Es paradójico que estuvieran aquí para informar sobre el asesinato de los Gordon, en lugar de anunciar su fortuna.
  
  —Interesante observación —asentí.
  
  —Me pregunto si los periodistas habrían visitado la Sociedad Histórica Peconic para informarse sobre la historia del tesoro.
  
  —Probablemente.
  
  —Antes te he comentado que la fiebre del tesoro ha estallado varias veces. En una época tan reciente como los años treinta, durante la Depresión, e incluso en los cincuenta, la fiebre por el tesoro de Kidd se apoderó repetidas veces de esta zona, generalmente iniciada por algún rumor estúpido o el hallazgo de algunas monedas en la playa. La gente llegaba de todas partes y empezaba a excavar en las playas, las colinas, los bosques… Ahora hace tiempo que no ocurre… Puede que los tiempos hayan cambiado. ¿Jugabas a piratas de niño?
  
  —En eso estaba pensando… Ahora recuerdo haber oído hablar de piratas aquí, cuando era niño. Pero no demasiado. Mi tía era un poco más culta. Se interesaba por los indios antes de que se pusieran de moda.
  
  —Mi familia se interesaba por los primeros colonos y por la revolución. Recuerdo conversaciones sobre piratas… Tengo un hermano mayor y recuerdo haberle visto jugar a piratas un par de veces con sus amigos. Supongo que era cosa de niños, como jugar a policías y ladrones o a indios y vaqueros.
  
  —Supongo. Ahora juegan a agentes de antinarcóticos y traficantes. Pero me he encontrado con un muchacho en la Hacienda del Capitán Kidd… —añadí y le hablé a Emma de Billy, el cazador de tesoros.
  
  —Es una cuestión cíclica —comentó Emma—. Puede que los piratas se hayan puesto nuevamente de moda. ¿Has leído La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson?
  
  —Por supuesto. Y El escarabajo de oro de Poe. ¿Recuerdas la pista falsa con el dibujo de una cabra, de una cría de cabra?
  
  —Sí, claro. ¿Has leído Wolfert Webber de Washington Irving?
  
  —Primera noticia.
  
  —Es una historia de piratas maravillosa. —Sonrió y me preguntó—: ¿Has visto alguna de esas películas de malvados de los años treinta y cuarenta?
  
  —Me encantaban.
  
  —Hay pocas palabras que evoquen tanta intriga y romanticismo como pirata, tesoro escondido, galeón…
  
  —Héroe de capa y espada. Ésa me gusta.
  
  —¿Qué me dices de «los mares españoles»?
  
  —Desde luego. Aunque a saber lo que significa.
  
  De pie en el muelle, junto a aquel antiguo velero de tres palos, cuando se estaba poniendo el sol, jugamos a aquel tonto juego de palabras con términos como bucaneros, doblones, sables, tuertos, pata de palo, loros, arrojar por la borda, islas desiertas, botín, despojos, pillaje, calaveras, mapa del tesoro, baúles escondidos, señales con cruces y, ya al final, expresiones como «¡Temblad, bellacos!», y «¡A mí, mis valientes!».
  
  Ambos nos reímos.
  
  —Me gustas —dije.
  
  —Naturalmente —respondió Emma.
  
  Regresamos por el muelle en dirección a Claudio’s, cogidos de la mano, algo que no había hecho desde hacía mucho tiempo.
  
  Claudio’s estaba muy concurrido para ser un día entre semana y nos instalamos en la barra a tomar una copa, esperando una mesa.
  
  Ya he comentado que se trataba de un lugar antiguo, construido en 1.830, y se le supone el restaurante más antiguo de Estados Unidos, dirigido por la misma familia, los Claudio, desde 1.870. Mi familia tenía problemas para compartir la cocina y el baño todas las mañanas; era inconcebible para mí que lo hubieran hecho durante ciento treinta años.
  
  En todo caso, según me contó el camarero, el edificio había sido una posada cuando Greenport era un puerto ballenero y la barra junto a la que Emma y yo estábamos sentados había sido transportada en una barcaza desde Manhattan en mil ochocientos ochenta y pico.
  
  La barra y los estantes detrás de ella, todos de caoba, cristal grabado al aguafuerte y mármol italiano, tienen un aspecto exótico y vagamente extranjero, sin ninguno de los antiguos elementos coloniales más comunes en esa zona. Ahí puedo imaginar que me encuentro en Manhattan, sobre todo cuando huelo la comida italiana del restaurante. A veces echo de menos Manhattan y lugares como Little Italy, donde, por ejemplo, actualmente se celebra la fiesta de San Gennaro. Si hubiera estado en esos momentos en la ciudad de Nueva York, esa misma noche habría ido con Dom Fanelli a Mulberry Street, donde nos habríamos hartado de comida en los tenderetes al aire libre y habríamos acabado la velada en algún café. Evidentemente debía tomar ciertas decisiones respecto a mi futuro.
  
  Emma pidió un vino blanco.
  
  —Tenemos seis blancos locales diferentes, que servimos en copas. ¿Alguna preferencia? —preguntó el camarero.
  
  —Sí, Pindar —respondió Emma.
  
  Ésa es mi chica. Fiel y leal. No estaba dispuesta a tomar el vino de su examante en presencia de su nuevo novio. Permítanme que les diga que cuantos más años tiene uno, mayor es su bagaje y más difícil de transportar.
  
  Pedí una Budweiser y brindamos.
  
  —Gracias por todo.
  
  —¿Qué lección de historia ha sido la que más te ha gustado?
  
  —La del colchón de plumas.
  
  —A mí también.
  
  Y así sucesivamente.
  
  De las paredes colgaban montones de recuerdos, fotografías en blanco y negro de los antepasados de Claudio, viejas fotos de regatas de veleros antiguos, paisajes de Greenport en otra época, etcétera. Me gustan los restaurantes antiguos, son como museos vivientes donde uno puede tomar cerveza.
  
  Había sido también en Claudio’s, en el mes de junio, donde había conocido a los Gordon, y ésa era una de las razones por las que me apetecía visitarlo, además de que mi estómago me pedía salsa de tomate. A veces es útil regresar físicamente a un lugar determinado cuando se desea recordar algo sucedido allí.
  
  Comprobé que recordaba a mis padres, a mi hermano y a mi hermana sentados en esas mesas, hablando de las actividades del día y planeando las del día siguiente. Hacía años que no me paraba a pensar en eso.
  
  Alejé de mi mente los recuerdos de mi infancia, más aptos para el diván de un psiquiatra, y me concentré en el pasado mes de junio.
  
  Había ido a ese bar porque era uno de los pocos lugares que conocía. Recuerdo que me sentía todavía un poco frágil, pero no hay nada como un bar y una cerveza para recuperar las fuerzas.
  
  Pedí mi cóctel habitual, una Budweiser, y me llamó inmediatamente la atención una mujer muy atractiva, a pocos taburetes de distancia. Era una tarde entre semana, cuando todavía no había empezado la temporada turística, estaba lloviendo y no había mucha gente en la barra. Se cruzaron nuestras miradas, me brindó una especie de sonrisa y me lancé.
  
  —Hola.
  
  —Hola —respondió.
  
  —Me llamo John Corey.
  
  —Judy Gordon.
  
  —¿Estás sola?
  
  —Sí, salvo por mi marido, que está en el lavabo.
  
  —Ah… —exclamé, dándome cuenta de que llevaba una alianza de matrimonio.
  
  ¿Por qué me olvido siempre de mirar los dedos? Claro que aunque estuviera casada, si estaba sola… Me iba por los cerros de Úbeda.
  
  —Iré en su busca —dije.
  
  —No es preciso que huyas. —Sonrió.
  
  —Encantado de conocerte —dije con toda galantería.
  
  Aunque acababa de enamorarme, me disponía a regresar a mi taburete original cuando llegó Tom y Judy me lo presentó.
  
  —Toma otra cerveza —dijo Tom después de haberme disculpado para retirarme.
  
  Me percaté de que ambos hablaban con acento de fuera y supuse que eran turistas tempranos o algo por el estilo. Estaban completamente desprovistos de la brusquedad neoyorquina a la que yo estaba acostumbrado. Como dice el chiste del tipo del Medio Oeste, que se acerca a un neoyorquino en la calle y le dice: «Disculpe, caballero, ¿puede indicarme dónde está el Empire State Building o me voy directamente a la porra?». En todo caso, me sentía incómodo y no quería tomar una copa con ellos, supongo que por intentar ligarme a Judy, pero, por alguna razón que nunca comprenderé plenamente, decidí aceptar.
  
  Puedo ser taciturno, pero eran unas personas tan abiertas que no tardé en contarles mi reciente desventura y ambos recordaron haberlo visto por televisión. Para ellos era una celebridad.
  
  Mencionaron que trabajaban en Plum Island, lo que me pareció interesante, y que habían llegado directamente del trabajo en barco, que también me pareció interesante. Tom me invitó a ver el barco, pero me disculpé porque no sentía mucho interés por las embarcaciones.
  
  Salió a relucir que yo vivía en una casa junto a la orilla y Tom me pidió que describiera su aspecto desde el mar para ir a visitarme. Lo hice y me sorprendió comprobar que él y Judy aparecieron al cabo de una semana.
  
  En todo caso, nos llevamos todos muy bien en Claudio’s y, al cabo de una hora, cenábamos juntos. Eso había ocurrido hacía unos tres meses, no mucho tiempo, pero tenía la sensación de conocerlos bastante bien. Sin embargo, ahora descubría que había cosas sobre ellos que desconocía.
  
  —¡Hola! ¡John! —exclamó Emma.
  
  —Lo siento. Estaba pensando en la primera vez que hablé con los Gordon. Fue aquí, en esta barra.
  
  —¿En serio? ¿Estás muy afectado por…?
  
  —No me había percatado de lo mucho que disfrutaba de su compañía —respondí—. Me lo estoy tomando de una forma un poco más personal de lo que suponía.
  
  Emma asintió. Charlamos de esto y lo otro. Se me ocurrió que si estaba confabulada con el asesino o formaba de algún modo parte de la intriga, podía intentar sonsacarme algo de información. Pero parecía que prefería evitar el tema por completo, lo que coincidía con mis deseos.
  
  Nuestra mesa estaba libre y nos dirigimos a una especie de patio cubierto que daba a la bahía. Empezaba a sentirse el frío y yo lamentaba que acabara el verano. Había probado mi propia mortalidad, literalmente, cuando mi propia sangre me brotaba por la boca y supongo que los cortos días y los fríos vientos me recordaban que mi verano había concluido, que el pequeño Johnny, fascinado por el hallazgo de una bala de mosquetón, había crecido definitivamente cuando yacía en una alcantarilla de la calle Ciento Dos Oeste, con tres orificios de bala en el cuerpo.
  
  Estados Unidos es un país de segundas y terceras oportunidades, un lugar de múltiples resurrecciones, de modo que, dadas las suficientes oportunidades, sólo un imbécil rematado no acaba por acertar.
  
  —Pareces distraído —dijo Emma.
  
  —Intentaba decidir si empezar por los calamares fritos o los berberechos.
  
  —La comida frita no es sana.
  
  —¿No echas de menos la ciudad? —pregunté.
  
  —De vez en cuando. Echo de menos el anonimato. Aquí todo el mundo sabe con quién te acuestas.
  
  —No me sorprende, si exhibes a todos tus novios ante tus empleados.
  
  —¿Tú echas de menos la ciudad? —preguntó Emma.
  
  —No lo sé… No lo sabré hasta que regrese —respondí—. Discúlpame —añadí después de levantarme—, necesito un orinal.
  
  Fui hasta mi coche, regresé con la bolsa de regalo y la coloqué delante de Emma.
  
  —¿Es para mí? —preguntó.
  
  —Sí.
  
  —No era necesario, John… ¿Lo abro ahora?
  
  —Te lo ruego.
  
  Sacó el orinal, que estaba envuelto en papel de seda, de la bolsa.
  
  —¿Qué es…?
  
  De pronto tuve un ataque de pánico. ¿Y si el vejestorio de la tienda de antigüedades se había equivocado? ¿Y si había confundido a Emma Whitestone con otra persona?
  
  —Espera —dije—, tal vez no deberías abrirlo…
  
  Otros comensales miraban ahora curiosos, entrometidos, sonrientes.
  
  Emma retiró el papel de seda y descubrió el orinal blanco con flores rosas. Lo levantó por el asa.
  
  Emergió un suspiro de la muchedumbre. O por lo menos eso parecía. Alguien se rio.
  
  —¡Es precioso, John! ¿Cómo lo has sabido?
  
  —Soy detective —respondí.
  
  Admiró el orinal por todos lados, examinó la marca del ceramista…
  
  —Hay lavabos en la parte posterior si lo prefiere —dijo el camarero después de acercarse.
  
  Soltamos todos unas buenas carcajadas. Emma declaró que lo utilizaría para plantar rosales enanos, yo respondí que eso impediría definitivamente que alguien se sentara en él y así sucesivamente. Cuando se nos agotaron las bromas sobre orinales pedimos la cena.
  
  Comimos a gusto, mientras charlábamos y contemplábamos el puerto. Emma me preguntó si me apetecía que pasara de nuevo la noche en mi casa y respondí que lo deseaba. Abrió el bolso para mostrarme un cepillo de dientes y unas bragas.
  
  —Estoy preparada —dijo.
  
  —¿Les apetece más café o tienen prisa por llegar a su casa? —preguntó el camarero gracioso, que en aquel momento pasaba casualmente junto a nuestra mesa.
  
  De regreso a mis aposentos de Mattituck, tuve de nuevo esa extraña sensación de que nada tendría un final feliz, ni el caso, ni mi relación con Emma, ni con Beth, fuera la que fuese, ni tampoco mi carrera. Era como ese silencio aterrador y ese cielo perfectamente claro que preceden al huracán.
  
  
  
  
  
  Capítulo 24
  
  
  
  
  Por la mañana sonó el timbre mientras me vestía y supuse que Emma, que estaba en la planta baja, abriría la puerta.
  
  Acabé de ponerme los pantalones, la camisa a rayas, la chaqueta azul y los mocasines sin calcetines, como es habitual en las zonas marítimas. En Manhattan, las personas que no llevan calcetines suelen ser pordioseros, pero allí era muy elegante.
  
  Bajé al cabo de unos diez minutos y encontré a Emma Whitestone tomando café en la cocina con Beth Penrose. ¡Sorpresa, sorpresa!
  
  Era uno de esos momentos que requieren sutileza.
  
  —Buenos días, detective Penrose —dije.
  
  —Buenos días —respondió Beth.
  
  —Te presento a mi compañera de trabajo, Beth Penrose —dije, dirigiéndome a Emma—. Supongo que ya os habéis presentado.
  
  —Eso creo —respondió Emma—. Estamos tomando café.
  
  —Creía que nos veríamos más tarde —repuse después de mirar a Beth.
  
  —Ha habido un cambio de planes —respondió—. Te dejé un recado en el contestador automático anoche.
  
  —No lo escuché.
  
  —Debo ir a trabajar —dijo Emma después de levantarse.
  
  —Te llevaré —respondí.
  
  —Yo también debo marcharme —dijo Beth después de ponerse también de pie—. Sólo he pasado para recoger los extractos bancarios. Si los tienes a mano, me los llevaré.
  
  —Sentaos —dijo Emma—. Debéis de tener trabajo —agregó mientras se dirigía a la puerta—. Llamaré a Warren para que me lleve. Vive cerca de aquí. Estaré en la sala de estar.
  
  Salió de la cocina sin mirarme a los ojos.
  
  —Es presidenta de la Sociedad Histórica Peconic —dije después de que se fuera.
  
  —¿En serio? Un poco joven para el cargo.
  
  Me serví una taza de café.
  
  —Se me ha ocurrido informarte como medida de cortesía —dijo Beth.
  
  —No tienes ninguna obligación conmigo.
  
  —Bueno, has sido una gran ayuda.
  
  —Gracias.
  
  Permanecimos ambos de pie, yo con la taza de café en la mano y Beth retirando su taza, su cuchara y la servilleta como si fuera a irse. Vi un maletín junto a su silla.
  
  —Siéntate.
  
  —Debería marcharme.
  
  —Tomemos otra taza de café.
  
  —De acuerdo —respondió, se sirvió otro café y se sentó frente a mí—. Pareces un dandi esta mañana.
  
  —Intento cambiar mi imagen. Nadie me tomaba en serio —dije mientras admiraba su apetitoso aspecto, fresco e inteligente, con su traje chaqueta azul marino y blusa blanca—. Tú también estás muy atractiva.
  
  —Gracias. Me esmero en el vestir.
  
  —Desde luego.
  
  Un poco serio, claro que sólo era mi opinión. Ignoraba lo que pensaba de mi invitada, si es que pensaba algo. Aparte del conato sentimental que había sentido por Beth, me recordé que había prescindido de mis servicios profesionales. Aunque ahora había regresado.
  
  Estaba indeciso sobre si contarle que había progresado significativamente en su ausencia, que en realidad creía haber descubierto el motivo del doble asesinato y que era preciso investigar a Fredric Tobin. ¿Pero por qué arriesgar el cuello? Podía estar equivocado. A decir verdad, después de haber dormido, no estaba tan seguro de que Fredric Tobin fuera en realidad el asesino de Tom y Judy Gordon. Puede que supiera más de lo que decía, pero parecía más probable que hubiera sido otro el que había apretado el gatillo, alguien como Paul Stevens.
  
  Decidí averiguar qué sabía ella que yo pudiera necesitar y qué quería de lo que yo sabía. Iba a ser una lucha. Primer asalto:
  
  —Max ha dado por finalizada mi colaboración con el municipio de Southold —dije.
  
  —Lo sé.
  
  —Así que no creo que debas compartir conmigo ninguna información policial.
  
  —¿Lo dices en serio o estás ofendido?
  
  —Un poco de ambas cosas.
  
  —Respeto realmente tus opiniones y tu perspicacia —dijo Beth después de jugar un rato con la cucharilla.
  
  —Gracias.
  
  —Es una casa imponente —comentó mientras recorría la cocina con la mirada.
  
  —Una gran dama pintada.
  
  —¿Es propiedad de tu tío?
  
  —Sí. Trabaja en Wall Street, ahí se maneja mucho dinero. Mi nombre está en su testamento. Es un fumador empedernido.
  
  —Es estupendo que tuvieras un lugar donde convalecer.
  
  —Debería haberme ido al Caribe.
  
  —No te habrías divertido tanto. —Sonrió—. Por cierto, ¿cómo te encuentras?
  
  —Ah, bien. Siempre y cuando no haga ningún esfuerzo.
  
  —No lo hagas.
  
  —No pienso hacerlo.
  
  —Dime, ¿qué has hecho estos últimos días? ¿Has seguido alguna pista?
  
  —Alguna. Pero ya te he dicho que Max me ha destituido y mi jefe me vio por televisión la noche del asesinato. También creo que tu amigo, el señor Nash, les ha hablado mal de mí a mis superiores. ¿Cómo se puede ser tan mezquino?
  
  —Estuviste muy duro con él, John. Apuesto a que está un poco enfadado contigo.
  
  —Es posible. Probablemente quiere poner fin a mi ciclo vital.
  
  —Bueno, no sé si llega a tanto.
  
  Yo sí.
  
  —Lo más grave —dije— es que con toda probabilidad tendré que darles explicaciones a los jefazos de la central.
  
  —Lo lamento. Dime si puedo hacer algo para ayudarte.
  
  —Gracias. Todo se arreglará. No es buena publicidad relacionarse con un policía al que han disparado.
  
  —¿Qué esperas del trabajo?, ¿seguir o dejarlo?
  
  —Seguir.
  
  —¿Estás seguro?
  
  —Sí. Quiero volver. Estoy listo.
  
  —Me alegro. Pareces estarlo.
  
  —Gracias. Pero dime, ¿quién mató a Tom y Judy Gordon?
  
  —Estaba convencida de que a estas alturas me lo dirías tú —respondió con una sonrisa forzada.
  
  —No es mucho lo que se consigue por un dólar semanal. ¿O era mensual?
  
  Beth jugó un rato con la cuchara antes de hablar.
  
  —Cuando te conocí no me gustaste, ¿lo sabías?
  
  —Deja que piense… arrogante, listillo, demasiado guapo.
  
  Me sorprendió que asintiera.
  
  —Más o menos. Ahora he comprendido que hay algo más.
  
  —No, no hay nada más.
  
  —Claro que lo hay.
  
  —Tal vez intento ponerme en contacto con mi espíritu infantil.
  
  —Eso lo haces de maravilla. Deberías intentar ponerte en contacto con tu faceta reprimida de adulto.
  
  —Ésa no es forma de hablarle a un héroe lesionado.
  
  —En general, creo que eres leal con tus amigos y fiel a tu trabajo.
  
  —Gracias. Hablemos del caso. ¿Quieres que te informe sobre lo que he hecho?
  
  Beth asintió.
  
  —En el supuesto de que hayas hecho algo —dijo con cierto sarcasmo—. Parece que has estado ocupado en otras cosas.
  
  —Relacionadas con el trabajo. Es presidenta de…
  
  Emma se asomó a la puerta de la cocina.
  
  —Creo que he oído una bocina en la calle —dijo—. Encantada de haberte conocido, Beth. Hablaré contigo más tarde, John.
  
  Se retiró y oí la puerta principal que se abría y se cerraba.
  
  —Es agradable —dijo Beth—. Viaja muy ligera de equipaje.
  
  Guardé silencio.
  
  —¿Tienes esos extractos bancarios? —preguntó.
  
  —Sí —respondí y me levanté—. En la sala de estar. Vuelvo en seguida.
  
  Salí al vestíbulo, pero en lugar de dirigirme a la sala de estar fui hacia la puerta principal.
  
  Emma estaba sentada en un sillón de mimbre, a la espera de su amigo. El Ford negro de la policía que conducía Beth estaba frente a la casa.
  
  —Creí haber oído una bocina —dijo Emma—. Esperaré aquí.
  
  —Siento no poder llevarte al trabajo —respondí.
  
  —No importa. Warren vive cerca de aquí, ya está de camino.
  
  —Estupendo. ¿Puedo verte más tarde?
  
  —Los viernes por la noche salgo con las chicas.
  
  —¿Qué hacen las chicas?
  
  —Lo mismo que los chicos.
  
  —¿Dónde van?
  
  —Habitualmente a los Hamptons. Todas buscamos maridos ricos y amantes.
  
  —¿Al mismo tiempo?
  
  —Lo que llegue primero. Negociamos.
  
  —Bien. Pasaré luego por la tienda. ¿Dónde está tu orinal?
  
  —En el dormitorio.
  
  —Te lo llevaré luego.
  
  Llegó un coche frente a la casa y Emma se puso de pie.
  
  —A tu compañera ha parecido sorprenderle mi presencia —dijo.
  
  —Supongo que esperaba que abriera yo la puerta.
  
  —Parecía más que sorprendida. Estaba un poco… decepcionada, apagada, triste.
  
  Me encogí de hombros.
  
  —Me dijiste que aquí no salías con nadie.
  
  —No lo hago. La conocí el lunes.
  
  —A mí me conociste el miércoles.
  
  —Sí, pero…
  
  —Ahí está Warren. Debo marcharme.
  
  Empezó a bajar por la escalera, luego volvió, me dio un beso en la mejilla y corrió hacia el coche.
  
  Saludé con la mano a Warren.
  
  Qué le vamos a hacer. Entré de nuevo en casa y me dirigí a la sala de estar. Lo primero que hice fue pulsar el botón del contestador automático. El primer mensaje, a las siete de la tarde del día anterior, era de Beth y decía: «Tengo una cita con Max a las diez de la mañana. Me gustaría pasar antes por tu casa, a eso de las ocho y media. Si no te va bien, llámame esta noche». Me daba el número de su casa y seguía: «O llámame por la mañana o al coche». Me daba también el número del coche y concluía: «Llevaré buñuelos si tú preparas el café». El tono de su voz era sumamente amable. Lo justo habría sido que me llamara desde el coche por la mañana, pero lo hecho, hecho está. Mi experiencia a lo largo de los años es que siempre que uno se pierde un mensaje, algo interesante suele ocurrir.
  
  El segundo mensaje era de Dom Fanelli, a las ocho de la tarde, y decía: «Hola, ¿estás en casa? Coge el teléfono si estás ahí. Bien, de acuerdo… Escúchame, hoy he recibido la visita de dos individuos de la brigada antiterrorista. Uno del FBI llamado Whittaker Whitebread, o algo por el estilo, un auténtico petimetre, y su compañero, con quien nos hemos cruzado varias veces, un paisano. Ya sabes a lo que me refiero. Pretendían averiguar si sabía algo de ti. Quieren verte el martes, cuando vengas para la revisión médica, y me han hecho responsable de que te lleve ante ellos. Parece que el FBI no cree en su propio comunicado a la prensa sobre la vacuna del Ébola. Creo que huelo a tapadera. Dime, ¿vamos a coger todos gonorrea negra y ver cómo se nos deshace el pene? Por cierto, mañana por la noche vamos a San Gennaro. Mueve el culo y reúnete con nosotros. En el bar Taormina’s, a las seis. Estaremos Kenny, Tom, Frank y yo. Tal vez algunas chicas. Vamos a comer, comer, comer. Bellissimo. Molto bene. Ven con nosotros si tu plátano se siente solo. Ciao». Interesante. Me refiero a lo de la brigada antiterrorista. Ciertamente, eso no daba la impresión de que estuvieran preocupados por la aparición en el mercado negro de una cura milagrosa para el Ébola. Era evidente que en Washington todavía cundía el pánico. Debería decirles que no se preocuparan: es un tesoro pirata, muchachos. Ya sabéis, el capitán Kidd, doblones, piezas de oro… Pero dejémosles que busquen terroristas. Quién sabe, puede que encuentren alguno. Es un buen ejercicio de entrenamiento.
  
  La fiesta de San Gennaro. Se me hacía la boca agua sólo de pensar en calamares fritos y calzone. Maldita sea, a veces aquí me sentía como si estuviera en el exilio. En otras ocasiones disfrutaba de la naturaleza, el silencio, la ausencia de tráfico, las águilas blancas…
  
  Podía estar a las seis de la tarde en Taormina’s, pero no quería volar tan cerca de la llama. Necesitaba más tiempo y disponía de plazo hasta el martes antes de que me echaran el guante, primero los médicos, luego Wolfe y, a continuación, los de la brigada antiterrorista. Me pregunté si Whittaker Whitebread y George Foster estarían en contacto. ¿O eran la misma persona?
  
  Levanté un montón de hojas impresas del ordenador. Sobre el escritorio estaba también la bolsa de los viñedos Tobin, que contenía la baldosa esmaltada con la ilustración de un águila blanca. La cogí pero pensé «no», luego pensé «sí», a continuación otra vez «no» y, por fin, «tal vez más tarde». La dejé sobre la mesa y regresé a la cocina.
  
  
  
  
  
  Capítulo 25
  
  
  
  
  Beth Penrose había desparramado los papeles de su maletín sobre la mesa y ahora me daba cuenta de que también había una fuente llena de buñuelos. Le entregué los impresos del ordenador y se los guardó.
  
  —Lamento haber tardado tanto —dije—. Tenía que escuchar los mensajes. He recibido el tuyo.
  
  —Debí haberte llamado desde el coche —respondió Beth.
  
  —No tiene importancia. Tú estás permanentemente invitada —dije—. ¿Qué es todo eso? —pregunté a continuación, señalando los papeles sobre la mesa.
  
  —Algunas notas, informes. ¿Te interesan?
  
  —Por supuesto —respondí mientras servía café para ambos.
  
  —¿Has descubierto algo más en los extractos? —preguntó Beth.
  
  —Sólo algunos incrementos en su cuenta telefónica, su Visa y su Amex después de su viaje a Inglaterra.
  
  —¿Crees que el viaje a Inglaterra fue algo más que trabajo y vacaciones?
  
  —Tal vez.
  
  —¿Crees que estuvieron en contacto con algún agente extranjero?
  
  —No creo que lleguemos a saber nunca qué hicieron en Inglaterra.
  
  Evidentemente, yo estaba bastante seguro de que habían pasado una semana examinando documentos de trescientos años de antigüedad y asegurándose de que quedaba constancia de sus entradas y salidas en la oficina de archivos públicos o en el Museo Británico, para establecer su coartada como buscadores de tesoros. Sin embargo, no estaba dispuesto a compartir todavía dicha idea.
  
  Beth apuntó una breve nota en su cuaderno. Tal vez algún archivero se interesará por el cuaderno de una detective de homicidios de finales del siglo XX. Yo solía utilizar un cuaderno, pero, como soy incapaz de descifrar mi propia letra, resultaba bastante inútil.
  
  —Bien, empezaré por el principio —dijo Beth—. En primer lugar, todavía no hemos recuperado las dos balas de la bahía. Es una tarea casi imposible y han decidido abandonar la búsqueda.
  
  —Buena idea.
  
  —Luego está la cuestión de las huellas dactilares. Casi todas las huellas de la casa corresponden a los Gordon. Hemos localizado a la mujer de la limpieza, que limpió aquella misma mañana. También hemos encontrado sus huellas.
  
  —¿Habéis encontrado alguna huella en las cartas de navegación?
  
  —Sólo las de los Gordon y las tuyas. He examinado el libro página por página con una lupa y una lámpara ultravioleta en busca de señales, pequeños agujeros, escritura invisible o lo que fuera. Pero nada.
  
  —Esperaba que se encontrara algo ahí.
  
  —No ha habido esa suerte —respondió mientras consultaba sus notas—. El informe de la autopsia es como era de esperar. En ambos casos, la causa de la muerte ha sido un trauma cerebral masivo, ocasionado aparentemente por un balazo en las cabezas respectivas de los difuntos, cuya bala había penetrado en ambos casos por el lóbulo frontal, etcétera. Se han encontrado residuos de pólvora o materia propulsora, que indican que los disparos se efectuaron a corta distancia y permiten descartar, con toda probabilidad, que se utilizara un rifle. El médico forense no se compromete, pero afirma que el arma se disparó probablemente desde una distancia de dos o tres metros y que se trata de un gran calibre; tal vez un cuarenta y cuatro o un cuarenta y cinco.
  
  —Es lo que suponíamos —asentí.
  
  —Exactamente. En cuanto al resto de la autopsia… —dijo examinando el informe—. Toxicología: ninguna droga encontrada, ni legal ni ilegal. Estómagos casi vacíos, salvo tal vez un desayuno temprano y ligero. Ninguna señal en los cuerpos, ni infecciones, ni enfermedades apreciables… —prosiguió durante casi un minuto antes de levantar la cabeza—. La mujer estaba embarazada de un mes aproximadamente.
  
  Asentí. Una forma estupenda de celebrar una fama y una riqueza inesperadas.
  
  Ambos guardamos silencio durante aproximadamente un minuto. Hay algo en los informes de las autopsias que, de algún modo, le ponen a uno de mal humor. Una de las tareas más desagradables que debe desempeñar un detective de homicidios consiste en estar presente durante la autopsia. Eso está relacionado con el requisito de encadenamiento de pruebas y es perfectamente lógico desde un punto de vista legal, pero no me gusta ver cómo se descuartizan los cadáveres, se extraen y pesan los órganos y todo lo demás. Sabía que Beth había estado presente en la autopsia de los Gordon y me pregunté si yo habría sido capaz de presenciar la extracción de las vísceras y los cerebros de personas que conocía.
  
  —La tierra roja encontrada en sus zapatillas —continuó Beth después de mover unos papeles— era principalmente arcilla, hierro y arena. Aquí es tan abundante que no merece la pena intentar relacionarla con un lugar específico.
  
  —¿Había algún indicio en sus manos de haber efectuado trabajos manuales? —pregunté.
  
  —Curiosamente, sí. Tom tenía una ampolla en su mano derecha. Ambos habían manipulado tierra, que estaba incrustada en la piel de sus manos y bajo las uñas, a pesar de que habían intentado lavárselas con agua salada. En su ropa también había restos de la misma tierra.
  
  Asentí.
  
  —¿Qué crees que hacían?
  
  —Excavar.
  
  —¿Para qué?
  
  —En busca de un tesoro.
  
  Se lo tomó como otra de mis bromas y no me prestó atención; sabía que lo haría. Mencionó otros aspectos del informe forense, pero no oí nada significativo.
  
  —En el registro de su casa —prosiguió Beth—, hecho de cabo a rabo, no surgió nada particularmente interesante. No guardaban muchas cosas en su ordenador, salvo datos financieros y tributarios.
  
  —¿Sabes cómo convertir un disquete en un disco duro? —pregunté.
  
  —Dímelo tú.
  
  —Tienes que frotarlo con una pastilla de Viagra.
  
  Cerró momentáneamente los ojos, se frotó las sienes y respiró profundamente antes de proseguir.
  
  —Tenían un fichero con correspondencia, documentos jurídicos, personales y cosas por el estilo. Lo estamos leyendo y analizando todo. Puede que haya algo interesante, pero de momento no hemos encontrado nada.
  
  —Lo que fuera pertinente o pudiera incriminar a alguien, probablemente ha sido robado.
  
  Beth asintió antes de seguir.
  
  —Los Gordon poseían ropa cara, incluso las prendas corrientes, nada de pornografía, ningún aparato sexual, una bodega con diecisiete botellas de vino, cuatro álbumes de fotografías, en algunas de las cuales apareces tú, una agenda que estamos comparando con la de su despacho, nada inusual en el botiquín, nada en los bolsillos de su ropa de invierno o de verano, ninguna llave que no corresponda a alguna cerradura y una que faltaría, que sería la de la casa de los Murphy, si es cierto lo que nos contó el señor Murphy de que se la había entregado…
  
  Volvió la página y siguió leyendo. Ésa es una de esas cosas que atrae incondicionalmente mi atención, aunque de momento no había escuchado nada fuera de lo común.
  
  —Por cierto, encontramos la escritura de la parcela de la señora Wiley —prosiguió Beth— y está todo en orden. Pero no hay ningún indicio de que poseyeran una caja de seguridad, ni ninguna otra cuenta bancaria. También encontramos dos pólizas de seguros de doscientos cincuenta mil dólares cada una, en las que se nombran mutuamente beneficiarios, seguidos de sus padres y hermanos, al igual que con sus seguros de vida del gobierno. Hay también un testamento muy sencillo, en el que se nombran mutuamente herederos, seguidos de padres y hermanos.
  
  —Buen trabajo —asentí.
  
  —Nada interesante en las paredes… fotos familiares, reproducciones de obras de arte, diplomas…
  
  —¿Algún abogado?
  
  —¿En la pared?
  
  —No, Beth: un abogado. ¿Quién es su abogado?
  
  —No te gusta cuando los demás bromean, ¿verdad? —Sonrió Beth—. Pero tú…
  
  —Sigue, te lo ruego. Abogado.
  
  —Sí, hemos encontrado el nombre de un abogado en Bloomington, Indiana, y nos pondremos en contacto con él —respondió después de encogerse de hombros—. He hablado con los padres de ambos por teléfono… Ésa es la parte del trabajo que no me gusta.
  
  —A mí tampoco.
  
  —Les he convencido para que no vinieran. Les he explicado que cuando el forense concluya su labor, mandaremos los cadáveres a la funeraria de su elección. Dejaré que sea Max quien les comunique que deberemos quedarnos con muchas de sus pertenencias personales hasta que, con suerte, cerremos el caso, vayamos a juicio, etcétera. Ya sabes lo duro que es cuando se trata de un asesinato… como si no bastara con estar muerto. El asesinato es muy duro para todo el mundo.
  
  —Lo sé.
  
  —He solicitado información sobre el Spirochete a la brigada de antinarcóticos, los guardacostas e incluso a la aduana. Es interesante que todos conozcan el barco; se fijan en los Fórmula. Pero en lo que concierne a todos ellos, los Gordon estaban limpios. Nadie recuerda haber visto nunca al Spirochete en alta mar, ni ha existido jamás sospecha alguna de que se utilizara para el contrabando, el narcotráfico, ni ninguna otra actividad ilegal.
  
  —Bien —asentí.
  
  No era exactamente cierto, pero no merecía la pena mencionarlo en aquel momento.
  
  —Para tu información —prosiguió Beth—, el Formula 303 SR-1 tiene un calado de ochenta y cuatro centímetros, lo que le permite acercarse a aguas muy poco profundas. Transporta cuatrocientos litros de combustible y lleva dos motores MerCruiser de siete mil cuatrocientos centímetros cúbicos, que desarrollan una potencia de cuatrocientos cincuenta y cuatro caballos. Puede alcanzar una velocidad de ciento veinte kilómetros por hora. Su precio, nuevo, es de unos noventa y cinco mil dólares, pero éste era usado, los Gordon lo compraron por setenta y cinco mil. Es una embarcación de primera línea —agregó después de levantar la cabeza—, muy por encima de las posibilidades de compra y mantenimiento de los Gordon y mucho más de lo que necesitaban para trasladarse, como comprar un Ferrari para usarlo como furgoneta.
  
  —Has estado muy ocupada.
  
  —Desde luego. ¿Qué creías que estaba haciendo?
  
  —Creo que podemos olvidarnos del narcotráfico y todo lo demás —dije, en lugar de responder a su pregunta—. En cuanto al hecho de que los Gordon compraran un barco de altas prestaciones, puede que no las necesitaran a diario, pero las querían por si acaso.
  
  —¿Por si acaso qué?
  
  —Por si acaso alguien los perseguía.
  
  —¿Quién los perseguiría? ¿Y por qué?
  
  —No lo sé —respondí después de coger un buñuelo de canela y darle un mordisco—. Está bueno. ¿Lo has hecho tú?
  
  —Sí. También he preparado los rellenos de nata, de crema y de mermelada.
  
  —Estoy muy impresionado, pero en la bolsa dice Confitería Nicole’s.
  
  —Eres un buen detective.
  
  —Sí señora. ¿Qué más tenemos?
  
  Movió algunos papeles antes de responder.
  
  —He obtenido una orden de la fiscalía para conseguir la lista de llamadas telefónicas de los Gordon durante los dos últimos años.
  
  —¿Y bien?
  
  —Pues, como era de esperar, muchas llamadas a su tierra, sus padres, sus amigos, parientes, etcétera, en Indiana en el caso de Tom e Illinois en el de Judy. Muchas llamadas a Plum Island, a diversos servicios, a restaurantes y cosas por el estilo. Varias llamadas a la Sociedad Histórica Peconic, a Margaret Wiley, dos a la casa de Maxwell, una a la de Paul Stevens en Connecticut y diez a ti durante las doce últimas semanas.
  
  —Debe de ser eso más o menos.
  
  —Es exactamente eso. Además, dos o tres llamadas mensuales a los viñedos Tobin en Peconic, a Fredric Tobin en Southold y Fredric Tobin en Peconic.
  
  —El caballero posee una casa junto al mar en Southold y un apartamento en los viñedos, que están en Peconic.
  
  —¿Cómo lo sabes? —preguntó Beth después de mirarme.
  
  —Porque Emma, presidenta de la Sociedad Histórica Peconic, que acaba de marcharse, es íntima amiga del señor Tobin. Además, su señoría me ha invitado a una fiesta mañana por la noche, en su casa junto al mar. Creo que deberías asistir.
  
  —¿Por qué?
  
  —Es una buena oportunidad para charlar con la gente de aquí. Max probablemente estará.
  
  —De acuerdo —asintió.
  
  —Pídele a Max los detalles. Yo no tengo invitación formal.
  
  —De acuerdo.
  
  —Llamadas telefónicas.
  
  —En mayo del año pasado —respondió después de examinar sus papeles— se efectuaron cuatro llamadas desde Londres con cargo a su tarjeta de crédito telefónico… una a Indiana, otra a Illinois, una a la centralita de Plum Island y otra de cuarenta y dos minutos a Fredric Tobin en Southold.
  
  —Interesante.
  
  —¿Qué ocurre con el señor Fredric Tobin?
  
  —No estoy seguro.
  
  —Cuéntame la parte de la que estés seguro.
  
  —Creía que me estabas facilitando un informe y no quiero interrumpirte.
  
  —No, John, ahora te toca a ti.
  
  —Para mí esto no es un juego, Beth. Concluye tu informe como si hablaras en una sala llena de jefes. Luego te contaré lo que he averiguado.
  
  Reflexionó unos instantes; evidentemente no estaba dispuesta a dejarse embaucar por John Corey.
  
  —¿Tienes algo? —preguntó.
  
  —Sí. En serio. Prosigue.
  
  —De acuerdo. ¿Por dónde iba?
  
  —Datos telefónicos.
  
  —Ah, sí. Aquí hay veinticinco meses de información, equivalente a unas mil llamadas, y me he ocupado de que las analicen por ordenador. He descubierto algo interesante: cuando los Gordon llegaron aquí en agosto, hace dos años, al principio alquilaron una casa en Orient, cerca del transbordador, y sólo cuatro meses después se trasladaron a Nassau Point.
  
  —¿Estaba la casa de Orient junto al mar? —pregunté.
  
  —No.
  
  —Ahí está la respuesta. A los cuatro meses de su llegada decidieron que necesitaban una casa junto al mar, un embarcadero y un barco. ¿Por qué?
  
  —Eso —respondió Beth— es lo que intentamos averiguar.
  
  Yo ya lo había resuelto. Estaba relacionado con el hecho de que los Gordon hubieran descubierto, de algún modo, que había algo en Plum Island que tenía que ser encontrado y excavado. De modo que ya en otoño de hacía dos años habían elaborado la primera parte del plan, consistente en conseguir una casa junto al mar y luego un barco.
  
  —Por supuesto. Prosigue.
  
  —De acuerdo… Plum Island. Se hacen los listos y he tenido que ponerme dura con ellos.
  
  —Te felicito.
  
  —He logrado que se trasladara todo el contenido del despacho de los Gordon por transbordador a Orient Point y luego en un camión de la policía al laboratorio del condado de Suffolk.
  
  —A los contribuyentes del condado les encantará la noticia.
  
  —También he ordenado que obtuvieran las huellas dactilares del despacho, lo limpiaran a fondo y lo sellaran con un candado.
  
  —Dios mío, no te andas con chiquitas.
  
  —Se trata de un doble homicidio, John. ¿Qué hacéis en estos casos en la ciudad?
  
  —Llamamos al Departamento de Sanidad. Prosigue, te lo ruego.
  
  —De acuerdo —respondió después de respirar profundamente—. También he conseguido el directorio de todos los empleados de Plum Island y cinco detectives se ocupan de las entrevistas.
  
  —Bien —asentí—. Quiero entrevistar a Donna Alba personalmente.
  
  —No me cabe la menor duda. Avísanos si la encuentras.
  
  —¿Desaparecida?
  
  —De vacaciones. A eso me refería cuando te he dicho que se hacían los listos.
  
  —Comprendo. Todavía encubren algo. No pueden evitarlo, forma parte de su esencia burocrática. ¿Dónde están tus camaradas, Nash y Foster?
  
  —No son mis camaradas y no lo sé. Por ahí, pero invisibles. Dejaron el Soundview.
  
  —Lo sé. Bien, sigue.
  
  —He conseguido una orden judicial para examinar todas las armas gubernamentales de Plum Island, incluidas las pistolas automáticas del cuarenta y cinco, algunos revólveres, una docena de M-16 y dos carabinas de la segunda guerra mundial.
  
  —Dios mío. ¿Pretendían invadirnos?
  
  —Supongo que se trata de material que dejó el ejército —respondió Beth después de encogerse de hombros—. Pusieron el grito en el cielo antes de entregar su arsenal. Estamos sometiendo todas las armas a pruebas balísticas y dispondremos de un informe de cada una de ellas, por si llegamos a encontrar las balas.
  
  —Bien pensado. ¿Cuándo les devolveréis el armamento?
  
  —Probablemente, el lunes o el martes.
  
  —Advertí cierto movimiento de marines en el transbordador. Supongo que, después de desarmar a las fuerzas de seguridad del pobre señor Stevens, consideraron que necesitaban protección.
  
  —No es mi problema.
  
  —Por cierto, estoy seguro de que no te entregaron todo su arsenal.
  
  —Si no lo han hecho, conseguiré una orden de detención contra Stevens.
  
  Ningún juez extendería esa orden, pero no importaba.
  
  —Sigue, por favor.
  
  —Bien. Sigamos con Plum Island. Visité por sorpresa a la doctora Chen, que vive en Stony Brook. Tuve la clara sensación de que le habían preparado un guión antes de que habláramos con ella en su laboratorio, porque en su casa era incapaz de improvisar. Logré que la doctora Chen admitiera que sí, que tal vez, quizá, posiblemente, los Gordon habían robado algún virus o bacteria peligrosos.
  
  Asentí. Un excelente trabajo policial, de primer orden. Algunas cosas eran pertinentes al caso, otras no. Que yo supiera, había sólo tres personas que utilizaran las palabras «tesoro pirata» con relación al caso: Emma, yo y el asesino.
  
  —He hablado de nuevo con Kenneth Gibbs, también en su casa —dijo Beth—. Vive en Yaphank, no lejos de mi despacho. Es un poco ruin, pero no creo que sepa más de lo que nos contó. Paul Stevens es harina de otro costal…
  
  —No cabe la menor duda. ¿Has hablado con él?
  
  —Lo he intentado, pero ha logrado eludirme. Creo que sabe algo, John. Como jefe de seguridad de Plum Island, pocas cosas se le pueden escapar.
  
  —Probablemente.
  
  —¿Lo consideras sospechoso? —preguntó Beth después de mirarme.
  
  —Despierta mis sospechas, así que es sospechoso.
  
  —Eso no es muy científico —dijo Beth después de reflexionar unos instantes—, pero tiene aspecto de asesino.
  
  —Desde luego. Para mí existe una categoría de gente que denomino «Personas que parecen y actúan como asesinos».
  
  Beth no sabía si le estaba tomando el pelo, pero en realidad no lo hacía.
  
  —En todo caso, estoy intentando verificar su historial, pero los que más información tienen sobre él, los del FBI, se resisten a facilitármela.
  
  —En realidad, ya han hecho lo que les has pedido, pero no compartirán esa información contigo.
  
  —¡Maldito caso! —exclamó inesperadamente después de asentir.
  
  —Es lo que yo siempre te he dicho. ¿Dónde vive Stevens?
  
  —En Connecticut, New London. Hay un transbordador del gobierno de New London a Plum Island.
  
  —Dame su dirección y número de teléfono.
  
  Encontró la información entre sus notas y empezó a escribirla, pero la interrumpí.
  
  —Tengo una memoria fotográfica. Simplemente léemela.
  
  Me miró de nuevo, con expresión de ligera incredulidad. ¿Por qué nadie me toma en serio? En cualquier caso, me dio la dirección y el número de teléfono de Paul Stevens, que archivé en un recoveco de mi cerebro.
  
  —Vamos a dar un paseo —dije después de levantarme.
  
  
  
  
  
  Capítulo 26
  
  
  
  
  Salimos por la puerta trasera y caminamos hasta la orilla.
  
  —Esto es muy bonito —dijo Beth.
  
  —Estoy empezando a apreciarlo —respondí mientras cogía una piedra plana del suelo y la arrojaba horizontalmente al agua.
  
  Botó tres veces antes de hundirse.
  
  Beth encontró una bonita piedra perfectamente plana, dobló el codo, inclinó el cuerpo, la arrojó y botó cuatro veces antes de sumergirse.
  
  —Tienes un buen brazo —exclamé.
  
  —Soy lanzadora del equipo de béisbol de homicidios —respondió, se agachó para coger otra piedra y la arrojó al poste del extremo del embarcadero.
  
  La piedra pasó a escasos centímetros del poste y lo intentó de nuevo.
  
  La observé mientras seguía arrojando piedras al poste. Lo que me había atraído de ella aún me atraía. Era, evidentemente, su hermosura, pero también su actitud distante. Me encantan las mujeres esquivas. Creo. En todo caso, estaba bastante seguro de que el hecho de encontrar a Emma en mi casa la había molestado y enojado. Pero lo más importante era la sorpresa que le producían sus propios sentimientos, y puede que fueran de competencia.
  
  —Te he echado de menos —dije—. Tu ausencia ha avivado mis sentimientos.
  
  Me miró entre lanzamientos.
  
  —Entonces acabarás enamorándote de mí porque ésta será probablemente la última vez que me veas —respondió.
  
  —No olvides la fiesta de mañana.
  
  —Si tuviera que elegir un sospechoso entre todas las personas con las que hemos hablado —dijo, sin prestar atención a mis palabras—, ése sería Paul Stevens.
  
  —¿Por qué?
  
  Arrojó una nueva piedra al poste y acertó.
  
  —Ayer le llamé a Plum Island y me aseguraron que había salido. Cuando insistí, me dijeron que estaba enfermo en su casa. Llamé a su casa, pero nadie contestaba. Otro de la isla que ha desaparecido.
  
  Caminamos por la rocosa orilla.
  
  A mí tampoco me satisfizo la última actuación del señor Stevens. Era un posible sospechoso de asesinato. He reconocido que podía estar perfectamente equivocado respecto a Fredric Tobin, aunque cabía también la posibilidad de que Tobin estuviera confabulado con Stevens, o ni lo uno ni lo otro. Creía que cuando averiguara el motivo, descubriría al asesino. Pero el motivo había resultado ser el dinero y cuando el motivo es el dinero, los sospechosos pueden ser todos o cualquiera.
  
  Caminamos hacia el este por la orilla, frente a las casas de los vecinos. Subía la marea y el agua acariciaba las rocas. Beth caminaba con las manos en los bolsillos de la chaqueta y la cabeza gacha, como si reflexionara. De vez en cuando daba un puntapié a una piedra o una concha. Vio una estrella de mar encallada en la playa, se agachó, la cogió y la arrojó a la bahía.
  
  —En cuanto al doctor Zollner —dijo después de caminar un rato en silencio—, tuvimos una agradable charla por teléfono.
  
  —¿Por qué no le llamas a tu despacho?
  
  —Lo haría, pero está en Washington. Le han citado para declarar ante el FBI y el Departamento de Agricultura, entre otros. Luego emprenderá un largo viaje por Sudamérica, Inglaterra y muchos otros lugares donde necesitan sus conocimientos. Lo mantienen fuera de mi alcance.
  
  —Consigue una citación.
  
  No respondió.
  
  —¿Te ponen trabas desde Washington? —pregunté.
  
  —No a mí personalmente, pero sí a las personas para las que trabajo… Ya sabes cómo es cuando no te devuelven las llamadas, lo que solicitas tarda demasiado, se anulan las reuniones que organizas…
  
  —En cierta ocasión trabajé en un caso semejante —respondí—. Los políticos y los burócratas te obligan a dar cien mil vueltas hasta que deciden si puedes ayudarlos o perjudicarlos.
  
  —¿De qué tienen miedo y qué es lo que encubren? —preguntó Beth.
  
  —Los políticos temen todo lo que no comprenden, y no comprenden nada. Limítate a seguir trabajando en el caso.
  
  Beth asintió.
  
  —Has hecho un trabajo excelente —dije.
  
  —Gracias.
  
  Dimos media vuelta y empezamos a caminar en dirección a la casa.
  
  Pensé que a Beth le gustaba el papeleo, los detalles, los pequeños ingredientes de los que se compone el caso. Algunos detectives creían que se podía resolver un caso trabajando con las pruebas forenses, balísticas y otros elementos conocidos. Pero, en este caso, las respuestas surgían de lugares inesperados y uno debía estar ahí para captarlas.
  
  —En el laboratorio se han inspeccionado meticulosamente los dos vehículos de los Gordon y su barco —dijo Beth—. Todas las huellas eran suyas, salvo las tuyas, las mías y las de Max en el barco. En la cubierta del barco también encontraron algo extraño.
  
  —¿Qué?
  
  —Dos cosas. En primer lugar, tierra, de esa que ya conocemos. Pero también encontraron unas pequeñísimas astillas de madera enmohecida, podrida. No era madera de deriva; no contenía sal. Había estado enterrada y todavía tenía tierra. ¿Alguna idea? —preguntó mirándome.
  
  —Deja que me lo piense.
  
  —De acuerdo. Me he puesto en contacto con el sheriff del condado, un individuo llamado Will Parker, respecto a los permisos de armas extendidos en el municipio de Southold.
  
  —Bien.
  
  —También he verificado la sección de licencias de armas del condado y he obtenido una lista informatizada de mil doscientos veinticuatro permisos de armas, extendidos por el sheriff y por el condado a residentes del municipio de Southold.
  
  —De modo que entre veinte mil y pico habitantes de este condado, más de mil doscientos tienen permiso de armas. Es una cantidad considerable, mucha gente que visitar, aunque no es una tarea imposible.
  
  —Lo paradójico del caso —dijo Beth— es que cuando se trataba de una plaga, nada era imposible. Pero ahora ya no disponemos de un presupuesto ilimitado para resolverlo.
  
  —Los Gordon son importantes para mí. El asesinato es importante.
  
  —Lo sé. También para mí —dijo Beth—. Me limito a exponerte la realidad.
  
  —¿Por qué no llamo a tu jefe y le explico cuál es la realidad?
  
  —Olvídalo, John. Yo me ocuparé de eso.
  
  En realidad, mientras el Departamento de Policía del condado reducía sus esfuerzos, los federales incrementaban secretamente los suyos en busca de autores equivocados. Pero ése no era mi problema.
  
  —De acuerdo —respondí—. Por cierto, ¿está el señor Tobin en la lista de personas con permiso de armas?
  
  —Pues sí. He repasado la lista y he extraído algunos nombres conocidos. El de Tobin era uno de ellos.
  
  —¿Quién más?
  
  —Max. Tiene un cuarenta y cinco para cuando no está de servicio.
  
  —Ahí tienes al asesino —dije medio en broma—. ¿Qué clase de arma tiene Tobin?
  
  —Tiene dos —respondió Beth después de mirarme fugazmente—. Una Browning de nueve milímetros y una Colt cuarenta y cinco automática.
  
  —Dios mío. ¿Teme que le roben las uvas?
  
  —Supongo que transporta dinero o algo por el estilo. No se necesitan muchas razones en este condado para poseer un permiso de armas, a condición de tener buenas relaciones con el sheriff y el jefe de policía.
  
  —Interesante.
  
  Las armas privadas estaban estrictamente reglamentadas en el Estado de Nueva York, pero había ciertos lugares donde era un poco más fácil obtener un permiso. En todo caso, el hecho de poseer dos pistolas no convertía a F. Tobin en un asesino, pero indicaba cierta clase de personalidad. Pensé que Freddie, como había sugerido Emma, encajaba en la categoría de personas sosegadas que evitaban la violencia física o verbal, pero capaz de volarle a uno la tapa de los sesos si sé sentía amenazado.
  
  Cuando nos acercábamos de nuevo a mi casa, Beth se detuvo y volvió la cabeza para contemplar el mar. Era la pose clásica de un retrato al óleo que podía titularse Mujer mirando al mar. Me pregunté si sería capaz de tirarse desnuda al agua espontáneamente y decidí que definitivamente no pertenecía a esa clase de personas.
  
  —¿Por qué te interesas por Fredric Tobin? —preguntó.
  
  —Ya te lo he dicho… Resulta que tenía una amistad más íntima con los Gordon de lo que yo me había percatado.
  
  —¿Y eso qué importa?
  
  —No lo sé. Continúa, te lo ruego.
  
  Volvió la cabeza, me echó una ojeada y empezó de nuevo a andar.
  
  —De acuerdo. Luego registramos las marismas al norte de la casa de los Gordon y encontramos un lugar donde pudo haberse arrastrado un barco hasta los juncos.
  
  —¿En serio? Buen trabajo.
  
  —Gracias —respondió Beth—. Es perfectamente posible que alguien llegara por ese camino en una embarcación de poco calado. El lunes la marea estaba alta a las siete y dos minutos, así que a las cinco y media estaba bastante crecida y había casi cuarenta y cinco centímetros de agua en la marisma próxima a la casa de los Gordon. Alguien pudo acercarse en una embarcación desprovista de quilla entre las hierbas, sin que nadie lo viera.
  
  —Muy bien. ¿Por qué no se me habría ocurrido?
  
  —Porque pierdes el tiempo pensando comentarios para hacerte el listo.
  
  —En realidad no los pienso.
  
  —No puedo afirmar con seguridad que hubiera un barco entre esos juncos —prosiguió Beth—, aunque eso parece. Hay espadañas quebradas recientemente. No hay ningún indicio de presión en el barro, pero hemos tenido ocho mareas altas desde el asesinato y pueden haber borrado las huellas.
  
  —¡Caramba!, esto no es como un homicidio en Manhattan —asentí—. Espadañas, marismas, barro, mareas y balas hundidas en la bahía. Esto es como el sargento Preston del Yukon.
  
  —¿Ves a lo que me refiero? Nunca dejas de hacerte el listillo.
  
  —Lo siento…
  
  —He hablado con Max por teléfono y está muy enfadado por el hecho de que presionaras a Fredric Tobin.
  
  —Que le den por saco a Max.
  
  —Me he ocupado de suavizar la situación con él.
  
  —Muchas gracias.
  
  —¿Descubriste algo cuando hablaste con Fredric Tobin?
  
  —Mucho. La dispersión de las hojas, la maceración de la piel con el caldo en los barriles. ¿Qué más…?
  
  —¿Debería hablar con él?
  
  —Sí —respondí después de reflexionar unos instantes.
  
  —¿Vas a darme alguna pista sobre las razones por las que debería hacerlo?
  
  —Sí, pero no inmediatamente. Sin embargo, debes olvidarte de drogas, microbios, vacunas y de todo lo relacionado con el trabajo de los Gordon.
  
  Guardó silencio durante un buen rato mientras andábamos.
  
  —¿Estás seguro? —preguntó por fin.
  
  —No te engaño.
  
  —¿Entonces cuál es el motivo? Dímelo.
  
  —Creo que te estás enojando ligeramente conmigo.
  
  Me lanzó una mirada de curiosidad y me preguntó:
  
  —¿Infidelidad? ¿Sexo? ¿Celos?
  
  —No.
  
  —¿La parcela de la señora Wiley?
  
  —Forma parte de la historia.
  
  Parecía pensativa.
  
  Habíamos llegado a la propiedad de mi tío y nos detuvimos cerca del embarcadero. Nos quedamos mirándonos el uno al otro, con las manos en los bolsillos de nuestras respectivas chaquetas. Yo intentaba averiguar lo que sentía por ella después de haber conocido a Emma y Beth intentaba dilucidar quién había asesinado a los Gordon. Pensé que cuando resolviéramos el caso deberíamos pensar lo que sentíamos cada uno y por quién lo sentíamos.
  
  —Coge una piedra y arrójala lo mejor que puedas —dijo Beth.
  
  —¿Es una competición?
  
  —Por supuesto.
  
  —¿Cuál es el premio?
  
  —No te preocupes por eso; no vas a ganar.
  
  —¿No te confías demasiado?
  
  Encontré una piedra realmente extraordinaria: redonda, plana por debajo y cóncava por encima; un flotador perfecto. Me preparé como si se tratara del lanzamiento definitivo de un partido de béisbol y lancé el proyectil. La piedra tocó la superficie, saltó, tocó, saltó, tocó, saltó, tocó, saltó y se hundió.
  
  —Cuatro —dije, por si Beth no contaba.
  
  Ella había encontrado ya su piedra: redonda, un poco mayor que la mía y cóncava por ambos lados. Ésa era otra teoría. Se quitó la chaqueta y me la entregó. Sopesó la piedra en una mano como si pensara en descalabrarme, imaginó probablemente mi cabeza botando sobre el agua y arrojó la piedra.
  
  Después de cuatro botes se habría hundido de no haber sido por una pequeña ola que la levantó de nuevo antes de sumergirse.
  
  Beth se frotó las manos y cogió su chaqueta.
  
  —Muy bien —dije.
  
  —Has perdido —respondió Beth poniéndose la chaqueta—. Cuéntame lo que has averiguado.
  
  —Eres tan buena detective que me limitaré a darte las pistas y dejaré que seas tú quien lo averigüe. Escúchame: la casa alquilada junto al mar con su correspondiente lancha, la parcela de Margaret Wiley, la Sociedad Histórica Peconic, la historia de Plum Island y las islas circundantes, la semana perdida en Inglaterra… ¿qué más?… los números 44106818… ¿qué más?
  
  —¿Paul Stevens?
  
  —Posiblemente.
  
  —¿Fredric Tobin?
  
  —Posiblemente.
  
  —¿Cómo encaja? ¿Sospechoso? ¿Testigo?
  
  —Es posible que el señor Tobin y sus bodegas estén en bancarrota o por lo menos eso he oído. Así que puede que esté desesperado, y una persona desesperada comete actos desesperados.
  
  —Comprobaré sus finanzas —respondió Beth—. Entretanto, gracias por las valiosas pistas.
  
  —Está todo ahí, grumete. Busca el común denominador, la hebra que hilvana todas las pistas.
  
  A Beth no le gustó el juego.
  
  —Debo marcharme —dijo—. Le diré a Max que has resuelto el caso y que te llame —agregó mientras cruzaba el jardín en dirección a la casa.
  
  La seguí.
  
  En la cocina empezó a recoger los papeles.
  
  —Por cierto, ¿qué significan aquellas dos banderas de señalización? —pregunté.
  
  —Las banderas representan las letras b y v —respondió, sin dejar de guardar documentos en su maletín—. En el abecedario fonético significan Bravo Víctor —añadió mirándome.
  
  —¿Qué me dices de otro significado en palabras? —pregunté.
  
  —La bandera Bravo también quiere decir «cargamento peligroso» y la bandera Víctor significa «necesitamos ayuda».
  
  —De modo que ambas banderas significarían cargamento peligroso, ayúdennos.
  
  —Efectivamente, lo cual puede tener sentido si los Gordon transportaban algún microorganismo peligroso o incluso drogas ilegales. Podía tratarse de una señal a su socio. Pero dices que esto no tiene nada que ver con microbios ni con drogas.
  
  —Eso he dicho.
  
  —Según un compañero de oficina que practica la navegación —dijo Beth—, mucha gente en tierra utiliza banderas de señalización con motivos decorativos o como broma. No se puede hacer lo mismo en el agua, pero en tierra, nadie se lo toma en serio.
  
  —Cierto. Los Gordon a menudo lo hacían —respondí—, aunque en esta ocasión… cargamento peligroso, necesitamos ayuda… Considera que era una señal dirigida a alguien, extraordinaria. Sin ninguna constancia telefónica, sólo una señal por banderas, a la antigua, probablemente convenida de antemano. Los Gordon decían: «Llevamos la mercancía a bordo, ayudadnos a descargarla».
  
  —¿Qué mercancía?
  
  —¡Ah! ¡Ésa es la cuestión!
  
  —Si ocultas pruebas o información, y supongo que lo haces, puedes tener un problema legal, detective.
  
  —Tranquila, Beth. Sin amenazas.
  
  —John, estoy investigando un doble asesinato. Eran tus amigos y esto no es un juego…
  
  —Un momento. No necesito un sermón. Yo estaba sentado tranquilamente en mi terraza, cuando acudió Max humildemente a pedirme ayuda. La tarde del día siguiente me encontraba en un aparcamiento vacío junto al transbordador, después de pasar el día en biocontención con el pulgar en la nariz. Y ahora…
  
  —Un momento. Yo te he tratado muy bien…
  
  —¿Bromeas? Han transcurrido dos días sin que supiera nada de ti…
  
  —Estaba trabajando. ¿Y tú qué hacías?
  
  Y así sucesivamente.
  
  —Paz —exclamé al cabo de un par de minutos—. Así no vamos a ninguna parte.
  
  —Lo siento —respondió Beth después de recuperar la compostura.
  
  —Es justo que lo sientas —dije—. Yo también lo siento.
  
  Hicimos las paces, sin besarnos.
  
  —No te presiono para que me digas lo que sabes, pero habías dicho que lo harías después de contarte lo que había averiguado.
  
  —Lo haré. Pero no esta mañana.
  
  —¿Por qué no?
  
  —Habla antes con Max. Es preferible que le informes a partir de tus notas, a que lo hagas a partir de mis teorías.
  
  Beth reflexionó unos instantes y asintió.
  
  —De acuerdo. ¿Cuándo podré conocer tus teorías?
  
  —Sólo necesito un poco más de tiempo. Entretanto, piensa en las pistas que te he facilitado y veamos si llegas a las mismas conclusiones que yo.
  
  No respondió.
  
  —Lo que sí te prometo es que si acabo por resolverlo, te lo ofreceré en bandeja de plata —agregué.
  
  —Es muy generoso por tu parte. ¿Qué quieres a cambio?
  
  —Nada. Tú necesitas un empuje en tu carrera, yo estoy en la cumbre de la mía.
  
  —Lo que tú tienes en realidad son problemas, que no desaparecerán aunque resuelvas este caso, sino todo lo contrario.
  
  —No importa.
  
  —Debo reunirme con Max —dijo Beth después de consultar su reloj.
  
  —Te acompañaré al coche.
  
  Salimos de la casa y subió a su vehículo.
  
  —Hasta mañana por la noche en la fiesta de Tobin, si no nos vemos antes —dijo Beth.
  
  —De acuerdo. Puedes ser la acompañante de Max. —Sonreí—. Gracias por la visita.
  
  Dio la vuelta a la rotonda, pero en lugar de alejarse de la casa regresó hacia la puerta principal y dio un frenazo.
  
  —¡John! —exclamó casi sin aliento—. Me has dicho que los Gordon excavaban en busca de un tesoro. Como hallazgo arqueológico importante, en Plum Island, propiedad del gobierno, tendrían que sacarlo de la isla y enterrarlo en su propio terreno: la parcela de Margaret Wiley. ¿No es cierto?
  
  Sonreí, levanté el pulgar afirmativamente, di media vuelta y entré en la casa.
  
  Sonaba el teléfono y levanté el auricular. Era Beth.
  
  —¿Qué sacaron? —preguntó.
  
  —El teléfono no es seguro.
  
  —John, ¿cuándo puedo verte?, ¿dónde?
  
  Parecía emocionada, como correspondía.
  
  —Te llamaré.
  
  —¿Prometido?
  
  —Por supuesto. Entretanto, es aconsejable que no se lo comentes a nadie.
  
  —Comprendo.
  
  —Hasta luego.
  
  —John.
  
  —¿Sí?
  
  —Gracias.
  
  —De nada.
  
  Colgué. Salí por la puerta trasera de la cocina y caminé hasta el extremo del embarcadero. He comprobado que ése es un buen lugar para pensar.
  
  Había un manto de bruma matutina sobre el agua y vi un pequeño barco que surcaba la niebla. Una lancha estaba a punto de cruzarse en su camino y el marinero del barco se agachó, levantó algo y a continuación se oyó el ruido de una potente sirena. Entonces me acordé de los aerosoles que emitían el ruido de una sirena, la versión barata de las sirenas eléctricas o las campanas de latón. Era un sonido tan común en el mar que uno ni siquiera se percataba de él, probablemente aunque lo oyera en un día perfectamente soleado, ya que solían utilizarlo los barcos cuando fondeaban lejos de la orilla para llamar a un bote que recogiera a la tripulación. Y si alguien lo oyera desde bastante cerca, podrían pasarle inadvertidos dos disparos casi simultáneos. Un silenciador barato. A decir verdad, muy astuto.
  
  Ahora todo empezaba a encajar, incluso los pequeños detalles. Estaba convencido de haber descubierto la causa del asesinato: el tesoro del capitán Kidd. Pero no llegaba a vincular a Tobin, a Stevens, ni a ninguna otra persona con los asesinatos. En realidad, en mis momentos de máxima paranoia, pensaba que Max y Emma podían estar implicados. Dadas las características de la sociedad local, podría tratarse realmente de una gran conspiración. ¿Pero quién apretó realmente el gatillo? Intenté imaginar a Max, Emma, Tobin, Stevens, e incluso a Zollner, en el jardín de la casa de los Gordon… O puede que fuera otro, alguien a quien no conocía o en quien no había pensado. Hay que ser muy cauteloso y estar muy seguro de los hechos antes de tildar de asesino a alguien.
  
  Lo que también debía hacer, no porque me importara un comino, pero les importaría a los demás, era encontrar el tesoro. El pequeño Johnny va en busca del tesoro, pero debe ser más astuto que ciertos malvados piratas para recuperarlo y entregárselo al gobierno. Qué idea tan deprimente.
  
  Me pregunté si varios millones en oro y joyas me harían feliz. El oro seductor de los santos. Antes de profundizar en la idea, pensé en todas las personas que habían muerto por ese oro: probablemente, la tripulación del barco que lo transportaba cuando lo atacó Kidd, algunos de los hombres de Kidd, luego el propio Kidd cuando lo ahorcaron, y a saber cuántos hombres y mujeres habían fallecido o sufrido graves daños a lo largo de los tres últimos siglos en busca del fabuloso tesoro del capitán Kidd; por último, Tom y Judy Gordon. Tuve el extraño presentimiento de que ése no sería el fin de la cadena de muertes.
  
  
  
  
  
  Capítulo 27
  
  
  
  
  A eso del mediodía pasé por la floristería Whitestone y entregué el orinal. No había desayunado y le pedí a Emma que almorzara conmigo, pero respondió que estaba demasiado ocupada. Los viernes eran días de ajetreo en el mundo de las flores: fiestas, cenas, etcétera. Además, había tres funerales, que, por su propia naturaleza, son acontecimientos imprevistos. Tenía también un encargo permanente para suministrar flores a los viñedos Tobin todos los fines de semana, para el restaurante y el vestíbulo. Sin olvidar la fiesta de Fredric el sábado por la noche.
  
  —¿Paga sus cuentas? —pregunté.
  
  —No —respondió Emma—. Ésa es la razón por la que, en su caso, cobro por adelantado, al contado o con tarjeta de crédito. No acepto cheques. Y he cancelado su cuenta —agregó, en un tono que sugería que le gustaría cancelarle algo más.
  
  —¿Quieres que te traiga un bocadillo?
  
  —No, gracias. Realmente debo volver al trabajo.
  
  —Nos veremos mañana.
  
  Salí de la tienda y di un paseo por la calle mayor. De algún modo había cambiado la naturaleza de nuestra breve relación. Sin duda estaba un poco fría conmigo. Las mujeres tienen una habilidad especial para mostrarse frías, y si uno intenta templarlas, sólo logra que bajen aún más la temperatura. Es un juego para el que se necesitan dos participantes y las cartas ya estaban echadas, de modo que decidí no seguirle la corriente.
  
  Me compré un bocadillo y una cerveza, subí a mi Jeep y me dirigí a la parcela de Tom y Judy en el promontorio. Me senté en la roca y almorcé. Los arrecifes del capitán Kidd, increíble. Y no me cabía la menor duda de que los números 44106818, sobradamente conocidos, correspondían al lugar de la cara erosionada de aquel promontorio, donde se había descubierto el tesoro: cuarenta y cuatro pasos o cuarenta y cuatro grados, diez pasos o diez grados, etcétera. Se podía jugar con los números y su significado hasta llegar a un lugar elegido de antemano.
  
  —Muy astuto, amigos míos. Ojalá me lo hubierais confiado, ahora no estaríais muertos.
  
  Desde algún lugar pio un pájaro, como si respondiera.
  
  Me puse de pie sobre la roca y oteé los campos y viñedos hacia el sur con mis prismáticos, hasta localizar la torre de Tobin el Terrible, que se elevaba por encima de todo lo demás en la llanura glacial: el sustituto del pene de lord Freddie.
  
  —Pequeño cabrón —exclamé en voz alta.
  
  Decidí que quería alejarme. Alejarme del teléfono, de mi casa, de Beth, de Max, de Emma, del FBI y de la CIA, de mis jefes e incluso de mis compinches en la ciudad. Cuando contemplaba Connecticut a través del canal, se me ocurrió la idea de visitar el casino de Foxwoods.
  
  Descendí del promontorio, subí a mi Jeep y me dirigí al transbordador de Orient. La travesía fue tranquila, hacía un buen día en el canal y, al cabo de una hora y veinte minutos, mi todoterreno y yo habíamos llegado a New London, Connecticut.
  
  Conduje hasta Foxwoods, un extenso complejo formado por el casino y el hotel en medio de la nada, o, a decir verdad, en el territorio de la tribu Mashantucket Pequot, una especie de «que te jodan hombre blanco, donde las dan las toman». Me registré en la recepción, compré algunos artículos de primera necesidad, me dirigí a mi habitación, desempaqueté mi cepillo de dientes y fui hacia el grande y tenebroso casino para enfrentarme a mi suerte.
  
  Tuve mucha suerte con el blackjack, quedé en paz con las máquinas tragaperras, perdí un poco a los dados y salí ligeramente perjudicado con la ruleta. A las ocho había perdido sólo dos mil dólares. Cuánto me divertía.
  
  Intenté ponerme en el lugar de Freddie Tobin: una muñeca colgada del brazo, pérdidas de unos diez mil de los grandes en un fin de semana y los viñedos produciendo beneficios, pero no los suficientes. Todo lo que constituye mi mundo está a punto de derrumbarse. No obstante, resisto, actúo de forma aún más temeraria en el juego e incremento los gastos porque está a punto de tocarme el gordo. No el gordo en el casino, sino el gordo enterrado desde hace trescientos años, que sé dónde está y se encuentra, tentadoramente, casi a mi alcance; probablemente, alcanzo a ver el lugar donde está enterrado en Plum Island cuando paso en mi barco. Pero no puedo apoderarme del tesoro sin la ayuda de Tom y Judy Gordon, a quienes he confiado el secreto y he convertido en mis socios. Y he hecho una buena elección. Entre todos los científicos, administrativos y trabajadores de Plum Island que he conocido, Tom y Judy son los que quiero reclutar: jóvenes, inteligentes, equilibrados, dotados de cierta elegancia y, sobre todo, claros amantes de la buena vida.
  
  Deduje que Tobin había reclutado a los Gordon poco después de su llegada, como lo demostraba el hecho de haberse trasladado a los cuatro meses de su casa en el interior, cerca del transbordador, a su residencia siguiente junto al mar. Lo habían hecho por sugerencia de Tobin, igual que la adquisición del barco.
  
  Era evidente que Fredric Tobin se había dedicado a la busca activa de algún contacto en Plum Island y, probablemente, había rechazado a varios candidatos. Que yo supiera, podía haber tenido algún otro socio en Plum Island, algo podía haber fallado y ahora su antiguo socio podía estar muerto. Debía comprobar si algún empleado de Plum Island había fallecido inesperadamente en los últimos dos o tres años.
  
  Me percaté de que manifestaba unos prejuicios inaceptables hacia Fredric Tobin, que realmente deseaba que fuera el asesino. No Emma, ni Max, ni Zollner, ni Stevens, sino Fredric Tobin.
  
  Por mucho que intentara atribuirle a otro el papel de asesino, Tobin era quien volvía siempre a mi mente. Beth, sin expresarlo abiertamente, sospechaba de Paul Stevens y, teniendo en cuenta todas las circunstancias, era un candidato con más probabilidades que Tobin. Mi opinión sobre Tobin estaba demasiado matizada por mis sentimientos hacia Emma. No podía alejar de mi mente la imagen de esa pareja haciendo el amor. Hacía por lo menos una década que no sentía nada parecido.
  
  No pretendía discriminar a Freddie, pero decidí proseguir bajo el supuesto de que era el asesino y procuraría encontrar las pruebas que lo incriminaran.
  
  En cuanto a Paul Stevens, era posible que también estuviera implicado, pero si Tobin había reclutado a Stevens, ¿para qué necesitaba a los Gordon? Y si Stevens no formaba parte del plan, ¿era posible que lo hubiera descubierto? ¿Había actuado como un buitre, a la espera de lanzarse y apropiarse de la presa, después de realizar otros todo el trabajo de búsqueda? ¿Actuaba Stevens por cuenta propia sin la colaboración de Tobin ni de ninguna otra persona? Podía, ciertamente, elaborar argumentos contra Stevens, que poseía el conocimiento de Plum Island, la oportunidad, las armas, la proximidad cotidiana a las víctimas y, sobre todo, la personalidad para tramar una conspiración y asesinar a sus socios. Puede que, con un poco de suerte, lograra mandar a Stevens y a Tobin a la silla eléctrica.
  
  Existía también la posibilidad de que otra persona…
  
  Pensé en todo lo que había sucedido antes de que a Tom y a Judy les volaran la tapa de los sesos. Veía a Tom, Judy y Fredric, que disfrutaban de un nivel de vida demasiado alto, que se excedían en sus gastos, que alternaban la seguridad y el ajetreo respecto al éxito de su aventura.
  
  Preparaban meticulosamente el terreno para el supuesto descubrimiento del tesoro. Era interesante que hubieran decidido no ubicarlo en la propiedad de Tobin junto al mar. Habían optado por una leyenda local: los arrecifes del capitán Kidd. Evidentemente, luego declararían ante el mundo entero que su investigación los había conducido a aquel lugar en particular y admitirían que habían convencido a la pobre Margaret Wiley para que les vendiera el terreno, algo que por supuesto lamentaría, convencida de que Thad la había castigado. Los Gordon le habrían regalado a la señora Wiley una joya como premio de consolación.
  
  En la investigación de un asesinato, solía buscar la explicación más sencilla y, en este caso, era muy elemental: la avaricia. Freddie nunca había aprendido a compartir y, aunque estuviera dispuesto a hacerlo, quién sabe si el tesoro valía lo suficiente para saldar sus deudas y salvar sus viñedos. Su parte no sería superior al cincuenta por ciento, y la del gobierno, estatal y federal, aproximadamente otra mitad. Aunque el tesoro tuviera un valor de diez millones de dólares, Freddie acabaría a lo sumo con dos millones y medio, insuficiente para un derrochador como lord Tobin. Y si había otro socio, alguien que todavía viviera, como Paul Stevens, ciertamente, los Gordon debían desaparecer.
  
  Pero aún quedaban preguntas por responder. En el supuesto de que los Gordon hubieran descubierto el tesoro en Plum Island, ¿lo llevaban todo consigo cuando se encontraron inesperadamente con la muerte en el jardín de su propia casa? ¿Estaba él tesoro en la nevera portátil? ¿Y dónde estaba el baúl original del tesoro, que debía ser enterrado de nuevo y encontrado para contentar a los arqueólogos inquisitivos y a los inspectores de Hacienda?
  
  Mientras reflexionaba, no prestaba atención a la ruleta. La ruleta es ideal para la gente preocupada porque no es preciso pensar; como las máquinas tragaperras, es simplemente cuestión de suerte. Pero, en las máquinas tragaperras, uno puede controlar la proporción de sus pérdidas y pasar la noche en estado catatónico, contemplando sus luces parpadeantes, sin perder mucho más de lo que gastaría en el supermercado. Sin embargo, en la ruleta, a diez dólares la apuesta mínima, con la rapidez del crupier y los demás jugadores, el daño puede producirse en poco tiempo.
  
  Abandoné la mesa, obtuve otro anticipo con mi tarjeta de crédito y fui en busca de una agradable partida de póquer. Lo que hago por mi trabajo.
  
  Tuve una suerte relativa en la mesa de póquer y, a medianoche, había reducido de nuevo mis pérdidas a dos mil y pico dólares. Además, estaba muerto de hambre. Pedí una cerveza y un bocadillo a una de las camareras y seguí jugando al póquer hasta la una de la madrugada, cuando todavía perdía dos de los grandes.
  
  Me retiré a una de las barras y pasé a tomar whisky. Vi una repetición de las noticias por televisión, en la que no se mencionó en absoluto el asesinato de los Gordon.
  
  Repasé mentalmente el caso de cabo a rabo desde que Max apareció en la terraza de mi casa hasta el momento presente. De paso, pensé en mi vida sentimental, en mi trabajo y en todo lo demás, que me llevó a la cuestión de adonde me dirigía.
  
  De modo que ahí estaba, a eso de las dos de la madrugada, con dos mil dólares menos en el bolsillo, solo aunque no solitario, ligeramente embriagado; supuestamente, con una incapacidad física del setenta y cinco por ciento y, tal vez, una incapacidad mental completa, y perfectamente capaz de compadecerme de mí mismo. Pero decidí volver a la ruleta. Si era desgraciado en amores, tenía que ser afortunado en el juego.
  
  A las tres de la madrugada había perdido otros mil dólares y decidí acostarme.
  
  Desperté el sábado por la mañana con una extraña sensación de dónde estoy. A veces, la mujer que está a mi lado puede ayudar a orientarme, pero no había ninguna junto a mí. De pronto se aclaró mi cabeza, recordé dónde estaba y que los Mashantucket Pequots me habían cortado la cabellera o tal vez debería decir que mis hermanos indígenas norteamericanos me habían planteado un reto financiero.
  
  Me duché, me vestí, guardé mi cepillo de dientes y desayuné en el casino.
  
  Era otro hermoso día de finales de verano, casi otoñal. Puede que fuera el veranillo de San Martín. Subí a mi Jeep y me dirigí al sur hacia New London.
  
  En las afueras de la ciudad, paré en una estación de servicio para pedir direcciones. En menos de quince minutos había llegado a Ridgefield Road, una calle en las afueras de casas de madera al estilo de Nueva Inglaterra en extensas parcelas. Era una zona semirrural para vivir todo el año, en la que no estaba claro si era necesario ser rico. Las casas eran de tamaño mediano y los coches ni caros ni baratos, por lo que deduje que era un barrio de clase media.
  
  Me detuve frente al número diecisiete, una casa blanca de madera al estilo de Cape Cod, a unos treinta metros de la acera. Los vecinos más cercanos estaban a cierta distancia. Me apeé del Jeep, me acerqué a la casa y llamé a la puerta.
  
  Mientras esperaba, miré a mi alrededor. No había ningún coche frente a la casa. Tampoco había indicio alguno de juguetes, por lo que deduje que el señor Stevens no estaba casado o lo estaba pero sin hijos, o eran mayores, o se los había comido. ¿Qué les parece como alarde de razonamiento deductivo?
  
  También me percaté de que el lugar era excesivamente pulcro. Como si allí viviera alguien con una mentalidad meticulosa, fascista y enfermiza.
  
  Como nadie respondió a mi llamada, me dirigí al garaje y miré por la ventana lateral: ningún coche. Fui al jardín trasero, cuyo césped se extendía unos cincuenta metros hasta el bosque. Había un bonito patio empedrado, una barbacoa, muebles de jardín, etcétera.
  
  Me acerqué a la puerta trasera, miré por las ventanas y vi una impecable cocina rústica.
  
  Contemplé seriamente la posibilidad de perpetrar un allanamiento de morada para registrar el lugar y, tal vez, robarle el diploma de la pared para gastarle una broma, pero me percaté de que las ventanas estaban protegidas con un sistema de alarma. También advertí bajo el alero, a mi derecha, una cámara de vigilancia, que abarcaba un radio de ciento ochenta grados. Era un individuo de cuidado.
  
  Regresé a mi Jeep y marqué el número de teléfono de Stevens. Una voz masculina me ofreció diversas opciones: su fax y correo electrónico privados, su número de busca, su apartado de correos, el teléfono, el fax y la dirección electrónica de su despacho y, por último, la posibilidad de dejar un mensaje después de la señal. No se me habían ofrecido tantas alternativas desde que me acerqué a una máquina dispensadora de preservativos. Pulsé el número tres en mi teléfono móvil, obtuve el número de busca de Stevens, lo marqué, di el número de mi móvil y colgué. Al cabo de un minuto sonó mi teléfono.
  
  —Compañía de agua de New London —respondí.
  
  —Dígame, soy Paul Stevens. Me han llamado ustedes.
  
  —Sí señor. Hay un reventón frente a su casa en Ridgefield Road. Queremos instalar una bomba en el sótano para evitar que se inunde.
  
  —De acuerdo… Ahora estoy en mi coche… Llegaré en veinte minutos.
  
  —Muy bien.
  
  Colgué y esperé.
  
  A los cinco minutos, no veinte, paró un Ford Escort gris frente a la casa, del que salió Paul Stevens con pantalón negro y una chaqueta color castaño.
  
  Me apeé de mi Jeep y fui a reunirme con él en el jardín de su casa, donde me dispensó un caluroso recibimiento.
  
  —¿Qué coño está haciendo aquí?
  
  —Daba un paseo y he decidido visitarle.
  
  —Salga inmediatamente de mi propiedad.
  
  ¡Válgame Dios!, no esperaba un recibimiento tan agresivo.
  
  —En realidad no me gusta que me hablen de ese modo.
  
  —Maldito imbécil… me estuvo tocando las pelotas durante media mañana…
  
  —Eh, oiga…
  
  —Váyase a la mierda, Corey. Lárguese de aquí.
  
  Era realmente un señor Stevens diferente al de Plum Island, que había sido, por lo menos, bien educado aunque no particularmente amable. En aquel momento, evidentemente, debía cuidar sus modales, pero ahora estaba en su propio territorio y sin los sabuesos a su alrededor.
  
  —Un momento, Paul…
  
  —¿Está usted sordo? Le he dicho que se largue de aquí. Y por cierto, cretino de mierda, aquí el agua sale de un pozo. ¡Fuera!
  
  —De acuerdo, pero debo llamar a mi compañera —respondí, señalando la casa—. Beth Penrose. Está detrás de la casa.
  
  —Váyase a su maldito coche. Yo la sacaré —dijo antes de dar media vuelta y echar a andar—. Debería denunciarles a ambos por allanamiento de morada —añadió por encima del hombro—. Han tenido suerte de que no se me ocurriera bajar del coche pistola en mano.
  
  Di media vuelta y empecé a caminar hacia mi Jeep. Cuando miré por encima del hombro, vi que doblaba la esquina de su garaje.
  
  Corrí por el césped, crucé el camino y le alcancé cuando llegaba a la esquina posterior de la casa. Al oírme, dio media vuelta y se llevó la mano a la pistolera, aunque demasiado tarde. Le propiné un puñetazo en la mandíbula, que sonó con un ruido apagado, y cayó de espaldas con las piernas y los brazos doblados. Fue casi cómico.
  
  Me agaché junto al pobre Paul y palpé hasta encontrar su especial del sábado por la tarde, una pequeña Beretta de seis milímetros y medio, en el bolsillo interior de su chaqueta. Extraje el tambor, saqué las balas y me las guardé en el bolsillo. Vacié la recámara, introduje de nuevo el tambor y volví a colocar la pistola en su bolsillo.
  
  Examiné su cartera: algo de dinero, tarjetas de crédito, permiso de conducir, tarjeta médica, documento identificativo de Plum Island y un permiso de armas de Connecticut para una Beretta, una Colt cuarenta y cinco y una Magnum trescientos cincuenta y siete. No había fotos, números de teléfono, tarjetas de visita, llaves, preservativos, números de lotería ni nada de interés, salvo el hecho de que poseía dos armas de gran calibre, que tal vez no habríamos descubierto si no le hubiera dejado inconsciente y registrado su cartera.
  
  Le devolví la cartera, me puse de pie y esperé pacientemente a que recuperara el conocimiento y se disculpara por su conducta. Pero seguía ahí, moviendo su estúpida cabeza de un lado para otro y emitiendo sonidos incoherentes con la boca. No había sangre, pero se le empezaba a formar una mancha roja donde le había golpeado. Más adelante sería azul y luego de un interesante tono morado.
  
  Decidí acercarme a una manguera enrollada, abrí el grifo y rocié al señor Stevens. Eso pareció surtir efecto y logró levantarse, sin dejar de escupir y tambalearse.
  
  —¿Ha encontrado a mi compañera? —pregunté.
  
  Parecía confuso y me hizo recordar cómo me sentía al despertar por la mañana con una resaca de campeonato. Realmente le comprendía.
  
  —Agua de pozo —exclamé—. ¿Quién podía habérselo imaginado? Por cierto, Paul, ¿quién mató a Tom y Judy?
  
  —Váyase a la mierda.
  
  Lo rocié de nuevo y se cubrió la cara. Dejé la manguera en el suelo y me acerqué.
  
  —¿Quién mató a mis amigos?
  
  Se estaba secando la cara con la parte inferior de la chaqueta cuando pareció recordar algo, se llevó la mano derecha al interior de la chaqueta y sacó su tirachinas.
  
  —¡Hijo de puta! —exclamó—. Las manos sobre la cabeza.
  
  —De acuerdo.
  
  Obedecí y pareció sentirse mejor.
  
  Se frotaba la mandíbula y era evidente que le dolía. Pareció darse cuenta paulatinamente de que había sido víctima de un engaño, había perdido el conocimiento y había sido rociado con una manguera. Parecía que estaba poniéndose furioso.
  
  —Quítese la chaqueta —ordenó.
  
  Me quedé en mangas de camisa, con mi treinta y ocho en la pistolera.
  
  —Deje la chaqueta en el suelo, desabróchese lentamente la pistolera y déjela caer.
  
  Obedecí.
  
  —¿Lleva alguna otra arma? —preguntó.
  
  —No señor.
  
  —Levántese las perneras de los pantalones.
  
  Obedecí para mostrarle que no llevaba ninguna pistola en los tobillos.
  
  —Dese la vuelta y levántese la camisa —ordenó.
  
  Di media vuelta y me levanté la camisa para enseñarle que no llevaba ninguna arma en la espalda.
  
  —Vuélvase.
  
  Giré el cuerpo para mirarle.
  
  —Las manos sobre la cabeza.
  
  Obedecí.
  
  —Sepárese de su pistola.
  
  Lo hice.
  
  —Arrodíllese.
  
  Obedecí.
  
  —Cabrón, hijo de puta —exclamó—. ¿Quién coño se ha creído que es para venir aquí a violar mi intimidad y mis derechos?
  
  Estaba realmente furioso y blasfemaba a mansalva.
  
  Es casi axiomático en esta profesión que los culpables proclamen su inocencia y los inocentes se pongan sumamente furiosos y profieran toda clase de amenazas legales. El señor Stevens parecía pertenecer a la categoría de los inocentes. Dejé que se desahogara un rato.
  
  —¿Tiene por lo menos alguna idea de quién puede haberlo hecho? —pregunté por fin, cuando me dio un pequeño respiro.
  
  —Si la tuviera, tampoco se lo diría, listillo hijo de puta.
  
  —¿Alguna idea de por qué los mataron?
  
  —Eh, no me interrogue, cabrón. Cierre esa mierda de boca.
  
  —¿Significa eso que no puedo contar con su cooperación?
  
  —¡Cierre el pico! —exclamó antes de reflexionar unos instantes—. Debería dispararle por allanamiento de morada, estúpido hijo de puta. Lamentará haberme golpeado. Debería obligarlo a desnudarse y abandonarlo en el bosque.
  
  Volvía a enfadarse y a buscar formas más creativas de vengarse. Empezaban a entrarme agujetas de estar arrodillado y me levanté.
  
  —¡Arrodíllese! ¡Arrodíllese! —exclamó.
  
  Cuando me acerqué a él me apuntó con su Beretta a los genitales y apretó el gatillo. Hice una mueca a pesar de que el arma estaba descargada.
  
  Comprendió que había cometido un grave error al intentar dispararme en los genitales sin balas en la pistola. Se quedó mirando fijamente su Beretta.
  
  En esta ocasión le propiné un gancho de izquierda para no lastimar de nuevo su mandíbula derecha. Esperaba que me lo agradeciera cuando despertara.
  
  Cayó de espaldas sobre el césped.
  
  Sabía que se sentiría muy mal cuando despertara, realmente estúpido, avergonzado y todo eso, y en cierto modo lo lamentaba. Bueno, puede que no. En cualquier caso, no me iba a ofrecer voluntariamente ninguna información después de dejarlo inconsciente por segunda vez, ni creía poder engañarlo o persuadirlo para que hablara. Era realmente impensable torturarlo, aunque me tentaba la idea.
  
  Decidí recoger mi arma, la pistolera y la chaqueta y, luego, como tengo sentido del humor, le até cruzados los cordones de los zapatos al señor Stevens.
  
  Regresé a mi Jeep y me puse en camino, con la esperanza de haberme alejado lo suficiente de Stevens cuando despertara y llamara a la policía.
  
  Pensaba en él mientras conducía. La verdad era que Paul Stevens estaba al borde de la locura, ¿pero le convertía eso en asesino? No lo parecía, pero había algo en él… algo que sabía. Estaba convencido. Además, se guardaba lo que sabía, y eso significaba que protegía o le hacía chantaje a alguien o tal vez que intentaba descubrir cómo sacarle algún provecho a la situación. Pero ahora se había convertido, en el mejor de los casos, en un testigo hostil.
  
  En lugar de tomar el transbordador de New London a Long Island, que podía conducirme a un expediente y a presiones por parte de las autoridades de Connecticut, me dirigí hacia el oeste por rutas turísticas mientras cantaba la monótona melodía de cierto musical: Ooou… klahoma, donde sopla el viento en la pradera…
  
  Entretanto, me dolía la mano derecha y se me entumecía la izquierda. En realidad, los nudillos de mi derecha estaban un poco hinchados. ¡Maldita sea!
  
  —Te haces viejo —me dije antes de flexionar las manos—. ¡Ay!
  
  Sonó mi teléfono móvil. No contesté. Entré en el Estado de Nueva York, donde disponía de más probabilidades de manipular a la policía si se interesaba por mi caso.
  
  Pasé por alto la salida del puente de Throgs Neck, por donde la mayoría de la gente cruzaba a Long Island, y seguí hasta el puente de Whitestone, que parecía más indicado.
  
  —El puente de Emma Whitestone —canté—. Estoy enamorado, enamorado de una hermosa muchacha.
  
  Me encantan las melodías sentimentales.
  
  Después de cruzar el puente, me dirigí al este para regresar a la zona norte de Long Island. Había dado un gran rodeo para evitar el transbordador, pero no sabía cómo reaccionaría Paul Stevens después de haberle derribado dos veces en el jardín de su propia casa. Por no mencionar el porrazo que se daría en la cara cuando intentara dar un paso con los cordones de los zapatos entrelazados.
  
  Sin embargo, en mi opinión, no llamaría a la policía. En cuyo caso, el hecho de no denunciar un allanamiento de morada y agresiones físicas sería muy revelador. Paul daría por perdido aquel asalto, consciente de que habría otro. Mi problema consistía en que él elegiría el momento y el lugar para sorprenderme. Qué le vamos a hacer. Cuando se juega duro, cabe esperar jugadas difíciles de vez en cuando.
  
  A las siete de la tarde estaba de regreso en el norte de Long Island, después de haber conducido unos quinientos kilómetros. No me apetecía ir a mi casa y pasé por la Olde Towne Taverne, donde tomé un par de cervezas.
  
  —¿Has hablado alguna vez con Fredric Tobin? —pregunté al camarero, un muchacho llamado Aidan, al que conocía.
  
  —En una ocasión trabajé de camarero durante una fiesta en su casa —respondió—. Pero apenas intercambié cuatro palabras con él.
  
  —¿Qué se dice de ese individuo?
  
  Aidan se encogió de hombros.
  
  —No lo sé… oigo muchos rumores.
  
  —¿Por ejemplo?
  
  —Hay quien dice que es marica y otros que es un mujeriego. Algunos comentan que está en la ruina y debe dinero a todo el mundo. Unos comentan que es un mezquino y otros que despilfarra. Ya sabe, cuando llega alguien como él y levanta un negocio de la nada, es normal que existan opiniones diversas. Les ha pisado los callos a algunos, pero supongo que también ha sido bueno con otros. Es muy amigo de políticos y policías. ¿Lo sabía?
  
  —Sí, lo sabía. ¿Dónde vive? —pregunté.
  
  —Tiene una propiedad en Southold, junto a Founders Landing. ¿Sabe dónde está?
  
  —No.
  
  —No puede equivocarse. Es enorme —dijo Aidan después de darme las indicaciones necesarias.
  
  —Por cierto, alguien me ha dicho que por aquí hay un tesoro enterrado.
  
  Aidan soltó una carcajada.
  
  —Sí, claro. Mi viejo me ha contado que cuando era niño la gente excavaba agujeros por todas partes. Si alguien encontró algo, se lo ha callado.
  
  —Claro. ¿Para qué compartirlo con el Tío Sam?
  
  —¿Bromea?
  
  —¿Has oído algo nuevo sobre el doble asesinato de Nassau Point?
  
  —No —respondió—. Personalmente, creo que esa gente robó algo peligroso y el gobierno y la policía se han inventado esa basura de la vacuna. Pero, claro, ¿qué van a decir? ¿Qué está a punto de acabar el mundo? No. Nos dicen: «No os preocupéis… no corréis ningún peligro». Un carajo.
  
  —Desde luego.
  
  Creo que la CIA, el FBI, el gobierno en general y la policía siempre deberían poner a prueba sus mentiras con los camareros, los barberos y los taxistas, antes de intentar vendérselas al país. Yo siempre consulto a los camareros o a mi barbero cuando quiero comprobar si algo es verosímil y funciona.
  
  —Por cierto —dijo Aidan—, ¿cuál es la diferencia entre la enfermedad de las vacas locas y el síndrome premenstrual?
  
  —¿Cuál?
  
  —Ninguna —respondió con un golpe de trapo sobre la barra, riéndose a carcajadas.
  
  Salí del local, subí a mi coche y me dirigí a un lugar llamado Founders Landing.
  
  
  
  
  
  Capítulo 28
  
  
  
  
  Empezaba a oscurecer cuando llegué a Founders Landing, pero todavía se distinguían unos jardines junto al mar, al final de la carretera. También vi un monumento de piedra en el que se leía «Founders Landing: 1.640». Deduje que aquél era el lugar donde había desembarcado el primer grupo de gente procedente de Connecticut. Si hubieran pasado antes por Foxwoods, habrían llegado probablemente en calzoncillos.
  
  Al este de los jardines había una casa realmente enorme, mayor que la del tío Harry y más colonial que victoriana. La finca estaba rodeada de una verja de hierro forjado y vi varios coches aparcados frente a la casa y junto a ella. También se oía música procedente de la parte trasera del edificio.
  
  Aparqué el coche en la calle y me dirigí a la puerta de la verja. No estaba seguro del atuendo, pero vi a una pareja delante de mí y el individuo vestía más o menos como yo: chaqueta azul sin corbata ni calcetines.
  
  Me dirigí al jardín trasero, ancho y largo, que descendía hasta la bahía. Había varias carpas a rayas, luces de colores colgadas entre los árboles, faroles con teas encendidas, velas a prueba de viento sobre las mesas provistas de sombrillas, flores suministradas por Whitestone, una orquesta de seis músicos que interpretaba música de baile, varias barras de bar y una larga mesa con comida; lo más elegante de la costa Este, lo mejor de la antigua civilización… y el tiempo cooperaba. F. Tobin realmente estaba bendecido por la fortuna.
  
  Vi también un gran estandarte azul y blanco, que colgaba de unos enormes robles, en el que se leía «Fiesta Anual de la Sociedad Histórica Peconic».
  
  Se me acercó una atractiva joven vestida a la antigua.
  
  —Buenas noches —dijo.
  
  —De momento —respondí.
  
  —Acompáñeme a elegir un sombrero.
  
  —¿Cómo dice?
  
  —Debe ponerse un sombrero para tomar una copa.
  
  —Entonces quiero seis.
  
  Se rio, me cogió del brazo y me llevó junto a una mesa donde había unas dos docenas de ridículos sombreros: de tres picos de varios colores, con plumas, con penachos, algunos con franjas doradas, como los gorros marinos de época, y otros negros con una calavera blanca y unos huesos cruzados.
  
  —Cogeré el de pirata —dije.
  
  La joven levantó uno de la mesa y me lo puso en la cabeza.
  
  —Parece peligroso —comentó.
  
  —Si supiera…
  
  Sacó un sable de plástico de una gran caja de cartón, semejante al que había utilizado Emma para atacarme, y me lo colocó bajo el cinturón.
  
  —Listo —dijo la joven.
  
  La dejé para que se ocupara de un grupo que acababa de llegar y avancé por el jardín, provisto de sombrero y espada. La orquesta tocaba Serenata a la luz de la luna.
  
  Miré a mi alrededor y comprobé que todavía no había mucha gente, unas cincuenta personas, todas con sombrero, y supuse que la mayoría llegaría después de la puesta de sol, al cabo de una media hora. No vi a Max ni a Beth ni a Emma, ni a nadie que conociera. Pero localicé el bar más próximo y pedí una cerveza.
  
  —Lo siento, señor, sólo tenemos vino y refrescos —respondió el camarero, vestido de pirata.
  
  —¿Cómo? Esto es un ultraje. Necesito una cerveza; llevo puesto el sombrero.
  
  —Sí señor, pero no tenemos cerveza. ¿Puedo sugerirle un vino espumoso? También tiene burbujas y puede disimular.
  
  —¿Puedo sugerirle que encuentre una cerveza antes de que regrese?
  
  Di un paseo, sin cerveza, para inspeccionar el entorno. Desde aquí veía los jardines donde habían desembarcado los primeros colonos, una especie de roca de Plymouth local, pero un lugar prácticamente desconocido fuera de esta zona. ¿Quién sabía que después del Mayflower había llegado el Fortune? ¿A quién le importan los segundos y terceros lugares? Esto es América.
  
  Observé cómo los invitados del señor Tobin se dispersaban por su vasto jardín, unos parados, otros paseando y algunos sentados alrededor de unas mesas blancas, pero todos charlando, con su correspondiente sombrero y un vaso en la mano. Eran personas tranquilas o, por lo menos, eso parecía a una hora tan temprana; nada de ron y sexo en la playa, de bañarse en cueros, jugar al voleibol desnudos, ni nada parecido. Sólo mantenían relaciones puramente sociales.
  
  Vi que el señor Tobin tenía un largo embarcadero, en cuyo extremo había un cobertizo de tamaño considerable. Había también varios barcos amarrados al embarcadero y supuse que pertenecían a los invitados. De haberse celebrado esa fiesta una semana antes, entre ellos habría estado el Spirochete.
  
  Para satisfacer mi curiosidad, caminé por el embarcadero en dirección al cobertizo. Junto a la puerta había un gran yate, de unos doce metros de eslora. Se llamaba Autumn Gold y supuse que pertenecía al señor Tobin, bautizado en honor a su nuevo vino o al tesoro que aún tenía que descubrir. En todo caso, al señor T le gustaban los juguetes.
  
  Entré en el cobertizo. Estaba oscuro, pero entraba suficiente luz por ambos extremos para distinguir dos barcos, uno a cada lado del embarcadero. El de la derecha era un pequeño ballenero de poco calado, ideal para aguas poco profundas o pantanos. A la izquierda del embarcadero había una lancha, en realidad un Formula 303, exactamente el mismo modelo que el de los Gordon. Momentáneamente, tuve la horripilante sensación de que los Gordon habían regresado de la tumba para irrumpir en la fiesta y aterrorizar a Freddie. Pero no era el Spirochete, éste se llamaba Sondra, probablemente en honor a la amante vigente de Fredric. Supuse que era más fácil cambiar el nombre de un barco que el de un tatuaje en el brazo.
  
  Ninguna de las lanchas me interesaba, pero sí el ballenero sin quilla. Salté a él. Tenía un motor fueraborda y también aros para remos. Había dos remos en el embarcadero y, aún más interesante, había también un bichero, de unos dos metros de longitud, usado habitualmente para desplazarse en un bote entre juncos y espadañas, cuando no se pueden utilizar los remos ni el motor. También me percaté de que en la cubierta había un poco de barro. En la popa había una caja de plástico con diversos artilugios, entre ellos una sirena de aire comprimido.
  
  —¿Está buscando algo?
  
  Al volver la cabeza, vi al señor Fredric Tobin de pie en el embarcadero, con un vaso en la mano y un sofisticado sombrero de tres picos color púrpura con un airoso penacho. Me miraba fijamente, sin dejar de acariciarse la perilla. Verdaderamente mefistofélico.
  
  —¿Ese barco? La mayoría de la gente se fija en la lancha o en el Chris Craft —dijo señalando el yate junto al cobertizo.
  
  —Creí que se llamaba Autumn Gold.
  
  —Chris Craft es la marca del barco.
  
  Me hablaba en un tono ligeramente irritado, sin levantar la voz, que no me gustaba.
  
  —Éste está más al alcance de mis posibilidades —respondí con una radiante sonrisa, como suelo hacer antes de cargarme a alguien—. Al ver el Formula 303, he pensado que los Gordon habían regresado de la tumba.
  
  No le gustó en absoluto mi comentario.
  
  —Pero luego me he percatado de que no era el Spirochete. Se llama Sondra; muy adecuado. Ya sabe: rápido, despampanante y de gran aceptación.
  
  Me encanta agraviar a los cabrones.
  
  —La fiesta se celebra en el jardín, señor Corey —dijo fríamente el señor Tobin.
  
  —Ya me había dado cuenta —respondí mientras subía al embarcadero—. Hermoso lugar.
  
  —Gracias.
  
  Además de su decorativo sombrero, el señor T llevaba un pantalón de lino blanco, una chaqueta azul cruzada y un extravagante pañuelo al cuello. Cielos.
  
  —Me gusta su sombrero —dije.
  
  —Permítame que le presente a algunos de mis invitados —respondió.
  
  —Estupendo.
  
  Nos alejamos juntos del cobertizo.
  
  —¿A qué distancia de aquí está el embarcadero de los Gordon? —pregunté.
  
  —No tengo la menor idea.
  
  —Adivínelo.
  
  —Tal vez a unos trece kilómetros. ¿Por qué?
  
  —En realidad son unos dieciséis —respondí—. Hay que rodear Great Hog Neck. Lo he comprobado en mi mapa de carreteras. Unos dieciséis.
  
  —¿Adónde pretende ir a parar?
  
  —A ningún lugar. Simple charla marinera.
  
  —No interrogue a ninguno de mis invitados sobre el asesinato de los Gordon —me recordó el señor Tobin cuando llegamos al jardín—. He hablado con el jefe Maxwell, que me ha dado su palabra al respecto, y ha reiterado una vez más que usted no goza aquí de ningún rango oficial.
  
  —Le prometo que no molestaré a ninguno de sus invitados con preguntas policiales sobre el asesinato de los Gordon.
  
  —Ni nada en absoluto relacionado con los Gordon.
  
  —Le doy mi palabra. Pero necesito una cerveza.
  
  El señor Tobin miró a su alrededor, vio a una joven con una bandeja de vino y la llamó.
  
  —Le ruego que entre en la casa y le traiga una cerveza a este caballero. Sírvala en un vaso de vino.
  
  —Sí señor —respondió la joven antes de retirarse.
  
  Debe de ser agradable ser rico y ordenarle a la gente lo que uno quiere.
  
  —A usted no le sientan bien los sombreros —dijo el señor Tobin antes de disculparse y dejarme solo.
  
  Temía moverme, por si la chica de la cerveza no me encontraba.
  
  Había oscurecido ya casi por completo y las luces de colores parpadeaban, resplandecían los faroles y brillaban las velas. Una agradable brisa marina arrastraba los insectos al mar. La orquesta interpretaba Stardust. El trompetista era fabuloso. La vida es bella y me alegraba de no estar muerto.
  
  Observé cómo Fredric animaba la fiesta, iba persona por persona, pareja por pareja, grupo por grupo, bromeando y riéndose con ellos, arreglándoles los sombreros e introduciendo espadas de plástico bajo los cinturones de las damas. Al contrario de Jay Gatsby, el más famoso anfitrión de Long Island, Fredric Tobin no contemplaba su fiesta desde la lejanía. Estaba ahí, intervenía, como el mejor anfitrión de todos los tiempos.
  
  Era preciso reconocer que tenía un temple extraordinario. Estaba casi en la ruina, si cabía dar crédito a lo que Emma Whitestone me había contado, y era un doble asesino, a juzgar por mi intuición, por no mencionar lo que acababa de ver en el cobertizo. Además, debía de ser consciente de que yo conocía ambos secretos, pero no se inmutaba. Le preocupaba en mayor medida que estropeara su fiesta que su vida. Era un personaje verdaderamente inmutable.
  
  Regresó la camarera con un vaso de vino lleno de cerveza en una bandeja.
  
  —No me gusta el vino —comenté después de coger el vaso.
  
  —A mí tampoco —dijo la joven sonriendo—. Hay más cerveza en el frigorífico —agregó antes de guiñarme un ojo y retirarse.
  
  A veces creo poseer el don de la atracción sexual, el carisma y el magnetismo animal. En otras ocasiones me parece que apesto y que me huele el aliento. Hoy tenía la sensación de estar en forma, ardiente como las ascuas. Me ladeé el sombrero, me ajusté el sable y me lancé a la fiesta.
  
  En su mayoría, los asistentes eran jóvenes y algunos ligeramente maduros, sin ninguna gran dama ni anciano venerable. Por ejemplo no vi a Margaret Wiley. Se trataba predominantemente de parejas, en el mundo casi todo son parejas, pero había algunas personas solas con las que podía conversar, si ninguno de mis amores hacía acto de presencia.
  
  Me fijé en una mujer con un sedoso vestido blanco y el sombrero de rigor, del que descendía una larga cabellera rubia. Reconocí que se trataba de la compañera de lord Freddie, a quien los Gordon me habían mostrado en la fiesta de degustación. Como cruzaba sola el jardín, fijé el rumbo y la intercepté.
  
  —Buenas noches —dije.
  
  —Buenas noches —respondió con una sonrisa.
  
  —Soy John Corey.
  
  Evidentemente, mi nombre no significaba nada para ella y siguió sonriendo.
  
  —Yo soy Sondra Wells —respondió—, amiga de Fredric Tobin.
  
  —Lo sé. Nos conocimos en julio en la bodega, en una fiesta de degustación. Estaba con los Gordon.
  
  —Ha sido algo terrible —exclamó después de dejar de sonreír.
  
  —Sin duda lo ha sido.
  
  —Una tragedia.
  
  —Sí. ¿Era muy amiga de los Gordon?
  
  —Freddie lo era. Me gustaban… pero no sé si yo les gustaba a ellos.
  
  —Estoy seguro de ello. Siempre hablaban muy bien de usted —dije, aunque, a decir verdad, nunca la habían mencionado.
  
  Sonrió de nuevo.
  
  Hablaba y actuaba de un modo impecable, como si lo hubiera aprendido en una escuela especial. Parecía todo demasiado perfecto e imaginé que Tobin la habría mandado a algún centro donde la obligaban a andar con un libro sobre la cabeza y a recitar a Elizabeth Barret Browning con un lápiz en la boca.
  
  Personalmente, no comprendía que alguien quisiera cambiar a Emma Whitestone por Sondra Wells. Pero, claro, sobre gustos no hay disputas.
  
  —¿Le gusta navegar? —pregunté.
  
  —No. Pero a Fredric parece que le gusta.
  
  —Tengo una casa junto al mar al oeste de aquí. Me encanta navegar.
  
  —Muy interesante.
  
  —En realidad, estoy seguro de que vi al señor Tobin… déjeme pensar, el lunes pasado, a la hora del cóctel, creo que en su pequeño ballenero. Me pareció verla con él.
  
  Reflexionó unos instantes.
  
  —Ah… el lunes… estuve todo el día en Manhattan. Fredric ordenó al chófer que nos llevara a mí y al ama de llaves a la ciudad y pasé el día de compras.
  
  Vi que su pequeño cerebro trabajaba y frunció fugazmente los labios.
  
  —¿Usted vio a Fredric en el ballenero con… otra persona?
  
  —Puede que no fuera él, o si lo era, tal vez iba solo, o quizá con otro hombre…
  
  Frunció el entrecejo.
  
  Me gusta remover la mierda. Pero, además, había situado a la señorita Wells y al ama de llaves en Manhattan a la hora de los asesinatos. Muy conveniente.
  
  —¿Comparte usted el interés de Fredric por la historia y la arqueología local? —pregunté.
  
  —No —respondió—. Y me alegro de que lo haya dejado. Entre todas las aficiones que puede tener un hombre, ¿por qué ésa en particular?
  
  —Puede que tuviera algo que ver con la archivera de la Sociedad Histórica Peconic.
  
  Me lanzó una mirada realmente hostil y con toda seguridad se habría retirado de no ser porque en aquel momento apareció el propio Fredric.
  
  —¿Te importaría venir un momento conmigo? Los Fisher quieren saludarte —dijo Fredric antes de mirarme—. ¿Nos disculpa?
  
  —Por supuesto, a no ser que los Fisher también quieran saludarme.
  
  Fredric me brindó una desagradable sonrisa, la señorita Wells me miró con el entrecejo fruncido y ambos se retiraron para que su palurdo invitado reflexionara sobre su grosera conducta.
  
  Aproximadamente a las ocho y media vi a Max y Beth. Max llevaba también un sombrero de pirata y Beth una especie de boina ridícula sobre la cabeza. Se había puesto un pantalón negro y una blusa a rayas blancas y azules, estilo marinero. Tenía otro aspecto. Me acerqué a ellos, junto a la larga mesa de canapés. Max devoraba un plato de salchichas con mayonesa, mi comida predilecta. Nos saludamos y le robé una de las salchichas.
  
  —Bonita fiesta —dijo Beth—. Gracias por sugerir que viniera.
  
  —Nunca se sabe lo que uno puede descubrir escuchando.
  
  —Beth me ha informado sobre el progreso de la policía de Suffolk hasta la fecha —dijo Max—. Ha trabajado mucho en los últimos cuatro días.
  
  Miré fugazmente a Beth, para comprobar si le había mencionado a Max su visita a mi casa. Beth movió ligeramente la cabeza.
  
  —Gracias por tu ayuda —dijo Max.
  
  —Encantado. No dudes en llamarme de nuevo.
  
  —No has contestado a ninguna de mis llamadas.
  
  —No, ni pienso hacerlo.
  
  —No creo que tengas ninguna razón para estar enfadado.
  
  —¿No? Intenta invertir la situación, Max. Debí haberte sacado a patadas de mi casa.
  
  —Bueno… lamento las molestias que pueda haberte causado.
  
  —Vale. Gracias.
  
  —John tiene problemas con sus jefes por haberte ayudado —dijo Beth.
  
  —Lo siento —repitió Max—. Haré algunas llamadas, si me dices a quién debo dirigirme.
  
  —Con todos mis respetos, Max, no les importa el parecer de un jefe de policía rural. —En realidad, no estaba enojado con Max y, aunque lo hubiera estado, no es fácil permanecer enfadado con él. Esencialmente es una buena persona y su único defecto consiste en colocar siempre sus propios intereses por delante de todo lo demás. A veces finjo estar enojado para que la otra persona considere que me debe algo, como un poco de información.
  
  —Por cierto, Max, ¿has tenido noticia de la muerte de algún otro trabajador de Plum Island? ¿Por ejemplo, en los dos o tres últimos años?
  
  Reflexionó un instante antes de responder.
  
  —Hubo un accidente en el que alguien se ahogó, este verano ha hecho dos años. Un individuo… un tal doctor… un veterinario si mal no recuerdo.
  
  —¿Cómo se ahogó?
  
  —Intento recordarlo… Estaba en su barco… eso es, pescaba de noche o algo por el estilo y, cuando no regresó a su casa, su esposa nos llamó. Avisamos a los guardacostas y a eso de la una de la madrugada encontraron su barco vacío. Al día siguiente, la marea arrojó su cuerpo a la playa —respondió mientras movía la cabeza en dirección a Shelter Island—. Allí.
  
  —¿Algún indicio de juego sucio?
  
  —Bueno, había recibido un golpe en la cabeza y se le practicó la autopsia, pero parecía haberse caído al agua después de resbalar en el barco y golpearse la cabeza con la borda —respondió Max—. Son cosas que ocurren. ¿Por qué me lo preguntas?
  
  —Le he prometido al señor Tobin y tú, Max, también lo has hecho, que no hablaríamos de este asunto en su fiesta. Necesito una cerveza —dije antes de marcharme, dejando a Max con una salchicha en la mano.
  
  —Has sido muy grosero —dijo Beth después de alcanzarme.
  
  —Se lo merece.
  
  —No olvides que yo debo trabajar con él.
  
  —Entonces, hazlo.
  
  Avisté a mi camarera predilecta y ella también me vio. Llevaba un vaso de cerveza en la bandeja y me lo entregó. Beth cogió un vaso de vino.
  
  —Quiero que me hables de las excavaciones arqueológicas, de Fredric Tobin, de todo lo que has averiguado y de tus conclusiones. A cambio, te conseguiré un nombramiento oficial y todos los recursos del Departamento de Policía del condado a tu disposición. ¿Qué me dices?
  
  —Puedes guardarte el nombramiento oficial, ya tengo bastantes problemas y mañana te contaré todo lo que sé. Así que me largo.
  
  —John, deja de hacerte el duro.
  
  No respondí.
  
  —¿Quieres que llame oficialmente a tu jefe? ¿Cómo se llama?
  
  —Inspector en jefe Hijo de Puta. Olvídalo —dije cuando la orquesta interpretaba As Time Goes By—. ¿Quieres bailar?
  
  —No. ¿Podemos hablar?
  
  —Por supuesto.
  
  —¿Crees que la muerte de aquel empleado de Plum Island está relacionada con este caso?
  
  —Tal vez. Puede que nunca lo sepamos. Pero veo una lógica.
  
  —¿Qué lógica?
  
  —Te sienta bien ese sombrero.
  
  —Quiero hablar del caso, John.
  
  —No aquí, ni ahora.
  
  —¿Dónde y cuándo?
  
  —Mañana.
  
  —Esta noche. Dijiste que hablaríamos esta noche. Te acompañaré a tu casa.
  
  —Bueno… no sé si puedo aceptar…
  
  —Escúchame, John, no estoy sugiriendo que te acuestes conmigo, sólo necesito hablar contigo. Vamos a un bar o a donde sea.
  
  —No creo que deban vernos salir juntos…
  
  —Ah, claro. Estás enamorado.
  
  —No… bueno… tal vez… En todo caso, esto puede esperar hasta mañana. Si estoy en lo cierto, nuestro hombre está aquí y es el anfitrión de esta fiesta. Yo en tu lugar mañana le vigilaría discretamente, pero sin asustarlo, ¿de acuerdo?
  
  —De acuerdo, pero…
  
  —Nos veremos mañana, te lo diré todo y, por mi parte, asunto concluido. El lunes regresaré a Manhattan y el martes estaré ocupado todo el día con citas médicas y profesionales. ¿De acuerdo?: mañana. Prometido.
  
  —De acuerdo.
  
  Levantamos los vasos y brindamos.
  
  Después de charlar un rato, vi a Emma en la lejanía. Hablaba con un grupo de personas entre las que se encontraba Fredric Tobin, examante y sospechoso de asesinato. No sé por qué me molestó verlos charlar. Madura, John. ¿Me molestaba que mi esposa hiciera largos viajes de negocios con su jefe? No demasiado.
  
  —Parece muy atractiva —dijo Beth después de seguirme la mirada.
  
  No respondí.
  
  —Se la mencioné a Max —agregó Beth.
  
  Guardé silencio obstinadamente.
  
  —Fue… novia de Fredric Tobin —prosiguió Beth—. Supongo que ya lo sabías. Sólo lo menciono por si no estabas al corriente, me refiero a que debes cuidar lo que dices en la cama si Tobin es sospechoso. ¿O es ésa la razón por la que has cultivado su amistad?, ¿para averiguar más cosas sobre Tobin? ¿John? ¿Me estás escuchando?
  
  —Sabes lo que te digo, Beth —respondí después de mirarla—, a veces deseo que una de aquellas balas me hubiera castrado. Entonces estaría completamente libre del control de las mujeres.
  
  —La próxima vez que te acuestes con alguien cambiarás de opinión —comentó antes de dar media vuelta y alejarse.
  
  Miré a mi alrededor y pensé que Tom y Judy habrían estado aquí esa noche. Me pregunté si habrían previsto que se descubriera el tesoro en el acantilado esa semana. ¿Se lo habrían comunicado ya a la prensa?, ¿o lo habrían anunciado aquí en la fiesta?
  
  En todo caso, los Gordon estaban esa noche en refrigeración; el tesoro, escondido en algún lugar, y el probable asesino, a unos quince metros, hablando con una mujer a la que me sentía muy apegado. En realidad, me percaté de que Tobin y Emma estaban ahora conversando a solas.
  
  Harto de la situación, eché a andar por el lateral de la casa y me desprendí del sombrero y de la espada por el camino. Oí que alguien me llamaba, pero seguí andando.
  
  —¡JOHN!
  
  Volví la cabeza y vi que Emma se acercaba a mí apresuradamente.
  
  —¿Adónde vas?
  
  —A algún lugar donde pueda tomarme una cerveza.
  
  —Te acompaño.
  
  —No, no necesito compañía.
  
  —Necesitas mucha compañía, amigo mío —respondió Emma—. Ése es tu problema; has estado solo demasiado tiempo.
  
  —¿Escribes una columna sentimental en el semanario local?
  
  —No voy a morder el anzuelo ni a permitir que te marches solo. ¿Adónde vas?
  
  —A la Olde Towne Taverne.
  
  —Mi antro predilecto. ¿Has probado su plato combinado?
  
  Me cogió del brazo y nos marchamos.
  
  Subí a su viejo coche y a los veinte minutos nos habíamos instalado en una mesa de la Olde Towne Taverne, con cervezas en la mano y a la espera de nachos y alas de pollo. Los clientes habituales del sábado por la noche no parecía que fueran a asistir a la fabulosa fiesta de Freddie ni que acabaran de regresar de ella.
  
  —Te llamé anoche —dijo Emma.
  
  —Creí que salías con las chicas.
  
  —Te llamé cuando regresé, a eso de la medianoche.
  
  —¿No hubo suerte con la caza?
  
  —No —respondió—. Supongo que estabas dormido.
  
  —En realidad fui a Foxwoods. Allí uno puede perder hasta los calzoncillos.
  
  —Y que lo digas.
  
  —Supongo que no le has dicho nada a Fredric de lo que hablamos —dije después de charlar un rato.
  
  Titubeó un poco más de lo necesario antes de responder.
  
  —No… pero le he dicho que nos citamos para salir juntos. —Sonrió—. Lo hacemos, ¿no es cierto?
  
  —Los archiveros siempre os ocupáis de las citas: 4 de julio de 1.776, 7 de diciembre de 1.941…
  
  —Habla en serio.
  
  —De acuerdo, en serio habría preferido que no me mencionaras en absoluto.
  
  —Me siento feliz —respondió después de encogerse de hombros— y quiero que todo el mundo lo sepa. Me ha deseado suerte.
  
  —Es todo un caballero.
  
  —¿Estás celoso? —preguntó Emma sonriendo.
  
  Voy a asegurarme de que lo asen vivo.
  
  —En absoluto. Pero creo que no deberías hablar con él de nosotros, ni mencionar el tesoro pirata.
  
  —De acuerdo.
  
  Después de disfrutar de una agradable cena, fuimos a su casa, un pequeño chalet en una zona residencial de Cutchogue. Me mostró su colección de orinales, diez en total, utilizados como macetas y colocados en la repisa de una gran ventana. El que yo le había regalado estaba ahora lleno de tierra y contenía un rosal enano.
  
  Desapareció un momento y regresó con un regalo para mí.
  
  —Lo he traído de la tienda de recuerdos de la sociedad histórica. No lo he robado, pero me he concedido el cuarenta por ciento de descuento.
  
  —No era necesario…
  
  —Ábrelo.
  
  Lo desenvolví y comprobé que se trataba de un libro titulado La historia del tesoro pirata.
  
  —Mira la primera página —dijo.
  
  —A John, mi bucanero favorito, con cariño, Emma. —Leí con una sonrisa—. Gracias. Es lo que siempre había deseado.
  
  —Bueno, no siempre. Pero me ha parecido que te gustaría echarle una ojeada.
  
  —Lo haré.
  
  En cualquier caso, el chalet era agradable, estaba limpio, no había ningún gato, tenía whisky y cerveza, el colchón era duro, le gustaban los Beatles y los Bee Gees, y tenía dos almohadas para mí. ¿Qué más se puede pedir? Bueno, nata fresca. También tenía.
  
  Al día siguiente, domingo, fuimos a desayunar al restaurante de Cutchogue y luego, sin preguntármelo, condujo hasta una iglesia metodista, en un bonito edificio de madera.
  
  —No soy fanática —dijo Emma—, pero de vez en cuando me levanta el ánimo. Tampoco va mal para el negocio.
  
  De modo que asistí a la iglesia, dispuesto a refugiarme bajo el banco si se derrumbaba el tejado.
  
  A continuación recuperamos mi coche de la mansión del señor Tobin y Emma me siguió a mi mansión.
  
  Mientras Emma se preparaba un té llamé a Beth a su despacho. No estaba y le dejé el mensaje a un individuo que dijo que se ocupaba del caso Gordon.
  
  —Dígale que estaré fuera todo el día. Intentaré hablar con ella esta noche; de lo contrario, que pase por mi casa mañana por la mañana para tornar un café.
  
  —De acuerdo.
  
  Llamé a casa de Beth y me respondió el contestador automático. Dejé el mismo mensaje.
  
  Satisfecho de haber hecho cuanto estaba en mi mano para cumplir mi promesa, regresé a la cocina.
  
  —Vamos a dar un paseo dominguero en coche —dije.
  
  —Me parece una buena idea.
  
  Emma condujo su coche y yo la seguí en el mío hasta su casa. Luego nos dirigimos en mi Jeep a Orient Point y tomamos el transbordador a New London. Pasamos el día en Connecticut y Rhode Island, visitamos las mansiones de Newport, cenamos en Mystic y regresamos en el transbordador.
  
  Permanecimos un rato en el muelle, contemplando el mar y las estrellas.
  
  Cuando el transbordador cruzaba el estrecho de Plum Island, vi a mi derecha el faro de Orient Point; a mi izquierda, el viejo faro de piedra de Plum Island estaba a oscuras, imponente, con el firmamento nocturno como telón de fondo.
  
  El agua del estrecho estaba rizada.
  
  —Se acerca una tormenta —comentó Emma—. El mar se altera antes de que llegue el viento —agregó—. También desciende el barómetro. ¿No lo sientes?
  
  —¿Qué debería sentir?
  
  —La presión que desciende.
  
  —Aún no —respondí después de sacar la lengua.
  
  —Yo sí lo siento; soy muy sensible a los cambios de tiempo.
  
  —¿Es eso bueno o malo?
  
  —Creo que es bueno.
  
  —Yo también.
  
  —¿Estás seguro de que no lo percibes? ¿No te duelen un poco las heridas?
  
  Me concentré en mis lesiones y, ciertamente, me dolían un poco.
  
  —Gracias por hacerme pensar en ello —dije.
  
  —Es bueno conocer tu propio cuerpo, comprender las relaciones entre los elementos, el cuerpo y la mente.
  
  —No cabe la menor duda.
  
  —Por ejemplo, yo me vuelvo un poco loca en luna llena.
  
  —Más loca —puntualicé.
  
  —Sí, más loca. ¿Y tú?
  
  —Me pongo muy caliente.
  
  —¿En serio? ¿En luna llena?
  
  —Luna llena, cuarto creciente, cuarto menguante…
  
  Se rio.
  
  Contemplé Plum Island cuando pasábamos junto a ella. Se distinguían algunas luces de navegación y, en el horizonte, un resplandor que correspondía al emplazamiento del laboratorio principal, detrás de los árboles. Por lo demás, la isla estaba tan oscura como hace trescientos años y si entornaba los ojos podía imaginar el velero de William Kidd, el San Antonio, que reconocía la isla una noche de julio de 1.699. Podía ver que arriaban un bote, con Kidd y, tal vez, otras dos personas a bordo, y a alguien en el bote remando hacia la orilla…
  
  —¿En qué estás pensando? —Emma interrumpió mis pensamientos.
  
  —Me limito a disfrutar de la noche.
  
  —Tenías la mirada fija en Plum Island.
  
  —Sí… pensaba en… los Gordon.
  
  —Pensabas en el capitán Kidd.
  
  —Debes de ser bruja.
  
  —Soy una buena metodista y una zorra, pero sólo una vez al mes.
  
  —Además de sensible a los cambios de tiempo. —Sonreí.
  
  —Efectivamente. Por cierto, ¿vas a contarme algo más sobre ese… asesinato?
  
  —No.
  
  —Bien. Lo comprendo. Si necesitas algo de mí, no tienes más que pedirlo; haré cuanto pueda para ayudarte.
  
  —Gracias.
  
  —¿Quieres quedarte en mi casa esta noche? —preguntó cuando el transbordador se acercaba al muelle.
  
  —Me gustaría pero debo regresar a casa.
  
  —Puedo ir yo a tu casa.
  
  —Para serte sincero, se suponía que hoy debía hablar o reunirme con la detective Penrose y todavía tengo que intentarlo.
  
  —De acuerdo.
  
  Nadie insistió en la cuestión.
  
  —Te veré mañana después del trabajo —dije cuando la acompañé a su casa.
  
  —Estupendo. Hay un bonito restaurante junto al mar al que me gustaría llevarte.
  
  —Encantado.
  
  Nos besamos en el umbral, subí a mi Jeep y regresé a mi casa.
  
  Había siete mensajes para mí. No estaba de humor para escucharlos y decidí acostarme. Seguirían ahí por la mañana.
  
  En la cama, intenté decidir qué iba a hacer respecto a Fredric Tobin. A veces se da la situación de tener a tu hombre, pero no tenerlo. Hay un momento crítico en el que hay que optar entre seguir al acecho, enfrentarse a él, introducir humo en su madriguera o fingir que ha dejado de interesarnos.
  
  También debería haber pensado que un animal o un hombre acorralado puede ser peligroso, que tanto participa el cazador como la presa y que la presa tiene mucho más que perder.
  
  Pero olvidaba lo listo y astuto que era Tobin porque lo veía como un petimetre, igual que él me veía como un paleto. Ninguno de nosotros se engañaba, pero ambos nos habíamos dejado llevar ligeramente por nuestras respectivas fachadas. En cualquier caso, me culpo a mí mismo de lo sucedido.
  
  
  
  
  
  Capítulo 29
  
  
  
  
  Llovía por primera vez desde hacía varias semanas cuando desperté el lunes por la mañana y los agricultores estaban contentos aunque no alegrara a los vinateros. Yo conocía por lo menos a uno que tenía problemas más graves que la copiosa lluvia.
  
  Mientras me vestía, oí por la radio que un huracán llamado Jasper se encontraba junto a la costa de Virginia y ocasionaba mal tiempo por el norte, hasta Long Island. Me alegré de regresar ese día a Manhattan.
  
  No había estado en mi piso de la calle Setenta y Dos desde hacía más de un mes, ni había escuchado los mensajes de mi contestador automático, en parte porque no me apetecía, pero supongo que, sobre todo, porque había olvidado mi código de acceso.
  
  En todo caso, aproximadamente a las nueve de la mañana, descendía a la planta baja con unos vaqueros de diseño y un jersey de cuello alto. Preparé café. Estaba más o menos a la espera de que Beth llamara o apareciera.
  
  La revista semanal local estaba sobre la mesa de la cocina desde el viernes, sin que nadie la hubiera leído, y no me sorprendió ver los asesinatos del pasado lunes en primera plana. Me llevé la revista y una taza de café a la terraza trasera y leí la versión del corresponsal local estrella sobre el doble asesinato. El periodista era lo suficientemente impreciso, dogmático y mal escritor para trabajar en Newsday o en el Times.
  
  Vi un artículo sobre los viñedos Tobin, en el que aparecía la siguiente cita del señor Fredric Tobin: «La vendimia empezará de un día para otro y éste promete ser un gran año, tal vez el mejor de la última década, siempre y cuando no abunde la lluvia». Lo siento, Freddie, pero está lloviendo. Me pregunté si a los condenados se les permitía tomar vino con su última comida.
  
  Dejé la revista local y cogí el regalo de Emma, La historia del tesoro pirata. Hojeé el libro, miré las ilustraciones, vi un mapa de Long Island, que examiné durante aproximadamente un minuto, luego encontré los capítulos dedicados al capitán Kidd y leí al azar una declaración del caballero Robert Livingstone, uno de los avalistas de Kidd. Parte de la declaración decía así:
  
  
  Enterado de la llegada del capitán Kidd a estas tierras para comparecer ante Su Excelencia, el señor de Bellomont, el abajo firmante, se trasladó directamente desde Albany por la ruta más rápida a través de los bosques para reunirse aquí con el citado Kidd y asistir a su Excelencia. Ya su llegada a Boston, el capitán Kidd declaró que a bordo de su balandra, entonces en el puerto, había cuarenta fardos de mercancías y cierta cantidad de azúcar, además de unos cuarenta kilos de metales preciosos. También declaró el susodicho Kidd que poseía veinte kilos de oro, que había dejado a buen recaudo en algún lugar del canal entre Boston y Nueva York, sin nombrar ningún sitio en particular, que sólo él encontraría.
  
  
  
  Hice algunos cálculos mentales y deduje que veinte kilos de oro valdrían aproximadamente trescientos mil dólares a ojo de buen cubero, sin contar su valor histórico o numismático, que según Emma podría cuadruplicar fácilmente su precio.
  
  Seguí leyendo una hora y, cuanto más leía, más convencido estaba de que casi todos los narradores de ese relato, desde lord Bellomont hasta el último marinero, eran unos mentirosos. No había dos versiones iguales y el valor y cantidades de oro, plata y joyas fluctuaban enormemente. En lo único que coincidían era que el tesoro se había distribuido por varios lugares a lo largo del canal de Long Island. No había una sola mención a Plum Island, ¿pero qué mejor lugar para ocultar algo? Como había descubierto en mi visita a la isla, en aquella época no tenía ningún puerto, así que era improbable que se acercara a ella algún barco al azar, en busca de agua o comida. Era propiedad de colonos blancos y por tanto prohibida a los indios, aunque al parecer estaba deshabitada. Y si Kidd había depositado un valioso tesoro en manos de John Gardiner, un hombre al que no conocía, ¿qué le había impedido cruzar los nueve o diez kilómetros de la bahía para esconder un tesoro en Plum Island? Me parecía lógico. Sin embargo, me preguntaba cómo lo habría averiguado Fredric Tobin. Estaría encantado de contárnoslo en su conferencia de prensa al anunciar el descubrimiento. Probablemente diría: «Mucho trabajo, un buen conocimiento de vinicultura, perseverancia y un producto superior. Y buena suerte». Pasé mucho rato en la terraza trasera, leyendo, observando el tiempo que hacía, elucubrando sobre el caso y esperando a Beth, que, en mi opinión, ya debería haber llegado.
  
  Finalmente, entré en la casa por las puertas de cristal que daban a la sala de estar y escuché los siete mensajes del contestador automático.
  
  El primero era de mi tío Harry para comunicarme que un amigo suyo deseaba alquilar la casa y me pedía que la comprara o la dejara. El segundo era del teniente de detectives Wolfe y decía sencillamente: «Estoy de usted hasta las narices». El tercero era un mensaje de Emma, poco antes de la medianoche del viernes, sólo para saludar. El cuarto era de Max, del sábado por la mañana, con los detalles de la fiesta de Tobin y para comunicarme que había mantenido una agradable charla con Beth y pedirme que le llamara. El quinto era de Dom Fanelli y decía: «Hola, paisano, te perdiste una excelente velada. ¡Vaya noche! Nos ligamos a cuatro turistas suecas en Taormina’s, dos azafatas, una modelo y otra actriz. He llamado a nuestro amigo Jack Rosen del Daily News y escribirá un artículo sobre tu regreso a Nueva York después de convalecer en el campo. El héroe lesionado que regresa a casa, maravilloso. Llámale el lunes por la mañana y el artículo se publicará el martes, de modo que los jefazos de la central puedan leerlo antes de tocarte los cojones. ¿Qué te parece? Llámame el lunes, nos tomaremos una copa por la tarde y te hablaré de las suecas. Ciao». Sonreí. Cuatro suecas, un carajo. El sexto era de Beth, del domingo por la mañana, para preguntarme adónde había ido el sábado por la noche y cuándo podíamos vernos. Y el séptimo era también de Beth, del domingo por la tarde, después de recibir mi mensaje en su despacho, para comunicarme que pasaría por mi casa el lunes por la mañana.
  
  De modo que, cuando sonó el timbre poco antes del mediodía, no me sorprendió excesivamente ver a Beth en la puerta.
  
  —Adelante.
  
  Dejó el paraguas en el vestíbulo y entró. Llevaba otro traje hecho a medida, en este caso de color marrón rojizo.
  
  —Estoy solo —dije, convencido de que debía aclararlo.
  
  —Lo sé —respondió Beth.
  
  Nos miramos en silencio. Sabía lo que iba a decir pero no quería oírlo. Lo dijo de todos modos.
  
  —Emma Whitestone ha sido encontrada muerta esta mañana en su casa por uno de sus empleados, aparentemente asesinada.
  
  No respondí. ¿Qué podía decir? Me limité a guardar silencio.
  
  Beth me cogió del brazo y me acompañó al sofá de la sala de estar.
  
  —Siéntate —dijo.
  
  Obedecí, ella se sentó junto a mí y me cogió la mano.
  
  —No sé cómo te sientes… Soy consciente de que te gustaba…
  
  Asentí. Por segunda vez en mi vida no era yo el portador de las malas noticias, sino quien se enteraba del asesinato de un ser querido. Me sentía aturdido. No alcanzaba a asimilarlo, porque no parecía real.
  
  —Estuve con ella anoche hasta aproximadamente las diez —dije.
  
  —Todavía desconocemos la hora de la muerte —respondió Beth—. La han encontrado muerta en la cama… al parecer como consecuencia de los golpes recibidos en la cabeza con un atizador hallado en el suelo… sin indicio alguno de que se hubiera forzado la entrada… la puerta trasera no estaba cerrada con llave.
  
  Asentí. Él debía de tener una llave que nunca le había devuelto y a ella no se le había ocurrido cambiar la cerradura. Él también sabía que había un atizador a mano.
  
  —Tenía el aspecto de un robo —prosiguió Beth—. Bolso vacío, dinero desaparecido, joyero también vacío, etcétera.
  
  Suspiré sin decir palabra.
  
  —Los Murphy también están muertos. Aparentemente asesinados —agregó Beth.
  
  —Dios mío.
  
  —Un policía de Southold patrullaba por su calle aproximadamente una vez por hora, para vigilar la casa de los Murphy, pero no vio nada. Cuando se ha efectuado el cambio de guardia a las ocho de la mañana, el agente se ha percatado de que el periódico estaba en el jardín y que seguía ahí a las nueve. Sabía que los Murphy eran madrugadores y recogían el periódico, así que… ¿Estás seguro de que quieres escucharlo?
  
  —Adelante.
  
  —De acuerdo… les ha llamado por teléfono, luego ha llamado a la puerta principal, a continuación se ha dirigido a la parte posterior de la casa y ha comprobado que la puerta trasera no estaba cerrada con llave. Ha entrado en la casa y los ha encontrado en la cama. Ambos parecían haber muerto de heridas en la cabeza, causadas por una palanca que el agente ha encontrado en el suelo manchada de sangre. La casa había sido saqueada. Además, dada la presencia de la policía en la calle, se supone que se acercaron a la casa desde la bahía.
  
  Asentí.
  
  —Como puedes imaginar —prosiguió Beth—, la policía de Southold está completamente desconcertada y no tardará en estarlo todo el norte de Long Island. Un asesinato por año es mucho para ellos.
  
  Pensé en Max, a quien le gustaba que estuviera todo tranquilo y pacífico.
  
  —La policía del condado va a mandar un equipo —siguió diciendo Beth—, porque ahora consideran que se trata de un psicópata que roba en las casas y asesina a sus ocupantes. Creo que el asesino de los Gordon pudo haber cogido la llave de los Murphy en casa de los Gordon y de ahí que no se forzara la entrada y que la puerta trasera no estuviese cerrada con llave. Eso indicaría cierta premeditación.
  
  Asentí. Tobin sabía que tal vez tendría que deshacerse de los Murphy en algún momento y pensó con suficiente antelación para coger la llave. Cuando Beth mencionó que no se había encontrado la llave de los Murphy en casa de los Gordon debimos haber reaccionado. Otro ejemplo de lo que ocurre cuando se subestima al asesino.
  
  —Debimos haberlo previsto…
  
  —Lo sé —asintió Beth—. En cuanto a Emma Whitestone… o bien dejó la puerta abierta o alguien tenía también la llave… alguien a quien conocía.
  
  Miré a Beth y me percaté de que ambos sabíamos de quién hablaba.
  
  —Mandé que vigilaran a Fredric Tobin desde el domingo por la mañana, como sugeriste, pero desde arriba ordenaron que se interrumpiera la vigilancia desde la medianoche hasta las ocho de la mañana… por razones presupuestarias… de modo que, en dos palabras, nadie vigilaba a Tobin a partir de las doce.
  
  No respondí.
  
  —No me resultó fácil que accedieran a cualquier tipo de vigilancia de Tobin. No se le considera sospechoso —puntualizó Beth—. No tenía ninguna prueba contra él que justificara veinticuatro horas de vigilancia.
  
  Prestaba atención, pero a mi mente acudían imágenes de Emma, en mi casa, nadando en la bahía, en la fiesta de la sociedad histórica, en su habitación donde la habían encontrado asesinada… ¿Y si hubiera pasado la noche con ella? ¿Cómo podía alguien saber que estaba sola? Se me ocurrió que Tobin también me habría asesinado de haberme encontrado dormido junto a ella.
  
  —Por cierto —dijo Beth—, hablé con Fredric Tobin en su fiesta y estuvo realmente encantador. Pero un poco demasiado hábil… Me refiero a que en ese individuo hay otra faceta… Algo menos atractivo tras esa sonrisa.
  
  Pensé en Fredric Tobin y recordé cuando hablaba con Emma en el jardín de su casa. Entonces, debía de saber ya que la asesinaría. Pero me pregunté si habría decidido asesinarla para impedir que siguiera hablando conmigo o simplemente para decir: «Que te jodan, Corey. Que te jodan por ser un listillo, que te jodan por descubrir que yo asesiné a los Gordon, que te jodan por follar con mi antigua novia y, sencillamente, que te jodan».
  
  —Me siento un poco responsable de los Murphy —dijo Beth.
  
  Me obligué a pensar en ellos. Eran personas honradas, ciudadanos solidarios y, lamentablemente para ellos, habían visto demasiado de lo que pasaba en la casa contigua durante los dos últimos años.
  
  —El miércoles les mostré a los Murphy una foto de Fredric Tobin y le identificaron como el individuo del deportivo blanco… Tobin tiene un Porsche blanco…
  
  Le hablé a Beth de mi breve visita a Edgar y Agnes Murphy.
  
  —Comprendo —asintió Beth.
  
  —El asesino es Fredric Tobin —dije.
  
  Beth no respondió.
  
  —Asesinó a Tom y Judy Gordon, a Edgar y Agnes Murphy, tal vez a aquel veterinario de Plum Island y a Emma Whitestone. Y puede que a otros. Me lo estoy tomando de manera muy personal —dije antes de levantarme—. Necesito tomar un poco de aire.
  
  Salí por la puerta trasera y me quedé en la terraza. La lluvia era ahora más copiosa, una lluvia gris que caía de un cielo gris a un mar gris. Un viento del sur llegaba de la bahía.
  
  Emma. Emma.
  
  Estaba todavía en la etapa de aturdimiento y negación, en puertas de la etapa iracunda. Cuanto más pensaba que Tobin le había machacado la cabeza con un atizador, mayor era el deseo que sentía de machacar la suya del mismo modo.
  
  Como muchos policías que tienen contacto personal y directo con el crimen, quería utilizar mi poder y mis conocimientos para ocuparme de ello personalmente. Pero un policía no puede tomarse la justicia por su cuenta, ni alguien que se tome la justicia por su mano puede ser policía. Por otra parte, había momentos en los que convenía guardar la placa y conservar el arma en su sitio…
  
  
  
  
  
  Capítulo 30
  
  
  
  
  Beth me dejó solo un rato y logré recuperar la compostura. Por fin apareció en la terraza y me ofreció una taza de café con algo que olía a brandy.
  
  Ambos contemplamos la bahía en silencio.
  
  —¿De qué va todo esto, John? —preguntó al cabo de unos minutos.
  
  Sabía que le debía cierta información.
  
  —Oro —respondí.
  
  —¿Oro?
  
  —Sí. Un tesoro enterrado, tal vez un tesoro pirata, puede que el tesoro del propio capitán Kidd.
  
  —¿El capitán Kidd?
  
  —Sí.
  
  —¿Y estaba en Plum Island?
  
  —Sí… por lo que he podido deducir, Tobin lo descubrió de algún modo y al comprender que nunca tendría acceso a uno de los lugares más impenetrables del país, empezó a buscar un socio con acceso ilimitado a la isla.
  
  —Claro… —dijo Beth después de reflexionar unos instantes—. Ahora todo tiene sentido… la sociedad histórica, las excavaciones, la casa junto al mar, la lancha… Estábamos tan obsesionados con la plaga y luego las drogas…
  
  —Exactamente. Pero cuando descartas por completo esas posibilidades, como yo hice, porque sabía que los Gordon eran incapaces de hacer tal cosa, uno se ve obligado a planteárselo todo de nuevo.
  
  Beth asintió.
  
  —Como dijo el doctor Zollner —declaró—, cuando tu única herramienta es un martillo, todos los problemas parecen clavos.
  
  Asentí.
  
  —Adelante. Cuéntamelo todo.
  
  Sabía que intentaba alejar de mi mente el asesinato de Emma y tenía razón en cuanto a que debía pensar en el caso y hacer algo positivo.
  
  —De acuerdo —respondí—. Cuando estuve en Plum Island, las excavaciones arqueológicas me parecieron absolutamente impropias de Tom y Judy, y ellos no me las habían mencionado porque sabían que pensaría eso. Estoy convencido de que se anticipaban al día en que, después de descubrir supuestamente el tesoro en su propio terreno, ciertas personas recordarían las excavaciones en Plum Island y las relacionarían con lo sucedido. Así que cuantos menos lo supieran mejor para ellos.
  
  —No sería la primera vez que algo valioso se traslada y de pronto aparece en un lugar más oportuno —comentó Beth.
  
  —Ése era precisamente el quid de la cuestión. La cruz del mapa pirata debía desplazarse del terreno del Tío Sam al de Tom y Judy.
  
  —¿Crees que los Gordon conocían el lugar exacto donde estaba enterrado el tesoro en Plum Island? —preguntó Beth después de reflexionar unos instantes—. ¿O intentaban encontrarlo? No recuerdo haber visto demasiadas excavaciones recientes en la isla.
  
  —Creo que la información de Tobin era fiable y creíble, pero, tal vez, no demasiado precisa. He aprendido algunas cosas sobre los mapas piratas de Emma… y en este libro… —respondí señalando el libro sobre la mesa—. Y por lo que he aprendido, se suponía que el escondite de esos tesoros era sólo temporal, de modo que algunos de los puntos de referencia en el mapa o las instrucciones han resultado ser árboles desaparecidos desde hace mucho tiempo, rocas desmenuzadas o caídas al mar y cosas por el estilo.
  
  —¿Cómo se te ocurrió interrogar a Emma? —preguntó Beth.
  
  —Sólo me proponía investigar la Sociedad Histórica Peconic. Pensaba dedicarle aproximadamente una hora y, en realidad, no me importaba con quien hablara… luego la conocí y, mientras charlábamos, surgió el dato de que había sido novia de Tobin.
  
  Beth contemplaba la bahía mientras reflexionaba.
  
  —Y luego decidiste hablar con Fredric Tobin.
  
  —No, había hablado con él antes de conocer a Emma.
  
  —¿Entonces qué te indujo a hablar con él? ¿Qué relación creíste que podía tener con los asesinatos?
  
  —Al principio, ninguna. Hacía el trabajo de un aprendiz de detective, hablando con los amigos y no con los sospechosos. Había conocido a Tobin en sus viñedos en julio, con los Gordon —respondí antes de explicar las circunstancias—. No me había caído bien entonces y me preguntaba por qué les gustaba a los Gordon. Después de pasar unas horas con él el miércoles, personalmente me pareció inofensivo, aunque no respondía adecuadamente a preguntas sencillas. ¿Comprendes?
  
  Beth asintió.
  
  —Luego, después de hablar con Emma, empecé a calibrar ciertas relaciones.
  
  Ella asintió una vez más y contempló la lluvia mientras reflexionaba.
  
  —Yo he pasado estos dos días con el forense, el laboratorio, Plum Island, etcétera. Entretanto, tú seguías una pista completamente diferente.
  
  —Una pista muy vaga, pero no tenía otra cosa que hacer.
  
  —¿Estás todavía enfadado por el trato que has recibido?
  
  —Lo estaba. Puede que ésa fuera mi razón para actuar así. Pero no importa. El caso es que te lo entrego todo. Quiero a Fredric Tobin detenido, condenado y crucificado.
  
  —Puede que eso no suceda nunca y tú lo sabes —respondió Beth después de mirarme—. A no ser que encontremos alguna prueba irrefutable, no se le condenará. Dudo que el fiscal esté dispuesto a acusarlo.
  
  Lo sabía. También sabía que cuando el problema era un clavo, lo único que se necesitaba era un martillo. Y yo lo tenía.
  
  —¿Tienes alguna otra prueba? —preguntó Beth.
  
  —Descubrí un bote sin quilla y un bichero en el cobertizo de Tobin, de los que se utilizan para circular por las marismas. También había una sirena de aire comprimido —respondí y le relaté mi encuentro con Tobin en el cobertizo.
  
  —Siéntate —dijo Beth después de asentir, mientras se acomodaba en la mecedora y yo me instalaba en el sillón de mimbre—. Cuéntamelo todo.
  
  A lo largo de una hora, le conté todo lo que había hecho desde que nos separamos el martes por la noche, incluido el hecho de que la novia de Tobin, Sondra Wells, y el ama de llaves estaban ausentes la tarde del día en que se cometieron los asesinatos de los Gordon, mientras que Tobin me había inducido a creer que estaban en casa.
  
  Beth me escuchó, con la mirada fija en la lluvia y en el mar. Arreciaba el viento, que de vez en cuando llegaba a aullar.
  
  —De modo que los Gordon no compraron el terreno de Wiley para traicionar a Tobin —dijo cuando terminé.
  
  —No. Tobin les dijo a los Gordon que lo compraran, debido a la leyenda de los arrecifes del capitán Kidd. Existe también un lugar llamado los árboles del capitán Kidd, pero actualmente es un parque público. En cuanto al arrecife o promontorio, su ubicación no está tan bien documentada en los libros de historia como los árboles, así que Tobin sabía que cualquier acantilado en la zona serviría. Pero no quería que se divulgara que él había comprado un terreno inútil en los promontorios porque habría levantado toda clase de rumores y especulaciones. Así que hizo que lo adquirieran los Gordon con su propio dinero, que era limitado, pero tuvieron la suerte de encontrar la parcela de Wiley, aunque puede que Tobin les facilitara la información. El plan consistía entonces en esperar un poco antes de enterrar el tesoro y luego descubrirlo.
  
  —Increíble.
  
  —Sí. Y puesto que es casi imposible falsear la edad de un pozo vertical, se proponían introducir el baúl del tesoro en la ladera de ese promontorio, el acantilado que encontramos, y alegar que había salido a la superficie como consecuencia de la erosión. Luego, al extraerlo de la arcilla y la arena con picos y palas, el emplazamiento quedaría esencialmente destruido y el baúl astillado, de modo que sería imposible analizar el entorno.
  
  —Increíble —repitió Beth.
  
  —Eran personas muy inteligentes, Beth, y no tenían ninguna intención de meter la pata. Iban a apoderarse de un tesoro valorado en diez o veinte millones de dólares ante las propias narices del Tío Sam y éste sólo se enteraría cuando lo divulgaran las noticias. También estaban preparados respecto a Hacienda —añadí y le hablé de las leyes relacionadas con el hallazgo de tesoros, impuestos a pagar, etcétera.
  
  —¿Pero cómo participaría Tobin de los beneficios después de dar a conocer su hallazgo los Gordon? —preguntó Beth después de reflexionar unos instantes.
  
  —En primer lugar, demostraron haber sido amigos desde hacía casi dos años. Los Gordon habían desarrollado un interés por el vino, a mi parecer ficticio, pero útil para que Fredric Tobin y los Gordon se exhibieran juntos en público como amigos —respondí antes de explicarle lo que me había comentado Emma de la relación entre ellos—. Pero eso no coincidía con lo que Tobin me había contado respecto a su amistad. De modo que ahí había otra contradicción.
  
  —Ser amigos no basta para compartir millones de dólares de un tesoro —dijo Beth.
  
  —Efectivamente. Por esa razón elaboraron una historia paralela al descubrimiento. A mi juicio, primero fingieron haber desarrollado un interés común por la historia local, que acabó por conducirles a cierta información sobre un tesoro pirata. Entonces, en consonancia con lo que se proponían declarar a la prensa, establecieron un pacto entre amigos para buscar y compartir lo que se encontrara.
  
  Beth asintió de nuevo. Me percaté de que estaba casi convencida de mi reconstrucción de lo sucedido antes de los asesinatos.
  
  —Los Gordon y Tobin declararían que habían examinado antiguos archivos en diversas sociedades históricas locales, lo cual es cierto, así como en Inglaterra. Su investigación les habría convencido de que el tesoro estaba enterrado en una propiedad de Margaret Wiley y, aunque lamentaban haber privado a la anciana del botín, todo vale en la búsqueda de tesoros. Le ofrecerían a Margaret una bonita joya o algo por el estilo. También señalarían que habían arriesgado veinticinco mil dólares, porque no tenían una seguridad absoluta de que allí se encontrara el tesoro.
  
  Me recliné en mi sillón para escuchar el viento y la lluvia. Me sentía tan triste como en los peores momentos de mi vida y me sorprendía lo mucho que echaba de menos a Emma Whitestone, que había aparecido en mi vida de una forma tan rápida e inesperada para luego trasladarse a otra vida, tal vez en algún lugar entre las estrellas.
  
  Respiré profundamente antes de proseguir.
  
  —Supongo que los Gordon y Tobin debían de poseer alguna documentación falsa para demostrar que habían descubierto la ubicación del tesoro en algún archivo. No sé lo que se proponían en este sentido: un pergamino falso, una fotocopia de un original supuestamente perdido o puede que se limitaran a declarar que no estaban dispuestos a revelar su fuente de información porque todavía buscaban otros tesoros. Al gobierno no le importa cómo lo encontraron, sólo dónde y cuánto vale. ¿Te parece lógico?
  
  —Me parece lógico como tú lo has planteado —respondió Beth—, pero sigo creyendo que alguien lo relacionaría con Plum Island.
  
  —Es posible. Pero sospechar dónde se ha encontrado el tesoro y demostrarlo son dos cosas muy distintas.
  
  —Sí, pero no deja de ser un punto débil en un plan que es sólido en los demás sentidos.
  
  —Sí, lo es. Ahí va otra teoría que encaja realmente con lo sucedido: Tobin no tenía ninguna intención de compartir el hallazgo con los Gordon. Los indujo a creer todo lo que te he contado, los convenció para que compraran el terreno y entre los tres elaboraron la historia sobre el descubrimiento del tesoro y la razón por la que lo compartirían. Pero, en realidad, Tobin también temía que alguien estableciera el vínculo con Plum Island. Los Gordon resolvieron el problema de la localización del tesoro y lo sacaron de la isla. Sin embargo, luego se convirtieron en un problema, en el punto débil, en la pista evidente respecto a su lugar de procedencia.
  
  —Tres pueden guardar un secreto si dos están muertos —dijo Beth después de asentir mientras se mecía en silencio.
  
  —Exactamente. Los Gordon eran listos, pero también un poco ingenuos y nunca habían conocido a nadie tan perverso y engañoso como Fredric Tobin. En ningún momento llegaron a sospechar porque hicieron todo lo previsto, compraron el terreno y todo lo demás. En realidad, Tobin sabía desde el principio que los asesinaría. Con toda probabilidad, se proponía enterrar el tesoro en su propia finca, cerca de Founders Landing, que también es un paraje histórico, donde luego se descubriría, o había decidido mantenerlo oculto, aquí o en el extranjero, y quedarse así no sólo con la parte de los Gordon, sino también con la del Tío Sam.
  
  —Sí. Eso parece bastante probable ahora que ha demostrado ser capaz de asesinar a sangre fría.
  
  —En cualquier caso, él es tu hombre.
  
  Beth permaneció sentada, con la barbilla en la mano y los pies apoyados en el travesaño frontal de la mecedora.
  
  —¿Cómo conociste a los Gordon? —preguntó finalmente—. Es decir, ¿por qué unas personas con una agenda tan apretada se tomaron el tiempo…? ¿Comprendes a lo que me refiero?
  
  Intenté sonreír antes de responder.
  
  —Subestimas mi encanto. Pero es una buena pregunta —respondí mientras me lo pensaba, no por primera vez—. Puede que simplemente les gustara. Pero también es posible que sospechasen algo y quisieran tener cerca a un protector. También cultivaron la amistad de Max, de modo que deberías preguntarle cómo empezaron a relacionarse.
  
  —Entonces, ¿cómo los conociste? —insistió Beth después de asentir—. Debí habértelo preguntado el lunes, en el escenario del crimen.
  
  —Sí, debiste haberlo hecho —respondí—. Los conocí en el bar de Claudio’s. ¿Lo conoces?
  
  —Todo el mundo lo conoce.
  
  —Intenté ligarme a Judy en la barra.
  
  —He aquí una forma propicia de iniciar una amistad.
  
  —Desde luego. En todo caso, consideré que el encuentro era fortuito y puede que lo fuera. Por otra parte, los Gordon ya conocían a Max, Max me conocía a mí y puede que hubiera mencionado que el policía herido en acto de servicio que había aparecido por televisión era amigo suyo y se estaba recuperando en Mattituck. Entonces, y todavía ahora, frecuentaba sólo dos lugares: la Olde Towne Taverne y Claudio’s. De modo que es posible… aunque puede que no… es difícil saberlo. De todos modos no importa, salvo como curiosidad. A veces las cosas ocurren por pura casualidad.
  
  —Por supuesto. Pero en nuestro trabajo debemos buscar motivos y planes. El resto es casualidad —respondió Beth antes de mirarme—. ¿Cómo te sientes, John?
  
  —Bien.
  
  —Te lo pregunto en serio.
  
  —Un poco deprimido. El tiempo no acompaña.
  
  —¿Duele?
  
  No respondí.
  
  —Charlé un rato por teléfono con tu compañero de trabajo —dijo Beth.
  
  —¿Dom? No ha mencionado nada. Me lo habría dicho.
  
  —Pues no lo ha hecho.
  
  —¿De qué le hablaste?
  
  —De ti.
  
  —¿El qué sobre mí?
  
  —Tus amigos están preocupados por ti.
  
  —Más les vale preocuparse de sí mismos si hablan de mí a mis espaldas.
  
  —¿Por qué no dejas de hacerte el duro?
  
  —Cambiemos de tema.
  
  —De acuerdo.
  
  Se puso de pie, se acercó a la baranda y contempló la bahía, en cuya superficie empezaba a levantarse el mar y a formar cabrillas.
  
  —Se acerca un huracán, pero puede que no nos afecte. —Beth me miró—. Dime, ¿dónde está el tesoro?
  
  —Buena pregunta —respondí mientras me levantaba para contemplar el mar embravecido.
  
  Evidentemente, no había ningún barco a la vista y empezaba a volar broza por el jardín. Cuando el viento paraba momentáneamente se oía el ruido del mar contra las rocas de la orilla.
  
  —¿Y dónde están nuestras pruebas irrefutables? —preguntó Beth.
  
  —La respuesta a ambas preguntas puede encontrarse en la casa, el despacho o el apartamento del señor Tobin —respondí, sin dejar de contemplar el mar.
  
  —Presentaré los hechos conocidos al fiscal y solicitaré una orden de registro —dijo Beth después de reflexionar unos instantes.
  
  —Buena idea. Si consigues una orden de registro sin causa probable, eres mucho más lista que yo. Cualquier juez será bastante reticente a extender una orden de registro para las residencias y despacho de un distinguido ciudadano, sin ningún problema previo con la ley. Lo sabes perfectamente —respondí mientras observaba su rostro y veía que reflexionaba—. Eso es lo maravilloso de Estados Unidos. Ni la policía ni el gobierno pueden molestarte sin el debido proceso. Y si eres rico, el debido proceso es más extenso que para la gente de a pie.
  
  —¿Qué crees que deberíamos… debería hacer ahora?
  
  —Lo que se te antoje. Yo he dejado el caso.
  
  En esos momentos empezaban a romper las olas, algo inusual en la bahía. Recordé lo que Emma había mencionado del aspecto del mar cuando se acercaba una tormenta.
  
  —Sé que puedo… bueno, creo que puedo atrapar a ese individuo si es el asesino —dijo Beth.
  
  —Estupendo.
  
  —¿Estás seguro de que ha sido él?
  
  —Completamente seguro.
  
  —¿Y Paul Stevens?
  
  —Es el comodín de la baraja —respondí—. Puede ser el cómplice de Tobin en los asesinatos o estar chantajeando a Tobin o ser un buitre a la espera de lanzarse sobre el tesoro o, simplemente, un individuo que siempre parece sospechoso y culpable de algo.
  
  —Deberíamos hablar con él.
  
  —Ya lo he hecho.
  
  —¿Cuándo? —preguntó Beth, con las cejas levantadas.
  
  Le hablé de mi visita por sorpresa a la casa del señor Stevens en Connecticut, sin mencionar que lo había derribado.
  
  —Por lo menos es culpable de habernos mentido y de conspirar con Nash y Foster —concluí.
  
  —O puede que esté más implicado de lo que parece —dijo Beth después de reflexionar—. Tal vez aparezca alguna prueba forense en los escenarios de los nuevos asesinatos. Eso remataría el caso.
  
  —Desde luego. Entretanto, Tobin sabrá lo que ocurre a su alrededor y tiene a la mitad de los políticos locales en el bolsillo y, probablemente, amigos en el Departamento de Policía de Southold.
  
  —Mantendremos a Max al margen.
  
  —Haz lo que tengas que hacer. Pero no asustes a Tobin, porque si sabe que sospechas de él, cualquier prueba que exista bajo su control desaparecerá.
  
  —¿Como el tesoro?
  
  —Efectivamente. O el arma homicida. En realidad, si yo hubiera matado a dos personas con mi pistola registrada y de pronto se presentara la policía en mi despacho, arrojaría el arma en pleno Atlántico y alegaría que me la habían robado. Deberías anunciar que has encontrado una de las balas, eso le asustará si todavía conserva la pistola. Luego asegúrate de que lo sigan y comprueba si intenta deshacerse del arma, en caso de que aún no lo haya hecho.
  
  Beth asintió y me miró.
  
  —Me gustaría que trabajaras conmigo en este caso. ¿Lo harás? La cogí del brazo, entramos en la cocina, levanté el teléfono y se lo entregué.
  
  —Llama a su despacho y comprueba si está allí.
  
  Llamó al servicio de información, consiguió el número de los viñedos Tobin y marcó.
  
  —El señor Tobin, por favor —dijo—. ¿Qué le digo? —preguntó después de mirarme.
  
  —Dale las gracias por una fiesta tan maravillosa.
  
  —Sí, soy la detective Penrose, del Departamento de Policía del condado de Suffolk. Deseo hablar con el señor Tobin —dijo y escuchó en silencio—. Dígale que he llamado para darle las gracias por su excelente velada. ¿Hay alguna forma de localizarle? —preguntó mirándome fugazmente—. De acuerdo. Sí, buena idea.
  
  Colgó y me miró.
  
  —No está, no se le espera, ni sabe dónde encontrarle. Además, están a punto de cerrar la bodega debido al mal tiempo.
  
  —Bien. Llama a su casa.
  
  Sacó la agenda de su bolso, encontró el número privado de Tobin y marcó.
  
  —¿Llamo a su casa para agradecerle una velada maravillosa? —preguntó.
  
  —Has perdido el medallón de oro de tu abuela en su jardín.
  
  —Bien —dijo antes de hablar por el auricular—. ¿Está el señor Tobin en casa? —preguntó—. ¿Y la señorita Wells? Gracias —respondió después de escuchar—. Volveré a llamar… no, ningún mensaje… no, no se asuste. Acuda a uno de los refugios designados… Entonces llame a la policía o a los bomberos y acudirán a rescatarla. ¿Comprendido? Hágalo ahora —concluyó Beth por teléfono y colgó—. El ama de llaves, europea del este. No le gustan los huracanes.
  
  —A mí tampoco me apasionan. ¿Dónde está el señor Tobin?
  
  —Se ha ausentado sin dar explicaciones. La señorita Wells se ha trasladado a Manhattan hasta que pase la tormenta. ¿Dónde se habrá metido? —preguntó Beth después de mirarme.
  
  —No lo sé. Pero sabemos dónde no está.
  
  —Por cierto, deberías marcharte de esta casa. Se aconseja a todos los residentes en la costa que evacúen sus casas.
  
  —Los meteorólogos son alarmistas profesionales.
  
  En aquel momento parpadearon las luces.
  
  —A veces aciertan —dijo Beth.
  
  —En todo caso, hoy debo regresar a Manhattan. Mañana por la mañana tengo varias citas con los que decidirán mi futuro.
  
  —Entonces es preferible que salgas ahora. El tiempo no mejorará.
  
  Mientras pensaba en las alternativas, el viento arrastró una silla de la terraza y parpadearon de nuevo las luces. Me acordé de que debía llamar a Jack Rosen del Daily News, pero se me había pasado la hora límite para su columna. Además, no creía que el heroico policía herido en acto de servicio regresara ni hoy ni mañana a su casa.
  
  —Vamos a dar un paseo —dije.
  
  —¿Adónde?
  
  —A buscar a Fredric Tobin —respondí— para darle las gracias por su maravillosa fiesta.
  
  
  
  
  
  Capítulo 31
  
  
  
  
  La lluvia era copiosa y el viento sonaba como un tren de mercancías.
  
  Encontré dos ponchos amarillos en el perchero y cogí mi treinta y ocho, que introduje en la pistolera. La operación siguiente consistía en recorrer el camino que conducía a la carretera, cubierto de ramas y escombros. Arranqué el Jeep, introduje una velocidad y avancé por encima de las ramas.
  
  —Treinta y tres centímetros del suelo y tracción en las cuatro ruedas —dije.
  
  —¿También flota? —preguntó Beth.
  
  —Quizá lo averigüemos hoy.
  
  Avancé por los estrechos caminos junto al mar, por encima de ramas y desechos marinos, hasta encontrarme con un árbol caído que bloqueaba el acceso a la carretera.
  
  —No había salido al campo durante un huracán desde que era niño —dije.
  
  —Esto no es un huracán, John —aclaró Beth.
  
  —A mí me lo parece —respondí mientras conducía por el jardín de una casa para rodear el enorme árbol derribado por el viento.
  
  —El viento debe alcanzar una velocidad de sesenta y cinco nudos para ser un huracán. Ahora es una tormenta tropical.
  
  Beth conectó la radio y sintonizó una emisora de noticias permanentes, donde, como era de suponer, hablaban de Jasper. El locutor decía: «… se dirige hacia el noreste, con vientos de hasta sesenta nudos, que equivalen a unos ciento veinte kilómetros por hora para los acostumbrados a medidas terrestres. Avanza a unos veinticuatro kilómetros por hora y, si no cambia de rumbo, alcanzará la costa meridional de Long Island aproximadamente a las ocho de la tarde. Se ha advertido del peligro para la navegación de pequeños barcos en el océano y en el canal. Se aconseja a los viajeros que permanezcan en sus casas…». Apagué la radio.
  
  —Alarmista.
  
  —Mi casa está bastante lejos de la costa —dijo Beth—, tal vez quieras pasarte por allí más tarde. Se encuentra a menos de dos horas de Manhattan, en coche o en tren, y podrías marcharte cuando haya pasado lo peor de la tormenta.
  
  —Gracias.
  
  Circulamos un rato en silencio, hasta llegar por fin a la carretera principal, donde no había escombros pero estaba inundada. El tráfico era escaso y casi todos los negocios junto a la carretera estaban cerrados e incluso algunos tapiados. Vi un puesto de verduras derrumbado y un poste que, al caer, había arrastrado los cables eléctricos y telefónicos.
  
  —No creo que esto sea bueno para las uvas —dije.
  
  —Esto no es bueno para nada —respondió Beth.
  
  No habían transcurrido todavía veinte minutos cuando entré en el aparcamiento de grava de los viñedos Tobin. No había ningún coche aparcado y vi un letrero que decía «Cerrado».
  
  Cuando miré hacia la torre, comprobé que no se veía ninguna luz encendida por las ventanas, a pesar de que el cielo estaba casi negro.
  
  A ambos lados del aparcamiento había viñedos y las cepas estacadas estaban recibiendo un duro castigo. Si la tormenta empeoraba, con toda probabilidad iba a arrasar la cosecha. Recordé la breve disertación de Tobin sobre la influencia moderadora del clima marítimo, siempre y cuando no azotara un huracán.
  
  —Jasper.
  
  —Así es como se llama.
  
  Beth miró a su alrededor.
  
  —Creo que no está aquí —dijo—. No veo ningún coche y el lugar está a oscuras. Probemos en su casa.
  
  —Pasemos antes por la oficina.
  
  —John, está cerrado.
  
  —Cerrado es un término relativo.
  
  —No, no lo es.
  
  Conduje hacia la bodega, giré a la derecha y salí del aparcamiento a una zona de césped, entre la bodega y los viñedos. Me dirigí a la parte trasera del edificio, donde había varios camiones aparcados entre montones de botas vacías.
  
  —¿Qué haces? —preguntó Beth.
  
  —Comprueba si está abierta —dije después de acercarme a la puerta trasera de la torre.
  
  Beth me miró e intentó decir algo.
  
  —Limítate a comprobar si está abierta. Haz lo que te digo.
  
  Se apeó del Jeep, corrió hacia la puerta y tiró del pomo. Me miró, movió la cabeza negativamente y empezó a regresar al vehículo. Aceleré, embestí la puerta y ésta se abrió de par en par. Paré el motor y bajé del vehículo. Agarré a Beth del brazo y entramos corriendo por la puerta abierta de la torre.
  
  —¿Estás loco?
  
  —Hay una buena vista desde arriba.
  
  Sabía que la puerta del ascensor se cerraba con llave y me dirigí a la escalera. Beth me agarró del brazo y me obligó a detenerme.
  
  —¡Alto! Esto es un allanamiento de morada, por no mencionar la violación de los derechos civiles…
  
  —Estamos en un edificio público.
  
  —¡Está cerrado!
  
  —Yo me encontré la puerta forzada.
  
  —John…
  
  —Vuelve al Jeep. Yo me ocuparé de esto.
  
  Intercambiamos miradas, Beth parecía decirme: «Sé que estás furioso, pero no lo hagas». Le di la espalda y empecé a subir solo por la escalera. En cada piso probé la puerta de las oficinas, pero estaban todas cerradas con llave.
  
  En el rellano del segundo piso oí pasos a mi espalda, desenfundé mi treinta y ocho, esperé junto a la pared y vi a Beth que subía por la escalera. Me miró.
  
  —Soy yo quien comete el delito —dije—. No necesito ningún cómplice.
  
  —La puerta estaba forzada —respondió Beth—. Estamos investigando.
  
  —Es lo que yo había dicho.
  
  Seguimos por la escalera.
  
  En el tercer piso, donde se encontraban los despachos directivos, la puerta también estaba cerrada con llave. Eso no significaba que no hubiera nadie en el edificio, aquellas salidas de incendios estaban cerradas, pero podían abrirse desde el otro lado. Golpeé repetidamente la puerta de acero.
  
  —John, creo que no hay nadie —dijo Beth.
  
  —Eso espero.
  
  Corrí hasta el cuarto piso y ella me siguió. Probé la puerta, pero también estaba cerrada.
  
  —¿Es éste su apartamento? —preguntó Beth.
  
  —Sí.
  
  En una caja de cristal en la pared se encontraban el hacha y el extintor obligatorios. Agarré el extintor, rompí el cristal y cogí el hacha. El ruido del cristal retumbó por toda la escalera.
  
  —¿Qué estás haciendo? —exclamó Beth casi a gritos.
  
  La empujé hacia atrás, di un hachazo al pomo de la puerta, que se desprendió inmediatamente, pero ésta permanecía cerrada. Con unos cuantos hachazos se rompió el cerrojo y se abrió la puerta.
  
  Respiré profundamente varias veces. Tenía una extraña sensación en el pulmón, como si se hubiera abierto algo que había tardado mucho en cerrarse.
  
  —John, escúchame…
  
  —Silencio. Atenta por si oyes pasos.
  
  Saqué mi arma de debajo del poncho y ella hizo lo mismo. Permanecimos inmóviles y nos asomamos a la puerta que acababa de abrir. Un biombo de seda japonés, que ocultaba la puerta de acero de los delicados ojos del señor Tobin, me impedía ver el interior del apartamento. Estaba oscuro y silencioso.
  
  Llevaba todavía el hacha en mi mano izquierda, la arrojé contra el biombo de seda, que cayó al suelo, y vimos un gran espacio, utilizado como sala de estar y comedor.
  
  —No podemos entrar ahí —susurró Beth.
  
  —Debemos hacerlo. Alguien ha derribado la puerta. Hay ladrones en algún lugar.
  
  El ruido que habíamos hecho hasta ahora bastaba para atraer a cualquiera de las inmediaciones, pero no se oía nada. Supuse que la puerta trasera estaba conectada a alguna alarma, pero, seguramente, docenas de alarmas habían sonado en las diversas centrales de seguridad, debido a la tormenta, por toda la zona norte de Long Island. En todo caso, podíamos ocuparnos de la policía si se presentaba; en realidad, nosotros éramos policías.
  
  Avancé por la sala de estar, desplazando el arma que sujetaba con ambas manos en un arco desde la izquierda hasta el centro. Beth hacía lo mismo de la derecha al centro.
  
  —John, esto no es una buena idea. Debes tranquilizarte. Sé que estás alterado y no te lo reprocho, pero no puedes hacer esto. Vamos a salir de aquí y…
  
  —Silencio —dije—. ¡Señor Tobin! ¿Está usted en casa? Tiene visita.
  
  Nadie respondió. Avancé hacia el interior de la sala de estar, iluminada sólo por el oscuro firmamento, tras las grandes ventanas en arco, y la luz que se filtraba por dos enormes claraboyas en el techo, a cuatro metros de altura. Beth me seguía lentamente.
  
  Era un lugar previsiblemente tranquilo, con la pared redondeada de la sala semicircular que daba al norte. La otra mitad de la torre, que daba al sur, estaba dividida en una cocina abierta, que alcanzaba a ver, y un dormitorio que ocupaba el cuarto suroeste del círculo. La puerta de la habitación estaba abierta y miré en su interior. Llegué a la conclusión de que estábamos solos, o si Tobin se encontraba allí, estaba muerto de miedo y se había ocultado bajo la cama o en un armario.
  
  Miré a mi alrededor en la sala de estar. A la luz grisácea alcanzaba a ver que la moderna decoración era escasa y ligera, en consonancia con el ambiente del apartamento. De las paredes colgaban acuarelas con paisajes locales que reconocí: el faro de Plum Island, el faro de Horton Point, algunas marinas, unos pocos edificios antiguos de tablas de madera e incluso la posada del general Wayne.
  
  —Bonito lugar —dije.
  
  —Sí, muy bonito —respondió Beth.
  
  —Aquí a uno le puede ir bien con las mujeres.
  
  La señorita Penrose no respondió.
  
  Me acerqué a una de las ventanas que daba al norte y contemplé la tormenta que arreciaba en el exterior. Vi que algunas cepas estaban en el suelo e imaginé que las uvas que no habían sido todavía vendimiadas se habían estropeado y serían arrastradas por el viento.
  
  —Aquí no hay ningún ladrón —dijo Beth, fiel a mi guión—. Deberíamos marcharnos y denunciar que hemos encontrado pruebas de un allanamiento de morada.
  
  —Buena idea. Pero antes me aseguraré de que los delincuentes hayan huido —respondí mientras le entregaba las llaves del coche—. Espérame en el Jeep. Tardaré sólo un momento.
  
  —Llevaré el coche al aparcamiento —dijo Beth después de titubear—. Esperaré quince minutos. Eso es todo.
  
  —De acuerdo.
  
  Le di la espalda y entré en el dormitorio, un poco más lujoso y acogedor que el resto del piso, donde el regalo de Dios a las mujeres servía el champán. En realidad, había un cubo para el champán junto a la cama. Mentiría si dijera que no imaginé a Emma en la cama con el Señor de las Uvas. Pero eso ya no importaba. Ella estaba muerta y él no tardaría en estarlo.
  
  A la izquierda, había un gran cuarto de baño con una ducha de múltiples chorros, una bañera de hidromasaje, un bidet y todo lo demás. Sí, Fredric Tobin había disfrutado de una buena vida, hasta que empezó a gastar más de lo que ganaba. Se me ocurrió que aquella tormenta lo habría aniquilado, sin una transfusión de oro.
  
  Había un escritorio en la habitación y lo registré de cabo a rabo, pero no encontré nada útil ni que lo incriminara.
  
  Tardé unos diez minutos en ponerlo todo patas arriba. De nuevo en la sala de estar, encontré un armario cerrado con llave y lo abrí de un hachazo, pero sólo parecía contener un servicio de plata de ley, algunos manteles, copas de cristal, un refrigerador de vino con puerta de cristal, un humidificador de cigarros y otros artículos propios de la buena vida, incluida una gran colección de vídeos pornográficos.
  
  Lo destrocé todo, incluido el refrigerador de vino, pero tampoco encontré nada útil.
  
  Paseé por la sala con el hacha en la mano, en busca de cualquier cosa, pero también desahogando un poco mi frustración.
  
  En unos estantes de la pared había lo que denominan una cadena, con un televisor, un vídeo, un reproductor de discos compactos, etcétera, además de varios estantes con libros. También lo examiné todo, sacudiendo los libros uno por uno y arrojándolos luego al suelo.
  
  Entonces, algo me llamó la atención. En un marco dorado, del tamaño aproximado de un libro, había un viejo pergamino. Lo acerqué a la tenue luz de la ventana. Era un mapa borroso dibujado a pluma con una escritura en la parte inferior. Lo llevé a la cocina y lo puse sobre la mesa, cerca de una de esas luces de emergencia que producen un tenue resplandor. Vi de qué se trataba: un sector de la costa con una pequeña ensenada. La escritura era realmente difícil y deseé que Emma estuviera conmigo para ayudarme.
  
  Al principio creí que podría tratarse de un fragmento de la costa de Plum Island, pero en la isla no había ensenadas, salvo donde estaba el puerto, que tenía un aspecto muy diferente a lo que veía en el mapa.
  
  Luego pensé que podía ser una ilustración de la ensenada de Mattituck, donde se encontraban los árboles del capitán Kidd, pero guardaba un escaso parecido, o ninguno, con la cala que había visto en mi mapa de carreteras y en persona. Había una tercera posibilidad, que fueran los promontorios o arrecifes, pero una vez más, no observé semejanza alguna con aquel sector de la costa, que era muy recto, mientras que el del mapa era curvado y tenía una ensenada.
  
  Por fin decidí que no tenía ningún sentido, salvo el de tratarse de un viejo pergamino que Tobin había querido enmarcar con fines decorativos. ¿Asunto resuelto? No. Lo seguí observando e intentaba descifrar la borrosa escritura, hasta que por fin distinguí dos palabras: Founders Landing.
  
  Ahora que me había orientado, vi que era efectivamente un mapa de medio kilómetro de costa aproximadamente, que incluía Founders Landing, una ensenada anónima y lo que actualmente era la propiedad de Fredric Tobin.
  
  La escritura de la parte inferior eran evidentemente instrucciones, entre las que había números, y distinguí la palabra roble.
  
  Oí un ruido en la sala de estar y desenfundé mi arma.
  
  —¿John? —dijo Beth.
  
  —Estoy aquí.
  
  Beth entró en la cocina.
  
  —¿No pensabas marcharte? —pregunté.
  
  —Ha venido la policía de Southold en respuesta a la llamada de un vigilante. Les he dicho que estaba todo bajo control.
  
  —Gracias.
  
  —Está todo destrozado —dijo después de mirar la sala de estar.
  
  —Huracán John.
  
  —¿Te sientes mejor?
  
  —No.
  
  —¿Qué tienes ahí?
  
  —El mapa de un tesoro. Estaba a la vista, en este marco dorado.
  
  —¿Plum Island? —preguntó mientras lo examinaba.
  
  —No. El mapa de Plum Island o lo que les condujera al tesoro fue destruido hace mucho tiempo. Éste es un mapa de Founders Landing y de lo que actualmente es la finca de Tobin.
  
  —¿Y bien?
  
  —Estoy seguro de que es una falsificación. Durante mis estudios de archivero he aprendido que se puede comprar auténtico pergamino en blanco, de cualquier época determinada de los últimos siglos. Luego existen expertos en la ciudad que mezclan un poco de carbón con aceite o lo que sea y escriben lo que se les pida.
  
  —De modo que Tobin encargó este mapa, donde se indica que hay un tesoro enterrado en su propiedad —asintió Beth.
  
  —Efectivamente. Y si te fijas, verás que lo escrito parecen instrucciones. Y si prestas aún más atención… ¿Ves esa cruz?
  
  Levantó el pergamino para examinarlo.
  
  —Sí, la veo. No tenía ninguna intención de que los Gordon enterraran el tesoro en el promontorio.
  
  —No. Pretendía que le entregaran el tesoro, matarlos y luego enterrarlo en su propiedad.
  
  —¿Entonces el tesoro está enterrado ahora en la finca de Tobin?
  
  —Vamos a averiguarlo.
  
  —¿Otro allanamiento de morada?
  
  —Peor. Si lo encuentro en casa, voy a romperle ambas piernas con esta hacha y luego advertirle que lo lastimaré realmente si no habla. ¿Quieres que te deje en algún sitio?
  
  —Iré contigo. Necesitas que alguien te cuide y yo debo buscar el medallón de mi abuela en el jardín.
  
  Guardé el pergamino en mi camisa, bajo el poncho, y agarré el hacha. De camino a la escalera, arrojé una lámpara de mesa contra una de las altas ventanas en arco. Entró una ráfaga de viento por el cristal roto, que hizo volar las revistas de la mesilla.
  
  —¿Ha alcanzado ya los sesenta y cinco nudos?
  
  —Poco le falta.
  
  
  
  
  
  Capítulo 32
  
  
  
  
  El desplazamiento de los viñedos Tobin a Founders Landing, habitualmente en veinte minutos, duró una hora a causa de la tormenta. Las carreteras estaban cubiertas de ramas y la lluvia era tan intensa sobre el parabrisas que me vi obligado a avanzar con mucha lentitud y con las luces encendidas, a pesar de que eran sólo las cinco de la tarde. De vez en cuando, una ráfaga de viento alteraba la dirección del Jeep.
  
  Beth encendió la radio y el locutor decía que la tormenta no había alcanzado todavía la categoría de huracán, pero poco le faltaba. Jasper seguía desplazándose hacia el norte a veinticuatro kilómetros por hora y el extremo de la tormenta, que absorbía humedad y fuerza en el Atlántico, se encontraba a unos cien kilómetros de la costa de Long Island.
  
  —Esos individuos intentan asustar a todo el mundo —comenté.
  
  —Mi padre me contó que el huracán de setiembre de 1.938 asoló por completo grandes zonas de Long Island.
  
  —Mi padre también me habló de ese huracán. Los viejos suelen exagerar.
  
  —Si Tobin está en casa —dijo Beth, cambiando de tema— me ocuparé yo de la situación.
  
  —Bien.
  
  —Lo digo en serio. Se hará a mi manera, John. No haremos nada que comprometa el caso.
  
  —Ya lo hemos hecho. Y no te preocupes por perfeccionar el caso.
  
  No respondió. Intenté llamar a mi contestador automático, pero no se estableció conexión.
  
  —Se ha cortado la electricidad en mi casa —dije.
  
  —Probablemente a estas alturas se ha cortado en todas partes.
  
  —Esto es tremendo. Creo que me gustan los huracanes.
  
  —Tormenta tropical.
  
  —Sí. Eso también.
  
  Se me ocurrió que no regresaría a Manhattan aquella noche, así que, al no asistir a mi cita obligatoria, tendría graves problemas en mi trabajo. Me di cuenta de que no me importaba.
  
  Pensé de nuevo en Emma y se me ocurrió que si no hubiera muerto, mi vida habría sido más feliz. A pesar de todas mis divagaciones sobre la vida en la ciudad o en el campo, en realidad había imaginado mi futuro, aquí, con Emma Whitestone, dedicándome a pescar, nadar, coleccionar orinales o lo que la gente haga en este lugar. También se me ocurrió que ahora todos mis vínculos con el norte de Long Island se habían acabado: mi tía June estaba muerta, mi tío Harry vendía la casa, Max y yo nunca repararíamos la relación que en otro momento habíamos tenido, los Gordon estaban muertos y ahora Emma también había fallecido. Además, las perspectivas tampoco parecían demasiado halagüeñas en Manhattan. Miré fugazmente a Beth Penrose.
  
  Percibió mi mirada y volvió la cabeza hacia mí.
  
  —El cielo es muy hermoso después de la tormenta.
  
  —Gracias —asentí.
  
  En la zona de Founders Landing había muchos árboles viejos y, lamentablemente, habían caído muchas ramas a la carretera y los jardines. Tardamos otros quince minutos en sortear los obstáculos y llegar a la finca de Tobin.
  
  La puerta de hierro forjado estaba cerrada y Beth dijo que se apearía para comprobar si estaba cerrada con llave, pero para ganar tiempo la embestí.
  
  —¿Por qué no intentas rebajar tu nivel de adrenalina? —preguntó Beth.
  
  —Lo intento.
  
  Cuando avanzábamos por el largo camino que conducía a la casa, vi que el jardín, donde recientemente se había celebrado la fiesta, estaba cubierto de ramas caídas, cubos de basura, muebles de jardín y toda clase de desechos.
  
  El mar, al fondo del jardín, estaba muy revuelto y sus enormes olas saltaban por encima de la playa rocosa hasta el mismo césped. El embarcadero de Tobin resistía, pero faltaban muchas labias del cobertizo.
  
  —Es curioso —dije.
  
  —¿Qué?
  
  —El Chris Craft ha desaparecido.
  
  —Debe de estar en dique seco en algún lugar —respondió Beth—. Nadie saldría a navegar en estas condiciones.
  
  —Tienes razón.
  
  No vi ningún coche frente a la casa, que estaba completamente a oscuras. Me dirigí al doble garaje, que estaba en otro edificio, junto a la parte posterior de la casa. Giré a la derecha y embestí con el Jeep la puerta del garaje, que se desmoronó en secciones. Al mirar por el parabrisas vi frente a mí el Porsche blanco, con parte de la puerta del garaje sobre él, y un Ford Bronco al lado.
  
  —¡Dos coches! —exclamé— puede que ese hijo de puta esté en casa.
  
  —Déjame a mí —dijo Beth.
  
  —Por supuesto.
  
  Retrocedí con el Jeep, me dirigí a la parte posterior de la casa, crucé el césped y paré en el jardín, entre sillas y mesas desparramadas.
  
  Me apeé con el hacha en la mano y Beth llamó a la puerta. Esperamos bajo la marquesina, pero nadie contestaba y la abrí de un hachazo.
  
  —¡John! —exclamó Beth—, por el amor de Dios, tranquilízate.
  
  Entramos en la cocina. No había electricidad y estaba oscura y silenciosa.
  
  —Vigila esa puerta —dije.
  
  Me dirigí al centro del vestíbulo y llamé por la escalera.
  
  —¡Señor Tobin! ¿Estás en casa, Fredric? ¡Eh, amigo!
  
  Voy a rebanarte el pescuezo.
  
  Nadie respondió.
  
  Oí un ruido en el suelo del primer piso, dejé el hacha, desenfundé mi treinta y ocho, y subí los peldaños de cuatro en cuatro. Corrí por el pasillo hacia donde había oído el crujido.
  
  —¡Manos arriba! ¡Policía! ¡Policía! —exclamé.
  
  Oí ruido en uno de los dormitorios e irrumpí en el cuarto cuando se cerraba la puerta del armario. La abrí y una mujer empezó a chillar. Y chillar. Tenía unos cincuenta años y era probablemente el ama de llaves.
  
  —¿Dónde está el señor Tobin? —pregunté.
  
  Se cubrió la cara con las manos.
  
  —¿Dónde está el señor Tobin?
  
  Beth llegó en ese momento al dormitorio, pasó junto a mí y cogió a la mujer del brazo.
  
  —No pasa nada. Somos policías.
  
  Sacó a la mujer del armario y la sentó sobre la cama.
  
  Después de un minuto de charla amigable, supimos que la mujer se llamaba Eva, que su inglés era precario y que el señor Tobin no estaba en casa.
  
  —Sus coches están en el garaje —dijo Beth.
  
  —Llegó y se fue.
  
  —¿Adónde se fue? —preguntó Beth.
  
  —Cogió el barco.
  
  —¿El barco?
  
  —Sí.
  
  —¿Cuándo? ¿Cuánto tiempo hace?
  
  —No mucho —respondió la mujer.
  
  —¿Está segura? —preguntó Beth.
  
  —Sí. Lo he visto —contestó señalando la ventana—. El barco ha salido hacia allá.
  
  —¿Iba solo?
  
  —Sí.
  
  —Acérquese a la ventana —le dije.
  
  Lo hizo y me situé junto a ella.
  
  —El barco, ¿en qué dirección se ha ido? ¿Hacia dónde? —pregunté mientras señalaba con las manos.
  
  —Esa dirección —respondió Eva, indicando hacia la izquierda.
  
  Contemplé la bahía. El Chris Craft Autumn Gold se había dirigido al este desde el cobertizo, pero no se veía nada en el mar salvo las olas.
  
  —¿Por qué ha salido en el barco? —preguntó Beth.
  
  —Tal vez para deshacerse del arma asesina —contesté.
  
  —Creo que pudo haber elegido un día mejor —comentó Beth y se dirigió de nuevo a Eva—: ¿Cuándo se ha marchado?, ¿hace diez minutos?, ¿veinte?
  
  —Tal vez diez. Puede que más.
  
  —¿Adónde iba?
  
  —Ha dicho que regresaría por la noche —respondió Eva después de encogerse de hombros—. Me ha dicho que me quedara aquí, que no tuviera miedo, pero estoy asustada.
  
  —No es más que una tormenta tropical —le expliqué.
  
  Beth cogió a Eva de la mano, salieron del dormitorio y se dirigieron a la cocina en la planta baja. Las seguí.
  
  —Debe permanecer en la planta baja —dijo Beth—. No se acerque a las ventanas. ¿De acuerdo?
  
  Eva asintió.
  
  —Busque velas, fósforos y una linterna —prosiguió Beth—. Si tiene miedo, vaya al sótano. ¿Comprendido?
  
  Eva asintió de nuevo y se dirigió a uno de los armarios en busca de velas.
  
  —¿Adónde va con este tiempo? —preguntó Beth después de reflexionar unos instantes.
  
  —Debería estar en los viñedos, haciendo lo que pudiera por proteger su propiedad. Pero no ha ido a la bodega en barco —respondí—. ¿Le ha visto caminar hasta el barco? —añadí, dirigiéndome a Eva—. ¿Me comprende?
  
  —Sí. He visto cómo iba al barco.
  
  —¿Llevaba algo consigo? —pregunté mientras gesticulaba—, ¿en las manos?
  
  —Sí.
  
  —¿Qué?
  
  Optó por enmudecer.
  
  —¿Qué llevaba? —preguntó Beth.
  
  —Arma.
  
  —¿Arma?
  
  —Sí. Gran arma, arma larga.
  
  —¿Un rifle? —preguntó Beth, gesticulando como si apuntara con una escopeta.
  
  —Sí, rifle —respondió Eva mientras levantaba dos dedos—. Dos.
  
  Beth y yo nos miramos.
  
  —Y para excavar —agregó Eva, haciendo gestos como si cavara—. Excavar.
  
  —¿Una pala?
  
  —Sí, una pala. Del garaje.
  
  —¿Y una caja? —pregunté después de reflexionar unos instantes—. ¿Fardo? ¿Bolsa? ¿Caja?
  
  Eva se encogió de hombros.
  
  —¿Qué opinas? —preguntó Beth.
  
  —De lo que estoy seguro es de que Fredric Tobin no ha salido de pesca con dos rifles y una pala. Las llaves, ¿dónde están las llaves? —le pregunté a Eva.
  
  Nos condujo hasta el teléfono de pared, junto al que había un cuadro de llaves. Tobin, que era un maniático de la pulcritud, había puesto etiquetas en todas las llaves. Vi que las del Chris Craft habían desaparecido, pero las del Fórmula seguían ahí.
  
  —Abajo, en el sótano —dijo Eva mientras yo pensaba en mi siguiente estropicio.
  
  Ambos la miramos. Señalaba una puerta al fondo de la cocina.
  
  —Fue abajo. Algo abajo.
  
  Beth y yo nos interrogamos mutuamente con la mirada.
  
  Evidentemente, el señor Tobin no era el Mejor Amo del Año y Eva estaba encantada de aprovechar la oportunidad para dejarlo en evidencia, a pesar de que se apreciaba el miedo en sus ojos y comprendí que no se debía sólo al huracán. Estaba convencido de que Tobin la habría asesinado, de no haber sido por la inconveniencia de tener un cadáver en la finca.
  
  Me acerqué a la puerta y agarré el pomo, pero estaba cerrada con llave. Levanté el hacha, dispuesto a resolver el problema.
  
  —¡Espera! —exclamó Beth—. Necesitamos una causa probable para hacer eso.
  
  —¿Nos concede su permiso para registrar la casa? —le pregunté a Eva.
  
  —¿Disculpe?
  
  —Gracias.
  
  La puerta se abrió de un hachazo, que astilló la madera. Tras ella había una estrecha y oscura escalera que conducía al sótano. Miré a Beth.
  
  —Puedes marcharte cuando lo desees —dije.
  
  La señora legalista pareció experimentar una revelación, la certeza de que estábamos ya tan comprometidos que no teníamos por qué no quebrantar cualquier ley que hubiéramos olvidado. Recibió la linterna de Eva y me la entregó.
  
  —Tú primero, héroe. Yo te cubriré.
  
  —De acuerdo.
  
  Empecé a descender, con la linterna en una mano y el hacha en la otra. Beth desenfundó su nueve milímetros y me siguió.
  
  Hacía mucho frío en el sótano, que apenas tenía dos metros de altura. Los cimientos y el suelo eran de piedra. A primera vista, no parecía haber gran cosa; era demasiado húmedo como almacén y excesivamente lúgubre y siniestro incluso para la colada. Sólo parecía contener un fogón y una caldera. No comprendí a qué podía referirse Eva.
  
  Entonces, la luz de la linterna iluminó un largo muro de ladrillo al fondo del sótano y nos acercamos.
  
  El muro de ladrillo, de construcción más reciente que los antiguos cimientos de piedra, era esencialmente un tabique que dividía el sótano en dos mitades y que llegaba hasta las viejas vigas de roble.
  
  Exactamente en el centro había una hermosa puerta de roble labrado. La linterna iluminó una placa de bronce sobre la puerta, en la que se leía: «Bodega privada de Su Excelencia». Puesto que Su Excelencia carecía de sentido del humor, supuse que se trataba de un obsequio de algún admirador o incluso, posiblemente, de Emma.
  
  —¿Crees que deberíamos entrar? —susurró Beth.
  
  —Sólo si la puerta no está cerrada con llave. Normas de registro y confiscación —respondí antes de entregarle la linterna, intentar girar el pomo de latón, comprobar que estaba cerrada con llave y ver el agujero de la cerradura encima del pomo—. Está sólo atascada —añadí.
  
  Levanté el hacha, golpeé la cerradura y la madera se astilló, pero la puerta resistió. Después de otros cuantos hachazos se abrió de par en par.
  
  Beth apagó la linterna en el momento en que se abrió la puerta y nos encontramos de espaldas al muro, uno a cada lado de la misma, con las pistolas en la mano.
  
  —¡Policía! ¡Salga con las manos en alto! —ordené.
  
  Nadie respondió.
  
  Arrojé el hacha por la puerta abierta y cayó al suelo con un ruido metálico, pero nadie disparó.
  
  —Entra tú primero —dije—. A mí ya me han disparado este año.
  
  —Gracias —respondió antes de agacharse—. Voy a la derecha.
  
  Entró rápidamente por la puerta, la seguí y me situé a la izquierda. Permanecimos agachados e inmóviles, con las pistolas levantadas.
  
  No alcanzaba a ver nada, pero sentía que la sala estaba más fría y tal vez más seca que el resto del sótano.
  
  —¡Policía! —exclamé—. ¡Levante las manos!
  
  Después de otro medio minuto, Beth encendió la linterna. El rayo se desplazó por la sala e iluminó una hilera de estanterías repletas de botellas de vino. Movió la luz a nuestro alrededor. En el centro de la sala había una mesa con dos candelabros, varias velas y una caja de fósforos. Encendí unas diez velas, que llenaron el ambiente de luz parpadeante.
  
  Había estanterías por todas partes, como era de esperar en una bodega. También había varios montones de cajas de vino, de madera y de cartón, unas abiertas y otras cerradas, así como media docena de barriles en sus correspondientes peanas. Vi serpentines de refrigeración en las paredes, con protecciones de plástico. El techo parecía de cedro y la piedra rugosa del suelo estaba cubierta de baldosas.
  
  —Yo guardo mis dos botellas de vino en el armario de la cocina —dije.
  
  Beth cogió la linterna y examinó algunas de las botellas polvorientas de los estantes.
  
  —Esto son vinos franceses añejos —declaró.
  
  —Probablemente guarda el suyo en el garaje —respondí.
  
  Beth iluminó el muro de piedra, donde había amontonadas varias docenas de cajas de cartón.
  
  —Aquí hay algo de vino suyo —dijo Beth—. Y los barriles también llevan sus etiquetas.
  
  Miramos un rato a nuestro alrededor y vimos un aparador con copas, sacacorchos, servilletas, etcétera. Vimos también varios termómetros y todos marcaban dieciséis grados centígrados.
  
  —¿Qué intentaba decirnos Eva? —pregunté por fin.
  
  Miré a Beth a la luz de las velas y se encogió de hombros.
  
  —Tal vez deberíamos examinar esas cajas —respondió.
  
  —Puede que tengas razón.
  
  Empezamos a mover las cajas de madera y de cartón. Abrimos un par de ellas, pero sólo contenían botellas de vino.
  
  —¿Qué buscamos? —preguntó Beth.
  
  —No lo sé, pero vino no.
  
  En un rincón, donde se unían los dos muros de piedra, había un montón de cajas de vino de los viñedos Tobin, todas ellas con la etiqueta «Autumn Gold». Me acerqué y empecé a arrojarlas a un pasillo entre dos hileras de estanterías. El ruido de cristales rotos y el olor a vino impregnaban la sala.
  
  —No tienes por qué estropear un buen vino —dijo Beth—. Tranquilízate. Pásame las cajas.
  
  —Quítate de en medio —respondí sin hacerle caso.
  
  Después de arrojar las últimas cajas, allí, en el rincón, había algo que no era vino. En realidad, era una nevera portátil de aluminio, que contemplé a la luz de las velas.
  
  Beth se me acercó con la linterna e iluminó la caja de aluminio.
  
  —¿Es ésa la caja de la que hablabas?, ¿la nevera portátil del barco de los Gordon?
  
  —Realmente lo parece. Pero es una caja bastante común y a no ser que tenga huellas dactilares, lo que dudo, nunca lo sabremos con seguridad. Sospecho que ésta es la caja que todo el mundo creía que contenía ántrax refrigerado.
  
  —Todavía es posible que lo tenga —dijo Beth—. No estoy completamente convencida de esa historia del tesoro pirata.
  
  —Espero que los técnicos detecten alguna huella dactilar en esa superficie de aluminio rugoso —respondí y di media vuelta para retirarme.
  
  —Espera. ¿No vas a…? Quiero decir…
  
  —¿Abrirla? ¿Estás loca? ¿Manipular las pruebas? Ni siquiera deberíamos estar aquí. No tenemos orden de…
  
  —¡Déjate de tonterías!
  
  —¿Cómo?
  
  —Abre esa maldita caja. O, mejor dicho, yo la abriré. Toma esto —dijo mientras me ofrecía la linterna. La cogí y me agaché entre dos cajas de vino—. Dame un pañuelo o algo por el estilo.
  
  Le entregué mi pañuelo y, con él en la mano, Beth abrió el cerrojo y levantó la tapa.
  
  Mantuve la linterna enfocando la caja. Supongo que esperábamos encontrarnos con oro y joyas, pero antes de que la tapa estuviera completamente abierta, lo que vimos fue una calavera humana que nos miraba. Beth se sobresaltó, retrocedió y se cerró la tapa. A varios pasos de la caja, recuperó el aliento, señaló la caja y se quedó momentáneamente sin habla.
  
  —¿Has visto eso? —preguntó por fin.
  
  —Sí. Está muerto —respondí.
  
  —¿Cómo…? ¿Por qué…?
  
  —Pañuelo —dije después de agacharme junto a la caja.
  
  Me lo entregó y levanté la tapa. El haz luminoso de la linterna se desplazó por el interior de la caja de aluminio y comprobé que la calavera descansaba sobre otros huesos. Había una moneda de cobre cubierta de cardenillo en cada cuenca de los ojos de la calavera.
  
  Beth se agachó junto a mí y apoyó una mano en mi hombro, para mantener el equilibrio o para sentirse más segura.
  
  —Es parte de un esqueleto humano —dijo después de recuperar el control de sí misma—. Un niño.
  
  —No, un adulto de poca estatura. Las personas eran más pequeñas en aquella época. ¿Has visto alguna vez una cama del siglo XVII? Una vez dormí en una.
  
  —Dios mío… ¿Qué hace ahí ese esqueleto…? ¿Qué más hay en la caja…?
  
  Introduje la mano, agarré algo desagradable al tacto y lo levanté a la luz de la linterna.
  
  —Madera podrida.
  
  Ahora alcanzaba a ver que debajo de los huesos había varios trozos de madera podrida y, al mirar más detenidamente, descubrí piezas de latón cubiertas de cardenillo, algunos clavos de hierro oxidado y un fragmento de tela raída.
  
  Los huesos no eran blancos, sino de un castaño rojizo, y me percaté de que estaban impregnados de tierra y arcilla, lo que indicaba que no habían sido enterrados en un ataúd y que habían permanecido mucho tiempo bajo tierra.
  
  Después de hurgar en la caja encontré un candado de hierro oxidado y cuatro monedas de oro, que le entregué a Beth.
  
  Me puse de pie y me limpié la mano con el pañuelo.
  
  —El tesoro del capitán Kidd.
  
  —¿Esto? —preguntó Beth, mirando las cuatro monedas de oro en su mano.
  
  —Parte de él. Lo que vemos aquí es parte de un baúl de madera, a mi juicio fragmentos de la tapa, que ha sido forzada. El baúl estaba envuelto en esa lona o hule podrido, para protegerlo del agua durante un año aproximadamente, pero no a lo largo de trescientos años.
  
  —¿Quién es ése? —preguntó Beth, señalando la calavera.
  
  —Supongo que es el guardián del tesoro. A veces asesinaban a un condenado, un indígena, un esclavo o un desgraciado y lo arrojaban sobre el baúl. En aquella época se creía que el fantasma del muerto permanecía inquieto y ahuyentaba a quien intentara excavar su tumba.
  
  —¿Cómo lo sabes?
  
  —Lo he leído en un libro. Y para los que no eran supersticiosos y hubieran visto que allí se enterraba algo o advirtieran la tierra removida, si cavaban, se encontraban con un cadáver y podían suponer que se trataba sólo de una tumba. Muy astuto, ¿no te parece?
  
  —Supongo. Yo no seguiría excavando.
  
  Permanecimos un rato en la bodega, sumidos en nuestros pensamientos. El contenido de la caja de aluminio no desprendía un olor particularmente agradable y me agaché para cerrar la tapa.
  
  —Supongo que todo esto iba a aparecer en algún lugar, cualquier día, junto con el oro y las joyas —dije.
  
  —¿Pero dónde está el tesoro? —preguntó de nuevo Beth mientras observaba las monedas de oro en su mano.
  
  —Si los esqueletos pudieran hablar, estoy seguro de que nos lo dirían.
  
  —¿Por qué tiene monedas en los ojos?
  
  —Está relacionado con alguna superstición.
  
  —Tenías razón —dijo Beth después de mirarme—. Te felicito por tu excelente trabajo de investigación.
  
  —Gracias —respondí—. Vamos a tomar un poco de aire fresco.
  
  
  
  
  
  Capítulo 33
  
  
  
  
  Cuando subimos a la cocina, comprobamos que Eva había desaparecido.
  
  —Puede que aquí tenga lo suficiente para conseguir una orden de registro —dijo Beth.
  
  —No —respondí—. Lo que hemos encontrado aquí no está relacionado de ningún modo con los asesinatos, salvo de modo circunstancial. No olvides que han muerto tres testigos potenciales.
  
  —De acuerdo… pero aquí hay restos humanos —dijo Beth—. Para empezar ya es algo.
  
  —Cierto; justifica una llamada telefónica. Pero no menciones que los huesos pueden tener trescientos años.
  
  Beth levantó el auricular del teléfono de pared.
  
  —No hay línea —dijo.
  
  —Prueba mi móvil —respondí mientras le entregaba las llaves del coche.
  
  Salió por la puerta trasera, subió al Jeep, marcó un número y vi que hablaba con alguien.
  
  Di un paseo por la planta baja de la casa. Estaba decorada con lo que parecían verdaderas antigüedades, pero podían ser buenas reproducciones. El estilo parecía esencialmente rural inglés, puede que de mitad del siglo XIX. Estaba claro que Fredric Tobin sabía cómo gastar su dinero. Había construido un mundo entero de placer, buen gusto y elegancia, más propio de los Hamptons que del norte de Long Island, que se enorgullecía de las virtudes y los gustos sencillos tradicionales. Indudablemente, Tobin hubiera preferido encontrarse en Burdeos o, por lo menos, en los Hamptons junto a Martha Stewart, intercambiando recetas de lenguas de colibrí rellenas, pero, de momento, como la mayoría de la gente, debía vivir cerca de donde trabajaba, donde el vino le proporcionaba el pan. En la sala de estar había un hermoso aparador de madera tallada, con cristal curvado y biselado, lleno de lo que parecían objetos de un valor incalculable. Cuando lo abrí crujió y emitió pequeños tintineos. Me encanta ese sonido; mis antepasados debieron de ser vándalos, visigodos o algo por el estilo.
  
  Había un pequeño estudio junto a la sala de estar y examiné el escritorio de su excelencia, pero allí no guardaba gran cosa. Vi algunas fotos enmarcadas, una de Sondra Wells y otra de su verdadero amor: él mismo en el puente de su yate.
  
  Encontré su agenda y busqué el nombre de los Gordon. Tom y Judy estaban ahí, pero sus nombres habían sido tachados. Busqué Whitestone y vi que el nombre de Emma también estaba tachado. Teniendo en cuenta que la había asesinado aquella misma mañana y que todavía no se había desvelado la noticia, eso era indicio de una mente muy enfermiza y meticulosa. El tipo de mente que a veces perjudica a quien la posee.
  
  En la sala había una chimenea y, sobre su repisa, los soportes de dos rifles, pero allí no estaba ninguna de las armas. Eva había demostrado ser una testigo fiable.
  
  Regresé a la cocina y me asomé a la ventana posterior. La mar estaba enfadada, como dirían los viejos lobos de mar, pero aún no estaba furiosa. Sin embargo, era incapaz de imaginar qué podía haber impulsado a Fredric Tobin a salir en un día como ése. En realidad, sí podía imaginarlo. Debía reflexionar un poco.
  
  Beth regresó a la casa con el poncho empapado de agua, después de la corta carrera desde el coche.
  
  —Hay un equipo de forenses en la casa de los Murphy —dijo después de entregarme las llaves— y otro en… el otro lugar. Ya no dirijo la investigación del caso Gordon —agregó.
  
  —Mala suerte —respondí—. Pero no te preocupes, ya has resuelto el caso.
  
  —Tú lo has resuelto.
  
  —Eres tú quien debe demostrarlo. No envidio tu trabajo; Tobin puede acabar contigo, Beth, si no sigues con mucho tiento.
  
  —Lo sé… —respondió y consultó su reloj—. Son las siete menos veinte. El personal forense y de homicidios viene hacia aquí, tardarán un poco en cruzar la tormenta. Conseguirán una orden de registro antes de entrar en la casa. Debemos estar fuera cuando lleguen.
  
  —¿Cómo justificarás haber estado ya en el interior del edificio?
  
  —Eva nos invitó a entrar. Estaba asustada y creía que corría peligro. Lo elaboraré un poco, no debes preocuparte por eso. Diré que bajé al sótano para comprobar la electricidad.
  
  —Estás aprendiendo a protegerte. —Sonreí—. Parece que alternas con polis callejeros.
  
  —Me debes cierta protección, John. Has quebrantado todas las normas del manual.
  
  —Apenas he pasado de la primera página.
  
  —Y no vas a seguir.
  
  —Beth, ese individuo ha matado a tres personas por las que sentía mucho afecto y a una inocente pareja de ancianos. Las tres últimas víctimas no habrían fallecido si yo hubiera actuado con mayor rapidez y pensado mejor.
  
  —No te sientas culpable —dijo Beth después de colocar una mano sobre mi hombro—. La policía era responsable de la seguridad de los Murphy… Y en cuanto a Emma… sé que yo no habría imaginado que corría peligro…
  
  —No quiero hablar de eso.
  
  —Lo comprendo. No tienes por qué hablar con la policía del condado cuando llegue. Márchate y yo me ocuparé de todo.
  
  —Buena idea —dije lanzándole las llaves del coche—. Hasta luego.
  
  —¿Adónde vas sin las llaves?
  
  —A dar una vuelta en barco —respondí y cogí la llave del Fórmula del tablero.
  
  —¿Estás loco?
  
  —El jurado lo está deliberando. Hasta luego.
  
  Me dirigía hacia la puerta trasera cuando Beth me agarró del brazo.
  
  —No, John. Vas a matarte. Atraparemos a Fredric Tobin más tarde.
  
  —Quiero atraparlo ahora, con sangre fresca en las manos.
  
  —No, John —insistió mientras me estrujaba el brazo—. Ni siquiera sabes adonde ha ido.
  
  —Sólo hay un lugar al que iría en barco en un día como hoy.
  
  —¿Adónde?
  
  —Ya lo sabes: Plum Island.
  
  —¿Pero por qué?
  
  —Creo que el tesoro todavía está allí.
  
  —¿Cómo lo sabes?
  
  —Lo supongo. Ciao.
  
  Me marché antes de que pudiera volver a impedírmelo.
  
  Crucé el jardín en dirección al barco. Realmente aullaba el viento y una enorme rama cayó cerca de mí. Ya casi había oscurecido, pero no me importaba porque no deseaba ver el aspecto del agua.
  
  Avancé por el embarcadero de poste en poste, con pequeñas carreras para que el viento no me arrojara al agua. Por fin llegué al cobertizo, que crujía y rechinaba. A la luz del crepúsculo comprobé que el Formula 303 seguía ahí, pero me percaté de que el ballenero había desaparecido y me pregunté si lo habría arrastrado el oleaje después de soltarse accidentalmente las amarras o si Tobin lo remolcaba con el Chris Craft como bote salvavidas o para acercarse a la playa de Plum Island.
  
  Contemplé el Fórmula que subía y bajaba a merced del oleaje y golpeaba las defensas del embarcadero flotante. Titubeé momentáneamente mientras procuraba entrar en razón y convencerme de que no era necesario salir en barco durante la tormenta. De un modo u otro, Tobin estaba acabado. O puede que no. Tal vez debía acabar con él antes de que se rodeara de abogados, coartadas e indignación por mis violaciones de sus derechos civiles. Los muertos no pueden llevar a nadie ante los tribunales.
  
  Seguí contemplando el Fórmula y, a la luz crepuscular, tuve la sensación de que Tom y Judy estaban a bordo, sonrientes, gesticulando para que me reuniera con ellos. Luego cruzó por mi mente la imagen de Emma y vi que me sonreía mientras nadaba en la bahía. A continuación vi la cara de Tobin cuando hablaba con ella en la fiesta, consciente de que la mataría…
  
  Más allá de los requisitos legales, comprendí que para mí la única forma satisfactoria de cerrar el caso consistía en capturar personalmente a Fredric Tobin y luego… ya lo pensaría cuando llegara el momento.
  
  De pronto, acababa de saltar a la movediza cubierta de la lancha, donde tuve que agarrarme para recuperar el equilibrio, y me dirigí al asiento de la derecha, el asiento del capitán.
  
  Mi primer problema consistió en encontrar el contacto, que por fin localicé cerca del acelerador. Intenté recordar lo que les había visto hacer a los Gordon, así como el texto de una tarjeta de plástico, que en una ocasión me habían mostrado para que la leyera, titulada De pronto al mando. Después de leerla, había decidido que no deseaba estar de pronto al mando. Pero ahora lo estaba y ojalá hubiera tenido esa tarjeta a mano.
  
  En todo caso, recordé que debía colocar ambos selectores de velocidades en punto muerto, introducir la llave en el contacto, hacerla girar y luego… ¿qué? No ocurría nada. Vi dos botones con la palabra start y pulsé el de la derecha. El motor de estribor giró y se puso en marcha. Luego pulsé el otro botón y arrancó el motor de babor. Me percaté de que los motores giraban un poco a trompicones y pulsé ligeramente ambos aceleradores. Recordé que debía dejar que se calentaran unos minutos; no quería que se me pararan en aquel mar. Mientras se calentaban, encontré un cuchillo en la guantera abierta, corté el cabo de guía, luego las dos amarras y el barco se desplazó inmediatamente sobre una ola, hasta golpear el costado del cobertizo, a unos dos metros del embarcadero.
  
  Puse marcha avante y agarré las palancas de ambos aceleradores. El barco estaba aproado hacia la bahía y lo único que debía hacer era empujar las palancas de ambos aceleradores para entrar en la tormenta.
  
  Estaba a punto de hacerlo cuando oí un ruido a mi espalda y volví la cabeza. Era Beth que me llamaba por encima del ruido del viento, del agua y de los motores.
  
  —¡JOHN!
  
  —¿Qué?
  
  —¡Espera! ¡Voy contigo!
  
  —¡Vamos! —exclamé después de colocar la palanca de cambio en posición de retroceso, agarrar el timón y lograr acercarme al embarcadero—. ¡Salta!
  
  Saltó sobre la movediza cubierta a mi espalda y se cayó.
  
  —¿Estás bien?
  
  Se puso de pie, una ola levantó el barco y volvió a caerse.
  
  —Estoy bien —respondió después de levantarse de nuevo e instalarse en el asiento izquierdo—. Vamos.
  
  —¿Estás segura?
  
  —¡Adelante!
  
  Apreté los aceleradores y salimos del cobertizo para penetrar en la lluvia. Al cabo de un segundo, vi una ola gigantesca que se nos acercaba por estribor. Viré y dirigí la proa a la ola. El barco se elevó sobre la cresta de la ola, que rompió a nuestra espalda y nos dejó literalmente suspendidos en el aire. Cayó de proa y penetró en el oleaje. Luego se elevó la proa, la popa penetró en el agua, empezaron a empujar las hélices y nos pusimos en marcha, aunque en la dirección equivocada. Aproveché la depresión entre dos olas para virar ciento ochenta grados y dirigirnos al este. Cuando pasábamos junto al cobertizo oí un fuerte crujido, vi cómo toda la estructura se ladeaba a la derecha y luego se derrumbaba en el mar efervescente.
  
  —¿Sabes lo que haces? —preguntó Beth por encima del ruido de la tormenta.
  
  —Por supuesto. Hice un cursillo titulado De pronto al mando.
  
  —¿Sobre barcos?
  
  —Eso creo —respondí antes de volver la cabeza y cruzar las miradas—. Gracias por haber venido.
  
  —Conduce —dijo Beth.
  
  El Fórmula avanzaba a media potencia, que es como creo que debe hacerse para mantener el control en una tormenta. Parecíamos estar por encima del agua la mitad del tiempo, volando sobre las crestas de las olas, luego penetrábamos en otras olas, chirriaban las hélices, mordían el agua y nos propulsaban como un cohete hacia adelante. Sabía que debía mantener la proa en dirección al oleaje y evitar que alguna ola grande nos golpeara de costado. El barco probablemente no se hundiría, pero podría volcar. Había visto barcos volcados en la bahía en tormentas menos bravas.
  
  —¿Sabes navegar? —preguntó Beth.
  
  —Por supuesto. En rojo se gira a la derecha.
  
  —¿Qué significa eso?
  
  —Se debe mantener la señal roja a la derecha cuando se entra en un puerto.
  
  —Nosotros no vamos a ningún puerto. Salimos a la mar.
  
  —Entonces hay que buscar señales verdes.
  
  —No veo ninguna señal —dijo Beth.
  
  —Yo tampoco. Me quedaré a la derecha de la doble línea blanca. Eso no puede perjudicarnos.
  
  No respondió.
  
  Intenté mentalizarme. Navegar no era la mayor de mis aficiones, pero me habían invitado a muchos barcos a lo largo de los años y creía haber adquirido algunos conocimientos desde que era niño. En junio, julio y agosto había salido con los Gordon una docena de veces y a Tom, que no dejaba de charlar, le encantaba compartir conmigo su entusiasmo y sus conocimientos náuticos. No recordaba haberle prestado demasiada atención (me interesaba mucho más Judy en biquini), pero tenía la seguridad de que en algún lugar de mi cerebro había un recoveco titulado Barcos. Sólo debía encontrarlo. En realidad, estaba seguro de que sabía más sobre barcos de lo que me imaginaba. O eso esperaba.
  
  Estábamos ahora en plena bahía de Peconic y el barco golpeaba duramente el agua, entre continuas sacudidas y zarandeos, como si condujera un coche sobre los travesaños de una vía de ferrocarril. Percibía que mi estómago no estaba sincronizado con el movimiento vertical del barco: cuando el barco descendía, mi estómago estaba todavía arriba y cuando se elevaba, descendía mi estómago. O eso parecía. Como la visibilidad era nula a través del parabrisas, me levanté para mirar por encima de él, con el trasero apoyado en el asiento, la mano derecha en el timón y la izquierda agarrada al salpicadero. Había tragado suficiente agua salada para elevar cincuenta puntos la presión sanguínea. También empezaban a arderme los ojos. Miré a Beth y comprobé que también se frotaba los ojos.
  
  A mi derecha vi un enorme velero de costado en el agua, con la quilla ligeramente visible y el palo mayor y la vela parcialmente sumergidos.
  
  —Dios mío —exclamé.
  
  —¿Necesitan ayuda? —preguntó Beth.
  
  —No veo a nadie.
  
  Me acerqué al velero, pero no parecía haber nadie agarrado a los palos o a la arboladura. Encontré el botón de la sirena en el salpicadero y lo pulsé varias veces, pero no vi ninguna señal de vida.
  
  —Puede que hayan alcanzado la orilla en un bote salvavidas —dije.
  
  Beth no respondió.
  
  Seguimos nuestro camino. Recordé que yo era aquel individuo al que no le gustaba siquiera el suave balanceo del transbordador y ahí estaba en esos momentos, en una lancha de diez metros, surcando lo que era casi un huracán.
  
  Notaba el impacto en mis pies, como si alguien me apaleara las suelas de los zapatos, y las sacudidas se desplazaban por mis piernas, rodillas y caderas, que ya empezaban a dolerme. En otras palabras, estaba harto.
  
  Sentía náuseas de la sal, del movimiento, de las constantes sacudidas contra las olas y también de mi incapacidad para separar el horizonte de la superficie del agua. Sin mencionar mi precario estado físico postraumático… Recordé que Max me había asegurado que no sería agotador. Si hubiera estado allí en aquel momento, lo habría atado a la proa.
  
  A través de la lluvia alcanzaba a ver la orilla, unos doscientos metros a mi izquierda, y al frente, a la derecha, se llegaba a vislumbrar Shelter Island. Sabía que íbamos a estar un poco más seguros si nos situábamos a sotavento de la isla.
  
  —Puedes desembarcar en Shelter Island —dije.
  
  —Pilota este maldito barco y deja de preocuparte por la frágil y pequeña Beth.
  
  —Sí señora.
  
  —Ya he estado antes en mares agitados, John. Sé cuándo hay que tener, pánico —añadió.
  
  —Bien. Avísame cuando llegue el momento.
  
  —Falta poco —respondió—. Entretanto, voy a bajar en busca de chalecos salvavidas e intentaré encontrar algo más cómodo que ponerme.
  
  —Buena idea. Lávate la sal de los ojos y busca también una carta de navegación.
  
  Desapareció por la escalera situada entre los dos asientos. El Formula 303 tiene un camarote bastante amplio para ser una lancha, y también un váter, que podría ser útil en un futuro muy próximo. En dos palabras, era una embarcación muy cómoda y muy marinera en la que siempre me había sentido seguro cuando Tom o Judy iban al timón. Además, a Tom y a Judy, igual que a John Corey, no les gustaba el mal tiempo y, apenas vislumbrar la primera cabrilla, regresábamos a puerto. Sin embargo, ahí estaba, enfrentándome a uno de mis peores temores, mirándolo, por así decirlo, a los ojos y el muy osado me escupía a la cara. Pero, aunque parezca una locura, casi disfrutaba del viaje: la sensación de potencia cuando ajustaba los aceleradores, la vibración de los motores, el timón en la mano. De pronto al mando. Había pasado demasiado tiempo sentado en la terraza trasera.
  
  Me puse de pie, con una mano en el timón y la otra en el parabrisas para no perder el equilibrio. Escudriñé la ondulada superficie a través de la copiosa lluvia, en busca de un barco, del Chris Craft para ser exacto, pero apenas alcanzaba a distinguir el horizonte o la costa.
  
  Beth apareció en cubierta y me entregó un chaleco salvavidas.
  
  —Póntelo —exclamó—. Yo sujetaré el timón.
  
  Todavía de pie, sujetó el timón mientras me ponía el chaleco. Vi que de su cuello colgaban unos prismáticos. Se había puesto también unos vaqueros bajo un impermeable amarillo, unas zapatillas de goma y un chaleco salvavidas color naranja.
  
  —¿Te has puesto la ropa de Fredric? —pregunté.
  
  —Espero que no. Creo que pertenece a Sondra Wells. Aprieta un poco —respondió—. He colocado una carta de navegación sobre la mesa, si quieres echarle una ojeada… —agregó.
  
  —¿Sabes interpretarla? —pregunté.
  
  —Un poco. ¿Y tú?
  
  —Por supuesto; el color azul es agua, y el castaño, tierra. Luego la miraré.
  
  —He buscado una radio en el camarote —dijo Beth—, pero no he encontrado ninguna.
  
  —Puedo cantar. ¿Te apetece Oklahoma?
  
  —Por favor, John, deja de hacer el idiota. Me refiero a un transmisor de radio para pedir auxilio.
  
  —Ah… eso. Aquí tampoco hay ninguna radio.
  
  —Abajo hay un cargador de teléfono móvil, pero sin teléfono —dijo Beth.
  
  —Claro. La gente suele usar teléfonos móviles en los barcos pequeños. Personalmente, prefiero la radio. En cualquier caso, me estás diciendo que estamos incomunicados.
  
  —Efectivamente. No podemos pedir socorro.
  
  —Bueno, tampoco podían hacerlo los tripulantes del Mayflower. No te preocupes.
  
  —He encontrado una pistola de bengalas —dijo mientras daba unos golpecitos al enorme bolsillo de su chubasquero, sin prestar atención a mis palabras.
  
  —Bien, puede que más tarde la necesitemos —respondí, a pesar de no creer que alguien pudiera ver una bengala esa noche.
  
  Tomé de nuevo el timón y Beth se sentó junto a mí en la escalera. Decidimos dejar de dar gritos y guardamos un poco de silencio. Estábamos empapados de agua, con el estómago revuelto y asustados. Sin embargo, parte del terror de navegar en la tormenta había pasado, creo, al percatarnos de que ninguna ola iba a hundirnos.
  
  Al cabo de unos diez minutos, Beth se puso de pie y se acercó para que la oyera.
  
  —¿Estás realmente convencido de que se dirige a Plum Island? —preguntó.
  
  —Sí.
  
  —¿Por qué? —preguntó.
  
  —Para recuperar el tesoro.
  
  —No habrá ninguno de los barcos patrulla de Stevens, ni ningún helicóptero de los guardacostas con esta tormenta —dijo Beth.
  
  —Ninguno. Además, las carreteras estarán intransitables y no podrán circular los camiones de vigilancia.
  
  —Efectivamente. Por cierto, ¿por qué no esperó Tobin a tener todo el tesoro antes de matar a los Gordon? —preguntó Beth.
  
  —No estoy seguro. Puede que los Gordon le sorprendieran cuando registraba su casa. Estoy convencido de que se proponían recuperar todo el tesoro pero algo falló.
  
  —Y ahora debe hacerlo personalmente. ¿Sabe dónde está?
  
  —Tiene que saberlo, de lo contrario no se dirigiría allí —respondí—. Descubrí a través de Emma que Tobin estuvo en una ocasión en la isla, con el grupo de supervisión de la Sociedad Histórica Peconic. Entonces se habría asegurado de que Tom y Judy le mostraran el emplazamiento exacto del tesoro que, evidentemente, se suponía que era una de las excavaciones arqueológicas de Tom. Tobin no era una persona confiada y no me cabe la menor duda de que no les gustaba especialmente a los Gordon, ni tampoco confiaban en él. Se utilizaban mutuamente.
  
  —Siempre hay disputas entre ladrones —dijo Beth.
  
  Quise decir que Tom y Judy no eran ladrones, pero lo eran. Y cuando cruzaron la barrera entre los ciudadanos honrados y los conspiradores, su destino quedó sellado. No soy moralista, pero es algo que veo todos los días en mi trabajo.
  
  Nos dolía la garganta de chillar y de la sal, y volvimos a guardar silencio.
  
  Me acercaba al estrecho entre la costa sur de la zona norte de Long Island y Shelter Island, pero el estado de la mar parecía empeorar en la boca del estrecho. De pronto apareció inesperadamente una ola gigantesca que permaneció un segundo en el aire a la derecha del barco. Beth la vio y dio un grito. La ola rompió exactamente encima del barco y tuvimos la sensación de encontrarnos bajo una catarata.
  
  Quedé tumbado en cubierta y, a continuación, una corriente me arrastró por la escalera y caí encima de Beth. Ambos hicimos un esfuerzo para levantarnos y me arrastré por los peldaños. El barco estaba descontrolado y el timón giraba a su antojo. Agarré la rueda y la sujeté mientras me instalaba en el asiento, justo a tiempo para aproarme hacia otra ola monstruosa. Ésta nos levantó y tuve la extraña experiencia de encontrarme a unos tres metros de altura, con ambas orillas por debajo de mí.
  
  La ola rompió y nos dejó un instante en el aire antes de caer en el seno de la siguiente ola. Corregí el rumbo y aproé el barco de nuevo al este, con el propósito de penetrar en el estrecho, donde el mar debía de estar más calmado.
  
  Miré a mi izquierda en busca de Beth, pero no la vi en la escalera.
  
  —¡Beth!
  
  —¡Estoy aquí! ¡Ahora voy! —respondió desde el camarote.
  
  Subió a gatas por la escalera y me di cuenta de que le sangraba la frente.
  
  —¿Estás bien? —pregunté.
  
  —Sí… sólo me he dado algún golpe. Me duele el trasero. —Intentó reírse, pero dio la impresión de que sollozaba—. Esto es una locura.
  
  —Baja al camarote y prepárate un martini; mezclado, no agitado.
  
  —Tu absurdo sentido del humor parece ir con la situación. Se empieza a acumular agua en el camarote y oigo que funcionan las bombas de la sentina. ¿Tienes algún chiste para eso?
  
  —Pues… no sé… tal vez lo que oyes no es la bomba, sino el vibrador de Sondra Wells bajo el agua. ¿Qué te parece?
  
  —Me parece que voy a saltar por la borda. ¿Bastan las bombas para eliminar el agua que entra?
  
  —Supongo. Depende de cuántas olas rompan en cubierta.
  
  A decir verdad, me había percatado de que el timón respondía torpemente, como consecuencia del peso del agua en la sentina y en el camarote.
  
  Guardamos silencio durante los diez minutos siguientes. Entre ráfagas de viento cargadas de lluvia, mi visibilidad alcanzó unos cincuenta metros durante unos segundos, pero no vislumbré el yate de Tobin, ni ningún otro barco, salvo un par de pequeñas embarcaciones que habían zozobrado y la tormenta arrastraba a la deriva.
  
  Me percaté de un nuevo fenómeno o tal vez debería decir un nuevo horror, que era algo que los Gordon denominaban seguimiento del mar y que había experimentado con ellos aquel día en el estrecho. Lo que ocurría era que el mar a nuestra espalda avanzaba con mayor rapidez que el barco, golpeaba la popa de la embarcación y la dejaba casi descontrolada, con un movimiento lateral denominado guiñada. Las dos únicas cosas correctas eran que seguíamos todavía rumbo este y que aún flotábamos, aunque no sé por qué.
  
  Eché la cabeza atrás para que la lluvia me limpiara la sal de la cara y de los ojos. Y, como me encontraba mirando al cielo, dije para mis adentros: El domingo por la mañana fui a la iglesia, Señor. ¿Me viste? En la capilla metodista de Cutchogue. A la izquierda del banco central. ¿Emma? Díselo. Eh, Tom, Judy, señores Murphy… hago esto por vosotros. Podréis agradecérmelo personalmente dentro de unos treinta o cuarenta años.
  
  —¿John?
  
  —¿Qué?
  
  —¿Qué estás mirando ahí arriba?
  
  —Nada. Tomo un poco de agua fresca.
  
  —Te traeré agua del camarote.
  
  —Todavía no. Quédate aquí un poco —respondí—. Luego te dejaré el timón y descansaré un rato.
  
  —Buena idea —dijo Beth y permaneció silenciosa durante un minuto—. ¿Estás… preocupado? —preguntó luego.
  
  —No. Estoy asustado.
  
  —Yo también.
  
  —¿Ha llegado el momento del pánico?
  
  —Todavía no.
  
  Examiné el salpicadero y vi por primera vez el indicador de combustible. Señalaba aproximadamente un octavo de depósito, lo que equivalía a unos cincuenta litros, que, a media aceleración, con aquellos enormes motores contra la tormenta, significaba que no nos quedaba mucho tiempo ni podíamos recorrer una gran distancia. Me pregunté si lograríamos llegar a Plum Island. Quedarse sin gasolina en un coche no es el fin del mundo, quedarse sin combustible en un avión es el fin del mundo y quedarse sin gasolina en un barco durante una tormenta probablemente también lo era. Decidí que debía vigilar el indicador de combustible.
  
  —¿Se ha convertido ya en huracán? —pregunté.
  
  —No lo sé, John, y me importa un comino.
  
  —Lo mismo digo.
  
  —Tenía la impresión de que no te gustaba el mar.
  
  —Me encanta el mar. Lo que no me gusta es estar sobre él.
  
  —Hay varios puertos deportivos y ensenadas en la costa de Shelter Island. ¿Quieres arrimarte a puerto?
  
  —¿Y tú?
  
  —Sí, pero no.
  
  —Lo mismo digo —respondí.
  
  Por fin entramos en el estrecho entre el norte de Long Island y Shelter Island. La boca del estrecho medía aproximadamente un kilómetro y Shelter Island, al sur, tenía suficiente volumen y elevación para protegernos, por lo menos, parcialmente del viento. Con menos aullidos y chapoteo podíamos hablar con más facilidad, y el mar estaba ligeramente más calmado.
  
  Beth se puso de pie y se sujetó al asa del salpicadero, situada encima de la escalera.
  
  —¿Qué crees que sucedió aquel día?, ¿el día de los asesinatos? —preguntó.
  
  —Sabemos que los Gordon salieron del puerto de Plum Island a las doce del mediodía, aproximadamente —respondí—. Se alejaron lo suficiente de la orilla para que el barco patrulla no pudiera identificarlos. Miraron con los prismáticos y esperaron a que pasara el barco de vigilancia. Luego apretaron el acelerador y se dirigieron a toda prisa a la playa. Disponían de entre cuarenta y sesenta minutos antes de que apareciera de nuevo el barco patrulla. Esto quedó claro en Plum Island, ¿no es cierto?
  
  —Sí, pero yo creía que hablábamos de terroristas o personas no autorizadas. ¿Me estás diciendo que entonces pensabas ya en los Gordon?
  
  —Más o menos. No sabía por qué ni lo que se proponían, pero quería saber cómo podían haber hecho lo que fuera: un robo, etcétera.
  
  —Sigue —asintió Beth.
  
  —Después de una veloz carrera se acercaron a la orilla. Si un barco patrulla o un helicóptero hubiera visto su barco fondeado, no habría sido un grave problema porque todo el mundo reconocía su singular embarcación. No obstante, según Stevens, nadie vio su barco aquel día. ¿Correcto?
  
  —De momento.
  
  —Hacía un apacible y bonito día veraniego. Los Gordon se acercaron a la orilla en su bote de goma, con la caja de aluminio a bordo, y lo ocultaron entre los matorrales.
  
  —Y las palas.
  
  —No. Ya habían desenterrado el tesoro y lo habían ocultado en un lugar de fácil acceso. Pero antes tenían que preparar el terreno: trabajo de archivo y arqueológico, comprar la parcela de Margaret Wiley, etcétera.
  
  —¿Crees que los Gordon intentaban engañar a Tobin? —preguntó Beth.
  
  —No lo creo. Los Gordon se habrían contentado con la mitad del tesoro, menos otra mitad para el gobierno. Sus necesidades no se acercaban, ni de lejos, a las de Tobin. Además, los Gordon aspiraban a la publicidad y la fama de ser los descubridores del tesoro del capitán Kidd. Sin embargo, las necesidades de Tobin eran otras y también su plan. Ningún escrúpulo le impedía asesinar a sus socios, apoderarse de la totalidad del tesoro, ocultar la mayor parte de él, descubrir luego una pequeña parte en su propia finca y celebrar una subasta en Sotheby’s, ante la prensa y los inspectores de Hacienda.
  
  Beth se llevó la mano bajo el chubasquero y sacó las cuatro monedas de oro. Me las mostró y yo cogí una para examinarla, mientras ella se ocupaba del timón. La moneda era del tamaño aproximado de un cuarto de dólar, pero muy pesada; siempre me ha sorprendido lo mucho que pesa el oro. Era muy brillante, con el perfil de un individuo y una escritura que parecía española.
  
  —Esto podría ser lo que llaman un doblón —dije mientras se lo devolvía.
  
  —Quédatelo para que te traiga suerte.
  
  —¿Suerte? No necesito la clase de suerte que le ha dado a los demás.
  
  Beth asintió mientras examinaba las tres monedas que tenía en la mano y luego las arrojó por la borda. Yo hice lo mismo.
  
  Evidentemente, fue un gesto idiota, pero hizo que nos sintiéramos mejor. Comprendí la superstición universal de los marinos de arrojar algo valioso o a una persona por la borda, para apaciguar el mar y que éste dejara de hacer lo que fuera que los estuviera aterrorizando.
  
  De modo que nos sentimos mejor después de arrojar las monedas al mar, y el viento amainó realmente un poco conforme avanzábamos junto a la costa de Shelter Island y disminuyó también la altura y la frecuencia de las olas, como si hubiera surtido efecto la ofrenda.
  
  Las masas de tierra a mi alrededor parecían negras, completamente desprovistas de color, como pilas de carbón, mientras que el mar y el cielo desprendían una aterradora luminiscencia gris. Normalmente, a aquella hora podían verse las luces de la costa, indicios de existencia humana, pero al parecer se había interrumpido el fluido eléctrico en todas partes y la costa había retrocedido uno o dos siglos en el tiempo.
  
  En general, la tormenta era todavía horrible y sería de nuevo mortífera cuando nos separáramos de Shelter Island para entrar en la bahía de Gardiners.
  
  Sabía que debía encender mis luces de navegación, pero había sólo otro barco en la zona y no quería que me viera. Estaba seguro de que él tampoco había encendido sus luces.
  
  —De modo que los Gordon no tuvieron tiempo de regresar a por su segundo cargamento antes de que pasara de nuevo el barco patrulla de Plum Island —dijo Beth.
  
  —Efectivamente —respondí—. En un bote de goma sólo se puede transportar cierta cantidad, y no quisieron dejar los huesos y lo demás en la lancha mientras hacían un segundo viaje.
  
  —De modo que decidieron disponer de lo que ya habían recuperado —afirmó Beth— y volver en otro momento a por la parte principal del tesoro.
  
  —Exactamente. Con toda probabilidad aquella misma noche, a juzgar por el cabo provisional con que amarraron el barco. De camino a su casa, debieron de pasar por la de Tobin en Founders Landing. Estoy seguro de que pararon en el cobertizo, tal vez con la intención de dejar en su casa los huesos, el baúl podrido y las cuatro monedas como una especie de recuerdo del hallazgo. Cuando vieron que no estaba el ballenero, dedujeron que Tobin había salido y se dirigieron a su propia casa.
  
  —Donde sorprendieron a Tobin.
  
  —Eso es. Él ya había saqueado la casa para simular un robo y comprobar si los Gordon ocultaban parte del tesoro.
  
  —También querría comprobar si en la casa había alguna prueba que pudiera incriminarlo.
  
  —Por supuesto. Luego los Gordon atracaron en su propio embarcadero y puede que entonces izaran las banderas de señalización de «Cargamento peligroso, necesitamos ayuda». Estoy seguro de que izaron la bandera pirata por la mañana, para indicarle a Tobin que aquél era, efectivamente, el día de marras, como estaba previsto. El mar estaba tranquilo, no llovía y se sentían muy seguros de sí mismos y repletos de buenas intenciones…
  
  —Y cuando los Gordon atracaron en su embarcadero, el ballenero de Tobin estaba en algún lugar cercano de las marismas.
  
  —Sí —respondí antes de reflexionar unos instantes—. Probablemente nunca sabremos lo que ocurrió a continuación: lo que se dijeron, lo que Tobin creía que contenía la caja, lo que a los Gordon les pareció que Tobin se proponía. En algún momento, los tres comprendieron que su sociedad había terminado. Tobin sabía que no tendría otra oportunidad para asesinar a sus socios. De modo que levantó su arma, pulsó la palanca de la sirena de aire comprimido y apretó el gatillo. La primera bala alcanzó a Tom en la frente a bocajarro, Judy dio un grito, miró a su marido y recibió el segundo balazo en la sien… Tobin soltó la palanca de la sirena. Abrió la caja de aluminio y comprobó que apenas contenía oro o joyas. Supuso que el resto del botín estaba a bordo del Spirochete y registró el barco. No encontró nada. Se dio cuenta de que acababa de matar las gallinas que debían entregarle los huevos de oro. Pero no estaba todo perdido. Sabía o creía que podía acabar el trabajo solo.
  
  Beth asintió y reflexionó unos momentos.
  
  —O puede que Tobin tenga otro cómplice en la isla.
  
  —Desde luego —respondí—. En cuyo caso, prescindir de los Gordon no tenía mucha importancia.
  
  Proseguimos por el estrecho, que tiene seis kilómetros de longitud por uno como mínimo de ancho. Ahora reinaba decididamente la oscuridad: ninguna luz, un cielo sin luna ni estrellas y sólo un mar negro como el azabache y un cielo como el carbón. Apenas se distinguían las señales del canal. De no haber sido por ellas, habría estado completamente perdido y desorientado y habría acabado contra las rocas o en algún banco de arena.
  
  Vi algunas luces en la orilla a nuestra izquierda y comprendí que nos encontrábamos frente a Greenport, donde, evidentemente, utilizaban generadores de emergencia.
  
  —Greenport —dije.
  
  Beth asintió.
  
  A ambos se nos ocurrió la misma idea, que fue la de refugiarnos en el puerto. Imaginé que estábamos en un bar, donde se festejaba tradicionalmente el huracán, a la luz de las velas y con cerveza caliente.
  
  En algún lugar a nuestra derecha, aunque no alcanzaba a verlo, se encontraba el puerto de Dering, en Shelter Island, y sabía que allí había un club deportivo donde podría amarrar el barco. Greenport y Dering eran los últimos puertos de fácil acceso antes del mar abierto. Miré a Beth.
  
  —Cuando pasemos de Shelter Island, el mar estará muy agitado —dije.
  
  —Está muy agitado ahora —respondió, encogiéndose de hombros—. Intentémoslo; siempre podremos dar media vuelta.
  
  Consideré que era el momento de mencionarle el estado del combustible.
  
  —Nos queda poca gasolina y en algún lugar de la bahía de Gardiners nos encontraremos en la legendaria situación de no poder regresar.
  
  —No te preocupes por eso —respondió Beth después de mirar fugazmente el indicador de combustible—. Zozobraremos mucho antes.
  
  —Eso suena como una de las imbecilidades que yo suelo decir.
  
  Inesperadamente, me sonrió. Luego bajó al camarote y regresó con un salvavidas, es decir, una botella de cerveza.
  
  —Bendita seas —exclamé.
  
  El movimiento del barco era tan violento que no podía llevarme la botella a la boca sin golpearme los dientes y opté por verter la cerveza desde lo alto a mi boca abierta, pero la mitad me cayó en la cara.
  
  Beth trajo una carta de navegación plastificada, que colocó sobre el salpicadero.
  
  —Ahí delante, a la izquierda, está Cleeves Point y allí, a la derecha, se encuentra Hays Beach Point, en Shelter Island. Pasados esos puntos, entraremos en una especie de embudo entre Montauk Point y Orient Point, donde penetra de lleno la fuerza del Atlántico.
  
  —¿Eso es bueno o malo?
  
  —No tiene gracia.
  
  Tomé otro trago de cerveza, una marca cara de importación, como era de esperar en Fredric Tobin.
  
  —Me gusta la idea de robarle el barco y tomarme su cerveza —dije.
  
  —¿Qué te ha resultado más divertido —preguntó Beth—, destrozarle el piso o hundirle el barco?
  
  —El barco no se hunde.
  
  —Deberías mirar abajo.
  
  —No es necesario, lo percibo en el timón —respondí—. Buen lastre.
  
  —De pronto te has convertido en un auténtico marino.
  
  —Aprendo con rapidez.
  
  —Claro. Descansa un poco, John. Yo me ocuparé del timón.
  
  —De acuerdo.
  
  Cogí la carta de navegación, le cedí el timón a Beth y descendí al camarote.
  
  El suelo estaba cubierto por casi diez centímetros de agua, lo que significaba que las bombas de la sentina no achicaban lo suficiente. Un poco de agua no importaba como lastre, así compensaba la pérdida de peso de los depósitos de combustible. Era una pena que los motores no pudieran alimentarse de agua.
  
  Fui al váter y vomité medio litro de agua salada. Me lavé la sal de la cara y de las manos y regresé al camarote. Luego me senté en uno de los bancos convertibles en cama para estudiar la carta de navegación y tomarme la cerveza. Me dolían los brazos, los hombros, las piernas y las caderas, y me palpitaba el pulmón, pero mi estómago estaba mucho mejor. Después de examinar la carta un par de minutos, me dirigí al frigorífico en busca de otra cerveza y subí a cubierta.
  
  Beth se manejaba perfectamente en la tormenta, que, como ya he dicho, no era tan violenta a sotavento de Shelter Island. La mar era gruesa, pero previsible, y el viento no era tan violento a resguardo de la isla.
  
  Miré al horizonte y alcancé a distinguir la silueta negra de los dos cabos, que señalaban el fin del pasaje protegido.
  
  —Yo me ocuparé del timón —dije—. Tú coge la carta de navegación.
  
  —De acuerdo —respondió mientras señalaba en la carta—. Ahora la navegación será un poco compleja. Debes mantenerte a la derecha del faro de Long Beach.
  
  —Muy bien —dije.
  
  Cambiamos de lugar. Cuando pasaba junto a mí miró hacia la popa y dio un grito.
  
  Supuse que había sido una ola monstruosa lo que la había asustado y miré por encima del hombro al coger el timón.
  
  No podía creer lo que veía: un enorme yate, un Chris Craft para ser exacto, el Autumn Gold concretamente, a menos de diez metros de nuestra popa, en rumbo de colisión y acercándose a toda máquina.
  
  
  
  
  
  Capítulo 34
  
  
  
  
  Beth parecía magnetizada por el espectro del enorme barco que se dibujaba sobre nosotros.
  
  A mí también me sorprendió. Con el rugido de la tormenta y el ruido de nuestros propios motores no había oído absolutamente nada. Además, la visibilidad era muy limitada y el Chris Craft no llevaba encendidas las luces de navegación.
  
  En todo caso, Fredric Tobin nos había aventajado en la maniobra y sólo se me ocurría pensar en la proa del Autumn Gold a punto de rajar la popa del Sondra: una imagen freudiana donde las haya.
  
  Parecía que iba a hundirnos.
  
  Al darse cuenta de que le habíamos visto, el señor Tobin conectó su altavoz eléctrico.
  
  —¡Jodeos! —exclamó.
  
  Caramba, qué lenguaje.
  
  Pulsé la palanca de los aceleradores y aumentó la distancia entre ambos barcos. Tobin sabía que no podía superar la velocidad del Formula 303, ni siquiera en esos mares.
  
  —¡Jodeos! ¡Estáis muertos! ¡Estáis muertos! —exclamó de nuevo.
  
  La voz de Freddie era un tanto estridente, tal vez como consecuencia de la distorsión eléctrica.
  
  En algún momento, Beth había desenfundado su Glock de nueve milímetros y se había agachado tras su asiento, desde donde intentaba apuntar apoyada en el respaldo. Pensé que debería disparar, pero no lo hacía.
  
  Al mirar al Chris Craft me percaté de que Tobin no estaba en el puente descubierto, sino en la cámara de cubierta, donde sabía que había un segundo juego de controles de mando. También advertí que la ventana junto al timón estaba abierta. Aún más interesante era que el capitán, el comandante Freddie, estaba asomado a la ventana con un rifle en su mano derecha y supuse que tenía la izquierda en el timón. Apoyaba el hombro derecho en el marco de la ventana y nos apuntaba con el arma.
  
  Ahí estábamos, en dos barcos que se desplazaban alocadamente sin luces en la oscuridad, contra viento, olas y todo lo demás, y supongo que ésa era la razón por la que Tobin todavía no había disparado.
  
  —Haz un par de disparos —dije.
  
  —Se supone que no debo disparar hasta que lo haga él —respondió Beth.
  
  —¡Dispara esa maldita arma!
  
  Lo hizo. En realidad disparó las quince balas del cargador y vi que el parabrisas que había junto a Tobin estaba hecho añicos. También vi que F. Tobin y su rifle habían desaparecido de la ventana.
  
  —¡Buen trabajo! —exclamé.
  
  Beth introdujo otro cargador de quince balas en la pistola y apuntó al yate.
  
  Yo miraba fugazmente por encima del hombro, mientras intentaba controlar el Fórmula en un mar cada vez más violento. De pronto, Tobin se asomó a la ventana y vi un fogonazo en su rifle.
  
  —¡Agáchate! —chillé.
  
  Vio otros tres fogonazos y oí un impacto en el salpicadero, antes de que se desmoronara mi parabrisas. Beth devolvía el fuego de forma más lenta y sosegada que antes.
  
  Sabía que no podíamos igualar la precisión de su rifle, de modo que aceleré a fondo y nos alejamos velozmente del Chris Craft sobre las crestas de las olas. A unos veinte metros, éramos mutuamente invisibles. Oí el crujido de sus altavoces, seguido de su voz estridente y chillona a través de la tormenta:
  
  —¡Jodeos! ¡Os ahogaréis! ¡Nunca sobreviviréis a esta tormenta! ¡Jodeos!
  
  No parecía el caballero amable y cortés al que había tenido el mal gusto de conocer. Éste era un hombre desesperado.
  
  —¡Estáis muertos, cabrones! ¡Estáis muertos!
  
  Me ponía realmente furioso que me estuviera provocando el individuo que acababa de matar a mi amante.
  
  —Ese hijo de puta debe morir —dije.
  
  —No permitas que te domine, John. Está acabado y lo sabe; está desesperado.
  
  ¿Él estaba desesperado? Nuestra situación tampoco era especialmente halagüeña.
  
  Beth permanecía en posición de tiro, cara a la popa, y procuraba afianzar su arma en el respaldo de su asiento.
  
  —John, gira en redondo y nos colocaremos tras él —dijo.
  
  —Beth, no soy un comandante de la Marina y esto no es un combate naval.
  
  —¡No quiero tenerlo a nuestra espalda!
  
  —No te preocupes. Limítate a vigilar —respondí, echando una ojeada al indicador de combustible, que marcaba entre un octavo y vacío—. No tenemos suficiente gasolina para maniobrar.
  
  —¿Crees que todavía se dirige a Plum Island? —preguntó Beth.
  
  —Allí es donde está el oro.
  
  —Pero sabe que lo hemos descubierto.
  
  —Razón por la cual no dejará de intentar matarnos, o por lo menos de presenciar que zozobramos y nos ahogamos.
  
  —¿Cómo hemos logrado situarnos delante de él? —preguntó después de unos instantes de silencio.
  
  —Supongo que navegábamos más de prisa: las leyes de la física.
  
  —¿Tienes algún plan?
  
  —No. ¿Y tú?
  
  —¿Ha llegado el momento de dirigirse a un puerto seguro?
  
  —Tal vez. Pero no podemos retroceder; no quiero tener que verme de nuevo con el rifle de Freddie.
  
  Beth encontró la carta de navegación plastificada en cubierta y la abrió sobre el salpicadero.
  
  —Eso de ahí debe de ser el faro de Long Beach —dijo mientras señalaba.
  
  Miré hacia adelante, a mi derecha, y vislumbré una luz tenue que parpadeaba.
  
  —Si nos dirigimos a la izquierda del faro —prosiguió—, puede que veamos algunos indicadores del canal que nos conduzcan a East Marion o a Orient. Podemos desembarcar en algún lugar y llamar a los guardacostas o al personal de seguridad de Plum Island para advertirles de la situación.
  
  Miré la carta, iluminada por la suave luz del salpicadero.
  
  —Es imposible navegar con este barco, en esta tormenta, por esos estrechos canales —respondí—. El único lugar al que podría llegar es Greenport, o tal vez Dering, pero Freddie está entre nosotros y esos puertos.
  
  —En otras palabras —dijo Beth después de reflexionar unos instantes—, ahora ya no le perseguimos a él, sino que él nos persigue a nosotros hacia alta mar.
  
  —Bueno… podríamos decir que le conducimos a una trampa.
  
  —¿Qué trampa?
  
  —Sabía que me lo preguntarías. Confía en mí.
  
  —¿Por qué?
  
  —¿Por qué no? —dije al tiempo que soltaba un poco los aceleradores y el Fórmula se estabilizaba ligeramente—. A decir verdad, me gusta cómo están las cosas. Ahora sé con seguridad dónde se encuentra y hacia dónde se dirige. Prefiero ocuparme de él en tierra firme. Le esperaremos en Plum Island.
  
  —Bien —dijo Beth mientras doblaba la carta y miraba por encima del hombro—. Nos supera en armas y en embarcación.
  
  —Correcto —respondí, fijando el rumbo a la derecha del faro, hacia la bahía de Gardiners y en dirección a Plum Island—. ¿Cuánta munición te queda?
  
  —Me quedan nueve disparos en la pistola y un cargador de quince en el bolsillo —respondió.
  
  —Con eso basta —dije y la miré fugazmente—. Has disparado muy bien ahí atrás.
  
  —No mucho.
  
  —Le has impedido apuntar y puede que le hayas alcanzado.
  
  No respondió.
  
  —Oí el último disparo junto al oído antes de hacer impacto en el parabrisas. ¡Maldita sea! Como en los viejos tiempos en la ciudad. Por cierto, ¿estás bien?
  
  —Pues…
  
  —¿Qué te ocurre? —pregunté inmediatamente, mirándola.
  
  —No estoy segura…
  
  —¿Beth? ¿Qué ocurre?
  
  Vi que movía la mano izquierda sobre el impermeable y hacía una mueca. Cuando sacó la mano estaba cubierta de sangre.
  
  —Maldita sea —exclamó.
  
  Me quedé literalmente sin habla.
  
  —Es curioso —dijo Beth—. No me había dado cuenta de que me había alcanzado… luego he sentido un calor… Pero no tiene importancia… es sólo una rozadura.
  
  —¿Estás… segura?
  
  —Sí… Siento por donde ha pasado…
  
  —Déjame ver. Acércate.
  
  Se acercó a mí, junto al timón, se situó de espaldas a la proa, se desabrochó el chaleco salvavidas y se levantó la blusa y el impermeable. Su costado, entre el pecho y la cadera, estaba cubierto de sangre.
  
  —Tranquila —dije mientras la palpaba.
  
  Toqué la herida y comprobé con alivio que era realmente superficial, a lo largo de la costilla inferior. El corte era hondo, pero no llegaba al hueso.
  
  Beth suspiró cuando mis dedos tocaban la herida.
  
  —No hay peligro —dije, retirando la mano.
  
  —Ya te lo había dicho.
  
  —Me divierte hurgar en las heridas de bala. ¿Duele?
  
  —Antes no dolía, pero ahora sí.
  
  —Baja al camarote y busca el botiquín.
  
  Beth descendió por la escalera.
  
  Escudriñé el horizonte. A pesar de la oscuridad, logré distinguir las dos masas de tierra que señalaban el fin del estrecho relativamente calmado.
  
  Al cabo de un minuto estábamos en la bahía de Gardiners. A los dos minutos, el mar estaba como si alguien hubiera pulsado el botón de enjuagar y centrifugar. Aullaba el viento, azotaban las olas, el barco estaba casi descontrolado y yo contemplaba las alternativas.
  
  Beth emergió a trompicones del camarote y se agarró al asa del salpicadero.
  
  —¿Estás bien? —pregunté a gritos, por encima del ruido del viento y de las olas.
  
  —¡John! ¡Debemos regresar! —exclamó después de asentir.
  
  Sabía que tenía razón. El Fórmula no estaba fabricado para navegar en aquellas condiciones, ni yo tampoco. Entonces recordé las palabras de Tom Gordon una noche en la terraza de mi casa, parecía que hacía una eternidad: «Un barco en puerto es un barco seguro, pero un barco no es para eso». A decir verdad, ya no me asustaba el mar ni, para el caso, la posibilidad de mi propia muerte. Funcionaba a base de pura adrenalina y odio. Volví la cabeza hacia Beth y se cruzaron nuestras miradas. Parecía comprender, pero no deseaba compartir mi crisis psicótica.
  
  —John —dijo Beth—, si morimos se saldrá con la suya. Debemos refugiarnos en algún puerto o en alguna cala.
  
  —No puedo… nos estrellaríamos contra las rocas y se hundiría el barco. Debemos seguir.
  
  No respondió.
  
  —Podemos atracar en Plum Island —agregué—. Puedo entrar en la ensenada. Está bien señalizada e iluminada. Tienen su propio generador.
  
  Abrió de nuevo la carta de navegación y la miró fijamente, como si intentara encontrar una respuesta a nuestro dilema. En realidad, como yo ya había señalado, los únicos puertos posibles, Greenport y Dering, estaban a nuestra espalda y entre nosotros y dichos puertos se encontraba Tobin.
  
  —Ahora que estamos en mar abierto —dijo Beth—, deberíamos poder dar un rodeo sin cruzarnos con él y regresar a Greenport.
  
  —Beth, debemos permanecer en el canal señalizado —respondí mientras movía la cabeza—. Si perdemos de vista esas señales, estaremos acabados. Circulamos por una estrecha pista, con un individuo con un rifle a nuestra espalda, y sólo podemos seguir adelante.
  
  Por su forma de mirarme, comprendí que no estaba plenamente convencida de lo que le decía, lo que era comprensible porque no le había revelado toda la verdad. En realidad, yo quería matar a Fredric Tobin. Cuando creía que había asesinado a Tom y a Judy, me satisfacía la perspectiva de que acabara con él el gran Estado de Nueva York. Pero ahora, después de asesinar a Emma, debía ocuparme personalmente de él. Llamar a los guardacostas o al servicio de seguridad de Plum Island no bastaría para vengarme. Y, hablando de venganza, me pregunté dónde estaría en ese momento Paul Stevens.
  
  —Ya han muerto cinco personas inocentes, John —dijo Beth, irrumpiendo en mis pensamientos—, y ninguna lo merecía. No voy a permitir que acabes con mi vida ni con la tuya. Vamos a regresar. Ahora.
  
  —¿Vas a amenazarme con tu pistola? —pregunté después de mirarla.
  
  —Si me obligas…
  
  —Beth, puedo navegar en estas condiciones —respondí sin dejar de mirarla fijamente—. Sé que puedo hacerlo. No nos ocurrirá nada. Confía en mí.
  
  Me miró durante mucho tiempo antes de hablar.
  
  —Tobin ha asesinado a Emma Whitestone ante tus propias narices y eso supone un ataque a tu virilidad, un insulto a tu imagen machista y a tu ego. Eso es lo que te impulsa, ¿no es cierto?
  
  —En parte —respondí, ya que no tenía ningún sentido mentir.
  
  —¿Cuál es la otra parte?
  
  —Pues… me estaba enamorando de ella.
  
  Beth asintió. Parecía reflexionar.
  
  —Si de todos modos vas a lograr que nos matemos, no tienes por qué ignorar toda la verdad.
  
  —¿Toda la verdad?
  
  —El asesino de Emma Whitestone… y supongo que fue Tobin… la violó antes.
  
  No respondí. También debo decir que no estaba completamente sorprendido. Todo hombre tiene una faceta primitiva, incluidos los petimetres como Fredric Tobin y, cuando ese lado oscuro se convierte en dominante, se manifiesta de un modo previsible y muy aterrador. Podía afirmar haberlo visto todo: violaciones, torturas, secuestros, mutilaciones, asesinatos y todo el resto del código penal. Pero ésta era la primera vez que el delincuente me mandaba un mensaje personal. Y yo no reaccionaba con mi sosiego habitual. La había violado. Y, cuando se lo hacía a ella, me lo hacía, o creía hacérmelo, a mí.
  
  Guardamos un rato de silencio. En realidad, el ruido de los motores, del viento y de las olas dificultaba la conversación y no me importaba.
  
  Beth se sentó en el asiento de la izquierda y se sujetó firmemente los brazos, mientras el barco se balanceaba, cabeceaba, guiñaba y todo lo demás, salvo rodar y zambullirse.
  
  Permanecí de pie al timón, afianzado contra el asiento. El viento soplaba por el cristal roto del parabrisas y la lluvia llegaba por todas partes. Nos quedaba poco combustible y yo estaba frío, mojado, agotado y muy trastornado por la imagen de Tobin abusando de Emma. Beth estaba extrañamente silenciosa, casi catatónica, con la mirada fija en cada una de las olas que se acercaban.
  
  Por fin pareció resucitar y miró por encima del hombro. Sin decir palabra, se levantó de su silla para dirigirse a la popa del barco. Volví momentáneamente la cabeza y vi que se agachaba en la popa, mientras desenfundaba su nueve milímetros. Miré a nuestra espalda, pero sólo vi muros de olas que seguían al barco. Luego, cuando el Fórmula se elevó sobre una ola de tamaño considerable, vi el puente superior del Chris Craft a nuestra espalda, a no más de veinte metros, que reducía velozmente la distancia que nos separaba. Tomé una decisión y reduje la velocidad, dejando sólo la potencia necesaria para controlar el barco. Beth se percató de la disminución de revoluciones en los motores y volvió la cabeza para mirarme y asintió para indicar que lo comprendía. Se centró de nuevo en el Chris Craft y apuntó. Debíamos enfrentarnos a la bestia.
  
  Tobin no advirtió la repentina diferencia de velocidad y, antes de darse cuenta, estaba a menos de siete metros del Fórmula sin haber preparado su rifle. Antes de que lo hiciera, Beth disparó repetidamente a la figura oscura en la ventana de la cámara. Yo lo observaba, mirando la mitad del tiempo al frente para mantener el barco aproado a las olas y la otra mitad a la popa, para asegurarme de que no le sucedía nada a Beth.
  
  Tobin parecía haber desaparecido y me pregunté si algún balazo lo habría alcanzado. Pero entonces se encendió de pronto un foco en la proa del Chris Craft, que iluminó el Fórmula y a Beth, agachada en la popa.
  
  —Maldita sea.
  
  Beth estaba introduciendo el último cargador en su Glock y Tobin, de nuevo en la ventana, había soltado el timón y apuntaba su rifle con ambas manos.
  
  Desenfundé mi treinta y ocho, di media vuelta y apoyé la espalda contra el timón, para mantenerlo firme mientras apuntaba. El rifle de Tobin apuntaba a Beth, a menos de cinco metros de distancia.
  
  Durante una fracción de segundo, todo pareció quedar paralizado: los barcos, Beth, Tobin, yo y el propio mar. Disparé. El cañón del rifle de Tobin, que claramente apuntaba a Beth, se dirigió de pronto hacia mí y vi un fogonazo casi en el mismo momento en que el Chris Craft, sin ninguna mano que sujetara el timón, viraba bruscamente a babor y Tobin erraba el disparo. Ahora el Chris Craft estaba perpendicular al Fórmula y vi a Tobin por la ventana lateral del camarote. Él también me vio y se cruzaron nuestras miradas. Efectué otros tres disparos y se rompió la ventana en añicos. Cuando miré de nuevo, había desaparecido.
  
  Ahora me percaté de que el Chris Craft remolcaba el pequeño ballenero que había visto en el cobertizo; ya no me cabía la menor duda de que Tobin intentaba utilizarlo para desembarcar en Plum Island.
  
  El Chris Craft se movía a bandazos sin rumbo fijo y era evidente que no había nadie al timón. Cuando me preguntaba si le habría alcanzado, se aproó muy decididamente a nosotros y nos iluminó de nuevo con el foco. Beth disparó contra la luz, que estalló al tercer disparo con un aluvión de chispas y cristales.
  
  Tobin, a quien no se desalentaba con facilidad, aceleró los motores del Chris Craft y su proa se acercó a la popa del Fórmula. Nos habría embestido, de no haber sido porque Beth había sacado la pistola de bengalas y la disparó contra el parabrisas del puente del yate. Se produjo una cegadora explosión blanca fosforescente y el Chris Craft viró, cuando Tobin seguramente soltó el timón para protegerse. Era incluso posible que se hubiera quemado, cegado o que estuviera muerto.
  
  —¡Acelera! ¡Acelera! —exclamó Beth.
  
  Había empujado ya las palancas de los aceleradores y el Fórmula cobraba velocidad.
  
  Vi llamas en el puente del Chris Craft. Beth y yo nos miramos, mientras ambos nos preguntábamos si habríamos tenido suerte. Pero mientras observábamos el barco de Tobin a nuestra espalda, parecieron sosegarse las llamas y, a unos doce metros de distancia, oímos el crujido de su bocina y una vez más la voz de aquel pequeño cabrón.
  
  —¡Corey! ¡Voy a por ti! ¡Y a por ti, señora puta! ¡Os mataré a ambos! ¡Os mataré!
  
  —Creo que habla en serio —dije.
  
  —Cómo se atreve a llamarme puta.
  
  —Es evidente que sólo pretende provocarte. ¿Cómo puede saber que eres una puta si no te conoce? Quiero decir, si lo fueras.
  
  —Sé lo que quieres decir.
  
  —Entendido.
  
  —Larguémonos de aquí, John. Se acerca de nuevo.
  
  —De acuerdo —respondí, empujando de nuevo las palancas de los aceleradores.
  
  Pero, a mayor velocidad, el Fórmula era inestable y, al producirse el impacto con la siguiente ola, se elevó tanto la proa que creí que íbamos a dar un salto mortal en el aire. Oí que Beth gritaba y temí que se hubiera caído por la borda, pero cuando el barco alcanzó de nuevo la superficie del agua, Beth rodó por cubierta hasta medio camino de la escalera, donde permaneció inmóvil.
  
  —¿Estás bien? —pregunté.
  
  —Sí —respondió después de levantarse.
  
  Movió la cabeza y se situó entre el asiento y el salpicadero.
  
  —Tú preocúpate de las olas y de las señales del canal, yo vigilaré a Tobin —dijo entonces.
  
  —De acuerdo.
  
  Se me ocurrió que tal vez Beth tenía razón, debería dar la vuelta para situarme a la espalda de Tobin, en lugar de que fuera él quien se nos acercara de nuevo por la popa. Puede que no nos viera, si estaba cómodamente sentado en su camarote al resguardo de la lluvia, y lográramos abordar su barco. Pero si nos veía, nos íbamos a enfrentar de nuevo al cañón de su rifle.
  
  Nuestra única ventaja era la velocidad, que no podíamos aprovechar plenamente en aquellas condiciones.
  
  —Muy bien. Bien pensado —dije.
  
  Beth no respondió.
  
  —¿Te queda alguna bengala?
  
  —Otras cinco.
  
  —Bien.
  
  —No demasiado; he perdido la pistola de bengalas.
  
  —¿Quieres que volvamos a buscarla?
  
  —Estoy harta de tus chistes.
  
  —Yo también. Pero no tenemos otra cosa.
  
  Avanzamos en silencio por la tormenta, que además empeoraba.
  
  —Tuve la sensación de que estaba muerta —dijo por fin Beth.
  
  —No podemos permitir que vuelva a acercarse tanto —respondí.
  
  —Dejó de apuntarme para dispararte a ti —comentó después de mirarme.
  
  —Es la historia de mi vida. Cuando a alguien le queda una sola bala, me elige a mí.
  
  Casi sonrió y después descendió al camarote. Transcurrido menos de un minuto, regresó y me entregó otra cerveza.
  
  —Cada vez que te portes bien, recibirás una cerveza —dijo.
  
  —Ya no me quedan muchos trucos. ¿Cuántas cervezas tienes?
  
  —Dos.
  
  —Las justas.
  
  Consideré las alternativas y me percaté de que las había agotado prácticamente todas. Ahora ya sólo quedaban dos puertos posibles: el muelle del transbordador, en Orient Point, y la ensenada de Plum Island. Ahora estábamos probablemente cerca de Orient Point, a nuestra izquierda, y Plum Island se encontraba tres kilómetros más adelante. Miré el indicador de combustible: la aguja estaba en la parte roja, pero no llegaba todavía a la v de vacío.
  
  El mar estaba ahora tan revuelto que durante largos períodos no lograba ver siquiera las señales del canal. Sabía que Tobin, desde su elevado puente, tenía mejor visibilidad de las señales y de nosotros. Mientras pensaba en ello, de pronto se me ocurrió que debía de tener un radar, un radar de superficie, gracias al cual nos había encontrado. Y también debía de disponer de un sonar, lo que facilitaba enormemente su navegación aunque perdiera de vista las señales del canal. En resumen, el Sandra no era equiparable al Autumn Gold.
  
  —Maldita sea.
  
  De vez en cuando y con mayor frecuencia, rompía una ola sobre la proa o los costados del barco y percibía que el Fórmula era cada vez más pesado. En realidad, estaba seguro de que navegaba más hundido en el agua. El peso adicional también nos obligaba a avanzar más despacio y gastar más combustible. Me percaté de que Tobin podía alcanzarnos a nuestra velocidad actual. También me di cuenta de que perdíamos nuestra batalla contra el mar, además de nuestro combate naval.
  
  Miré de reojo a Beth, ella lo percibió y también me miró.
  
  —En caso de que volquemos o nos vayamos a pique, quiero que sepas que en realidad me gustas.
  
  —Lo sé —respondí con una sonrisa—. Lo siento. Nunca debí…
  
  —Conduce y calla.
  
  Me concentré de nuevo en el timón. El Fórmula avanzaba ahora con tanta lentitud que las olas se subían a la popa. En poco tiempo se anegaría el barco, se inundarían los motores o nos alcanzaría Tobin, sin que en esta ocasión pudiéramos huir de él.
  
  Beth vigilaba por si veía a Tobin y, naturalmente, no pudo evitar darse cuenta de que las olas se subían a la popa y el barco navegaba cada vez más hundido en el agua.
  
  —John, va a inundarse el barco.
  
  Miré de nuevo el indicador de gasolina. Nuestra única oportunidad en esa situación consistía en acelerar los motores y ver lo que sucedía. Llevé la mano a los aceleradores y los empujé a fondo.
  
  El Fórmula avanzó, lentamente al principio, pero luego cobró velocidad. A pesar de que ahora entraba menos agua por la popa, la proa golpeaba violentamente las olas que teníamos delante. Tan violentos eran en realidad los impactos que daban la sensación de golpear un muro de ladrillo cada cinco segundos. Creí que la embarcación se desintegraría, pero el casco de fibra de vidrio resistía.
  
  Beth subía y bajaba sujeta a su asiento a cada impacto de las olas.
  
  Mantener los aceleradores a fondo funcionaba en lo concerniente a mantener el control de la embarcación y evitar que se inundara, pero no favorecía el consumo de combustible. Sin embargo, no tenía otra alternativa. En el gran reino de las transacciones, había cambiado la certeza de hundirnos en ese momento por la de quedarnos pronto sin combustible. Menudo negocio.
  
  Pero mi experiencia con los indicadores de combustible, desde que tuve mi primer coche, es que pecan por defecto o por exceso respecto a la cantidad real de gasolina que uno tiene. No sabía en qué sentido mentía ese indicador, pero no tardaríamos en averiguarlo.
  
  —¿Cómo va el combustible? —preguntó Beth.
  
  —Bien.
  
  —¿Quieres que paremos en una gasolinera y pidamos direcciones? —preguntó intentando un tono de voz alegre.
  
  —No. Los hombres de verdad no piden direcciones y disponemos de suficiente combustible para llegar a Plum Island.
  
  Beth sonrió.
  
  —Baja un rato al camarote —dije.
  
  —¿Y si volcamos?
  
  —El barco pesa demasiado para volcar. En todo caso nos hundiremos, pero lo sabrás con un buen margen de tiempo. Descansa un poco.
  
  —De acuerdo.
  
  Beth bajó al camarote. Saqué la carta de navegación de la guantera abierta y dividí mi atención entre la carta y el mar. A la izquierda, en la lejanía, vislumbré una luz parpadeante y comprendí que se trataba del faro de Orient Point. Miré la carta. Si viraba ahora al norte, probablemente me iba a encontrar con los muelles del transbordador de Orient Point. Pero había tantas rocas y tantos bancos de arena entre el puerto y el faro que necesitaría un milagro para sortearlos. La otra posibilidad consistía en seguir otros tres kilómetros aproximadamente e intentar llegar a la ensenada de Plum Island. Pero eso significaba penetrar en el estrecho de Plum, que ya era bastante traidor con las mareas y vientos habituales. En una tormenta o un huracán, bueno… sería como mínimo un reto.
  
  Beth subió por la escalera tambaleándose de costado y de frente. Agarré su mano tendida, la ayudé a subir a cubierta y me ofreció una barra de chocolate envuelta.
  
  —Gracias —dije.
  
  —Abajo, el agua llega a la altura de los tobillos —dijo Beth—. Las bombas de la sentina siguen funcionando.
  
  —Bien. El barco parece un poco más ligero.
  
  —Estupendo. Descansa. Yo conduciré.
  
  —Estoy bien. ¿Cómo va tu pequeño rasguño?
  
  —Bien. ¿Cómo va tu pequeño cerebro?
  
  —Lo he dejado en la orilla.
  
  Mientras me comía el chocolate, le expliqué nuestras alternativas.
  
  —¿De modo que podemos estrellarnos contra las rocas de Orient Point o ahogarnos en el estrecho? —preguntó después de comprender perfectamente nuestras opciones.
  
  —Exactamente —respondí, dando unos golpecitos en el indicador de combustible—. Hemos pasado sobradamente el punto de regreso a Greenport.
  
  —Creo que allí perdimos nuestra oportunidad.
  
  —Supongo… Pero dime, ¿Orient o Plum?
  
  —Hay demasiados obstáculos para la navegación entre aquí y Orient —respondió después de examinar un rato la carta—. No veo ninguna señal del canal que conduzca a Orient —añadió mirando a su izquierda—. No me sorprendería que algunas se hubieran soltado y las hubiera arrastrado el oleaje.
  
  —Seguro —afirmé.
  
  —Y olvídate del estrecho —dijo Beth—. Se necesita por lo menos un transatlántico para cruzarlo con esta tormenta. Si tuviéramos suficiente combustible, podríamos esperar a que pasara el ojo del huracán —agregó antes de levantar la cabeza—. No tenemos ninguna alternativa.
  
  Y puede que fuera cierto. Tom y Judy me habían dicho en una ocasión que solía ser un error dejarse llevar por el instinto de dirigirse a tierra en una tormenta. La costa es traidora, es el lugar donde las olas pueden destrozar el barco, echarlo a pique o arrojarlo contra las rocas. En realidad, es menos peligroso enfrentarse a la tormenta en mar abierto, siempre y cuando se disponga de combustible o vela. Pero para nosotros no existía esa alternativa, porque teníamos a un individuo con un rifle y un radar pegado a la cola. No teníamos más remedio que seguir adelante y ver lo que Dios y la providencia nos deparaban.
  
  —Mantendremos el rumbo y la velocidad —respondí.
  
  —De acuerdo. Eso es lo único que podemos hacer… —afirmó—. ¿Qué diablos…?
  
  Volví la cabeza y vi que Beth miraba fijamente hacia la popa. Yo también miré, pero no vi nada.
  
  —Lo he visto —dijo Beth—. Creo que lo he visto —agregó, de pie en la silla, donde mantuvo el equilibrio un segundo antes de caer sobre cubierta y levantarse de nuevo—. ¡Está pegado a nuestra cola!
  
  —¡Maldita sea!
  
  Ahora sabía con certeza que ese cabrón tenía un radar y me alegré de no haber intentado dar un rodeo para situarme a su espalda.
  
  —No es que tengamos mala suerte —agregué—, es que dispone de un radar. Nos ha tenido localizados desde el primer momento.
  
  —No hay adonde correr ni dónde esconderse —asintió Beth.
  
  —Sin duda no hay dónde esconderse, pero intentemos correr.
  
  Empujé a fondo las palancas de los aceleradores y aumentó la velocidad.
  
  Guardamos silencio mientras el Fórmula cortaba violentamente las olas. Calculé que nuestra velocidad era de unos veinte nudos, aproximadamente un tercio de lo que era capaz el barco en un mar tranquilo y sin la sentina y el camarote llenos de agua salada. Supuse que el Chris Craft era capaz de, por lo menos, veinte nudos en aquellas condiciones y de ahí que lograra alcanzarnos.
  
  —John, se nos acerca —exclamó Beth.
  
  Al volver la cabeza, vi la vaga silueta del barco de Tobin sobre la cresta de una ola gigantesca, unos doce metros a nuestra espalda. Al cabo de unos cinco minutos, podría utilizar su rifle para dispararnos con bastante precisión, mientras que tanto mi treinta y ocho como la nueve milímetros de Beth eran bastante inútiles, salvo por algún disparo afortunado.
  
  —¿Cuánta munición te queda? —preguntó Beth.
  
  —Veamos… En el tambor caben cinco balas… he disparado cuatro… ¿Cuántos disparos le quedan al policía?
  
  —¡Esto no es un maldito chiste!
  
  —Intento hacer la situación más llevadera.
  
  Oí algunas palabras soeces en boca de la relamida señora Penrose y luego me preguntó:
  
  —¿No puedes sacarle más velocidad a este jodido artefacto?
  
  —Tal vez. Busca algo pesado en la cámara y destruye el parabrisas.
  
  Beth bajó y subió de nuevo con un extintor, que utilizó para romper el cristal del parabrisas. Luego lo arrojó por la borda.
  
  —A esta velocidad entra menos agua en el barco y las bombas de la sentina aligeran minuto a minuto el peso, de modo que lograremos acelerar un poco. Además —agregué—, quemamos ese pesado combustible.
  
  —No necesito una lección de física.
  
  Estaba enojada y eso era preferible a la sumisa resignación que antes se había apoderado de ella. Es bueno ponerse furioso cuando el hombre y la naturaleza conspiran contra ti.
  
  Beth descendió varias veces al camarote y en cada ocasión regresó con algo para tirar por la borda, incluida, lamentablemente, la cerveza del frigorífico. Logró transportar un televisor portátil por la escalera, que también acabó en el agua. Arrojó asimismo varias prendas de vestir y zapatos por la borda y se me ocurrió que si lográbamos despistar a Freddie, cabía la posibilidad de que si veía los restos podía creer que habíamos naufragado.
  
  Ganábamos un poco de velocidad, pero el Chris Craft reducía la distancia y era inevitable que muy pronto nos sometiera al fuego de su rifle.
  
  —¿Cuántas balas te quedan? —pregunté.
  
  —Nueve.
  
  —¿Sólo llevabas tres cargadores?
  
  —¿Sólo? Tú te paseas con un tirachinas de cinco disparos, sin una sola bala de repuesto, y tienes la osadía de… —De pronto dejó de hablar, se agachó tras su asiento y desenfundó su pistola—. Acabo de ver un fogonazo —explicó.
  
  Volví la cabeza y, efectivamente, ahí estaba el intrépido cabrón de Freddie en su puesto de tiro. Vi otro fogonazo. Dispararse de un barco a otro en plena tormenta es fácil, pero acertar es difícil. Así que no estaba excesivamente preocupado, pero llegaría el momento en que ambas embarcaciones estuvieran sobre la cresta de una ola, y Tobin tenía la ventaja de la altura y del cañón.
  
  Beth se reservaba sensatamente los disparos.
  
  Vi el faro de Orient Point directamente a mi izquierda y mucho más cerca que antes. Comprendí que la tormenta nos había arrastrado hacia el norte, a pesar de mantener rumbo este. También comprendí que sólo podía hacer una cosa y la hice: giré el timón a la izquierda y el barco se dirigió al estrecho.
  
  —¿Qué haces? —preguntó Beth.
  
  —Vamos al estrecho.
  
  —¡John, nos ahogaremos!
  
  —Si no lo hacemos, Tobin acabará por alcanzarnos con su rifle o nos embestirá con su barco y disfrutará viendo cómo nos ahogamos. Si nos hundimos en el estrecho, puede que él se hunda con nosotros.
  
  Beth no respondió.
  
  La tormenta procedía del sur y en el momento en que nos aproamos al norte, el barco cobró cierta velocidad. En menos de un minuto, avisté el contorno de Plum Island delante de mí, a la derecha. A mi izquierda se encontraba el faro de Orient. Puse rumbo a un punto entre el faro y la costa de Plum Island para penetrar de lleno en el estrecho.
  
  Al principio, Tobin nos siguió, pero, cuando empeoró el oleaje y el viento que soplaba entre ambas masas de tierra alcanzó proporciones supersónicas, le perdimos de vista y supuse que había abandonado la persecución. Estaba bastante seguro de lo que se proponía hacer a continuación y hacia adonde se dirigía. Esperaba seguir vivo dentro de quince minutos para comprobar si estaba en lo cierto.
  
  Estábamos ahora en el seno del estrecho, entre Orient Point al oeste y Plum Island al este, la bahía de Gardiners al sur y el canal de Long Island al norte. Recordé que Stevens nos había contado que un huracán, hacía varios siglos, había ahondado el fondo de aquella zona y lo comprendí. El mar parecía una lavadora, que levantaba todo del fondo: arena, algas, madera, escombros y toda clase de residuos. Era inútil intentar controlar el barco. El Fórmula no era más que un resto flotante a merced de la tormenta. En realidad, hizo capilla varias veces, que en lenguaje vulgar significa que giró sobre sí mismo, con la proa mirando alternativamente al sur, al este y al oeste, pero empujados siempre por la tormenta hacia el canal, que era por donde quería ir.
  
  La idea de llegar a la ensenada de Plum Island era casi irrisoria, al comprobar ahora lo horrendo de la situación.
  
  Beth logró llegar junto a mí, se situó entre mi espalda y la silla, y se agarró a mí con piernas y brazos, mientras yo sujetaba con todas mis fuerzas el timón. Era casi imposible hablar, pero acercó la boca a mi oído y dijo:
  
  —Estoy asustada.
  
  ¿Asustada? Yo estaba loco de terror. Aquélla era indudablemente la peor experiencia de mi vida, sin contar mi paseo hasta el altar.
  
  El Fórmula daba ahora tantos tumbos que estaba completamente desorientado. Había momentos en los que me daba cuenta de que habíamos despegado literalmente y era consciente de que el barco, que había demostrado una buena estabilidad en el agua, podía dar saltos mortales en el aire. Creo que sólo el agua de la sentina nos permitió mantener la posición correcta durante nuestras incursiones en la estratosfera.
  
  Tuve la serenidad de reducir al ralentí los motores, tan pronto me percaté de que las hélices pasaban más tiempo en el aire que en el agua. La administración del combustible es una estrategia a largo plazo y yo me encontraba en una situación a corto plazo, pero… nunca se sabe.
  
  Beth se sujetaba con más fuerza todavía, y de no haber sido por el peligro inminente de morir ahogados, me habría gustado. Dadas las circunstancias, esperaba que el contacto físico le proporcionara cierto alivio. Sé que conmigo funcionaba.
  
  —Si caemos al agua —me dijo al oído—, sujétame con fuerza.
  
  Asentí. Pensé de nuevo que Tobin había matado ya a cinco buenas personas y estaba a punto de causar la muerte a otras dos. Me parecía increíble que ese gusano inmundo hubiera causado realmente tanta muerte y dolor. Mi única explicación era que los individuos de poca estatura, con ojos pequeños y movedizos y mucho apetito eran despiadados y peligrosos. Tenían verdaderamente algo de que vengarse. Bueno, puede que eso no fuera todo.
  
  En todo caso, cruzamos el estrecho como un bólido en un tobogán. Paradójicamente, creo que fue la ferocidad de la tormenta lo que nos permitió llegar sanos y salvos, además de que probablemente estaba subiendo la marea. Toda la fuerza del mar, del viento y de la marea empujaba hacia el norte, eliminando de algún modo los peligrosos torbellinos que el viento y la marea provocan en el estrecho. Para ampliar la analogía, era la diferencia entre estar atrapado en la taza del váter cuando se tira de la cadena o verse propulsado por un desagüe.
  
  Estábamos ahora en el canal de Long Island y tanto el mar como el viento eran ligeramente más moderados. Aceleré los motores y nos dirigimos al este.
  
  Beth seguía agarrada a mi espalda, pero no con tanta fuerza.
  
  Delante de nosotros, a la derecha, se vislumbraba la oscura silueta del faro de Plum Island. Sabía que si lográbamos doblar aquel cabo, íbamos a estar un poco más protegidos del viento y del oleaje, como lo habíamos estado junto a Shelter Island. Plum Island no tenía tanta elevación como aquélla y estaba más expuesta al océano, pero debería de brindarnos cierta protección.
  
  —¿Estamos vivos? —preguntó Beth.
  
  —Por supuesto. Has sido muy valiente y muy tranquila.
  
  —Estaba muerta de miedo.
  
  —No importa.
  
  Solté una mano del timón y estreché la suya, fuertemente sujeta a mi barriga.
  
  Llegamos a sotavento de Plum Island y pasamos junto al faro a nuestra derecha. Ahora alcanzaba a ver el interior de la linterna del faro, donde distinguí un punto verde que parecía seguirnos, y se lo mostré a Beth.
  
  —Es un dispositivo de visión nocturna —respondió Beth—. Los hombres del señor Stevens nos observan.
  
  —Efectivamente —asentí—. Es prácticamente la única medida de seguridad que les queda en una noche como ésta.
  
  Plum Island nos protegía parcialmente del viento, y el mar estaba un poco más calmado. Oíamos las olas que azotaban la playa a unos cien metros de distancia.
  
  Entre la copiosa lluvia, llegué a distinguir el fulgor de unas luces tras los árboles y comprendí que se trataba de las luces de emergencia del laboratorio principal. Eso significaba que funcionaban todavía los generadores y eso, a su vez, indicaba que los filtros de aire y las purificadoras cumplían aún su cometido. Habría sido realmente injusto sobrevivir a la tormenta y luego morir por culpa del ántrax después de desembarcar en Plum Island.
  
  Beth me soltó y deslizó su pelvis entre mi silla y mi trasero.
  
  —¿Qué crees que le ha ocurrido a Tobin? —preguntó después de situarse junto a mí, agarrada al salpicadero.
  
  —Me parece que ha seguido por el sur de la isla. Seguramente cree que estamos muertos.
  
  —Probablemente —respondió Beth—. Yo también lo creía.
  
  —A no ser que mantenga contacto radiofónico con alguien en Plum Island, que sepa por el vigilante del faro que lo hemos logrado.
  
  —¿Crees que tiene un cómplice en Plum Island? —preguntó Beth después de reflexionar unos instantes.
  
  —No lo sé, pero pronto lo averiguaremos.
  
  —¿Y adónde se dirige Tobin ahora?
  
  —Sólo puede ir a un lugar y es éste, a este lado de la isla.
  
  —En otras palabras —asintió Beth—, se acerca en dirección contraria y nos lo encontraremos de frente.
  
  —Bueno, intentaré evitarlo. Pero sin duda ha de dirigirse a sotavento de la isla si lo que pretende es fondear y acercarse a la orilla con el ballenero.
  
  —¿Vamos a desembarcar? —preguntó Beth al cabo de unos segundos.
  
  —Eso espero.
  
  —¿Cómo?
  
  —Intentaré montar el barco sobre la playa.
  
  —Hay muchas rocas y encalladeros a lo largo de esta playa —dijo Beth después de consultar la carta.
  
  —Entonces encuentra un lugar donde no haya rocas ni encalladeros.
  
  —Lo intentaré.
  
  Seguimos rumbo este otros diez minutos. Miré el indicador de combustible y marcaba «Vacío». Comprendí que debía dirigirme a la playa porque si nos quedábamos sin combustible, el temporal nos iba a arrastrar a alta mar o a arrojarnos contra las rocas. Pero quería avistar por lo menos el barco de Tobin antes de desembarcar.
  
  —John, casi no nos queda combustible. Debes dirigirte a la playa —dijo Beth.
  
  —Un minuto.
  
  —No disponemos de un minuto; estamos a unos cien metros de la playa. Hazlo ahora.
  
  —Intenta avistar el Chris Craft delante de nosotros.
  
  Levantó los prismáticos que llevaba todavía colgados del cuello y miró por encima de la proa.
  
  —No, no veo ningún barco —dijo—. Dirígete a la playa.
  
  —Otro minuto.
  
  —No. Ahora. Lo hemos hecho todo a tu manera, ahora lo hacemos a la mía.
  
  —De acuerdo…
  
  Pero, antes de empezar a virar hacia la playa, de pronto cesó el viento y vi un increíble muro de nubes sobre nuestras cabezas. Pero aún más increíble fue ver el firmamento, rodeado de ese muro de nubes que giraba vertiginosamente como si estuviéramos en el fondo de un pozo. Luego vi las estrellas, que creía que nunca volvería a ver.
  
  —El ojo pasa por encima de nosotros —dijo Beth.
  
  El viento había amainado, pero el oleaje no. La luz de las estrellas se filtraba por aquella especie de agujero y alcanzábamos a ver la playa y el mar.
  
  —Adelante, John —exclamó Beth—. No tendremos otra oportunidad como ésta.
  
  Y tenía razón. Lograba ver las olas que rompían, lo que me permitía cronometrarlas, así como las rocas que salían del agua y el oleaje peculiar de los encalladeros y bancos de arena.
  
  —¡Adelante!
  
  —Un minuto. Quiero ver dónde desembarca ese cabrón, no quiero perderle en la isla.
  
  —¡John, estás sin combustible!
  
  —Sobra combustible. Busca el Chris Craft.
  
  Beth pareció resignarse a mi estupidez y levantó los prismáticos para escudriñar el horizonte. Después de lo que parecía media hora, pero que probablemente era sólo un minuto o dos, señaló y exclamó:
  
  —¡Allí!
  
  Me entregó los prismáticos. Miré a través de la oscura lluvia y, efectivamente, se distinguía una silueta en el negro horizonte, que podía ser el puente del Chris Craft o un montón de rocas.
  
  Después de acercarnos un poco más, comprobamos que se trataba realmente del Chris Craft y que permanecía bastante quieto, lo que indicaba que Tobin había echado por lo menos dos anclas, a proa y a popa. Le devolví a Beth los prismáticos.
  
  —Bien. Vamos a la playa. Sujétate. Vigila las rocas y obstáculos parecidos.
  
  Beth se arrodilló en su asiento, se inclinó hacia adelante y se agarró fuertemente al marco del parabrisas, desprovisto de cristal. Cuando se movía, advertía por la expresión de su cara que le dolía la herida.
  
  Viré noventa grados a estribor y aproé el barco hacia la lejana playa. Las olas empezaron a romper en la popa y aceleré los motores. Necesitaba aproximadamente un minuto de combustible.
  
  La playa se acercaba y se distinguía con mayor claridad. Las olas que la azotaban eran monstruosas y cada vez más ruidosas conforme nos acercábamos.
  
  —¡Banco de arena a proa! —exclamó Beth.
  
  Consciente de que no disponía de tiempo para maniobrar, aceleré a fondo y cruzamos el banco frotando la arena.
  
  La playa estaba ahora a menos de cincuenta metros y creí realmente que podíamos lograrlo. Entonces el Fórmula golpeó algo mucho más duro que un banco de arena, oí el ruido inconfundible de la fibra de vidrio cuando se quiebra y al cabo de una fracción de segundo se elevó el barco y cayó de nuevo con un gran estruendo.
  
  Miré a Beth y comprobé que seguía agarrada al marco del parabrisas.
  
  El barco era ahora muy pesado e imaginé la cantidad de agua que entraba con el casco partido. Los motores parecían trabajar forzados, incluso acelerados a fondo. Las olas nos empujaban hacia la playa, pero la resaca nos hacía retroceder entre el oleaje. Nuestro progreso, si es que avanzábamos, era mínimo. Entretanto, el barco se llenaba de agua, que alcanzaba ya el peldaño inferior de la escalera.
  
  —¡No avanzamos! —exclamó Beth—. ¡Arrojémonos al agua!
  
  —¡No! No nos movamos del barco. Esperaremos la ola perfecta.
  
  Mientras esperábamos, veíamos que se acercaba la orilla y luego retrocedía durante unos seis ciclos de olas. Volví la cabeza para ver cómo se formaba el oleaje. Por fin vi cómo crecía una ola gigantesca a nuestra espalda y puse el Fórmula, casi inundado, en punto muerto. El barco retrocedió ligeramente y se subió a la ola justo en la cresta ascendente.
  
  —¡Agáchate y agárrate fuerte! —exclamé.
  
  Beth se agachó y se agarró a la base de la silla.
  
  La ola nos propulsó como una tabla en su cresta elevada con tanta fuerza que el Fórmula, de cuatro toneladas, con varias toneladas adicionales de agua, avanzó como un cesto de mimbre en una cascada. Yo anticipaba un desembarco anfibio, que sería una caída desde el aire.
  
  Mientras salíamos disparados hacia la playa, tuve la serenidad de desconectar los motores, de modo que si sobrevivíamos al aterrizaje no hiciera explosión el Fórmula, en el supuesto de que quedara algo de combustible. También me preocupaba que las hélices nos decapitaran.
  
  —¡Agárrate fuerte! —exclamé.
  
  —¿En serio? —respondió Beth.
  
  Aterrizamos en la playa de proa entre olas. El Fórmula rodó de costado y ambos saltamos del barco en el momento que azotaba una nueva ola. Encontré una piedra saliente, que rodeé con el brazo, y agarré la muñeca de Beth con la otra mano. La ola rompió, retrocedió, y echamos a correr como el diablo hacia el interior. Beth se sujetaba el costado herido.
  
  Llegamos a un acantilado erosionado y empezamos a escalar por la arena mojada, la arcilla y el óxido férreo, que se desprendían a grandes pedazos.
  
  —Bien venido a Plum Island —dijo Beth.
  
  —Gracias.
  
  De algún modo, llegamos a la cima y nos desplomamos sobre la hierba, donde permanecimos un largo minuto. Luego me incorporé y contemplé la playa a nuestros pies. El Fórmula había volcado y vi que su casco blanco estaba completamente abierto. Rodó de nuevo cuando la resaca lo arrastró hacia el mar, se enderezó momentáneamente, luego zozobró de nuevo y otra ola lo arrojó a la playa.
  
  —No me gustaría estar en ese barco —dije.
  
  —Y a mí no me gusta estar en esta isla —respondió Beth.
  
  —Salimos del fuego para caer en las Brasas —dije.
  
  —¿Te importaría mantener la boca cerrada unos cinco minutos?
  
  —Con mucho gusto.
  
  A decir verdad, me sentó bien el silencio relativo después de horas de viento, lluvia y el ruido de los motores. En realidad, llegaba a oír los latidos de mi corazón, las palpitaciones en mis oídos y el jadeo de mi pulmón. También oí una vocecita en mi interior que me decía:
  
  —Atención a los hombrecitos con grandes rifles.
  
  
  
  
  
  Capítulo 35
  
  
  
  
  Permanecimos sentados en la hierba para centrar de algún modo nuestras mentes y recuperar el aliento. Estaba mojado, cansado, frío, aturdido y, además, me dolía el pulmón herido. Había perdido mis zapatillas y me percaté de que Beth también iba descalza. La parte positiva era que estábamos vivos y que conservaba mi treinta y ocho en la pistolera. Desenfundé el revólver y me aseguré de que la única bala restante estuviera en el lugar adecuado del tambor para el siguiente disparo.
  
  —Yo también conservo la mía —dijo Beth después de palparse los bolsillos.
  
  Todavía llevábamos puestos los impermeables y los chalecos salvavidas, pero me percaté de que Beth había perdido los prismáticos que antes colgaban de su cuello.
  
  Observamos el mar y las nubes aterradoras que giraban en torno al ojo de la tormenta. No había cesado la lluvia, pero ya no era tan abundante como antes. Cuando uno está empapado hasta los huesos, un poco de lluvia carece de importancia. Lo que me preocupaba era la hipotermia que podía sobrevenirnos si permanecíamos demasiado tiempo inmóviles.
  
  —¿Cómo está el corte de tu frente? —pregunté después de mirar a Beth.
  
  —Bien —respondió—. Lo he limpiado con agua salada.
  
  —Estupendo. ¿Y tu herida de bala?
  
  —Espléndida.
  
  —¿Y los demás golpes y contusiones?
  
  —Todos y cada uno en perfecto estado.
  
  Me pareció advertir cierto sarcasmo en su tono de voz. Me puse de pie y sentí que me flaqueaban las piernas.
  
  —¿Estás bien? —preguntó Beth.
  
  —Estupendamente —respondí, tendiéndole una mano para ayudarla a levantarse—. Nos hemos salvado del fuego pero seguimos en la brecha —agregué, mezclando dichos.
  
  —Creo que Tom y Judy Gordon se habrían sentido orgullosos de tu habilidad marinera —dijo Beth con toda seriedad.
  
  No respondí. Había implícita otra frase silenciosa, que diría aproximadamente: «Emma se sentiría orgullosa y halagada de ver lo que has hecho por ella».
  
  —Creo que deberíamos dirigirnos hacia el estrecho y buscar el laboratorio principal —dijo Beth.
  
  No respondí.
  
  —No podemos dejar de ver las luces —prosiguió—. Pediremos ayuda a la fuerza de seguridad de la isla y yo llamaré por teléfono o por radio a mi oficina.
  
  Tampoco respondí.
  
  —¿John?
  
  —No he venido hasta aquí para pedirle ayuda a Paul Stevens —respondí.
  
  —John, no estamos en muy buena forma, disponemos de cinco balas entre ambos y vamos descalzos. Ha llegado el momento de llamar a la policía.
  
  —Tú puedes ir al edificio principal si lo deseas. Yo voy en busca de Tobin.
  
  Di media vuelta y empecé a andar por el promontorio en dirección este, hacia donde había visto fondeado el barco de Tobin, a un kilómetro aproximadamente a lo largo de la playa.
  
  No me llamó, pero al cabo de un minuto caminaba junto a mí. Proseguimos en silencio. No nos quitamos los chalecos salvavidas, en parte porque abrigaban, pero supongo que también porque uno nunca sabe cuándo caerá de nuevo en la bebida.
  
  Los árboles llegaban al borde del acantilado erosionado y abundaban los matorrales. Descalzos, caminábamos cautelosamente y avanzábamos con lentitud.
  
  Había amainado el viento en el centro de la tormenta y el aire permanecía inmóvil. Oí incluso el piar de algunos pájaros. Sabía que donde estábamos la presión atmosférica era sumamente baja y, a pesar de no ser sensible habitualmente a las variaciones climáticas, me sentía más o menos… nervioso y supongo que también bastante fuera de mí. En realidad, tal vez lo que me sentía era hastiado y sanguinario.
  
  —¿Tienes algún plan? —preguntó Beth, en una especie de susurro.
  
  —Por supuesto.
  
  —¿En qué consiste tu plan, John?
  
  —Mi plan consiste en ser flexible.
  
  —Un magnífico plan.
  
  —Desde luego.
  
  Brillaba un poco la luna a través de las oscuras nubes y alcanzábamos a ver unos tres metros delante de nosotros. No obstante, era peligroso caminar al borde del precipicio debido a la erosión y decidimos adentrarnos en la isla, para seguir hacia el este por el camino de grava que había utilizado el autobús de Paul Stevens durante nuestra visita a Plum Island. Como el camino estaba cubierto de ramas y árboles caídos, no teníamos que preocuparnos de que nos sorprendiera algún vehículo de vigilancia.
  
  Nos sentamos a descansar sobre un tronco caído. Se veía el vaho de nuestra respiración en el aire húmedo. Me quité el chaleco salvavidas, el impermeable, la pistolera y luego el jersey de cuello alto, que logré romper por la mitad, y envolví los pies de Beth con la tela.
  
  —Voy a quitarme los calzoncillos. No mires de reojo.
  
  —No miraré de reojo. Pero ¿puedo observar?
  
  Me quité los ceñidos vaqueros empapados de agua y luego los calzoncillos, que rompí en dos.
  
  —¿Calzones cortos? Te había tomado por un individuo de calzoncillos ajustados.
  
  Por alguna razón, la señorita Penrose parecía estar de buen humor. Supongo que era la euforia postraumática de supervivencia. Envolví mis pies con los dos trozos de tela.
  
  —Haría donación de mis bragas —dijo Beth—, pero estaban tan mojadas cuando me cambié de ropa en el barco, que no me molesté en ponérmelas de nuevo. ¿Quieres mi blusa?
  
  —No, gracias. Con esto basta.
  
  Volví a ponerme los vaqueros, luego mi pistolera, directamente sobre la piel desnuda, el impermeable y el chaleco salvavidas. Tenía tanto frío que empecé a temblar.
  
  Examinamos la herida de bala de Beth, que, aparte de sangrar un poco, parecía estar bien.
  
  Seguimos por el camino sin asfaltar. El firmamento empezaba a oscurecerse de nuevo y sabía que no tardaría en llegar la segunda parte de la tormenta, que sería tan violenta como la primera.
  
  —Aquí es aproximadamente donde Tobin ha fondeado —susurré—. Ahora debemos proseguir con cautela y en silencio.
  
  Beth asintió. Salimos del camino para dirigimos por el bosque hacia el norte, hasta el borde del acantilado. Y, efectivamente, a unos cincuenta metros de la orilla estaba fondeado el Chris Craft, que capeaba el oleaje sujeto a las dos anclas que Tobin había bajado, a proa y a popa. A la tenue luz de la luna vimos el ballenero en la playa, a nuestros pies, y supimos que Tobin había desembarcado. Vimos también un cabo sujeto al ballenero, que subía por el acantilado y estaba atado a un árbol, cerca de donde nos habíamos agazapado.
  
  Permanecimos inmóviles, a la escucha, mirando en la oscuridad. Estaba bastante seguro de que Tobin se había dirigido hacia el interior de la isla.
  
  —Ha ido en busca del tesoro —susurré.
  
  —No podemos seguirle la pista, de modo que esperaremos a que regrese —respondió—. Entonces lo detendré.
  
  —Eres la bondad personificada.
  
  —¿Qué diablos significa eso?
  
  —Significa, señorita Penrose, que uno no detiene a la persona que ha intentado matarle tres veces.
  
  —No pensarás matarlo a sangre fría.
  
  —¿Quieres apostar algo?
  
  —John, he arriesgado mi vida en el barco por ayudarte. Ahora estás en deuda conmigo. Todavía soy responsable de este caso, soy policía y lo haremos a mi manera.
  
  No vi ninguna razón para discutir lo que ya estaba decidido en mi mente.
  
  Beth sugirió que soltáramos el cabo del ballenero para dejar que se lo llevara el oleaje y cortarle así la retirada a Tobin. Yo le señalé que si Tobin regresaba por la playa y descubría que el ballenero había desaparecido, le podía poner sobre aviso.
  
  —Espera aquí y cúbreme —dije.
  
  Me agarré al cabo y descendí unos cinco metros hasta el ballenero, en la playa rocosa. En la popa estaba la caja de plástico que había visto en el cobertizo, con diversos artículos en su interior, pero me percaté de que había desaparecido la sirena de aire comprimido. Probablemente, Fredric Tobin había deducido que yo la había descubierto y se desprendía de pequeñas piezas del rompecabezas. Pero no importaba porque no se enfrentaría a un jurado de doce personas.
  
  Encontré unos alicates y extraje la clavija que sujetaba la hélice al eje de transmisión. Hallé clavijas de repuesto en la caja y me las guardé en el bolsillo. También encontré una navaja de escamar y limpiar pescado, y me la guardé. Busqué una linterna, pero no había ninguna a bordo.
  
  Me sujeté al cabo para izarme de nuevo por el acantilado y hundí los pies envueltos en mi ropa interior en la arena de la ladera. En la cima, Beth me tendió una mano para ayudarme.
  
  —He retirado la clavija de la hélice —dije.
  
  —Bien —dijo Beth—. ¿La has guardado por si luego la necesitamos?
  
  —Sí, me la he tragado. ¿Tengo aspecto de estúpido?
  
  —No pareces estúpido, pero cometes estupideces.
  
  —Eso forma parte de mi estrategia.
  
  Le entregué las clavijas y me guardé la navaja.
  
  —Lamento los comentarios desagradables —dijo Beth para mi asombro—. Estoy un poco cansada y nerviosa.
  
  —No te preocupes.
  
  —Tengo frío. ¿Podemos… acurrucarnos?
  
  —¿Abrazarnos?
  
  —Acurrucarnos. Conviene acurrucarse para conservar el calor corporal.
  
  —Efectivamente. Lo he leído en algún lugar. De acuerdo…
  
  Con cierta torpeza nos acurrucamos o nos abrazamos, yo sentado sobre un tronco de árbol caído y Beth sobre mi regazo, con los brazos a mi alrededor y la cabeza hundida en mi pecho. Así estábamos un poco más calientes, aunque a decir verdad, dadas las circunstancias, la situación no era sensual ni nada por el estilo. Era sólo contacto humano, trabajo en equipo y supervivencia. Habíamos superado juntos muchos percances y ahora, cerca del fin, creo que ambos sentíamos que algo había cambiado entre nosotros desde la muerte de Emma.
  
  Además, había en todo eso un fuerte elemento de Robinson Crusoe o de La isla del tesoro y supongo que, en cierto modo, yo disfrutaba, como los chicos de todas las edades disfrutan al enfrentarse al hombre y la naturaleza. Sin embargo, tenía la clara impresión de que Beth Penrose no compartía mi entusiasmo juvenil. Las mujeres suelen ser más prácticas y, por lo general, es menos probable que les divierta revolcarse en el barro. También creo que el acecho y la matanza no atrae tanto a las féminas. Y eso era realmente el quid de la cuestión: acecho y matanza.
  
  Permanecimos un rato abrazados, escuchando el viento y la lluvia, y viendo cómo el Chris Craft se balanceaba y cabeceaba sobre las olas, sin dejar de vigilar la playa a nuestros pies y de escuchar por si oíamos pasos en el bosque.
  
  Por fin, al cabo de diez minutos, nos soltamos y me puse de pie para desentumecer mis articulaciones y me percaté de una inesperada rigidez en el viejo cigüeñal.
  
  —Ya no tengo tanto frío —dije.
  
  Beth permaneció sentada sobre el árbol caído, con los brazos alrededor de las rodillas, sin responder.
  
  —Intento ponerme en el pellejo de Tobin —declaré.
  
  —¿Y tiene su pellejo tanto frío como el nuestro? —dijo Beth.
  
  —Supongamos que se dirige hacia el interior de la isla, donde el tesoro está escondido.
  
  —¿Por qué el interior? ¿Por qué no en la playa?
  
  —Puede que el tesoro se encontrara originalmente cerca de la playa, tal vez en uno de estos acantilados, quizá éstos sean los arrecifes del capitán Kidd, pero, con toda probabilidad, los Gordon habrían trasladado el tesoro del túnel o agujero donde se encontrara, porque el agujero podría derrumbarse y deberían excavar de nuevo.
  
  —Probablemente.
  
  —Creo que los Gordon escondieron el tesoro en algún lugar del interior o los alrededores de Fort Terry o, tal vez, en el laberinto de fortificaciones de artillería que nos mostraron durante nuestra visita a la isla.
  
  —Posiblemente.
  
  —Así que en el supuesto de que Tobin sepa dónde está, ahora debe recogerlo y trasladarlo hasta aquí por el bosque. Puede que deba hacer dos o tres viajes, según lo pesado que sea el botín.
  
  —Podría ser.
  
  —Si yo estuviera en su lugar, iría a por el botín, lo traería hasta aquí y luego lo bajaría al ballenero. No intentaría regresar al Chris Craft con el ballenero con este temporal, ni trasladar el tesoro con este oleaje.
  
  —De acuerdo.
  
  —De modo que esperará en el ballenero hasta que amaine el temporal, pero querrá zarpar antes del amanecer, cuando todavía no circula el helicóptero ni los barcos patrulla.
  
  —También estoy de acuerdo. ¿Y?
  
  —Debemos intentar seguirle la pista y sorprenderle cuando recupere el botín. ¿De acuerdo?
  
  —No, no estoy de acuerdo. No sigo esa línea de razonamiento.
  
  —Es complicado, pero lógico.
  
  —Es realmente una estupidez, John. Lo lógico es quedarse aquí. Tobin volverá, pase lo que pase, y estaremos aquí esperándole.
  
  —Tú puedes esperarle. Yo voy a encontrar a ese hijo de puta.
  
  —No, no lo harás. Va mejor armado que tú y no voy a entregarte mi arma.
  
  —Voy a encontrarle —dije después de mirarnos mutuamente— y si aparece antes de que yo haya regresado…
  
  —Eso significará que probablemente te ha matado. Quédate aquí, John. La unión hace la fuerza. Sé racional.
  
  Desoí sus palabras, me agaché junto a ella y la cogí de la mano.
  
  —Baja al ballenero —dije—. De ese modo, le verás si se acerca por la playa o si desciende por la cuerda. Ocúltate entre las rocas. Cuando esté lo suficientemente cerca de ti para distinguirle claramente en la oscuridad, dispárale la primera bala al torso, luego acércate rápidamente y dispárale otra a la cabeza. ¿De acuerdo?
  
  Después de varios segundos asintió, sonrió y dijo:
  
  —Y entonces digo: «¡Alto, policía!».
  
  —Exactamente. Vas aprendiendo.
  
  Desenfundó su Glock de nueve milímetros y me la ofreció.
  
  —Sólo necesito una bala si regresa aquí —dijo—. Toma. Quedan cuatro balas. Dame la tuya.
  
  —El sistema métrico me confunde. —Sonreí—. Prefiero mi calibre treinta y ocho auténticamente americano, de seis disparos.
  
  —Cinco disparos.
  
  —Eso. Que no se me olvide.
  
  —¿Puedo convencerte de que no lo hagas?
  
  —No.
  
  Puede que un pequeño beso hubiera sido lo apropiado, pero supongo que ninguno de nosotros estaba de humor para eso. Le estrujé la mano, ella estrujó la mía, me puse de pie, di media vuelta y me alejé de ella entre los árboles del ventoso acantilado.
  
  A los cinco minutos llegué de nuevo al camino de grava. Bien, ahora soy Fredric Tobin. Puede que disponga de una brújula, pero tanto si la tengo como si no, soy lo suficientemente inteligente para saber que debo colocar alguna marca en uno de esos árboles, para señalar el camino al sitio de la playa donde he desembarcado.
  
  Miré a mi alrededor y, efectivamente, encontré un trozo de cuerda blanca entre dos árboles, a unos tres metros el uno del otro. Supuse que aquello indicaba la dirección que Tobin había tomado y aunque no disponía de brújula, ni del Empire State Building para orientarme, deduje que se había encaminado al sur. Avancé entre los árboles, procurando mantener la dirección señalada.
  
  A decir verdad, si no hubiera tenido la suerte de encontrar algo que indicara la dirección que Tobin había tomado, probablemente habría dado media vuelta y regresado junto a Beth. Pero tenía una sensación, casi una convicción, de que algo me empujaba hacia Fredric Tobin y el tesoro del capitán Kidd. Tenía una clara visión de mí mismo, Tobin y el tesoro, en la penumbra, rodeados de los muertos: Tom y Judy, los Murphy, Emma y el propio Kidd.
  
  Se elevó el terreno y pronto llegué al borde de un claro en el bosque. Al otro lado alcanzaba a vislumbrar la silueta de dos pequeños edificios en el oscuro horizonte. Me percaté de que estaba junto al abandonado Fort Terry.
  
  Busqué alguna señal y encontré un trozo de cuerda que colgaba de un árbol. Indicaba el lugar por donde Tobin había salido del bosque y por donde entraría a su regreso. Parecía que el sistema de navegación instintivo de mi cerebro funcionaba bastante bien. De haber sido un ave migratoria que se dirigiera al sur, habría estado en el rumbo adecuado para llegar a Florida.
  
  No me sorprendió que Tobin se dirigiera a Fort Terry. Prácticamente todos los caminos y senderos de Plum Island convergían en aquel lugar, donde había centenares de buenos escondrijos entre los edificios abandonados y las baterías de artillería.
  
  Sabía que si me quedaba donde estaba, podía tenderle una emboscada a su regreso. Pero me sentía más impulsado a la caza y al acecho que a la espera paciente de tenderle una emboscada.
  
  Esperé unos minutos mientras intentaba determinar si alguien con un rifle me esperaba al otro lado del claro. Después de haber visto centenares de películas de guerra, sabía que no debía cruzar el claro, sino rodearlo. Pero si lo hacía, corría el peligro de perder a Tobin o de desorientarme. Debía seguir su mismo camino. La lluvia era más copiosa y arreciaba el viento. Me sentía desgraciado. Eché la cabeza atrás, abrí la boca y el agua me refrescó la cara y la garganta. Me sentí mejor.
  
  Penetré en el claro y avancé por campo abierto en dirección sur. La ropa que hacía de calzado estaba hecha jirones y me dolían y sangraban los pies. No dejaba de recordarme que era más duro que el debilucho de Tobin, y que me bastaba con una bala y una navaja.
  
  Al acercarme al final del claro, vi una estrecha línea de árboles que lo separaba de la vasta extensión de Fort Terry. No tenía forma de saber hacia dónde se había dirigido Tobin y a partir de ahí ya no habría señales, porque los edificios serían ahora su punto de referencia. Lo único que podía hacer era seguir adelante.
  
  Zigzagueé de un edificio a otro en busca de algún indicio de Tobin. Al cabo de unos diez minutos, me encontré cerca del edificio del antiguo cuartel general. Me di cuenta de que lo había perdido, de que desde ahí podía haberse dirigido a cualquier lugar: al sur, hacia la playa de las focas; al oeste, hacia el edificio principal, o al este, hacia el saliente que se parecía a una chuleta. O podía estar oculto en algún lugar, a la espera de que me acercara. O también podía haberlo perdido de algún modo, como me había sucedido en el mar, y tenerlo a mi espalda. La situación no era halagüeña.
  
  Decidí comprobar el resto de los edificios del fuerte y eché a correr agachado hacia la capilla. De pronto oí el ruido de un disparo y me arrojé al suelo. Permanecía inmóvil cuando oí otro tiro. El ruido de los disparos era apagado, sin que le siguiera ningún chasquido agudo ni silbido sobre mi cabeza. Me percaté de que los disparos no iban dirigidos contra mí.
  
  Corrí hasta la pared de la capilla de madera y miré hacia el sitio del que parecían proceder los tiros. Alcancé a ver el parque de bomberos, a unos cincuenta metros de distancia, y comprendí que el ruido de los disparos era apagado porque se habían efectuado en su interior.
  
  Empecé a acercarme al parque de bomberos, pero me arrojé de nuevo al suelo cuando empezó a abrirse una de sus grandes puertas. Parecía abrirse a trompicones, como si alguien la levantara manualmente con una cuerda y una polea, y deduje que no disponían de fluido eléctrico. En realidad, en las ventanas del piso superior vi una luz que parpadeaba: velas o petróleo.
  
  Antes de verme obligado a decidir mi siguiente paso, salió del garaje una enorme ambulancia con las luces apagadas, que se dirigió al este por la carretera, hacia el estrecho cabo donde se encontraban las baterías de artillería abandonadas.
  
  El chasis de la ambulancia era muy elevado y pasaba sin dificultad sobre las ramas caídas en la carretera. Pronto desapareció en la oscuridad.
  
  Corrí hacia el parque de bomberos, tan de prisa como me lo permitieron mis pies descalzos, desenfundé mi revólver y entré por la puerta abierta del garaje, donde distinguí las siluetas de tres camiones.
  
  Había estado tanto tiempo bajo la lluvia, que su ausencia me resultó extraña durante unos diez segundos, pero me aclimaté con mucha rapidez.
  
  Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad, vi un poste de deslizamiento al fondo del garaje y un orificio en el techo, por el que se filtraba la luz parpadeante del piso superior. A la izquierda del poste había una ancha escalera. Con el revólver en la mano, subí por los crujientes peldaños. Era consciente de que no corría ningún peligro y sabía lo que me encontraría.
  
  La escalera terminaba en un dormitorio iluminado por unas lámparas de petróleo, a cuya luz vi dos individuos en sus catres y no tuve que acercarme para saber que estaban muertos. Ahora el número de personas conocidas asesinadas por Tobin ascendía a siete. Un absurdo juicio a la antigua usanza era definitivamente innecesario para saldarle las cuentas.
  
  Junto a cada cama había un par de botas y unos calcetines. Me senté en un banco, me puse unos gruesos calcetines y unas botas de goma que me iban bastante bien. Había taquillas en una pared y perchas en otra, de las que colgaban impermeables y jerséis. Pero ya le había quitado lo suficiente a un muerto y no porque fuera supersticioso.
  
  Tras el dormitorio había una pequeña cocina y, en ella, una mesa con una caja de buñuelos de chocolate. Cogí uno y me lo comí.
  
  Salí del edificio y me dirigí al este por la carretera que pasaba delante del parque de bomberos, tras las huellas de la ambulancia. El asfalto estaba cubierto de ramas aplastadas por el vehículo.
  
  Caminé aproximadamente un kilómetro e, incluso en la oscuridad, recordé aquella carretera de la visita guiada con Stevens. La lluvia era ahora intensa y el viento empezaba a romper de nuevo las ramas de los árboles. De vez en cuando oía un crujido que parecía el disparo de un rifle y me daba un vuelco el corazón, pero era el ruido de alguna rama quebrada que caía entre los árboles.
  
  La carretera asfaltada, cuyas cunetas estaban completamente inundadas, se había convertido en un torrente con el agua que caía del terreno más elevado a ambos lados, por el que yo intentaba avanzar penosamente entre barro y ramas caídas. Era definitivamente peor que la acera de mi casa. La naturaleza es imponente y, a veces, un asco.
  
  En todo caso, no prestaba suficiente atención a lo que tenía delante porque, cuando levanté la cabeza, la ambulancia estaba delante de mí, a cinco metros escasos. Me detuve inmediatamente, desenfundé mi revólver y apoyé una rodilla en el suelo. A través de la lluvia vi un enorme árbol caído frente al vehículo.
  
  La ambulancia ocupaba la mayor parte de la estrecha carretera y me acerqué por la cuneta de la izquierda, con el agua hasta las rodillas. Me asomé a la puerta del conductor, pero no había nadie en la cabina.
  
  Quería inutilizar el vehículo, pero las puertas estaban cerradas y el capó se abría desde el interior. ¡Maldita sea! Me arrastré bajo el elevado chasis del vehículo y saqué la navaja. No sé mucho sobre mecánica, pero Jack el Destripador tampoco era un experto en anatomía. Corté varios tubos, que eran conductos de agua, y parte del sistema hidráulico y, luego, para asegurarme, corté también algunos cables eléctricos. Razonablemente seguro de haber cometido motorcidio, salí de debajo del vehículo y seguí por la carretera.
  
  Me encontraba rodeado de fortificaciones de artillería, unas enormes ruinas de piedra, hormigón y ladrillo cubiertas de matorrales y plantas trepadoras, muy parecidas a las ruinas mayas que había visto en una ocasión en la selva, cerca de Cancún. En realidad, eso fue durante mi luna de miel. Esto no era ninguna luna de miel, pero aquello tampoco lo había sido.
  
  Seguí por la carretera principal, a pesar de que había numerosas sendas, rampas de hormigón y escaleras a ambos lados. Evidentemente, Tobin podía haber ido por cualquiera de aquellos caminos para penetrar en las fortificaciones. Comprendí que probablemente lo había perdido. Dejé de andar y me agaché junto a un muro de hormigón, que sobresalía de la carretera. Estaba a punto de retroceder cuando oí algo en la lejanía. Escuché, procurando aguantar mi ruidosa respiración, y lo oí de nuevo. Era un ruido agudo y quejumbroso, que por fin reconocí como el de una sirena. Procedía de muy lejos y apenas era audible entre el viento y la lluvia. Era un sonido agudo y prolongado a lo lejos, al oeste, seguido de otro corto y luego, de nuevo, otro prolongado. Era, evidentemente, una sirena eléctrica de alarma, procedente probablemente del edificio principal.
  
  De niño había aprendido a reconocer las sirenas de alarma antiaérea y ésta no lo era. Tampoco correspondía a los bomberos, la ambulancia, la policía, ni a una fuga radiactiva, que había oído en una ocasión en una película de entrenamiento de la policía. Así que, en parte por eliminación y en parte porque no soy realmente estúpido, comprendí, a pesar de no haberla oído hasta entonces, que se trataba de una sirena de alarma de fuga bioquímica.
  
  —Jesús…
  
  El fluido eléctrico de la red se había cortado y ahora debía de haber fallado el generador cercano al edificio principal; las bombas de presión negativa del aire habían dejado de funcionar y los filtros electrónicos se habían desactivado.
  
  —María…
  
  Desde algún lugar, una gran sirena alimentada por una batería propagaba la mala noticia y todos los que estaban de servicio en la isla durante el huracán debían ponerse los trajes de biocontención y esperar. Yo no tenía ningún traje de biocontención. Maldita sea, ni siquiera llevaba calzoncillos.
  
  —Y José. Amén.
  
  No caí presa del pánico porque sabía exactamente lo que debía hacer. Era como en el colegio, cuando bajábamos al sótano al oír las sirenas de alarma antiaérea y se suponía que los misiles rusos se dirigían al instituto de La Guardia.
  
  Bueno, puede que no fuera tan terrible. El viento soplaba con fuerza de sur a norte… ¿o no? En realidad, la tormenta se desplazaba hacia el norte, pero el viento soplaba en el sentido contrario a las agujas del reloj, de modo que cualquier cosa que recogiera el viento en el edificio principal, en el extremo oeste de la isla, podría llegar aquí, al extremo este.
  
  —¡Maldita sea!
  
  Me agaché bajo la lluvia y pensé en los asesinatos, en la persecución a través de la tormenta, en lo cerca que habíamos estado de la muerte y, ahora, después de tanta locura, vanidad absurda, avaricia y engaño, llegaba la lúgubre figura de la guadaña y lo eliminaba todo. Pum. Así de simple.
  
  Sabía, en el fondo de mí corazón, que si los generadores fallaban, todo lo que contenía el laboratorio contaminaba el aire exterior.
  
  —¡Lo sabía! ¡Sabía que esto sucedería!
  
  ¿Pero por qué hoy? ¿Por qué tenía que ocurrir la segunda vez en toda mi vida que pisaba aquella estúpida isla?
  
  Decidí regresar a toda prisa a la playa, recoger a Beth, utilizar el ballenero para llegar al Chris Craft y huir de la isla sin perder la esperanza. Por lo menos tendríamos una oportunidad y la de la guadaña se ocuparía de Tobin en mi lugar.
  
  Otra idea cruzó mi mente, pero no era agradable. ¿Y si Beth había reconocido la sirena, se había trasladado al Chris Craft en el ballenero y se había marchado? Después de reflexionar, decidí que una mujer capaz de acompañarme en un pequeño barco durante una tormenta no me abandonaría en un momento así. Sin embargo, había algo en la peste más aterrador que una tempestad.
  
  Cuando corría por la carretera en dirección a la ambulancia, comprendí algunas cosas y llegué a ciertas conclusiones: primera, había llegado demasiado lejos para huir; segunda, no quería descubrir lo que Beth había decidido; tercera, debía encontrar y matar a Fredric Tobin; cuarta, de todos modos era hombre muerto. De pronto, avergonzado por haber perdido el temple, me dirigí de nuevo a las fortificaciones para enfrentarme a mi destino. La sirena seguía aullando.
  
  Cuando casi había subido la cuesta de la carretera, vislumbré un destello de luz, en realidad, un rayo que rozó momentáneamente el horizonte a mi derecha y luego desapareció.
  
  Exploré la zona y encontré un sendero de ladrillos entre la vegetación. Me percaté de que alguien había pasado por allí recientemente. Me abrí paso entre la tupida vegetación y las ramas caídas, hasta llegar por fin a una especie de patio a un nivel más bajo, rodeado de muros de hormigón, con unas puertas de acero que conducían a los arsenales subterráneos. En la cima de las colinas circundantes se distinguían los Emplazamientos de hormigón de la artillería. Recordé haber contemplado aquel patio desde la cima, durante mi visita anterior.
  
  Todavía agachado entre los matorrales, observé el espacio abierto de hormigón agrietado, pero no distinguí ningún movimiento ni volví a ver luz.
  
  Entré cautelosamente en el patio, con el revólver en la mano, y empecé a avanzar en el sentido contrario a las agujas del reloj, con la espalda pegada al muro cubierto de líquenes.
  
  Llegué a la primera puerta de acero, estaba cerrada y me percaté por las bisagras de que abría hacia afuera. A juzgar por los escombros frente a ella, era evidente que no se había abierto recientemente.
  
  Seguí avanzando por el perímetro del patio, consciente de que podía ser el blanco del tiro al pichón, de un pichón muerto y asado si había alguien en los parapetos que dominaban aquel espacio abierto. Llegué a la segunda puerta de acero oxidado y la encontré igual que la primera: al parecer hacía décadas que no se había abierto.
  
  En la tercera puerta, situada en el muro sur, uno de los batientes estaba ligeramente entreabierto. Los escombros del suelo se habían desplazado al abrirla. Me asomé a la abertura, de unos diez centímetros, pero no vi ni oí nada.
  
  La abrí un poco más y las bisagras crujieron ruidosamente. ¡Maldita sea! Permanecí inmóvil y escuché, pero lo único que oía era el viento y la lluvia, así como el quejido lejano de la sirena, que advertía a todo el mundo que lo inimaginable había sucedido.
  
  Respiré profundamente y entré por la abertura.
  
  Permanecí inmóvil un minuto entero, procurando percibir en qué clase de lugar me encontraba. Igual que en el parque de bomberos, era un alivio estar al resguardo de la lluvia. Pero estaba seguro de que aquél sería mi último alivio.
  
  La humedad se sentía y olía, como si allí nunca hubiera tocado el sol.
  
  Me desplacé silenciosamente dos largos pasos a la izquierda y entré en contacto con una pared. Después de tocarla determiné que era curvada y de hormigón. Di cuatro pasos en dirección contraria y me encontré con otra pared curvada de hormigón. Deduje que me encontraba en un túnel, semejante al que había visto durante nuestra visita a la isla, que conducía supuestamente a la morada de los extraterrestres y al laboratorio nazi.
  
  Pero yo no disponía de tiempo para los nazis, ni me interesaban los extraterrestres. Debía decidir si aquél era el camino que Tobin había tomado. En cuyo caso, ¿iba en busca del tesoro? ¿O había advertido mi presencia y me tendía una trampa? En realidad, no me importaba lo que se propusiera a condición de que estuviese allí.
  
  No vi ninguna luz delante de mí, reinaba la oscuridad absoluta que sólo se da bajo tierra. Ningún ojo humano podía adaptarse a aquella oscuridad, de modo que si Tobin estaba allí, tenía que encender su linterna para apuntarme con el rifle. Y si lo hacía, mi disparo iba a seguir directamente el haz de su linterna. En esa situación, no habría un segundo disparo.
  
  Como el impermeable y las botas de goma hacían ruido, decidí quitármelos junto con el chaleco salvavidas. Vestido elegantemente con una pistolera de cuero, vaqueros, sin ropa interior, una navaja en el cinturón y los calcetines de lana de un difunto, empecé a avanzar en la oscuridad absoluta, levantando bastante los pies para evitar escombros, desechos o lo que fuera. Pensé en ratas, murciélagos, bichos y serpientes, pero los alejé de mi mente porque eso no era lo que me preocupaba en ese momento. Mi inquietud era el ántrax en el aire a mi espalda y un psicópata armado en la oscuridad, en algún lugar delante de mí.
  
  Santa María… Siempre he sido muy religioso, en realidad muy devoto. Sólo que no lo menciono ni pienso mucho en ello cuando todo va bien. Por ejemplo, cuando me estaba muriendo desangrado en la alcantarilla, no invoqué a Dios sólo porque tuviera problemas, sino porque no tenía otra cosa que hacer y parecía el lugar y el momento adecuados para rezar… Madre de Dios…
  
  Pisé algo resbaladizo con el pie derecho y casi perdí el equilibrio. Me agaché, palpé alrededor del pie y encontré un objeto metálico. Intenté levantarlo, pero no se movía. Volví a pasar la mano y por fin descubrí que se trataba de un raíl empotrado en el suelo de hormigón. Recordé que Stevens nos había mencionado que, en otra época, había un ferrocarril de vía estrecha en la isla, que trasladaba la munición desde los barcos que atracaban en la ensenada hasta las baterías de artillería. Aquello era evidentemente un túnel de ferrocarril que conducía a un almacén de municiones.
  
  Mantuve el pie en contacto con el raíl y seguí adelante. Al cabo de unos minutos, me percaté de que la vía giraba a la derecha y tropecé con algo rugoso: Me agaché y palpé. Había una aguja, con un raíl que se dirigía a la derecha y otro a la izquierda. Cuando empezaba a creer que Tobin y yo nos estábamos acercando al final de la vía, apareció una bifurcación. Permanecí agachado y escudriñé la oscuridad en ambas direcciones, pero no logré ver ni oír nada. Pensé que si Tobin creyera estar solo, tendría su linterna encendida o, por lo menos, haría ruido al andar. Como no podía verlo ni oírlo, hice una de mis famosas deducciones y concluí que sabía que no estaba solo. O puede que estuviera muy por delante de mí. O quizá ni siquiera estaba allí… Ruega por nosotros pecadores…
  
  Oí algo a mi derecha, como un trozo de hormigón o una piedra que cayera al suelo. Escuché más atentamente y oí algo que parecía agua. Se me ocurrió que con la lluvia podía haber derrumbamientos en el túnel… Ahora y en la hora…
  
  Me incorporé y avancé hacia la derecha, guiado por el raíl. Aumentó el ruido del agua que caía y mejoró la calidad del aire.
  
  A los pocos minutos tuve la sensación de haber llegado al final del túnel y de encontrarme en un espacio más amplio: el almacén de municiones. En realidad, cuando levanté la cabeza, alcancé a ver un pequeño fragmento del oscuro firmamento. La lluvia penetraba por el agujero y caía al suelo. También llegué a discernir algún tipo de andamio que ascendía hacia el agujero y comprendí que se trataba del ascensor de municiones para trasladar los proyectiles a las baterías de la superficie. Así que ése era el final de la vía y sabía que Tobin se encontraba ahí y me estaba esperando… De nuestra muerte. Amén.
  
  
  
  
  
  Capítulo 36
  
  
  
  
  Fredric Tobin no parecía tener ninguna prisa por anunciar su presencia y yo escuchaba el chorreo de la lluvia mientras esperaba. Al cabo de un rato, casi llegué a creer que estaba solo, pero sentía otra presencia en la sala. Una presencia maligna, realmente nefasta.
  
  Llevé muy lentamente mi mano izquierda a la cintura y agarré la navaja.
  
  Él sabía evidentemente que era yo y yo sabía que era él y que me había conducido hasta ese lugar, que había elegido para mi tumba.
  
  Él también sabía que en el momento en que hiciera cualquier movimiento o ruido, o encendiera su linterna, yo dispararía. También era consciente de que su primer disparo en la oscuridad debería ser certero, porque sería el único que haría. Así que los dos permanecimos inmóviles, como el gato y el ratón, intentando averiguar quién era el gato.
  
  Debo reconocer que ese pequeño cabrón tenía nervios de acero. Yo estaba dispuesto a permanecer allí una semana, si era necesario, y él también. Escuchaba la lluvia y el viento, pero sin mirar al agujero del techo, para no estropear la capacidad que pudiera haber desarrollado de ver en la oscuridad.
  
  De pie en aquel espacio húmedo, grande y tenebroso, el frío iba penetrando gradualmente por mis calcetines e impregnaba mis brazos, mi pecho y mi espalda desnuda. Tenía ganas de toser, pero reprimí el impulso.
  
  Habían transcurrido unos cinco minutos, puede que menos, pero no más. Tobin debía de preguntarse si yo me había marchado sigilosamente. Yo estaba situado entre dondequiera que él se encontrara, y la entrada, a mi espalda. Dudaba que él pudiera salir si perdía el temple y decidía retirarse.
  
  Por fin Tobin parpadeó, metafóricamente hablando; arrojó un trozo de hormigón o algo parecido contra el muro, que retumbó en el enorme almacén de municiones. Me sobresaltó, pero no lo suficiente para que disparara el arma. Estúpido truco, Freddie.
  
  Permanecimos ambos en la oscuridad y yo intentaba ver a través de la negrura, oír su respiración, oler su miedo. Creí ver el brillo de sus ojos, o algo de acero, a la tenue luz que se filtraba por el agujero del techo. El brillo procedía de mi izquierda, pero no tenía forma de juzgar la distancia en la oscuridad.
  
  Me percaté de que mi navaja también podía producir reflejos y me la llevé al costado izquierdo para ocultarla de la suave luz del techo.
  
  Intenté ver de nuevo el brillo, pero había desaparecido. Decidí que si volvía a advertirlo, me iba a lanzar al ataque con la navaja: acometida, navajazo, quite, estocada… hasta hundir la hoja en carne y hueso. Esperé.
  
  Cuanto más miraba al lugar donde creía haber visto el reflejo, mayor era el número de jugarretas que me hacía la vista. Veía esa especie de manchas fosforescentes que danzaban ante mis ojos, que luego tomaron forma y parecían calaveras boquiabiertas. ¡Coño! El poder de la sugestión…
  
  Era difícil respirar silenciosamente y de no haber sido por el ruido del viento y de la lluvia en el exterior, Tobin me habría oído y yo a él. Sentí de nuevo el impulso de toser, pero una vez más logré reprimirlo.
  
  Esperamos. Supuse que sabía que yo estaba solo. También supuse que sabía que yo tenía por lo menos una pistola. Estaba seguro de que él también tenía una, pero no la cuarenta y cinco con la que había asesinado a Tom y Judy. Si hubiera llevado consigo el rifle, habría intentado matarme en el exterior desde una distancia prudencial, al percatarse de que era John Corey quien le pisaba los talones. En todo caso, donde nos encontrábamos ahora, un rifle no era mejor que una pistola. Pero con lo que no contaba era con una escopeta.
  
  El estruendo del disparo fue ensordecedor en aquel espacio cerrado y me llevé un susto de muerte. Pero en el momento en que me di cuenta de que no me había alcanzado y que mi cerebro registró la dirección del tiro, unos tres metros a mi derecha, y antes de que Tobin cambiara de posición, disparé mi única bala en dirección al fogonazo.
  
  Solté mi revólver y me lancé al ataque frente a mí con la navaja, pero no entré en contacto con nada ni tropecé con ningún cuerpo en el suelo. A los pocos segundos, mi navaja rasgó el muro. Me detuve y permanecí inmóvil.
  
  —Supongo que sólo le quedaba un disparo —dijo una voz a cierta distancia a mi espalda.
  
  Evidentemente no respondí.
  
  —Hábleme —dijo la voz.
  
  Me volví lentamente hacia Fredric Tobin.
  
  —Creo haber oído que su pistola caía al suelo.
  
  Me percaté de que cada vez que hablaba había cambiado de posición. Muy listo.
  
  —Le veo a la luz del techo —dijo.
  
  En ese momento me di cuenta de que al lanzarme al ataque me había situado más cerca de la tenue iluminación.
  
  —Si se atreve siquiera a parpadear, lo mataré —agregó después de cambiar nuevamente de posición.
  
  No comprendía que no hubiera vuelto a disparar, pero supuse que tenía alguna clase de plan.
  
  —¡Qué te jodan, Freddie! —respondí al tiempo que me separaba de la pared, aprovechando la situación.
  
  De pronto se encendió una luz a mi espalda y me percaté de que se había situado detrás de mí y me iluminaba con su linterna.
  
  —¡No se mueva o disparo! ¡No se mueva!
  
  Me quedé quieto, de espaldas a él, iluminado por su linterna y con un arma que me apuntaba al trasero. Mantuve la navaja pegada al cuerpo para que no la viera, pero entonces dijo:
  
  —Las manos sobre la cabeza.
  
  Introduje la navaja en mi cintura y levanté las manos sobre la cabeza, todavía de espaldas a él.
  
  —Quiero que responda a algunas preguntas —agregó.
  
  —Y entonces me perdonará la vida, ¿no es cierto?
  
  —No, señor Corey —respondió con una carcajada—. Va a morir. Pero, de todos modos, antes contestará unas preguntas.
  
  —Una mierda.
  
  —No le gusta perder, ¿verdad?
  
  —No cuando se trata de mi vida.
  
  Soltó otra carcajada.
  
  —A usted tampoco le gusta perder —dije—. Le dejaron sin blanca en Foxwoods. Es un jugador realmente estúpido.
  
  —Cierre el pico.
  
  —Voy a dar media vuelta. Quiero ver sus dientes empastados y su bisoñé.
  
  Mientras me volvía, con las manos sobre la cabeza, encogí la barriga y me contorsioné un poco, para que la navaja penetrara en mis ajustados vaqueros. No era donde la prefería, pero estaba oculta.
  
  Estábamos ahora frente a frente, a unos tres metros de distancia. Con la linterna me iluminaba la barriga, no la cara, y distinguí una pistola automática en su mano derecha, que apuntaba en la misma dirección que la linterna. No vi la escopeta.
  
  Se trataba de una de esas linternas halógenas, con el haz de luz muy concentrado, utilizadas para hacer señales a larga distancia. La luz no se dispersaba en absoluto y el lugar seguía tan oscuro como antes, a excepción del rayo que me iluminaba.
  
  —Veo que ha perdido parte de la ropa —dijo después de desplazar el haz por mi cuerpo, de pies a cabeza.
  
  —¡Váyase a la mierda!
  
  —¿Dónde está su arma? —preguntó después de detener el rayo en mi pistolera.
  
  —No lo sé. Busquémosla.
  
  —¡Silencio!
  
  —Entonces no me haga preguntas.
  
  —No me importune, señor Corey, o de lo contrario la próxima bala acabará en su ingle.
  
  No podíamos permitir que lastimara a Guillermo el Conquistador, aunque no veía cómo podía evitar importunarle.
  
  —¿Dónde está su escopeta? —pregunté.
  
  —Levanté el percutor y la arrojé lejos de mí. Afortunadamente, no me alcanzó el disparo. ¿Quién es el estúpido ahora?
  
  —Un momento, estuvo diez minutos en la oscuridad cagándose de miedo para que se le ocurriera eso. ¿Quién es el estúpido?
  
  —Empiezo a estar harto de su sarcasmo.
  
  —Entonces dispáreme. No ha tenido ningún reparo en asesinar a esos dos bomberos mientras dormían.
  
  No respondió.
  
  —¿No estoy bastante cerca? ¿A qué distancia estaban Tom y Judy? Suficientemente cerca para dejar quemaduras de pólvora. ¿O preferiría machacarme la cabeza como a los Murphy y a Emma?
  
  —Sí, lo preferiría. Puede que primero le hiera y luego le machaque la cabeza con la escopeta.
  
  —Adelante. Inténtelo. Hará un solo disparo, cabrón; luego me tendrá encima como un halcón sobre una gallina. Atrévase.
  
  No lo hizo y tampoco respondió. Evidentemente tenía algo que resolver.
  
  —¿Quién más sabe de mí sobre este asunto? —preguntó por fin.
  
  —Todo el mundo.
  
  —Creo que miente. ¿Dónde está su amiga?
  
  —A su espalda.
  
  —Si se propone jugar conmigo, señor Corey, morirá mucho antes y con mucho dolor.
  
  —Usted se freirá en la silla eléctrica. Se quemará su carne, arderá su bisoñé, enrojecerán sus rodillas, le saldrá humo de la cabeza y sus lentillas se fundirán en las cuencas de sus ojos. Y, después de muerto, irá al infierno, donde volverán a freírle.
  
  El señor Tobin no respondió.
  
  Permanecimos ahí de pie, yo con las manos sobre la cabeza y él con la linterna en la mano izquierda y la pistola en la derecha. Evidentemente, él tenía ventaja. No le veía la cara, pero imaginaba que su aspecto era muy demoníaco y engreído.
  
  —Fue usted quien dedujo lo del tesoro, ¿no es cierto? —dijo por fin Tobin.
  
  —¿Por qué mató a Emma?
  
  —Conteste mi pregunta.
  
  —Conteste antes la mía.
  
  —Sabía demasiado y hablaba demasiado —respondió después de unos segundos—. Pero, sobre todo, fue mi forma de expresarle a usted lo mucho que me molestaba su sarcasmo y su intromisión.
  
  —Despiadado hijo de puta.
  
  —La mayoría de la gente cree que soy encantador. Emma lo creía. Y también los Gordon. Ahora responda a mi pregunta. ¿Sabe algo del tesoro?
  
  —Sí. El tesoro del capitán Kidd, enterrado aquí en Plum Island, que debía ser trasladado á otro emplazamiento, donde sería descubierto. Margaret Wiley, la Sociedad Histórica Peconic, etcétera. No es usted tan listo como supone.
  
  —Usted tampoco. Principalmente tiene suerte, pero ahora se le ha acabado.
  
  —Es posible. Pero todavía conservo el cabello y mi dentadura original.
  
  —Me está usted importunando realmente.
  
  —Soy más alto que usted y Emma dijo que mi polla era más grande que la suya.
  
  El señor Tobin optó por no responder a mis provocaciones. Evidentemente, necesitaba hablar antes de meterme una bala en el cuerpo.
  
  —¿Tuvo usted una infancia desgraciada? —pregunté—, ¿una madre dominante y un padre ausente? ¿En la escuela le llamaban marica y se burlaban de sus calcetines afeminados? Cuéntemelo. Quiero compartir su dolor.
  
  El señor Tobin guardó silencio durante un rato, que pareció realmente largo. Vi que le temblaba la linterna y también la pistola. Había dos teorías sobre cómo reaccionar cuando alguien te apuntaba con un arma. La primera consistía en ser humilde y complaciente. La segunda, en incordiar al individuo armado, insultarlo y fastidiarlo para que cometa algún error. Actualmente, la primera teoría es de uso habitual en la policía. La segunda ha sido descartada por loca y peligrosa. Evidentemente, yo prefiero la segunda.
  
  —¿Por qué tiembla? —pregunté.
  
  Levantó ambos brazos, el izquierdo con la linterna y el derecho con su automática, y me percaté de que me apuntaba. ¡Alto ahí! Era el momento de recurrir a la primera teoría.
  
  Nos miramos y vi que intentaba decidir si apretar el gatillo. Yo, por mi parte, procuraba decidir si dar un grito aterrador y lanzarme sobre él antes de que disparara.
  
  Por fin bajó la linterna y la pistola.
  
  —No permitiré que me enoje —dijo.
  
  —Le felicito.
  
  —¿Dónde está la señorita Penrose? —preguntó de nuevo.
  
  —Se ha ahogado.
  
  —No, no se ha ahogado. ¿Dónde está?
  
  —Puede que haya ido al laboratorio principal a pedir refuerzos. Puede que esté acabado, Freddie. Tal vez debería entregarme el arma, amigo.
  
  Reflexionó.
  
  —Por cierto —agregué mientras reflexionaba—, he encontrado la caja con los huesos y lo demás en su sótano, bajo las cajas de vino. He llamado a la policía.
  
  Tobin no respondió. Cualquier esperanza que pudiera albergar de que sus secretos murieran conmigo acababa de derrumbarse. Esperaba una bala de un momento a otro, pero Fredric Tobin, siempre dispuesto a negociar, me preguntó:
  
  —¿Quiere la mitad?
  
  Estuve a punto de reírme.
  
  —¿La mitad? Los Gordon creían que iban a llevarse la mitad y ya sabemos lo que hizo con ellos.
  
  —Recibieron su merecido.
  
  —¿Por qué?
  
  —Tuvieron un ataque de remordimientos de conciencia. Imperdonable. Querían devolver el tesoro al gobierno.
  
  —Bueno, le pertenece.
  
  —No importa a quién pertenezca, lo que importa es quién lo encuentra y quién lo guarda.
  
  —La ley de Fredric Tobin: Quien posee el oro hace la ley.
  
  Se rio. Unas veces lo enojaba y otras le hacía gracia. Como no había otro policía, me veía obligado a interpretar el papel del bueno y el malo. Como para convertirme en un esquizofrénico.
  
  —Los Gordon acudieron a mí para preguntarme si consideraría negociar un pacto con el gobierno —explicó Tobin—, en virtud del cual obtendríamos una participación justa del tesoro como recompensa por haberlo encontrado y el resto se invertiría en equipamiento de última tecnología para el laboratorio, más algo de dinero para unas instalaciones recreativas en Plum Island, una guardería infantil en Long Island para los hijos de los empleados, la limpieza ambiental de la isla, restauración histórica y otros proyectos meritorios en Plum Island. Habríamos sido héroes, filántropos y legales. Les dije que me parecía una idea maravillosa —agregó después de una breve pausa—. Evidentemente, a partir de entonces era como si estuvieran muertos.
  
  Pobre Tom, pobre Judy. Estaban completamente fuera de juego cuando hicieron el pacto con Fredric Tobin.
  
  —¿De modo que la idea de Fredric Tobin el Magnánimo no le apetecía?
  
  —En absoluto.
  
  —Estoy convencido, Freddie, de que sólo se hace el duro. Apuesto a que tiene el corazón de un buen chico. No me sorprendería que lo guardara en un frasco, sobre la repisa de la chimenea.
  
  Una vez más se rio. Había llegado el momento de cambiarle de nuevo el humor y mantenerlo interesado en la conversación.
  
  —Por cierto, la tormenta ha destruido sus viñedos y el cobertizo de sus barcos. Y yo he destrozado su bodega y también su piso en la torre Tobin. Sólo quería que lo supiera.
  
  —Gracias por compartir esa información conmigo. No es usted muy diplomático, ¿verdad?
  
  —La diplomacia es el arte de decir «Bonito perro» hasta que uno encuentra una piedra.
  
  —Pues se ha quedado sin piedras, señor Corey, y lo sabe —dijo con una carcajada.
  
  —¿Qué es lo que quiere, Tobin?
  
  —Quiero saber dónde está el tesoro.
  
  —Creí que estaba aquí —respondí, un tanto sorprendido.
  
  —Yo también lo creía. Estuve aquí en agosto, en una visita arqueológica privada con los Gordon. Entonces estaba aquí, en esta habitación, sepultado bajo las viejas cajas de municiones. Pero ha desaparecido. En su lugar hay una nota —agregó.
  
  —¿Una nota? ¿Una de esas notas que te mandan a la mierda?
  
  —Sí. Una de esas notas que te mandan a la mierda, de los Gordon, en la que dicen que han trasladado el tesoro y que si les ocurre alguna desgracia imprevista, nunca se descubrirá su nuevo emplazamiento.
  
  —De modo que se ha jodido a sí mismo. Me alegro.
  
  —No puedo creer que no compartieran el secreto con alguien de su confianza —dijo Tobin.
  
  —Puede que lo hicieran.
  
  —Alguien como usted. ¿Fue así como supo que esto no tenía nada que ver con la guerra bacteriológica? ¿Fue así como descubrió la existencia del tesoro del capitán Kidd? ¿Fue así como supo que yo estaba involucrado? Respóndame, Corey.
  
  —Lo averigüé todo por mi cuenta.
  
  —¿Entonces no tiene la menor idea de dónde se encuentra el tesoro ahora?
  
  —En absoluto.
  
  —Es lamentable.
  
  Levantó de nuevo la automática en posición de tiro.
  
  —Bueno, puede que tenga alguna pequeña pista.
  
  —Lo suponía. ¿Le mandaron una carta póstuma?
  
  No, pero ojalá lo hubieran hecho.
  
  —Me dieron algunas indicaciones que no tienen mucho sentido para mí, pero tal vez lo tengan para usted.
  
  —¿A saber?
  
  —Bueno… ¿Cuánto cree que vale?
  
  —¿Para usted o en total?
  
  —En total. Yo sólo quiero el diez por ciento por ayudarle a encontrarlo.
  
  Levantó la linterna hasta iluminar mi pecho, justo debajo de la barbilla, y me observó un rato.
  
  —¿Me está tomando el pelo, señor Corey?
  
  —De ningún modo.
  
  Tobin permaneció un rato en silencio, desgarrado entre el deseo ardiente de acabar conmigo inmediatamente y la vaga esperanza de que yo supiera realmente algo respecto al paradero del tesoro. Buscaba entre migajas y lo sabía, pero no podía aceptar el hecho de que toda su estrategia se hubiera desmoronado, que no sólo se había arruinado, sino que el tesoro había desaparecido, que se habían desperdiciado varios años de esfuerzo y que era bastante probable que lo juzgaran y condenaran por asesinato, y acabara en la silla eléctrica.
  
  —Era realmente increíble —dijo por fin Tobin—. No sólo había monedas de oro, sino joyas… joyas del gran mogol de la India… rubíes, zafiros y perlas en exquisitos engarces de oro… y bolsas y bolsas de piedras preciosas… Había joyas por un valor de diez o veinte millones de dólares… tal vez más… —declaró con un pequeño suspiro—. Creo que usted ya lo sabía. Creo que los Gordon se lo contaron o le dejaron una carta.
  
  Deseaba fervientemente que lo hubieran hecho, a ser posible lo primero. Pero no habían hecho ni lo uno ni lo otro, aunque tal vez se lo proponían. Pero, como sospechaba, aparentemente los Gordon le habían dado a Tobin la impresión de que John Corey, del Departamento de Policía de Nueva York, sabía algo, y se suponía que eso debía mantenerlos vivos, pero no fue así. De momento conservaba mi vida, pero no por mucho tiempo.
  
  —Usted sabía quién era yo cuando fui a verle a sus viñedos.
  
  —Por supuesto. ¿Se cree la única persona lista en el mundo?
  
  —Sé que soy el único listo en esta sala.
  
  —Si es tan jodidamente perspicaz, señor Corey, ¿por qué está ahí con las manos sobre la cabeza y por qué soy yo quien tiene el arma?
  
  —Buena pregunta.
  
  —Me está haciendo perder el tiempo. ¿Sabe o no sabe dónde está el tesoro?
  
  —Sí y no.
  
  —Ya basta. Tiene cinco segundos para decírmelo. Uno… —Empezó a contar mientras se preparaba para disparar.
  
  —¿Qué importa donde esté el tesoro? Nunca se saldrá con la suya, ni respecto al tesoro, ni a los asesinatos.
  
  —Mi barco está equipado para llevarme hasta Sudamérica. Dos…
  
  —Sea realista, Freddie. Si se imagina a sí mismo en una playa, rodeado de hermosas indígenas que le ofrecen mangos, olvídelo. Entrégueme el arma y me aseguraré de que no lo manden a la silla eléctrica. Le juro por Dios que no le matarán.
  
  Lo haré yo personalmente.
  
  —Si sabe algo, le conviene contármelo. Tres…
  
  —Creo que Stevens averiguó algo. ¿Qué opina?
  
  —Es posible. ¿Cree que él tiene el tesoro? Cuatro…
  
  —Freddie, olvide ese jodido tesoro. Si sale al exterior y escucha atentamente, oirá la sirena de alarma de peligro bioquímico. Ha habido una fuga. Debemos llegar a un hospital en las próximas horas o, de lo contrario, moriremos.
  
  —Miente.
  
  —No, no miento. ¿No ha oído la sirena?
  
  —Supongo que, de una forma u otra, todo ha terminado —dijo después de un prolongado silencio.
  
  —Efectivamente. Hagamos un trato.
  
  —¿Qué clase de trato?
  
  —Me entrega la pistola, salimos de aquí, vamos rápidamente a su barco y luego al hospital. A continuación, le contaremos al fiscal del distrito que se ha entregado voluntariamente y le concederán la libertad bajo fianza. Dentro de un año le juzgarán y todo el mundo tendrá la oportunidad de contar sus mentiras. ¿Qué le parece?
  
  Tobin guardó silencio.
  
  Evidentemente, la posibilidad de conseguir la libertad bajo fianza con una acusación de múltiple asesinato era inexistente y, además, no había utilizado palabras como detención, cárcel ni nada igualmente negativo.
  
  —Tenga la seguridad de que yo mismo me ocuparé de usted si se entrega voluntariamente. Se lo juro por mi madre.
  
  No le quepa la menor duda.
  
  Parecía considerar mi propuesta. Era un momento delicado y peligroso, porque debía elegir entre luchar, huir o entregarse. No olvidaba que Tobin era un jugador atroz a largo plazo, excesivamente engreído para abandonar el juego cuando perdía.
  
  —Estoy convencido de que usted no está aquí como agente de la autoridad —dijo.
  
  Temía que llegara a dicha conclusión.
  
  —Estoy convencido de que se lo ha tomado todo personalmente y de que se propone hacer conmigo lo que yo les hice a Tom, Judy, los Murphy y Emma…
  
  Evidentemente, estaba en lo cierto y eso me convertía en hombre muerto. Así que me arrojé a la izquierda, lejos del haz de la linterna, y rodé por el suelo en la oscuridad. Tobin movió la linterna y disparó, pero yo estaba mucho más lejos de lo que calculaba. Aproveché el ruido del disparo para rodar en dirección contraria y saqué la navaja de mis vaqueros, antes de que me amputara el pene.
  
  La concentrada luz se desplazaba frenéticamente por la sala. De vez en cuando, disparaba a ciegas y la bala rebotaba en los muros de hormigón, mientras el estruendo del disparo retumbaba en la oscuridad.
  
  En una ocasión, el rayo me pasó por encima, pero, cuando Tobin se percató y volvió a enfocarlo en el mismo lugar, yo ya me había desplazado de nuevo. Jugar al escondite con balas y una linterna no es tan divertido como parece, pero más fácil de lo que cabe suponer, especialmente en un gran espacio como aquél, desprovisto de obstáculos.
  
  Palpaba en busca de la escopeta cada vez que rodaba por el suelo o me arrastraba, pero no llegué a encontrarla. A pesar de no disponer de arma de fuego, ahora era yo quien tenía ventaja y, siempre y cuando ese imbécil tuviera la linterna encendida y siguiera disparando, yo sabría dónde estaba. Era evidente que el impávido Freddie había perdido el temple.
  
  Antes de que se le ocurriera apagar la linterna, me lancé sobre él como un jugador de rugby. Me oyó en el último instante y giró hacia mí simultáneamente la linterna y la pistola en el momento de la embestida. Hizo el mismo ruido que un globo al reventarse y se desplomó como un bolo. No podía conmigo. Primero le arrebaté la pistola de la mano y luego le quité la linterna. Apoyé mis rodillas en su pecho, con la linterna en una mano, iluminándole la cara, y la navaja en la otra, junto a su garganta.
  
  —De acuerdo… De acuerdo… Ha ganado… —dijo Tobin respirando con dificultad.
  
  —Correcto —respondí, golpeándole con el mango de la navaja y rompiéndole el puente de la nariz.
  
  Oí el crujido de la fractura y vi que le salía sangre por la nariz mientras gritaba. Los gritos se convirtieron en gemidos y me miró con los ojos muy abiertos.
  
  —No… por favor… basta…
  
  —No, no, no basta. No basta.
  
  El segundo golpe con el mango de la navaja le quebró la dentadura y luego utilicé la hoja para quitarle la melena. Gimió de nuevo, pero estaba bastante aturdido y no reaccionó plenamente ante mi agresividad.
  
  —¡Le aplastaste la cabeza! —Me oí exclamar en la oscuridad—. ¡La violaste! ¡Jodido hijo de puta!
  
  —No… no…
  
  Sabía que ya no actuaba de un modo racional y debí haberme marchado. Pero las imágenes de los muertos acechaban en la negrura y después del terror del viaje en barco, de la persecución por Plum Island, de la fuga bioquímica y de eludir balas en la oscuridad, John Corey se había convertido en algo que debía mantenerse preferiblemente oculto. Le golpeé dos veces en la frente con el mango de la navaja, pero no logré fracturarle el cráneo.
  
  Tobin soltó un lastimero lamento.
  
  Quería incorporarme y salir corriendo antes de hacer algo irremediablemente perverso, pero en mi corazón había despertado esa maldad que todos albergamos.
  
  Llevé la navaja a mi espalda y, con un impulso, la hundí en el vientre de Tobin a través de sus pantalones, con un corte lateral que abrió su carne y sus intestinos salieron de la cavidad abdominal.
  
  Tobin dio un grito, pero luego se sumió en un extraño silencio y permaneció inmóvil, como si intentara comprender lo sucedido. Debió de sentir el calor de la sangre, pero sus constantes vitales eran buenas y probablemente agradecía a Dios el hecho de seguir vivo. No tardaría en remediarlo.
  
  Llevé mi mano derecha a su vientre, agarré un buen puñado de intestinos calientes, tiré de ellos y los arrojé sobre su cara.
  
  A la luz de la linterna se cruzaron nuestras miradas y su expresión era casi enigmática. Pero como no disponía de ningún referente para comprender la naturaleza de la materia humeante que tenía sobre la cara, decidí darle una pista.
  
  —Tus entrañas —dije.
  
  Gritó repetidamente mientras agitaba las manos frente a su cara.
  
  Me levanté, me limpié las manos en los pantalones y eché a andar. Los gritos y los gemidos de Tobin retumbaban en la intensa frialdad de la sala.
  
  
  
  
  
  Capítulo 37
  
  
  
  
  No me apetecía la larga caminata por la oscuridad del túnel. Además, es una buena táctica no regresar por el mismo camino, donde podría haber alguien esperando.
  
  Contemplé el agujero del techo. Nunca había sido tan apetecible un cielo oscuro y tormentoso. Me acerqué a la estructura de acero, que se levantaba desde el suelo hasta el techo del arsenal. Ése era el lugar por donde, en otra época, se izaban las enormes balas de cañón y la pólvora a las baterías de la superficie, así que consideré que la estructura debía de ser bastante sólida. Me subí al primer travesaño y soportó mi peso. Después de escalar otros cuantos travesaños, comprobé que estaban bastante oxidados, pero aguantaban.
  
  La lluvia me mojaba desde el agujero del techo y los gemidos de Fredric Tobin me agobiaban desde abajo. Era de esperar que se le acabaran los gemidos al cabo de un rato. Me refiero a que, superado el horror inicial, la persona debería recuperar la compostura, guardar los intestinos en el lugar correspondiente y callarse.
  
  En cualquier caso, mejoraba la calidad del aire cuanto más ascendía. A unos cinco metros del suelo, sentía el viento que penetraba por el agujero. A los seis metros y medio llegué al agujero, donde la lluvia azotaba horizontalmente; había vuelto la tormenta.
  
  Ahora me di cuenta de que el agujero estaba rodeado de una verja de alambre espinoso, levantada evidentemente para evitar que los animales cayeran por el hueco cuando los emplazamientos se utilizaban como corrales.
  
  —¡Maldita sea!
  
  Permanecí sobre el último travesaño de la estructura metálica, con la mitad del cuerpo fuera del agujero. Ahora el viento y la lluvia ahogaban los gemidos de Tobin.
  
  Examiné la verja de metro y medio que me rodeaba. Podía encaramarme a ella o descender y regresar por el túnel. Pensé en Tobin ahí abajo, gimiendo con los intestinos desparramados por el suelo. ¿Y si lograba controlarse y encontraba la escopeta o la pistola? Después de haber llegado hasta ahí, decidí seguir el último metro y medio.
  
  El dolor puede ser superado generalmente por el poder de la mente, de modo que me concentré para escalar la verja, llegué arriba y salté al otro lado.
  
  Permanecí un rato tumbado para recuperar el aliento, mientras me frotaba los cortes de las manos y los pies, agradecido de que los médicos del hospital me hubieran administrado la vacuna antitetánica, por si las tres balas estaban sucias.
  
  Sin prestar atención al dolor de los cortes, me puse de pie y miré a mi alrededor. Estaba en un emplazamiento circular de artillería, de unos diez metros de diámetro, construido en la ladera de una colina y rodeado de un muro de hormigón a la altura de mi hombro, que en otra época había protegido el cañón situado en él. Encastrado en el suelo de hormigón había un mecanismo transversal, usado en su momento para maniobrar el cañón en un ángulo de ciento ochenta grados.
  
  En un extremo del emplazamiento vi una rampa de hormigón que conducía a lo que parecía una torre de observación. Por lo que pude deducir, me encontraba en el lado sur de lo que parecía el hueso de una chuleta y el cañón en su época apuntaba al mar. Incluso llegué a oír el ruido de las olas en la costa cercana.
  
  Comprendí que aquellos emplazamientos constituyeran unos buenos corrales y eso a su vez me recordó que el aire estaba impregnado de algo infeccioso. No es que uno pueda olvidar fácilmente semejante cosa, pero supongo que lo reprimía en mi mente. El caso es que alcanzaba a oír los aullidos de la sirena si me concentraba. También oía los gemidos de Fredric Tobin; no literalmente, sino en mi mente, y sabía que durante algún tiempo seguiría oyéndolos.
  
  De modo que ahí estaba, con los gemidos de Tobin en la cabeza, la sirena de fuga bioquímica en mis oídos, el viento y la lluvia en la cara, temblando, frío, sediento, hambriento, cubierto de cortes, medio desnudo y me sentía como si estuviera en la cima del universo. Di un grito de alegría y una especie de salto.
  
  —¡Vivo! ¡Estoy vivo! —grité al viento.
  
  —No por mucho tiempo —respondió una voz en mi cabeza.
  
  —¡Cómo! —exclamé, interrumpiendo mi danza de la victoria.
  
  —No por mucho tiempo.
  
  No era una voz en mi cabeza, sino una voz a mi espalda. Di media vuelta.
  
  En la cima del muro, de casi dos metros de altura, había una figura corpulenta que me observaba, con un atuendo verde oscuro y una capucha que casi le ocultaba la cara. Su aspecto era el de la Muerte, de pie ahí, en plena tormenta, probablemente con una sonrisa en los labios. Aterrador.
  
  —¿Quién diablos es usted? —pregunté.
  
  La persona, un hombre a juzgar por su voz y su tamaño, no respondió.
  
  Supongo que me sentía un poco avergonzado de que alguien me hubiera sorprendido dando saltos y gritos de alegría bajo la lluvia. Pero tuve la sensación de que ése era el menor de mis problemas en aquel momento.
  
  —¿Quién diablos es usted?
  
  Tampoco contestó. Pero ahora me di cuenta de que llevaba algo pegado al pecho. ¿La habitual guadaña de la Muerte? Ojalá. Podía haberme enfrentado a alguien con una guadaña. Pero no tuve tanta suerte; se trataba de un rifle. Mierda.
  
  Consideré mis posibilidades. Me encontraba en el fondo de un agujero de casi dos metros de profundidad y había un individuo con un rifle sobre el muro, cerca de la rampa de salida. En dos palabras, me encontraba en un grave atolladero. Realmente jodido.
  
  El individuo se limitaba a mirarme, desde unos diez metros de distancia, al alcance de su rifle. Estaba demasiado cerca de la rampa de salida para intentar esa vía de escape. Mi única oportunidad era el agujero del que había salido, pero eso significaba una carrera de cinco metros hacia él, salvar la verja de alambre espinoso y arrojarme a ciegas por el orificio. Para eso necesitaría unos cuatro segundos y, en ese tiempo, el individuo del rifle podría apuntar y disparar dos veces. Pero puede que no pretendiera lastimarme. Tal vez era un ayudante de la Cruz Roja con una botella de brandy. Claro.
  
  —Eh, amigo, ¿qué le trae por aquí en una noche como ésta? —pregunté.
  
  —Usted.
  
  —¿Yo?
  
  —Sí, usted. Usted y Fredric Tobin.
  
  Ahora reconocí su voz.
  
  —¡Caramba, Paul, ya me marchaba!
  
  —Sí —respondió el señor Stevens—, se marcha.
  
  No me gustó su forma de decirlo. Supuse que estaba enfadado por haberle derribado en el jardín de su casa, por no mencionar lo mucho que le había insultado. Y ahí estaba ahora, con un rifle en la mano. A veces la vida es divertida.
  
  —Pronto se habrá marchado —repitió.
  
  —Me alegro. Sólo pasaba por aquí y…
  
  —¿Dónde está Tobin?
  
  —A su espalda.
  
  Stevens giró fugazmente la cabeza, pero volvió a mirarme.
  
  —Se han detectado dos barcos desde el faro: un Chris Craft y una lancha. El Chris Craft ha dado media vuelta en el estrecho, pero la lancha lo ha cruzado.
  
  —Sí, yo iba en la lancha. Había salido a dar un paseo. ¿Cómo sabía que el Chris Craft era de Tobin?
  
  —Conozco su barco. Lo estaba esperando.
  
  —¿Por qué?
  
  —Ya lo sabe —respondió—. Mis sensores de movimiento y mis micrófonos han detectado por lo menos dos personas en Fort Terry, además de un vehículo. Lo he comprobado y aquí estoy. Alguien ha asesinado a dos bomberos. ¿Usted?
  
  —No he sido yo. Vamos, Paul, me está entrando tortícolis y tengo frío. Voy a subir por la rampa e iremos a tomar un café al laboratorio…
  
  Paul Stevens levantó el rifle y me apuntó.
  
  —Si se mueve un jodido centímetro, lo mato.
  
  —Comprendido.
  
  —Estoy en deuda con usted por lo que me hizo —aclaró.
  
  —Debe intentar superar su ira de un modo constructivo…
  
  —Cierre esa jodida boca.
  
  —De acuerdo.
  
  Sabía, de forma instintiva, que Paul Stevens era más peligroso que Fredric Tobin. Tobin era un asesino cobarde que si olía a peligro echaba a correr. Pero estaba seguro de que Stevens era un asesino por naturaleza, dispuesto a enfrentarse cara a cara.
  
  —¿Sabe por qué Tobin y yo estamos aquí? —pregunté.
  
  —Por supuesto —respondió, sin dejar de apuntarme con el rifle—. El tesoro del capitán Kidd.
  
  —Puedo ayudarle a encontrarlo —dije.
  
  —No, no puede. Lo tengo yo.
  
  Mira por dónde.
  
  —¿Cómo se las arregló…?
  
  —¿Me toma por estúpido? Los Gordon creían que yo era idiota. Sabía exactamente lo que sucedía con todas esas absurdas excavaciones arqueológicas. Seguí todos y cada uno de sus pasos. No estaba seguro de la identidad de su socio hasta agosto, cuando Tobin llegó como representante de la Sociedad Histórica Peconic.
  
  —Un buen trabajo de investigación. Me aseguraré de que el gobierno le conceda un galardón por su eficacia…
  
  —Cierre esa maldita boca.
  
  —Sí señor. Por cierto, ¿no debería llevar puesta una máscara o algo por el estilo?
  
  —¿Por qué?
  
  —¿Por qué? ¿No es ésa la sirena de alarma bioquímica?
  
  —Lo es. Es un ensayo. Yo lo he ordenado. Todo el personal de servicio en la isla durante el huracán está ahora en el laboratorio con un equipo de protección bioquímica, ejercitándose en el proceso de biocontención.
  
  —En otras palabras, ¿no vamos a morir todos?
  
  —No. Usted es el único que va a morir.
  
  Me lo temía.
  
  —Lo que pueda haber hecho —dije en un tono oficial—, no es tan grave como cometer asesinato.
  
  —En realidad, no he cometido un solo delito, y matarle a usted será un placer.
  
  —Matar a un policía es…
  
  —Usted es un intruso y, que yo sepa, un saboteador, un terrorista y un asesino. Lamento no haberle reconocido.
  
  Tensé los músculos dispuesto a correr hacia el agujero, consciente de que era inútil, pero debía intentarlo.
  
  —Me rompió dos dientes y me partió el labio —prosiguió Stevens—. Además, sabe demasiado. Yo soy rico y usted está muerto. Adiós, imbécil.
  
  —Que te jodan, cabrón —exclamé antes de echar a correr, con la mirada fija en él y no en el agujero.
  
  Levantó el rifle y apuntó. No podía fallar.
  
  Sonó un disparo, pero no vi ningún fogonazo en el rifle ni sentí dolor en el cuerpo. Cuando llegué a la verja, dispuesto a saltar por encima del alambre espinoso y arrojarme de cabeza al agujero, vi que Stevens saltaba del muro para acabar conmigo. O por lo menos eso creí. Pero, en realidad, se estaba cayendo de frente y se golpeó la cara contra el suelo de hormigón. Choqué contra el alambre espinoso y me detuve.
  
  Permanecí inmóvil un instante, observándole. Se contorsionó un rato, como si hubiera recibido un impacto en la columna vertebral, lo que significaba que estaba acabado. Oí el inconfundible estertor de la muerte. Por fin se estremeció y cesó el sonido. Levanté la cabeza. Beth Penrose estaba sobre el muro y apuntaba a Paul Stevens con su pistola.
  
  —¿Cómo has llegado hasta aquí? —pregunté.
  
  —Andando.
  
  —Me refiero…
  
  —Venía a buscarte, cuando le he visto a él y le he seguido.
  
  —Ha sido una suerte para mí.
  
  —No para él —respondió Beth.
  
  —Debes decir «¡Alto, policía!» —dije.
  
  —A la mierda con eso —contestó Beth.
  
  —Estoy contigo. Estaba a punto de matarme.
  
  —Lo sé.
  
  —Podías haber disparado antes.
  
  —Espero que no critiques mi actuación.
  
  —No señora. Buen disparo.
  
  —¿Estás bien? —preguntó.
  
  —Sí. ¿Y tú?
  
  —Estoy bien. ¿Dónde está Tobin?
  
  —Pues… no está aquí.
  
  —¿Qué papel tiene ése? —preguntó después de mirar fugazmente a Stevens.
  
  —Un simple carroñero.
  
  —¿Has encontrado el tesoro?
  
  —No, Stevens lo encontró.
  
  —¿Sabes dónde está?
  
  —Estaba a punto de preguntárselo.
  
  —No, John, él estaba a punto de meterte una bala en el cuerpo.
  
  —Gracias por salvarme la vida.
  
  —Me debes un pequeño favor.
  
  —Bien, eso es todo, caso cerrado —dije.
  
  —Salvo por el tesoro. Y Tobin, ¿dónde está?
  
  —Por aquí, en algún lugar.
  
  —¿Va armado? ¿Es peligroso?
  
  —No —respondí—. Tendría que hacer de tripas corazón.
  
  Nos refugiamos de la tormenta en un bunker de hormigón. Nos abrazamos para conservar la temperatura, pero teníamos tanto frío que ninguno logró dormir. Pasamos la noche charlando, sin dejar de frotarnos mutuamente los brazos y las piernas para evitar la hipotermia.
  
  Beth insistió respecto al paradero de Tobin y le ofrecí una versión corregida del enfrentamiento en el almacén de municiones, según la cual yo le había apuñalado y estaba herido de muerte.
  
  —¿No deberíamos facilitarle atención médica? —preguntó Beth.
  
  —Por supuesto —respondí—. A primera hora de la mañana.
  
  —Bien —dijo después de varios segundos de silencio.
  
  Antes del amanecer regresamos a la playa.
  
  La tormenta había cesado y, antes de que aparecieran el helicóptero o los barcos de vigilancia, repusimos la clavija y utilizamos el ballenero para acercarnos al Chris Craft. Abrí la válvula de desagüe del ballenero y dejé que la pequeña embarcación se hundiera. Luego regresamos a Greenport en el yate de Tobin y llamamos a Max. Nos recogió en el muelle y nos llevó al cuartel general de la policía, donde tomamos una ducha y nos pusimos un chándal seco y calcetines de lana. Un médico local nos hizo una revisión y sugirió antibióticos y huevos con tocino, lo que era una buena idea.
  
  Desayunamos en la sala de juntas de Max y le ofrecimos al jefe nuestro informe. Max estaba asombrado, atónito, incrédulo, enfadado, feliz, envidioso, aliviado, preocupado, etcétera.
  
  —¿El tesoro del capitán Kidd? ¿Estáis seguros?
  
  —¿Entonces sólo Stevens conocía el paradero de ese tesoro? —preguntó Max durante nuestro segundo desayuno.
  
  —Eso creo —respondí.
  
  —¿No os estaréis callando algo? —preguntó después de mirarnos sucesivamente a ambos.
  
  —Claro que lo haría —respondí—. Si conociera el paradero de veinte millones de dólares en oro y joyas, tú serías el último en saberlo, Max. Pero el caso es que el tesoro ha vuelto a desaparecer. Sin embargo, sabemos que existe y que estuvo brevemente en posesión de Stevens; de modo que, con un poco de suerte, tal vez la policía o los federales lo encuentren.
  
  —Ese tesoro ha causado tantas muertes —agregó Beth— que creo realmente que sobre él pesa una maldición.
  
  —Maldición o no, me gustaría encontrarlo —respondió Max después de encogerse de hombros—. Por razones históricas —agregó.
  
  —Por supuesto.
  
  Max parecía incapaz de asimilar y comprenderlo todo, y repetía preguntas que ya habíamos contestado.
  
  —Como este informe se está convirtiendo en un interrogatorio —dije—, creo que debo llamar a mi abogado o pegarte una paliza.
  
  —Lo siento —respondió Max con una sonrisa forzada—, es demasiado para la mente de un…
  
  —Danos las gracias por haber hecho un buen trabajo —dijo Beth.
  
  —Gracias por vuestro buen trabajo —repitió Max—. Me alegro de haberte contratado —agregó después de mirarme.
  
  —Me despediste.
  
  —¿En serio? Olvídalo. ¿He entendido correctamente que Tobin estaba muerto?
  
  —No cuando lo vi por última vez… Supongo que debí haber insistido en que necesitaba atención médica.
  
  —¿Dónde está exactamente esa cámara subterránea? —preguntó Max después de mirarme unos instantes.
  
  Se lo indiqué lo mejor que supe y Max se retiró inmediatamente para hacer una llamada telefónica.
  
  Beth y yo nos miramos mutuamente a través de la mesa.
  
  —Serás una detective excelente —dije.
  
  —Soy una detective excelente —repuso Beth.
  
  —Sí, lo eres. ¿Cómo puedo compensarte por salvarme la vida?
  
  —¿Qué te parece mil dólares?
  
  —¿Es eso lo que vale mi vida?
  
  —De acuerdo, quinientos.
  
  —¿Qué te parece una cena esta noche?
  
  —John… —sonrió con cierto anhelo—, siento mucho aprecio por ti, pero… es demasiado complicado… con todas esas muertes… Emma…
  
  —Tienes razón —asentí.
  
  Sonó el teléfono que había sobre la mesa y levanté el auricular.
  
  —De acuerdo —respondí antes de colgar—, se lo diré. Ha llegado la limusina del condado para usted, señora.
  
  Se puso de pie, se dirigió a la puerta y volvió la cabeza.
  
  —Llámame dentro de un mes, ¿de acuerdo? ¿Lo harás?
  
  —Sí, lo haré —respondí, consciente de que no lo haría.
  
  Nos miramos, le guiñé un ojo, ella también lo hizo, le mandé un beso y me lo devolvió. Beth Penrose dio media vuelta y se fue.
  
  Max regresó a los pocos minutos.
  
  —He llamado a Plum Island y he hablado con Kenneth Gibbs —dijo—. ¿Le recuerdas? El ayudante de Stevens. El personal de seguridad ya ha encontrado a su jefe, muerto. El señor Gibbs no parecía demasiado afligido, ni siquiera particularmente curioso.
  
  —Nunca viene mal una promoción inesperada.
  
  —Sí. También le he dicho que busquen a Tobin en el arsenal subterráneo. ¿No es eso?
  
  —Eso es. No recuerdo cuál era. Estaba oscuro.
  
  —Claro —dijo Max y reflexionó unos instantes—. Menudo embrollo. Vamos a necesitar una tonelada de papel para… —agregó antes de interrumpirse para mirar a su alrededor—. ¿Dónde está Beth?
  
  —Ha llegado la policía del condado y se la ha llevado.
  
  —Bien, de acuerdo. Por cierto, acabo de recibir un fax de aspecto oficial, del Departamento de Policía de Nueva York, en el que me piden que te localice y te vigile, hasta que lleguen a eso del mediodía.
  
  —Bien, aquí estoy.
  
  —¿Vas a escabullirte?
  
  —No.
  
  —Prométemelo o tendré que ofrecerte una habitación con rejas.
  
  —Te lo prometo.
  
  —De acuerdo.
  
  —Facilítame transporte a mi casa. Necesito recoger algunas cosas.
  
  —De acuerdo.
  
  Se ausentó y asomó la cabeza un agente uniformado, mi viejo amigo Bob Johnson.
  
  —¿Le llevo?
  
  —Sí.
  
  Fui con él y me acercó a la casa de mi tío Harry. Me puse un bonito chándal en el que no decía «Propiedad de la policía de Southold», cogí una cerveza, me senté en la terraza posterior y contemplé el cielo que empezaba a despejarse y la bahía que se calmaba.
  
  El cielo era de un azul casi incandescente, que se da cuando una tormenta ha eliminado todos los contaminantes y limpiado el aire. Así debía de ser la atmósfera hace un siglo, antes de los trenes y camiones de gasoil, los coches, los barcos, las calderas de petróleo, las segadoras, los herbicidas, los insecticidas y quién sabe qué otros productos que flotan en el ambiente.
  
  El jardín estaba hecho un asco debido a la tormenta, pero la casa estaba bien, aunque seguía sin electricidad y la cerveza estaba caliente, lo que era desagradable, pero la parte positiva era que me impedía escuchar el contestador automático.
  
  Supongo que debí haber esperado a los agentes del Departamento de Policía de Nueva York, como se lo había prometido a Max, pero decidí llamar un taxi para que me llevara a la estación de Riverhead y tomar el tren a Manhattan.
  
  De regreso a mi piso de la calle Setenta y Dos Este después de tantos meses, vi que había treinta y seis mensajes en el contestador automático, que son los máximos que puede guardar.
  
  La mujer de la limpieza había amontonado el correo sobre la mesa de la cocina, que en total constituía unos cinco kilos de porquería.
  
  Entre las facturas y demás basura se encontraba el certificado definitivo de mi divorcio, que pegué con un imán a la puerta del frigorífico.
  
  Estaba a punto de abandonar el montón de correo no solicitado cuando un sobre blanco sin ninguna impresión publicitaria me llamó la atención. Estaba escrito a mano y la dirección del remitente era la de los Gordon, pero el matasellos era de Indiana.
  
  Abrí el sobre y saqué las tres hojas que contenía, escritas nítidamente a mano por ambas caras con tinta azul. Leí:
  
  «Querido John, si estás leyendo esto, significa que estamos muertos, de modo que saludos desde la tumba». Dejé la carta sobre la mesa, me acerqué al frigorífico y saqué una cerveza.
  
  —Saludos desde la tierra de los muertos vivientes —respondí.
  
  Seguí leyendo:
  
  «¿Sabías que el tesoro del capitán Kidd estaba sepultado cerca de aquí? Bueno, ahora puede que ya lo sepas. Eres una persona inteligente y apostamos a que has averiguado parte de todo esto. En todo caso, ésta es la historia». Tomé un trago de cerveza y leí las tres páginas, en las que había un relato detallado de los sucesos relacionados con el tesoro de Kidd, Plum Island y la relación de los Gordon con Fredric Tobin. No había sorpresas en la carta, sólo algunos detalles que se me habían pasado por alto. En cuanto a algunos aspectos sobre los que había especulado, como el descubrimiento del paradero del tesoro en Plum Island, decían lo siguiente:
  
  «Poco después de nuestra llegada a Long Island recibimos una invitación de Fredric Tobin a una degustación de vino. Asistimos a dicha velada en los viñedos Tobin y conocimos a Fredric Tobin. Siguieron otras invitaciones». Así empezó la seducción de los Gordon por parte de Fredric Tobin. En algún momento, según la carta, Tobin les mostró un mapa rudimentario dibujado sobre pergamino, pero no les dijo cómo lo había conseguido. El mapa era de Pruym Eyland e incluía direcciones en grados, distancia en pasos, puntos de referencia y una gran cruz. El resto de la historia era previsible y poco tardaron Tom, Judy y Fredric en establecer un pacto diabólico.
  
  Los Gordon aclaraban que no confiaban en Tobin y que probablemente sería el causante de sus muertes, aunque pareciera un accidente, obra de agentes extranjeros o lo que fuera. Por fin, Tom y Judy habían llegado a comprender a Fredric Tobin, pero habían tardado mucho y era demasiado tarde. En su carta no se mencionaba a Paul Stevens, sobre quien no tenían la menor sospecha.
  
  Se me ocurrió que Tom y Judy eran como los animales con los que trabajaban: inocentes, ingenuos y condenados desde el primer momento de pisar Plum Island.
  
  La carta terminaba diciendo:
  
  «Ambos te apreciamos y confiamos plenamente en ti, John, y sabemos que harás todo lo posible para que triunfe la justicia. Cariñosamente, Tom y Judy». Dejé la carta sobre la mesa y durante un largo rato mi mirada se perdió en la lejanía.
  
  De haber recibido antes esa carta, la última semana de mi vida habría sido muy diferente. Sin duda, Emma todavía viviría, aunque probablemente nunca la habría conocido.
  
  Hace un siglo, la gente podía llegar a una encrucijada en su vida en alguna ocasión y verse obligada a elegir una dirección. Actualmente vivimos inmersos en microchips, donde se abren y se cierran millones de caminos cada millonésima de segundo. Pero, lo peor del caso, es que son otros quienes pulsan los botones.
  
  Después de una media hora meditando sobre el sentido de la vida, alguien llamó a la puerta y la abrí. Eran unos agentes de policía, concretamente unos payasos de asuntos internos que, por alguna razón, parecían enfadados conmigo. Fui con ellos al cuartel general, para explicar por qué no había contestado las llamadas oficiales de teléfono y por qué no me había presentado a mi cita, por no mencionar la colaboración con la policía de Southold. Lamentablemente, estaba allí mi jefe, el teniente Wolfe, pero también Dom Fanelli, a quien me encantó ver de nuevo, y nos reímos juntos.
  
  Los jefes hablaron de toda esa basura del lío en el que estaba metido, por lo que llamé a mi abogado y al representante de nuestra asociación profesional y, por la tarde, ya casi se había llegado a un pacto.
  
  Es la vida. El significado de la vida no tiene mucho que ver con el bien y el mal, lo justo y lo injusto, el deber, el honor, el país, ni nada de eso; tiene que ver con el establecimiento de un pacto adecuado.
  
  
  
  
  
  Capítulo 38
  
  
  
  
  Nevaba suavemente en la Décima Avenida y, desde el sexto piso donde yo me encontraba, veía los copos que se arremolinaban a la luz de las farolas y los faros de los coches.
  
  Mis alumnos llenaban paulatinamente el aula, pero no volví la cabeza para mirarlos. Era la primera clase del nuevo semestre y esperaba aproximadamente unos treinta estudiantes, pero no había consultado la lista. El título de la asignatura era Justicia Criminal 709 y el subtítulo Investigación de Homicidios. El curso constaría de quince sesiones de dos horas todos los miércoles, además de conferencias. Equivalía a tres créditos. Examinaríamos técnicas sobre la seguridad del escenario del crimen, la identificación, obtención y conservación de pruebas, las relaciones de trabajo con otros expertos, incluidos los especialistas en huellas dactilares y los patólogos forenses, así como las técnicas interrogatorias. En las últimas cuatro sesiones, examinaríamos algunos casos notables de homicidio. No analizaríamos los múltiples homicidios del norte de Long Island; lo dejaría perfectamente claro desde el primer momento.
  
  Por regla general, mis estudiantes oscilan entre aspirantes a policías y detectives de otras fuerzas, que acuden a Nueva York con gastos pagados, policías uniformados de la ciudad y los suburbios, que aspiran a la placa dorada o buscan una ayuda para sus exámenes de promoción, así como algún abogado defensor de vez en cuando, que aprende de mí la forma de evitar que condenen por alguna razón técnica a la escoria de sus clientes.
  
  En una ocasión, tuve un alumno que no se perdía ninguna clase, escuchaba atentamente todo lo que decía, consiguió un diez a final de curso y luego asesinó al amante de su esposa.
  
  Creyó haber cometido el crimen perfecto, pero un testigo accidental le ayudó a conseguir una habitación junto a la silla eléctrica. Asombroso. Sigo creyendo que se merecía el diez.
  
  Había escrito mi nombre en la pizarra y, debajo, el título de la asignatura para que los Sherlock Holmes en potencia, a quienes no bastara el nombre del profesor y el número de aula, supieran que estaban en el lugar adecuado.
  
  Parte de mi pacto con el Departamento de Policía de Nueva York consistía en su cooperación respecto a mi inutilidad del setenta y cinco por ciento, el abandono de todos los cargos previstos contra mí y la ayuda del Departamento para asegurar mi cargo de profesor adjunto y un contrato bianual en el Colegio John Jay de Justicia Criminal. No les resultó difícil conseguirlo, ya que existe un fuerte vínculo entre el Departamento de Policía de Nueva York y el John Jay. Por mi parte, lo único que debía hacer era jubilarme y realizar declaraciones positivas en público sobre el Departamento de Policía de Nueva York y sobre mis superiores. Cumplo con mi parte. Todas las mañanas en el metro digo alto y claro: «El Departamento de Policía de Nueva York es estupendo. Me encanta el teniente Wolfe». Sonó el timbre y me alejé de la ventana para acercarme a la tarima.
  
  —Buenas tardes —dije—. Soy John Corey, exdetective de homicidios del Departamento de Policía de Nueva York. Sobre sus pupitres encontrarán un programa general del curso, una lista de lecturas obligatorias y recomendadas, y algunas sugerencias para sus trabajos y proyectos. Todos presentarán sus proyectos ante la clase.
  
  Y eso reducirá considerablemente mis treinta horas de clases.
  
  Hablé un poco sobre el curso, las notas, la asistencia y cosas parecidas. Me fijé en algunos de los estudiantes de las primeras filas, que oscilaban entre los dieciocho y los ochenta años, aproximadamente mitad hombres y mitad mujeres, blancos, negros, asiáticos, hispanos, un individuo con turbante, dos mujeres con saris y un sacerdote católico. Eso sólo sucede en Nueva York. Lo que todos tenían en común, supongo, era su interés por la investigación de homicidios. El asesinato es algo fascinante y aterrador, es el gran tabú, el crimen que todas las culturas a lo largo de los tiempos han condenado tal vez como el peor delito contra la sociedad, la tribu, el clan y el individuo.
  
  Vi muchos ojos despiertos y cabezas que asentían cuando hablaba, y supongo que todos queríamos estar ahí, lo que no siempre sucede en las aulas.
  
  —También examinaremos algunos enfoques no científicos de la investigación —dije—, como la idea de las corazonadas, el instinto y la intuición. Intentaremos definir…
  
  —Disculpe, detective.
  
  Miré y vi una mano levantada que se agitaba en la última fila. ¡Maldita sea! Por lo menos podía esperar a que acabara de hablar. Supongo que la mano estaba pegada a un cuerpo, pero la mujer a la que pertenecía ésta se había situado tras un individuo muy corpulento y lo único que alcanzaba a ver era la mano que se agitaba.
  
  —Sí, dígame —respondí.
  
  Beth Penrose se levantó y estuve a punto de desmayarme.
  
  —Detective Corey, ¿tratará usted el tema de los registros y las confiscaciones legales y el de los derechos de los sospechosos en caso de registros ilegales, así como la forma de llevarse bien con su compañero o compañera sin causarle irritación? —preguntó.
  
  La clase se rio. A mí no me pareció divertido.
  
  —Voy a tomarme un pequeño descanso —dije después de aclararme la garganta—. Regresaré dentro de cinco minutos.
  
  Salí del aula y caminé por el pasillo. Todas las demás clases trabajaban y el corredor estaba silencioso. Me detuve junto al grifo y bebí un trago de agua.
  
  Beth Penrose me observaba a pocos pasos de distancia. Me incorporé y la contemplé. Llevaba unos vaqueros ceñidos, botas de montaña y una camisa de franela remangada y varios botones desabrochados. Tenía un aspecto más marimacho de lo que hubiera imaginado.
  
  —¿Cómo está tu herida? —pregunté.
  
  —Ninguna complicación. Fue sólo una rozadura, pero me ha dejado una cicatriz.
  
  —Cuéntaselo a tus nietos.
  
  —Por supuesto.
  
  Nos quedamos mirándonos.
  
  —No me llamaste —dijo por fin.
  
  —No, no lo hice.
  
  —Dom Fanelli ha tenido la amabilidad de mantenerme informada.
  
  —¿En serio? Le daré un puñetazo en la nariz cuando me lo encuentre.
  
  —No, no lo harás. Me gusta, lástima que esté casado.
  
  —Eso es lo que él dice siempre. ¿Te has matriculado en mi asignatura?
  
  —Por supuesto. Quince clases de dos horas cada una, todos los miércoles.
  
  —Y te desplazas desde… ¿Dónde vives?
  
  —Huntington. Tardo menos de dos horas en coche o en tren. La clase termina a las nueve, de modo que puedo estar en casa para ver las noticias de las once. ¿Y tú?
  
  —Llego a mi casa para ver las noticias de las diez.
  
  —Me refiero a lo que haces, aparte de dar clases.
  
  —Me basta con esto. Tres clases diurnas y una nocturna.
  
  —¿Echas de menos el trabajo?
  
  —Supongo que sí. Echo de menos el trabajo, los compañeros, la sensación de estar haciendo algo, pero, definitivamente, no añoro la burocracia ni la imbecilidad. Había llegado el momento de hacer un cambio. ¿Y tú? ¿Todavía en plena euforia?
  
  —Desde luego; soy una heroína. Todos me quieren. Soy un ejemplo para la policía y para mi sexo.
  
  —Yo lo soy para el mío.
  
  —Ésa es sólo la opinión de tu propio sexo. —Rio Beth.
  
  Evidentemente, su conversación era mejor que la mía.
  
  —Me he enterado de que has hablado varias veces con el fiscal de Suffolk —dijo Beth.
  
  —Sí. Todavía intentan dilucidar lo ocurrido. Les ayudo tanto como puedo, teniendo en cuenta mi conmoción cerebral, que me ha causado amnesia selectiva.
  
  —Eso he oído. ¿Es ésa la razón por la que te olvidaste de llamarme?
  
  —No. No lo olvidé.
  
  —Entonces… —Empezó a decir antes de cambiar de tema—. ¿Has vuelto por el norte de Long Island desde…?
  
  —No. Y probablemente nunca vuelva. ¿Y tú?
  
  —En cierto modo me enamoré del lugar y he comprado un pequeño chalet de fin de semana en Cutchogue con un par de hectáreas de terreno, rodeado de campos de cultivo. Me recuerda la granja de mi padre cuando era niña.
  
  Empecé a hablar, pero decidí no hacerlo. No estaba seguro de cuál era el propósito de Beth Penrose, pero dudaba de que hiciera un viaje de tres o cuatro horas todos los miércoles sólo para oír las sabias palabras del maestro, que ya había oído en setiembre y que en parte había rechazado. Evidentemente, la señorita Penrose aspiraba a algo más que a los tres créditos de la facultad. Por otra parte, yo apenas empezaba a acostumbrarme a la libertad.
  
  —En la inmobiliaria local me comunicaron que tu tío había vendido la casa —dijo Beth.
  
  —Sí. Por alguna razón me supo mal.
  
  —Puedes visitarme cualquier fin de semana en Cutchogue.
  
  —Pero antes debo llamar por teléfono —dije después de mirarla.
  
  —Estoy sola —respondió—. ¿Y tú?
  
  —¿Qué te ha contado mi excompañero?
  
  —Dice que estás solo.
  
  —Pero no solitario.
  
  —Sólo me ha dicho que no salías con nadie en particular.
  
  No respondí. Consulté mi reloj.
  
  —Mis fuentes de la oficina del fiscal me han dicho que irá a juicio, sin negociación previa. Quieren la pena de muerte por homicidio en primer grado.
  
  Asentí. Puede que no lo haya mencionado, pero el destripado y despeluchado Fredric Tobin había sobrevivido. No me había sorprendido excesivamente, porque sabía que no le había infligido ninguna herida necesariamente mortal. Había evitado sus arterias, no le había apuñalado el corazón ni cortado la yugular, como probablemente debí haber hecho. Creo que inconscientemente no fui capaz de cometer un asesinato, aunque si en mis esfuerzos por capturarlo hubiera fallecido del trauma o de la pérdida de sangre, no me habría importado. Actualmente, estaba en una celda aislada de la cárcel del condado, con la perspectiva de pasar el resto de su vida entre rejas o de ser electrocutado, o tal vez recibir una inyección letal. Ojalá el Estado se decidiera. En cuanto a Fredric, soy partidario de la silla eléctrica y me gustaría ser uno de los testigos oficiales para ver cómo le sale el humo por las orejas.
  
  No me autorizan a visitar a ese pequeño cabrón, pero me he asegurado de que tuviera mi número de teléfono. El gusano me llama cada dos semanas desde la prisión. Yo le recuerdo que su vida de vino, mujeres, canciones, Porsches, lanchas y viajes a Francia ha terminado y que pronto lo sacarán de su celda antes del amanecer para ejecutarlo. Por su parte, me asegura que vencerá sus dificultades y que más me vale que me ande con cuidado cuando salga. Es increíble la vanidad de ese cabrón.
  
  —He visitado la tumba de Emma Whitestone, John —dijo Beth.
  
  No respondí.
  
  —La enterraron en un hermoso cementerio antiguo, junto a todas las tumbas de los Whitestone. Algunas tienen trescientos años de antigüedad.
  
  Tampoco dije nada.
  
  —Sólo la vi en una ocasión, en tu cocina —prosiguió Beth—, pero me gustó y quise llevar unas flores a su tumba. Tú también deberías hacerlo.
  
  Asentí. Debí haber pasado por la floristería y haber asistido al funeral, pero no lo hice. No pude.
  
  —Max ha preguntado por ti.
  
  —No me sorprende. Cree que tengo veinte millones de dólares en oro y joyas.
  
  —¿Los tienes?
  
  —Por supuesto. Por eso estoy aquí para completar mi pensión.
  
  —¿Cómo está tu pulmón?
  
  —Bien —respondí mientras me daba cuenta de que varios alumnos se habían impacientado y estaban en el pasillo, algunos para ir al lavabo y otros para fumar un cigarrillo—. Debo volver a clase —agregué.
  
  —De acuerdo.
  
  Lentamente caminamos juntos por el pasillo.
  
  —¿Crees que algún día encontrarán el tesoro del capitán Kidd? —preguntó ella.
  
  —No. Creo que el paranoico de Paul Stevens lo escondió tan concienzudamente que permanecerá oculto otros trescientos años.
  
  —Puede que tengas razón. Lástima.
  
  —Tal vez no. Quizá debería quedarse donde diablos esté.
  
  —¿Eres supersticioso?
  
  —No lo era. Ahora no estoy seguro.
  
  Llegamos a la puerta del aula.
  
  —He descubierto que hay una piscina en este edificio. ¿La usas alguna vez? —preguntó.
  
  —De vez en cuando.
  
  —La próxima semana traeré mi bañador. ¿De acuerdo?
  
  —De acuerdo. Beth…
  
  —¿Sí?
  
  —¿No va a ser esto un poco embarazoso?
  
  —No. Pero espero conseguir un diez.
  
  Sonreí.
  
  —Haré lo que sea necesario para conseguirlo.
  
  —No acepto sobornos.
  
  —¿Qué apuestas?
  
  Varios estudiantes nos observaban, sonreían y cuchicheaban.
  
  Entramos en el aula. Beth se dirigió al fondo y yo a la tarima.
  
  —Tenemos otro detective de homicidios entre nosotros —dije a la clase—. Se trata de la detective Beth Penrose del Departamento de Policía del condado de Suffolk. Puede que su nombre les resulte familiar de un caso de asesinato reciente y todavía abierto en el norte de Long Island. Trabajé con ella en el caso y ambos aprendimos algo de nuestras técnicas y estilos respectivos. También me salvó la vida y, para compensarla, la llevaré a tomar unas copas después de la clase.
  
  Todos aplaudieron.
  
  
  
  
  
  RICHARD NELSON DEMILLE (Nueva York, Estados Unidos, 1943). Asistió durante tres años a la Universidad de Hofstra, tuvo que abandonar sus estudios para luchar en la guerra de Vietnam, donde fue coronel del ejército. Al regresar a Nueva York se reincorporó a la universidad y se licenció en Ciencias Políticas e Historia.
  
  A partir de entonces, dedicó todo su tiempo a la escritura demostrando su talento narrativo tanto en libros de ficción como en artículos, críticas literarias o relatos breves publicados en diversos diarios y revistas. Una constante en su estilo narrativo es el uso del sarcasmo y el humor seco. No le gustan los finales de película y suele dejar cabos sueltos para que el lector los descifre.
  
  Escribe principalmente novelas de misterio, dos de ellas han sido llevadas al cine, Palabra de honor (1985), protagonizada por Don Jhonson, y La hija del general (1992), protagonizada por John Travolta.
  
  Es doctor honoris causa por tres universidades, Hofstra, Long Island y Dowling College.
  
  
  
  
  
  Notas
  
  
  [1] Spirochete significa «espiroqueta». (N. del t.)<<
  
  
  
  [2] Plum significa «ciruela» y prune, «ciruela pasa». (N. del t.)<<
  
  
  
  [3] Isotope Stompers significa «los destructores de isótopos». (N. del t.)<<
  
  
  
  [4] Pain significa «dolor». (N. del t.)<<
  
  
  
  
  
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О.Болдырева "Крадуш. Чужие души" М.Николаев "Вторжение на Землю"

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